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miércoles, 8 de mayo de 2024

Lectura de la segunda parte del capítulo Sexto de la novela Aranjuez: Clara y el Chino

  El  alumbramiento llegó un miércoles de marzo a las  siete y treinta de la noche, nació un niño sano y rosado al que llamaron Miguel, apenas lo tuvo entre sus brazos, Clarens, un pillo duro de los de antaño, supo que su rabia había terminado, sintió el desahogo profundo de algo oscuro que venía cargando toda la vida, respiró un aire limpio por primera vez como el secuestrado que  asoma la nariz por una hendija, y lloró como nunca antes lo había hecho, con un llanto diáfano que brotaba sin control, esa pequeñísima masa de carne que era su hijo lo embriagaba de algo que no conocía, era como una luz que iluminaba su interior y se extendía cubriendo con su brillo todo a su alrededor. Lo levantó en brazos y desde abajo lo miró a sus ojos y se sonrió en paz, entre llanto y sonrisas supo que ya no podía hacerle mal a nadie, y al miedo que mantenía se le sumó la empatía por sus semejantes, representados en el rostro tranquilo y afable de su hijo, que lo contemplaba con ojos ávidos, eliminando toda la agresividad que había albergado y que le fuera tan útil en su vida delincuencial. Para Clara el nacimiento de  Miguel también fue un vaciarse de cosas, apenas salió de su vientre sintió un desprenderse de cadenas, quedó  liviana  de  pesos  literales y figurados y desde la cama donde reposaba su desgonce observó a su  hijo en brazos de su marido y no pudo reconocerlos como propio, veía  la  escena como quien contempla una película  en  un   lenguaje  extranjero, no  sentía  emoción  ni  afecto,  ni vínculo alguno con esas personas que tenía enfrente, no experimentó semejanza alguna con  su  hijo, cuando el padre se lo entregó para que lo acunara; fue como recibir un paquete de manos de un extraño. Sin embargo hizo  su  mejor  esfuerzo para fingir alegría que era lo que los demás esperaban de ella, miró a su hijo y le pareció una tortuga de   las que  había contemplado en los cromos del    álbum  de chocolatina  que  había coleccionado  en  su  no   tan  lejana  niñez  y por  el cual sentía mas apego que por ese recién nacido, Clarens descubrió  la  vacancia en  la  mirada  de  su  esposa, malinterpretada como cansancio, y se le arrimó para darle un beso no correspondido mientras le decía Gracias, ella, sin contestar, se quedó mirando al vacío sintiendo por dentro que nada sentía por ese hombre que la acababa de besar  ni  por ese niño que  tenía  entre  brazos. La llegada al barrio fue la vuelta a  la realidad: en la casa de los suegros  los  amigos  de Clarens lo esperaban con aguardiente y fritanga para celebrar el advenimiento del  primogénito. Apenas salieron del taxi sonó a todo taco   "El  nacimiento  de Ramiro" de  Rubén  Blades, y  los  parceros del  padre salieron a su encuentro con una algarabía tal que despertaron al recién nacido, que inauguró su llegada a la cuadra con un berrido glorioso,  juntando los gritos del   miedo con los de la celebración ,amalgama de alaridos que  han  definido este barrio donde se celebra la vida y la muerte al unísono con las mismas voces que  se  confunden e  intercalan en su plasticidad sombría. La fiesta se  prolongó  hasta   tarde en la noche cuando Clarens despidió a sus amigos aduciendo cansancio, aunque en el fondo estaba harto, estragado con todo a su alrededor, él mismo se desconocía por momentos, cómo era que lo que hacía hasta  hace  poco era su hábitat ahora le parecía turbio, le repelía, le molestaban los chismes, la música y la presencia de  los  que consideraba su familia en la calle, su  mujer,  en  cambio, apenas entró a su casa, se retiró a su habitación con la excusa de descansar y no volvió a salir en todo el rato que duró la fiesta. Clarens le llevó a su hijo cuando este  se cansó de recibir halagos, abrazos y caricias de un montón de bandidos enmariguanados  y  periquiados  y  manifestó su cansancio con un llanto agudo; al traspasar la puerta de la   recámara encontró a Clara  mirando de nuevo  al  vacío y quiso sonsacarle una sonrisa indicándole que el niño la requería, ella apenas salió de su mutismo para señalarle  con su boca la cuna mientras le decía Déjalo ahí que ya lo voy a alimentar, mientras que él , confundido por la respuesta gélida de ella,  y exhausto por la parranda  inesperada de un barrio que sentía tan alejado de él como a su esposa de su hijo, se recostó sin tener mas cabeza que para su hijo, a quien después de acostarlo se quedó contemplando  largo rato, tampoco sabía por qué  ese niño lo emocionaba a tal punto que  no  resistía  su  presencia   más  de  un   minuto   sin  que sus ojos empezaran a  desprender  lágrimas, lo  conmovía como   nunca  nada  lo  había  hecho. En la cuadra todos nos enteramos del  nacimiento por  la  fiesta y nos dimos mañas para rodear la casa y contemplar a la distancia al  niño o  para  arañar  algún  guaro que alguno de los bandidos nos convidaba en  medio de  la  algazara, todos menos  el  Chino que vio llegar a la familia, agazapado en la esquina contraria disimulando su desconsuelo, con  una  botella de  gaseosa que bebía a  sorbos  lentos  y  pensativos, la gente no se percató de su   presencia  abstraídos como  estaban  por  la  novedad  del   nacimiento y  la  novelería de  la  fiesta, pero yo  lo   vi con un  dulce abrigo  al   hombro  mirando  sin  ver  la casa de la mujer que tanto le gustaba, y  que  cada día se   le  hacía más  inalcanzable, se lo notaba lejos, como  ido  en   pensamientos  largos  como plazos de preso.

Los días que  siguieron  fueron  monstruosos  y  dilatados, el niño demandaba atención recurrente de una madre distante, dormía  poco y  mal, lo que  mantenía a Clarens  indispuesto  y  ofuscado, además de que con los días crecía su  amansamiento, no  le  provocaba  salir  y  le  molestaba enterarse de cualquier cosa que tuviera que ver con  su   vida de hampón, pero la calle es  celosa  e   imperiosa y pronto fue requerido para trabajos propios de su oficio, que realizó a  las carreras y de mala gana, también Clara cumplía con sus funciones de madre a regañadientes; ambos vivían duplicados pero con objetivos  contrarios: Clarens era uno en la calle, o al menos  lo  aparentaba, rudo, serio y  resuelto,  y  otro  en   la  casa en donde  no salía de una sola dulzura para con su hijo, Clara en cambio tenía que  fingir cariños  y  realizar oficios de madre que no sentía, pero cuando se  quedaba  sola se entregaba a  su desidia, a  sus ensimismamientos, donde no pensaba nada en concreto, solo divagaba en nadas y acunaba el  desprecio contra todo y todos haciendo énfasis en  su  marido, y a  veces  pensaba qué  le  habría ocurrido para entrar en terrenos tan  áridos, sin ningún estímulo por nada pero pronto renunciaba a la indagación y volvía a las poquedades en donde solo la tranquilizaba contemplar  las  cosas  sin  verlas y despreciar a  Clarens. La relación entre ambos se limitaba a conversaciones pocas   sobre el crecimiento  y  desarrollo  del   niño  y  a  compartir una cama fría  y  distante, como dos vecinos de un barrio de ricos,  por eso agradecían que Miguel los levantara cada noche con un llanto y los obligara a  abandonar   el  lecho , más  parecido a una trinchera que a una cama matrimonial; así  vivieron un año en que cada uno  habitaba un  mundo distinto aunque contiguo. Clarens consiguió mantener su posición en el combo haciendo trabajos suaves y  puntuales  y  esquivando  los  que  implicaran  mayor   riesgo o aquellos en que tuviera que matar a alguien, pues desde el  nacimiento de su hijo le  había  prometido, aunque este no lo comprendiera, que nunca más  iba a quitar una vida, en su moral propia y en su ética amañada entendía  este como el   mayor  crimen   superior  en daño a  los  múltiples que  realizaba  a  diario, y de los cuales no  veía  la  hora de desprenderse;  a  sus  colegas  les  parecía  raro, Clarens que había sido siempre el  primero en entucar, como le dicen en el  barrio al  arresto, a   la  hora  de  los  asesinatos  y   las fechorías, se mostraba desacertado, esquivo y hasta temeroso en los pocos trabajos que  realizó y de los que no pudo zafarse, pero lo toleraban por su historial, pero sin  embargo, ya  se  suscitaban comentarios sobre  lo  mucho que había cambiado desde  que  vivía con Clara, a  la  que culpaban  de  la falta de bríos y  de  agallas de  su   camarada. Durante  ese año  el Chino  al  fin  realizó su sueño de ser  chofer, se empleó en un taxi que mi papá  le  ayudó  a conseguir; cuando  lo vi  aparecer en  la  cuadra montado en  un Chevette, él no cabía en la ropa de  la  felicidad, saludó  a  todo el   mundo tocando pito, cuando parqueó y   se   bajó  fue hasta donde estábamos  y  nos convidó a ocuparlo cuando necesitáramos trasporte, asegurando entre sonrisas que sería un viaje inolvidable; su  vida mejoró ostensiblemente y  no lo volvimos  a  ver con su eterno dulce abrigo rojo al hombro y sus bluyines mal cortados y en chanclas, sino que ahora se mantenía arreglado, bien  afeitado y acicalado, trabajaba desde bien temprano en la mañana hasta entrada la noche, cuando arribaba a la cuadra después de guardar su carro en el   parqueadero y se quedaba hablando con nosotros en la acera de su casa o en la tienda de Chela, donde muchas  ocasiones pagó la tanda de cervezas  de  todos con  un gesto de orgullo en su rostro que  no  le  había visto nunca  antes. Pero la  vida a  veces  precipita  siniestros y en cuanto ocurren entendemos que las pistas estaban dadas durante el  proceso y  al   final  solamente se unieron como las fichas de  un  rompecabezas macabro: la tensión de Clarens, la  desazón   y  antipatía de Clara  y  el gusto del  Chino por  ella  aunados a la mala suerte que juntó estos  factores en  un día  y  en  una situación concretas desataron  la  tragedia.

Una mañana de octubre después de una noche turbulenta, en la que Miguel chilló sin  parar, manteniendo en vela a  los padres, que  se  culpaban  recíprocamente por  el  llanto del niño, les amaneció en rumor de contienda; Clara se empezó a arreglar  desde  temprano para bajar al centro a recoger un paquete que unos  familiares le enviaban  cada  año a  su   padre  desde el  exterior, Clarens por   el  mal sueño  y  la  molestia de su   cotianidad había olvidado la comisión de  su  mujer  y cuando salió del  baño por qué se estaba arreglando, lo hizo sin malicia y casi  al descuido, por tener alguna palabra en la boca que le permitiera tragar el mal  sabor con que se había levantado, esa consulta simple destrabó la  ira  tosca que su  esposa  venía represando, y  se  le  fue  en  ristre con  su   lengua como sable, diciéndole que era  un  inconsciente, que se había cansado de repetirle que tenía que ir al centro a recoger el encargo, que él solo se preocupaba de sus asuntos pero  los  de  ella  y  su  familia lo tenían sin cuidado, y a medida que hablaba se acaloraba más su discurso y crecía en furias que desvirtuaban sus argumentos y los entremezclaba sin lógica, diciéndole que si no quería que fuera entonces, por qué no iba  él  o  al  menos la acompañaba, que de seguro es que no quería quedarse con el niño, o  a lo mejor tenía una cita con alguna de esas zorras con que se mantenía, o se estaba haciendo el marica para quedarse en la esquina fumando mariguana que era para lo único que servía, Clarens escuchó la soflama con molestia creciente pero en silencio, hasta que algo adentro se le incendió con las chispas que arrojaba su mujer, y le dijo  vaciando  lo que  por  temor  y  cariño a su hijo había mantenido envasado, Ve,  Clara, no seas descarada que desde que nació el  niño no me he vuelto a quedar en la calle y antes corro temprano para acá  a  ver que no les falte nada a Miguel y a vos, no vengás a  hablar de desatenciones mías cuando sos  vos la que hace todo de mala  gana  y  a  las  carreras, sin mencionar que parece que  no te  importara  el  niño y que ni siquiera lo quisieras, y no me digás que solo sirvo para fumar mariguana que hace más de un año que ni  la pruebo, no seas hijueputa, ella ripostó con odio y malas palabras endilgándole culpas por  todo, le decía malparido, que  le había quitado la juventud y la belleza y la había preñado a propósito para tenerla amarrada a  él  de  por  vida, e improperios y acusaciones de similar jaez, él rebatió en tono equivalente y con imputaciones semejantes, tanto se calentó el alegato que él estuvo a punto de meterle la mano y solo se abstuvo porque su suegra intervino y  su  hijo lloró por el  alboroto. Clara lagrimeaba de rabia  y  miraba a su  marido con  resentimiento  franco, y él cargando al niño le respondía con miradas malignas, no se dijeron mas nada, pero se aborrecieron con los ojos; Clara, aplacada por  las  palabras que su madre le musitaba al oído y por el agua de toronjil que le arrimó, se terminó de  arreglar y salió para la calle tirando la  puerta de su recámara, dejando a Clarens atajando iras   y  violencia  con  los ojos  de  su  hijo que lograban llenarlo  de  paz.

Esa mañana el Chino pensó durante el  trayecto de su casa al parqueadero que iba a ser un buen día, el sol de la mañana y el cielo claro reafirmaron su  actitud; se montó en  su  taxi y puso un poco de música mientras se observaba en  el   retrovisor, y se aprestó a  salir, cuando vio a Clara,  en  la  esquina contigua que estiraba la mano para coger un taxi, le pitó y le hizo señas para que lo observara, ella se percató y esperó que él diera la vuelta para montarse en la parte trasera del vehículo; el Chino no podía creer su suerte, en efecto este sería un buen día, la saludó amable y serio ¿ Cómo está,   Clara? ¿ Adónde  la  llevo? Ella, que mantenía la ira intacta con que salió de la casa, le dijo desde atrás sin contestar el  saludo: A la playa con la oriental, el Chino arrancó  sacando rápido el  pie del  embrague por  los  bríos que  le  suscitaba su compañera y el carro trastabilló y se apagó, en un segundo que  se  le  hizo  eterno, volvió a darle estarte, y arrancó despacio pidiéndole perdón a Clara por el impase, a lo  que ella tampoco respondió, cuando tomaron la  49, el Chino estaba hecho un manojo de  nervios y no paraba de  observar  a Clara por  el  retrovisor, que no se percataba de  nada por estar absorta en la contemplación del  paisaje que  desfilaba por  la ventanilla del carro, el chofer pensaba en hablarle, pero la actitud de la pasajera no admitía espacios de diálogo, y al  ingresar a Prado Centro, el Chino se dijo a sí mismo,  Es  ahora  o  nunca, sabía que no volvería a tener  la  posibilidad de  hablarle a solas, de  manera que se decidió por  lo  más simple,  aminoró  la  marcha  y le  preguntó ¿  Y  cómo está  el  niño? Debe estar regrande, a  Clara la pregunta  la  sacó de su letargo amargo  de  rabia sorda, y  lo  miró extrañada de que el Chino no le hablara, se demoró todavía un par  de  segundos para contestar Bien, el niño ahí va creciendo, al Chino esas palabras le sonaron a gloria, y se desató a hablar, le dijo que los niños son una maravilla,  que  él  esperaba tener varios alguna vez y un montón de frases de  cajón que utiliza la gente para hablar por obligación con desconocidos y que versan sobre cosas que  a ninguno de los dos participantes interesan en absoluto, el clima, los trancones  y  lo  cara que  está  la  vida, a  todos los  temas  Clara le  respondía con una interjección que denotaba su  falta de atención e interés, cuando el Chino sintió que la estaba perdiendo, en un intento desesperado por encauzar de nuevo el  diálogo que hacía rato había mutado en monólogo, le dijo sin saber muy bien por qué ni cómo Clara, usted es una mujer muy  bonita, en cuanto terminó la frase y al ver la reacción alterada que provocó en su interlocutora quiso corregir su rumbo y adicionó, Y muy buena persona, ese niño y su esposo deben sentirse muy afortunados de tenerla, pero ya era  tarde, la rabia que Clara sentía por esos dos personajes que el Chino acababa de mencionar, se  le  subió de nuevo a la cabeza y se transformó en repugnancia por el conductor que osaba mencionarlos como si  los conociera o como si  fuese   su amigo Y le dijo  Usted es  muy atrevido, el  hecho  de que vivamos por la misma cuadra no le da derecho a decirme piropos ni a mencionar a   mi  familia, respete no sea igualado, el Chino se conturbó a tal  punto que  estuvo cerca de estrellarse por  pasarse un semáforo en rojo, y tuvo que frenar en seco acabando de sacar a Clara de sus cabales y de la silla, quien con un grito le dijo Déjeme  aquí, pendejo, mientras el Chino abrió  la  puerta  del  taxi, le gritó  que   lo  sentía, pero ella ya  había cruzado la calle y no lo escuchó o fingió no hacerlo, él se quedó pasmado sin saber qué hacer, pensó en irse detrás de ella y disculparse, pero un coro de cláxones lo sacó de sus pensamientos y tuvo que avanzar; contempló  devolverse para su  casa y esperarla  para hablar con ella, pero se dio cuenta de que no sabía a qué horas volvería, o si  lo haría siquiera, de manera que luego de manejar casi  por  instinto en medio de los trancones del centro se dijo que no podía perder un día de trabajo por lo que él consideraba una estupidez, mejor sería esperar hasta la noche y después de guardar el carro ir hasta su casa a pedirle perdón por su atrevimiento. En cuanto tomó esta decisión, con la cabeza todavía caliente por el impacto que le produjeron la reacción y  palabras de Clara,  sintió que la imagen que tenía de ella se le iba difuminando en  su  mente, se le iba borrando como una  fotografía antiquísima, ya no sabía qué sentía  hacia  esa persona, que lejos la sintió con una lejanía distinta a la que siente el  que  tuvo  y  perdió, la del que nunca ha deseado tener, una lejanía de siglos, de eras, de orbes. En cambio a Clara todo parecía conspirarle ese día para enredársele, a  veces atraemos los problemas por presentarnos a  la vida con pendencia, y cualquier situación por simple que sea termina embrollada porque la contrariedad  la  llevamos nosotros; al  llegar al sitio de  encomiendas estaba sudada y furiosa por  su   esposo, por el Chino, por el calor del centro, por tener que caminar siete cuadras y encima encontrar una fila larga, que no avanzaba y que la mantuvo rumiando cóleras por una hora, al cabo del cual llegó frente al mostrador para descubrir que por las prisas había olvidado la cédula de su  padre  y  sin  ella no  le podían entregar  el  paquete, intentó convencer al dependiente de que ella era la hija, pero solo consiguió que la trataran despectivamente y le pidieran el retiro de mala manera, salió bullendo bilis, tomó un taxi y llegó a su casa hirviendo por dentro y  por   fuera; apenas se encontró con Clarens en su habitación renovó  su   furia  y   reanudó el   tropel que habían dejado en miradas suspensivas de odio antes de marcharse, le reiteró sus quejas y  revivió  insultos  y  maltratos que el otro atajó con improperios y  reclamos varios, la contienda escaldó peor que antes y en el zenit de la discusión, cuando estaban a punto de argumentar a golpes lo que los gritos no alcanzaban, por la mente abotagada de Clara cruzó la imagen y  las palabras  del  Chino en la mañana, y le dijo rugiendo a su esposo A vos  ya nadie te respeta en este barrio, hasta un  malparido como ese  Chino te irrespeta a   tu mujer y vos no sos capaz de hacer nada, poco hombre,  maricón, Clarens atendió ese reclamo  parando  en  seco  la  tronamenta de insultos para decirle Cómo así, de qué estás hablando, Clara sonriendo de medio lado, dibujando un arco hacia abajo con la comisura, le contestó Esta mañana el maldito ese me llevó en  el   taxi  al  centro y me tiró los perros de frente diciendo que yo era una mamacita y vos un güevón por no pararme bolas, dando una versión distorsionada de la información que le permitiera ganar  la  discusión  y  haciendo ademanes de burla que a Clarens le llegaron como puñaladas al orgullo, Sin embargo encontró el  aplomo de nuevo en la mirada de su hijo y quiso saber más  a  la  vez  que intentaba ganar algo del terreno que  había  perdido en la última arremetida de su mujer y le dijo Seguro que vos le coqueteaste al mongolo ese, bien güevón que es, no iba a salir con esas de la nada, ¿ qué le dijiste perra hijueputa?, a lo que su mujer contestó con una carcajada irónica Yo no necesito coquetearle a nadie, maricón, y menos  a  un retardado como ese, pero vos sos tan poca cosa que ni ese  bobo  hijueputa se le da nada decirme cosas, ni tratarte mal porque todo el  barrio cree que  sos  un  marica, un poca cosa al que cualquiera le puede mangonear la mujer y no dice nada, mariquita, payaso, eso  es  lo que sos, un payaso que no hace respetar la familia, Clarens sintió que todo se le volvía rojo y negro y se le fue encima para quitarle con un sopapo la sonrisa de   la boca ,y ella afiló las uñas  no valieron los gritos de la madre ni los aullidos del hijo, durante un minuto y medio se  prodigaron golpes  y arañazos sin contemplación hasta que el escándalo convocó a los vecinos y entre varias señoras lograron separarlos, ambos botaban sangre del rostro y bufaban como perros después de un combate. Clarens se zafó de las señoras y le dijo a Clara  Esto no se queda así, perra hijueputa, mientras su suegra le gritaba que se  fuera; él salió a  la calle limpiándose la sangre con uno de los jirones  de  la  camisa estropeada que se arrancó de un jalón, y a medio camino para la esquina se encontró con dos amigos que venían atraídos por  la  algarabía, se fueron a la tienda  y  pidieron  cerveza, estuvo apostado en la esquina tomando hasta la noche, momento en el que decidió ir  a  su  casa a ponerse una camisa nueva para irse a amanecer  en  la  casa de alguno de sus compañeros, pero cuando intentó abrir la puerta vio que tenía seguro, desde la acera gritó Malparida, no creas que una puerta te va a proteger toda la vida, no te la tumbo a bala porque adentro tenés a   mi  hijo, y se sentó en  la  acera. Adentro, apenas sintieron los gritos, apagaron las luces y reinó el silencio, por eso el Chino que venía de guardar el carro con la intención de hablar con Clara cuando empezó a bajar  las  escalas no vio el  bulto semidesnudo que estaba apostado afuera, Clarens al  verlo  reaccionó de un salto y lo encaró, sin mediar palabra, le encajó un puñetazo en la cara, el Chino alcanzó a  levantarse del suelo adonde había ido a  parar  y   alcanzó a  correr en dirección contraria a  la casa, Clarens  se fue detrás  de  él  alcanzándolo en la esquina en donde sus amigos le habían salido al  paso y lo derribaron, en el suelo Clarens lo molió a golpes, cada puñetazo que le daba lo hacía pensando en  su  mujer, veía sobrepuesta la cara de ella en  la  de él como cuando situaba la cara de su padre en la de  sus  víctimas .Cada puño que soltaba le recordaba la desgracia de haber tenido un hijo con ella, en cómo lo trataba y en su indolencia, mientras que el Chino que podía defenderse y que con la fuerza que  tenía hubiera podido matar al otro de un golpe, aguantaba la tunda en silencio, pensando que algo muy malo había hecho y que merecía la golpiza; la gente atraída por la pelea no entendía por qué Clarens le estaba dando esa maderiada al Chino, que era un tipo sano y nunca se había metido con los de la esquina; pero yo recordé el gusto de Chinini por su mujer y me imaginé que algo tenía que ver, cuando se agotó de darle puños, Clarens se retiró y  el  Chino  se  incorporó hecho un amasijo, con parsimonia, en silencio y  cojeando se   fue  para su  casa, seguido de casi  todo el mundo de la cuadra, dejando atrás  la  pelea  y  a  Clarens que  no tenía adonde volver, entonces se quedó este bebiendo y volvió a fumar mariguana con sus amigos a los que después de indagarlo por la golpiza les contó la historia alterada del Chino que había escuchado de Clara, ahora más distorsionada por el alcohol  y  por  el  perico, que también había empezado a  meter, sus amigos le dijeron que una cascada era poco, que a ese pirobo irrespetuoso tenía que matarlo, provocándolo con cada guaro y con cada güelazo, le decían que si no lo hacía, lo que decía su mujer, se  iba  a cumplir, que nadie lo iba a respetar, le confesaron las cosas que decían a sus espaldas y cómo todo el mundo sospechaba de su falta de güevas; el Chino por su lado no pudo dormir, su madre se quedó limpiándole las heridas con Mertiolate, mientras se enteraba del  por qué del incidente, toda la familia estaba de acuerdo en que se tenían que ir del barrio para evitar un ataque mayor; en la madrugada los demás se fueron a dormir y el Chino se recostó a pensar en Clara, no encontraba más su cara en la memoria, no sentía nada por ella, ni gusto ni rabia, era como si nunca hubiese existido, su mente que tantas veces la había labrado, se higienizaba de su familia con el olvido, y él no entendía la ingratitud del recuerdo, quería evocarla como antaño para que valiera la pena lo que acababa de ocurrirle, pero no lo conseguía, deseaba aunque fuera la ira, el desprecio, cualquier cosa que le permitiera vincularse con el suceso ocurrido, del cual se sentía forastero, ajeno, recordaba la golpiza como si la hubiera visto desde afuera como un espectador, no la sentía propia y  por eso buscaba desenterrar en su memoria algo que lo atrajera de nuevo a  su vida en la que acababan de golpearlo, pero solo obtenía desdén y culpa por algo que  no entendía  bien, pensaba que un piropo al descuido no era para tanto, pero sabía quien era Clarens y cómo el barrio no perdonaba ligerezas de ningún tipo con esa clase de personas, sin embargo su culpa iba más del hecho en sí, se sentía culpable de ser él, de haber nacido lento y manso en un mundo veloz y fiero, en donde imperan la violencia rauda, la rabia agria y rápida, y todo lo que contradiga su despliegue vertiginoso es atacado para provocar una reacción de la  que él carecía; apenas aclaró el día se levantó entre dolores y le dijo a su mamá desde la puerta de la  alcoba que iba por el carro y que esa noche iba a ver para dónde pegaba mientras encontraban una casa en otro barrio o algo, pero que él no quería quedarse más ahí, su madre desde la cama le echó una bendición que empató con un rezo por su hijo, él se despidió y salió.

La sociedad nos asigna unos roles dependiendo de nuestras capacidades aparentes, no de nuestras aptitudes reales, a la manera de los que reparten a los jugadores en los picaos del  barrio que los escogen atendiendo únicamente a lo que resalta a simple vista:los altos y de mejor talla  van a la defensa, los minúsculos y rápidos, a  la delantera, los más cerebrales, al medio campo, y el gordo siempre de arquero, algunos asumimos que ese era nuestro destino y por pura comodidad nunca probamos una posición diferente, la realidad es un repartidor infame que siguiendo esta misma lógica nos asigna unos roles aleatorios, y que asumimos por la facilidad de ser aceptados de antemano para tales encargos, y por esa misma aceptación jamás nos planteamos abandonar ese designio ni probar otro, lo malo es que en algún momento ese papel nos supera y no sabemos cómo entender enfrentar ese desborde, por lo que se nos hace más fácil y cómodo seguir actuando hasta las últimas consecuencias que devolvernos a ser nosotros mismos: Clara asumió su papel de mujer notable y celosa que una vez tuvo a su hijo dejó de serlo; Clarens el de hombre malo con el que había crecido y que después del nacimiento de Miguel ya no quería asumir, y de este estúpido sainete imposible de parar, el Chino, que a lo sumo era un mal actor de reparto, casi un extra con un  mínimo  parlamento, terminó pagando caro el atrevimiento de su cameo. Clarens amaneció azorado, empericado y borracho, sintiéndose inferior a sus colegas que toda la noche, ayudados con la bebida, se sinceraron y le dijeron que lo consideraban un blando, que su hijo lo había ablandado y que si no se ponía las pilas hasta la mujer lo iba a  poner a sobrar, cuando menos pensara se abría con otro y se le llevaba al pelao, él escuchaba con la mente congestionada sin decir nada, pero deseando destruir a sus amigos, a su mujer, a su vida de hampón que detestaba, en esas apareció en la esquina cojeando el Chino, que iba en dirección al parqueadero. Todas las miradas de los bandidos se dirigieron a él y luego se posaron en Clarens, eran miradas punzantes, de navajas, de vidrios  rotos, de esmeriles y punzones afilados, de rigor y reclamo, uno de los amigos le pasó a Clarens un revólver, que al recibirlo sintió como un fardo pesado y obligatorio, incómodo e inevitable; los segundos eran vidas en una escena surreal donde los protagonistas de un lado y otro levitaban sobre un tiempo que no era de este mundo, ambos jugándose la vida, la que tenían y la que no, espesó el silencio cuando Clarens rompiendo la quietud del momento sin otra cosa en su cabeza que la destrucción, levantó el arma, el Chino se encontró con su mirada turbia y alcanzó a decir Perdón, antes que sonaran  tres   disparos  que cortaron la sordina del amanecer en un Aranjuez que de nuevo despuntaba en muerte.

Ahora que escribo esto no dejo de preguntarme otras cuestiones sin respuesta, ¿con qué pensamientos se levanta un hombre el día de su muerte? ¿Qué esperanzas proyectarán sus ideas? ¿Hacia qué futuro? ¿Pensará en lo mismo su asesino?  Para embolatar a   mi  cabeza hurgando en  el  pasado  es  necesario hablar de los otros desadaptados que también conocieron al  Chino: los  Piojos.