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jueves, 22 de septiembre de 2022

Lectura de los capítulos octavo y noveno de Rosario Tijeras 22/09/2022

 OCHO


Emilio me había dicho que me iba a presentar a la mujer de su

vida: Rosario. Como siempre decía lo mismo, esa vez tampoco

le creí. A mí un despecho y unos exámenes parciales me habían

alejado por esos días de la rumba que siempre compartía con él.

No me era extraño tenerme que encerrar por esas razones, el

amor y el estudio siempre me dieron duro. Pero cuando lograba

recuperar la materia y el corazón, volvía a la búsqueda

nocturna en las discotecas, descifrando las miradas de las

nuevas y posibles candidatas, envalentonado por la música y el

alcohol. Por lo general, al poco tiempo me volvía a rajar, y me

encerraba de nuevo para sacar a mis estudios de sus notas en

rojo y para reponerme del maldito amor. Siempre fue así, hasta

que llegó Rosario.


-Vos ya la conocés –me dijo Emilio-. Es una de las que se

sientan en la parte de arriba.

-¿Cómo me dijiste que se llamaba? –pregunté.

-Rosario. Vos ya la has visto.

-¿Rosario qué? –volví a preguntar.

-Rosario... No me acuerdo.

Yo estaba buscando en mi cabeza a alguien de nuestro lado,

por eso me extrañaba no recordarla; además, a esos sitios

siempre terminamos yendo los mismos. Al poco tiempo,

cuando por fin la conocí, entendí por qué no la ubicaba. Emilio

me la señaló. Bailaba sola en la parte alta donde siempre se

hacían ellos, porque ahora que tenían más plata que nosotros

les correspondía el mejor sitio de la discoteca, y tal vez, porque

nunca perdieron la costumbre de ver a la ciudad desde arriba.


Del humo y las luces que prendían y apagaban, de los chorros

de neblina artificial, de una maraña de brazos que seguía el

ritmo de la música, emergió Rosario como una Venus futurista,

con botas negras hasta la rodilla y plataformas que la elevaban

más allá de su pedestal de bailarina, con una minifalda plateada

y una ombliguera de manga sisa y verde neón; con su piel

canela, su pelo negro, sus dientes blancos, sus labios gruesos, y

unos ojos que me tocó imaginar porque bailaba con ellos

cerrados para que nadie la sacara de su cuento, para que la

música no se le escapara con alguna distracción, o tal vez para

no ver a la docena de guaches que la creían propia,

encerrándola en un círculo que no sé cómo Emilio pudo

traspasar.

-Eso no es nada –me dijo Emilio-, cada vez que va al baño

hay un tipo que la acompaña.

-Y entonces, ¿cómo la conociste?

-Al principio nos echamos miradas, nos miramos y nos

miramos, cuando yo volteaba a verla ella ya me estaba viendo,

y cuando ella volteaba a verme me pillaba en las mismas,

después nos dio risa, entonces ya nos mirábamos y nos reíamos,

después ella se fue para el baño y yo me fui detrás, pero con el

primero que me topé fue con el atarván que no la desamparaba.

-¿Y entonces?

-Entonces nada –continuó-, no pudimos hacer nada, apenas

mirarnos y sonreírnos, pero yo creo que el tipo se la pilló,

porque vos no te imaginás el mierdero que se armó después,

eso manoteaban y gritaban y había uno que la agarraba por el

brazo pero ella no se dejaba, hasta patadas le dio al tipo, y ella

me miraba de vez en cuando, y el que la acompañaba al baño

me señaló un par de veces y ella seguía alegando y todo el

mundo tuvo que ver con el despelote ese.

-¿Y entonces?

-Entonces nada. Se la llevaron a la fuerza. Pero vos no te

imaginás la mirada que me echó cuando salió. Vos no te la

imaginás.

A mí la historia en lugar de intrigarme me asustaba. Ya

habíamos sabido de algunos de nosotros, que por meterse con

las de ellos se habían ganado un tiro o les había tocado cambiar

de discoteca. Estaba seguro de que Emilio no iba a ser la

excepción. Sin embargo, cuando él me contó esta historia, ella

ya dominaba la situación y era la nueva pareja de Emilio.

-Al otro día volvió sola. Imaginate, viejo, sola, sin el combo,

solamente con una amiga, que te la vamos a presentar y no está

tan mal.

-No me mariquiés la vida, Emilio, más bien seguime

contando.

-Pues que ella llegó sola, pero yo estaba con Silvana.

-¡¿Con Silvana?! –le pregunté-. No jodás. ¿Y entonces?

-Pues que Rosario me quería comer con los ojos y Silvana

estorbando, entonces apliqué el viejo truco de la maluquera,

pedí la cuenta, y cuando estaba saliendo le hice la seña a

Rosario de que ya volvía.

-¿Y por qué estás manejando tan rápido, Emilio? ¿Cuál es el

afán? –le preguntó Silvana.

-Es que estoy muy maluco, mi amor –le contestó-. Muy

maluco.

-Vos sos la cagada, Emilio –le dije.

-¿Cuál cagada? –dijo-. Con ese bizcocho esperándome.

-¿Y sí te esperó?

-Pues claro, güevón, a mí todas me esperan. Y vos no te

imaginás la dulzura. Al principio como tímidos, pero después...

-¿Cómo te llamás? –le preguntó Emilio.

-Rosario –contestó ella-. ¿Y vos?

-¿Yo? Emilio.

Definitivamente Emilio era de buenas, tanto que resultó ser

la excepción. No sabíamos qué tenía Rosario porque aunque sus

amigos siguieron yendo, nunca se acercaron ni molestaron a

Emilio y mucho menos después del incidente con Patico. El

único que cuando iba no les quitaba los ojos de encima, que no

bailaba por estar mirándolos, que no soltaba la mano de la

cacha de la pistola, que cuando ponían una para bailar pegados

se le salían las lágrimas, era Ferney. Se entronizaba en su palco

alto, pedía una botella de whisky, y se acomodaba de manera

que siempre los tuviera al frente, para mirarlos con rabia, y

cuanto más borracho más ira y más dolor se le veía en los ojos;

sin embargo, nunca se levantó de su silla, ni siquiera para

orinar.


Al comienzo, no pude evitar sentir cierta simpatía por él,

cierta solidaridad con alguien que indiscutiblemente era de los

míos. Ferney era del club de los que callamos, los del nudo en la

garganta, los comemierda que no decimos lo que sentimos, los

que guardamos el amor adentro, escondido cobardemente, los

que amamos en silencio y nos arrastramos. Mientras él nos

miraba, yo de reojo también lo miraba, y no entendía por qué

tanta obsesión, hasta que la fui conociendo, hasta que se me

empezó a meter, hasta que me vi perdido con Rosario adentro,

causándome desastres en el corazón. Entonces lo entendí, quise

poner una silla junto a la suya y emborracharme con él, y

mirarla con su mismo dolor y su misma rabia, y llorar por

dentro cuando la besaba, cuando bailaban juntos, cuando le

hacía en secreto las propuestas que consumaban más tarde.

-Ese Ferney sí es bien raro –decía Rosario-. Miralo, ¿vos lo

entendés?

-A lo mejor sigue enamorado –le dije, justificándolo.

-Ahí está la güevonada –dijo ella-. Ponerse a sufrir por amor.

«¿De qué estás hecha, Rosario Tijeras?», me preguntaba

siempre que la oía decir cosas así. «¿De qué estás hecha?», cada

vez que la veía irse para donde los duros de los duros, cada vez

que la veía salir flaca y volver gorda, cada vez que me acordaba

de nuestra noche.

-La tengo aquí –decía Emilio, mostrándome la palma de su

mano-. Creo que esta noche sí como de eso.

No le di importancia a la primera vez que se acostaron, es

más, ni siquiera recuerdo cuándo fue. Rosario todavía no hacía

estragos en mí. Cuando él me lo contó, yo solamente pensaba

que Emilio estaba jugando con candela y que lo iban a matar.

Además, si bien Ferney no se acercaba, por esa época fue que le

dio por mandar razones, y yo temía que cumpliera sus

amenazas. En ese entonces yo quería más a Emilio, y me

preocupaba lo que le pudiera pasar, hasta me atreví a contarle

mis temores a Rosario.

-Tranquilo –me respondió-. Mi hermano ordenó que no nos

tocaran.

No es que el tipo hubiera querido proteger a Emilio, porque

ni siquiera se conocían. Era por ella, porque los deseos de su

hermana eran órdenes. El «terror de las comunas», el subalterno

que empanicó a Medellín, caía rendido, chocheando con los

caprichos de su hermana menor.

-Que la niña decida –decía Johnefe.

Pero cuando lo mataron me volvieron los temores. Al no

estar Johnefe, Ferney quedaba como jefe del combo y la muerte

de su compañero lo había vuelto más violento y también más

posesivo con Rosario. Pretendía reemplazar al hermano y

recuperar su puesto de novio; sin embargo, Rosario no quería

ninguna de las dos cosas.

-Mejor te calmás, Ferney –le dijo ella-, que yo ya me sé cuidar

solita y además no me interesa tener novio.

-¿Y el güevón del Emilio? –le preguntó Ferney.

-Emilio es Emilio –contestó.

-¿Cómo así? ¿Y yo?

-Vos sos Ferney.

No era raro oírla salir con ese tipo de evasivas para resolver

lo que le daba trabajo explicar. A Ferney, que era tan lento para

la bala como para la cabeza, no le quedaba más remedio que

rascársela y echarle un nuevo par de madrazos a Emilio.

-De todas maneras –le dije a Rosario-, a mí ese Arley no me

deja de dar desconfianza.

-Ferney.

-Eso –continué-. El día menos pensado se emberraca y hace

una de las suyas.

-Qué va, él ha cambiado mucho –dijo ella-. Si lo hubieras

conocido antes ahí sí te hubieras asustado. Imaginate que una

vez, cuando éramos novios, nos fuimos para cine a ver una de

Schwarzenegger, no nos las perdíamos, pero atrás se nos sentó

un tipo que desde que llegó no paró de comer papitas y el

ruidito de la bolsa ya tenía loco a Ferney, me decía que no lo

dejaba concentrarse y era verdad porque se la pasó mirando

para el frente y para atrás, hasta que no se aguantó más:

»-Disculpe, jefe, pero nos está perturbando el ruido de la

bolsita.

»El tipo no le paró bolas, ni siquiera lo miró y siguió

comiendo. Es más, cuando terminó, abrió otra bolsa. Y Ferney

insistió:

»-Disculpe, jefe, pero creo que no me escuchaste bien. Nos

está molestando el ruido de la bolsita, ¿podrías dejar las papitas

para después?

»El tipo ni se inmutó –continuó Rosario-, pero el que sí se

emberracó duro fue Ferney. Se volteó del todo hasta que tuvo al

tipo de frente, sacó el fierro, se lo incrustó en la barriga y

disparó. El hombre apenas si se movió, soltó el paquete, se miró

la barriga y ahí quedó, con cara de asustado como si la película

fuera de miedo.

-¿Y la gente qué hizo? –le pregunté.

-Nada. Nadie se dio cuenta porque el balazo de Ferney se

perdió en la balacera tan berraca que había en la pantalla.

-¿Y terminaron de ver la película?

-No, parcero. Ferney me dijo: «Vámonos de aquí que ya me

aburrí».

Ése era el enemigo de Emilio. Y Rosario diciéndome que no

me preocupara. Yo pensaba que si todo eso había sido por un

paquete de papitas, qué no haría dolido por el amor. Si hasta

yo, que no mato ni una mosca...

-Mirá, parcero –decía Rosario-: él sabe que si le hace daño a

Emilio me lo hace a mí y de lo que sí estoy segura es que Ferney

nunca se atrevería a herirme.

Rosario sabía mover sus fichas, conocía a su gente y qué

esperar de ellos. Y si alguien le fallaba, sabía que sería

recompensado con un beso y castigado con un tiro, a

quemarropa, así como le enseñó Ferney.

Siempre hacía lo que le daba la gana, ella misma admitía lo

voluntariosa que fue desde chiquita. Por eso dejó a su mamá y

se fue con su hermano, y tal vez por eso es que nunca

comprometía su corazón. Nada amarraba a Rosario, ni siquiera

los duros de los duros, con quienes siempre se mostraba

complaciente.

-Pero el día en que no me cumplan me largo –me decía.

-Que no te cumplan ¿qué?

-Es un negocio, parcero, un negocio de palabra, y si yo

cumplo, ellos me tienen que cumplir.

Yo le escuchaba esos argumentos por la misma época, más o

menos cada año, cuando les hacía sus nuevas exigencias,

recordándoles las condiciones del contrato. Así lograba que le

cambiaran el apartamento o el carro, o que le engordaran su

cuenta bancaria.

-Si me quieren volver a ver, que me cambien el Mazdita –

decía-. Ya va siendo hora.

Estoy seguro de que en el fondo a Ferney le gustaba que

Rosario siguiera con ellos: lo alegraba ver a Emilio vuelto

mierda, así él mismo la hubiera perdido para siempre. La

diferencia fue que, en cuanto a ella, la relación con Emilio no

cambió para nada. Para Rosario lo de los duros era una especie

de cruce, donde cada cual ponía lo mejor que tuviera para

poner.

-Y Emilio es Emilio –insistía.

Pero Emilio no lo veía con los mismos ojos. Para él era putear

y nada más. Pero lo que más le dolía era que todo el mundo lo

supiera y, sobre todo, porque él fue el último en saberlo. Por la

cercanía que tuvimos con ella, Emilio y yo fuimos los últimos

en saber para dónde era que salía Rosario calladita la boca. Se

oían rumores, pero, como casi siempre venían de lenguas

envidiosas, no les hacíamos mucho caso. Después, sería el

mismo Ferney quien nos llegara con el cuento. También

dudamos, porque sabíamos que Ferney andaba herido y

dispuesto a aprovecharse de cualquier circunstancia con tal de

acabar con la relación. De ahí no nos quedó otra que

preguntárselo a la misma Rosario.

-Preguntale vos –me dijo Emilio-. A vos te tiene más

confianza.

-¿Y por qué yo? –le reproché-. Vos sos el novio.

Nos moríamos del miedo. Pensábamos que en su reacción

nos mandaría para la mierda y que por un chisme nos

quedaríamos sin Rosario. Hasta que un día, después que se

perdió todo un fin de semana, la vimos llegar de buen genio y

decidimos que ése era el momento.

-La gente sí es bien chismosa –empecé-. Ya no saben qué

decir.

-Qué berracos tan chismosos –siguió Emilio-. Vos no te

imaginás lo que andan diciendo.

-Ni tan chismosos –dijo ella.

-¿Cómo así? –preguntamos los dos.

-Como siempre –nos dijo Rosario-. La mitad es verdad y la

mitad es mentira.

-¿Y cuál es la mitad verdad? –preguntó Emilio.

-Seguramente la que te duele –contestó ella.

Era verdad. Estaba involucrada con ellos desde antes de

conocernos. Mientras Emilio se enloqueció tirando sillas,

pateando puertas y quebrando muebles, yo me consumía por

dentro. Cada vez aparecía alguien más para alejármela, Emilio,

la sociedad, Ferney, y ahora ellos. Rosario se quedó callada

mientras Emilio le destruía el apartamento. No dijo una sola

palabra mientras él lloró, manoteó, puteó. Yo también me

quedé en silencio, esperando, al igual que ella, a que Emilio

terminara el show. Pero esperando también a que ella me

mirara, me dijera algo, me involucrara en su confesión. Todavía

no sé si me pasó por alto adrede o no fue capaz de mirarme.

Seguramente es peor la traición de los amigos que la del amor.

Vuelvo a pensar en Emilio y en la perturbación que los

embrollos de Rosario le causaron. De pronto siento que debo

llamarlo otra vez.

-Hace rato que estoy esperando tu llamada, viejo, ¿qué pasó?

-Ya hablé con el médico –le conté-. Dice que está llena de

balas.

-¿Las balas de anoche o las balas de antes?

-Le pegaron varios tiros a quemarropa.

-Mientras le daban un beso –añadió Emilio.

-¿Vos cómo supiste? –le pregunté.

-Le están pagando con su misma moneda.

Recuerdo las veces que vi a Rosario besando a otros hombres

y los recuerdo cayendo muertos después de un balazo seco,

disparado a ras del cuerpo, aferrados a ella, como si quisieran

llevársela en su beso mortal.

Recuerdo las palabras de Emilio cuando la besó por primera

vez. Siempre hacía alarde de los primeros logros en sus

conquistas, la primera cogida de mano, el primer beso, la

primera vez en la cama. Pero esa vez su comentario no había

sido triunfalista sino más bien desconcertante.

-Sus besos saben muy raro.

-¿Cómo a qué? –le pregunté.

-No sé. Es un sabor muy raro –me dijo-. Como a muerto.



                                              Nueve


Emilio y yo habíamos construido desde el colegio una amistad

a prueba de embates. Fue un juramento sin palabras, sin pactos

de sangre ni promesas de borrachera. Fue simplemente una

siembra mutua de cariño de la que cosecharíamos una amistad

para toda la vida. Yo había encontrado en él la parte valiente

que yo no poseía, no había en mí el tipo que no lo pensara dos

veces para zambullirse en la incertidumbre y ése era

precisamente Emilio. Y creo que él encontró en mí al cobarde

que no existía en él, pero que le hacía falta para pensar dos

veces antes el riesgo. Por esos años, yo además de quererlo lo

admiraba. Emilio conseguía las mujeres, la plata, el trago, las

emociones de la vida. Lo veía moverse libremente, sin escollos

morales, sin culpa, saboreándose cada día como un regalo. Yo,

en cambio, trataba angustiosamente de hacerle frente a ese

modo de vida que era imperativo en los jóvenes. Pero a

escondidas, y muy a solas, me embarcaba en lecturas y

pensamientos existencialistas que chocaban con mi mundo de la

calle, con los planes de Emilio, y después, de una manera muy

fuerte, con las normas sociales. Fue entonces cuando encontré

en Emilio, además del amigo, mi fortín para la irreverencia. Y ni

que decir cuando la encontré a ella, nuestro escándalo mayor,

nuestra Rosario Tijeras.


Hoy ya no admiro a Emilio pero todavía lo quiero. Aunque

no ha pasado mucho tiempo desde entonces, las circunstancias

sacaron a relucir de nuestros adentros lo que verdaderamente

éramos, lo que va saliendo con el paso de los años y permite a

unos llegar más lejos que a otros. Sin embargo, creo que mi

cariño por él no hubiera sobrevivido si no fuera por todos los

recuerdos de nuestra inmersión en la vida. Los años por el

colegio, nuestro desquite con los curas, la primera vez en cine

para mayores, la primera revista porno, nuestro sexo con la

mano, las primeras novias, la primera vez, los secretos entre

amigos, la primera borrachera, las tardes de terraza en que no

hacíamos nada, sino hablar de música, fútbol y cosas por el

estilo; la primera traba cagados de la risa y comiendo buñuelos,

la finquita que alquilamos en Santa Elena para fumar y beber

tranquilos, para llevar mujeres y amanecer con ellas, esa misma

casita donde Emilio pasó su primera noche con Rosario y yo

después y también con ella, la única.


Fue ella la que nos desaferró de esa adolescencia que ya

jóvenes nos resistíamos a abandonar. Fue ella la que nos metió

en el mundo, la que nos partió el camino en dos, la que nos

mostró que la vida era diferente al paisaje que nos habían

pintado. Fue Rosario Tijeras la que me hizo sentir lo máximo

que puede latir un corazón y me hizo ver mis despechos

anteriores como simples chistes de señoras, para mostrarme el

lado suicida del amor, la situación extrema donde sólo se ve por

los ojos del otro, donde la comida diaria es la mierda, donde la

razón se pierde y queda uno abandonado a la misericordia de

quien uno se ha enamorado.


Cada vez que me meto en mis recuerdos y en los que tienen

que ver con Rosario, pienso que todo hubiera sido más fácil sin

mi silencio. Emilio nunca supo de mi miedo, cuando ya oscuro

poníamos botellas vacías en las escaleras del colegio para que

los curas las patearan en la penumbra. Nunca supo de mi

miedo cuando íbamos a El Dorado a ver cine porno, no supo de

mi vergüenza cuando me propuso que nos masturbáramos con

la primera Playboy que cayó en nuestras manos, nunca supo a lo

que supo mi primer beso, ni del orgasmo repentino de mi

primera vez. Y ni que decir de mis sentimientos por ella, porque

mi silencio fue del mismo tamaño que el del amor que padecí.

Desperté muchas sospechas, muchas suspicacias, pero mi boca

nunca tuvo el coraje para decir te quiero, me muero, hace

mucho que me estoy muriendo por vos.

-¿Qué te pasa, parcero? –me preguntó Rosario.

-Me estoy muriendo –le contesté.

-¿Estás enfermo?

-Sí.

-¿Y qué te duele?

-Todo.

-¿Y por qué no vas donde un médico?

-Porque no tiene cura.

Nunca me atreví a más. Pretendía que un milagro del cielo

hiciera que Rosario se enamorara de mí, que fuera ella la que

hablara de amor o precisar solamente de un beso para

desenmascarar lo que nuestras lenguas entrelazadas no se

atreverían a decir.

-¿Cómo conociste a Emilio? –Esta vez preguntó ella.

-Desde chiquitos –le dije-. Desde el colegio.

-¿Y siempre han sido tan amigos?

-Siempre.

Noté en las preguntas de Rosario una suspicacia que iba más

allá de la simple curiosidad. Se tomaba mucho tiempo para

hacer preguntas tan sencillas. Después confirmé mis sospechas

al ver por dónde iba su interrogatorio.

-¿Nunca se han peleado? –volvió a preguntar.

-Nunca.

-¿Ni siquiera por una mujer? –insistió Rosario.

-Ni siquiera.

-Te imaginás, parcero –remató- si a Emilio yo le pusiera los

cachos con vos...

Suelo responder a ese tipo de situaciones con una risita

estúpida. Es un gesto más bien cobarde con el que evito tomar

alguna posición, completamente opuesto a la sonrisa con la que

en esa ocasión Rosario dio por terminado su cuestionario. La

suya fue más decidida, producto de alguna maquinación y que

me pareció inconclusa, porque sus labios se cerraron de pronto

como no queriéndose adelantar a lo planeado, para volverse a

abrir, como se abrieron justamente esa noche, cuando jadeante

y sudorosa debajo de mi cuerpo, Rosario volvió a sonreír.


Durante mucho tiempo estuve pensando en las intenciones

de Rosario. Me preguntaba para qué carajo quería serle infiel a

Emilio conmigo, si ya lo era con los duros de los duros,

sabiendo además que la reacción de Emilio no pasaba de una

simple pataleta que se arreglaba con un par de polvos.

Obviamente la infidelidad con el mejor amigo dejaba heridas de

muerte, pero ¿por qué quería hacerle más daño a Emilio?, ¿por

qué quería indisponernos a los dos? Después de tantas

conjeturas llegué a lo peor: al lugar de las falsas ilusiones.

«Rosario se me está insinuando», pensé.

«Rosario quiere algo conmigo», volví a pensar.


«Le gusto a Rosario.» La mentira final.

Sin haber pasado nada ya sentía que había traicionado a mi

mejor amigo. Ya no era capaz de mirarlo como antes, no era

capaz de hablarle de ella como normalmente lo hacía, evitaba

mencionar su nombre, no fuera que un acento enamorado se

colara y me delatara, y si tocaba hablar de ella lo hacía mirando

hacia otro lado, para que no viera chispas en mis ojos.

Ahora estoy seguro de que mi amor quedó bien escondido y

que nadie nunca notó nada. Ya hubiera querido yo que ella

sospechara algo, que algún gesto le hubiera dicho todo lo que

mi cobardía no me dejaba decir, a lo mejor ella hubiera tomado

alguna iniciativa, o me hubiera puesto el tema, no sé. Tal vez

cuando salga de cirugía y se mejore le cuente todo, sobre todo

ahora que ha pasado tanto tiempo, se lo podría contar como

una cosa del pasado y hasta nos reiríamos, y hasta de pronto

ella me reprocharía por no habérselo dicho antes, a lo mejor ella

admitiría que también me quiso pero que también le dio miedo

confesarlo. Tal vez más tarde me dejen entrar a verla, tal vez le

tome la mano y le cuente todo, que sea lo primero que oiga

cuando despierte.


-¿Es su novia o su hermana? –me preguntó el viejo del frente,

que se había despertado.

-Ninguna de las dos –le contesté-. Una amiga.

-Se le nota que la quiere mucho.

«Se me notó tarde» pensé, «como todo lo mío». O tal vez

todo el mundo lo supo y nadie me dijo nada, para que todo

siguiera igual, para no causar daño, para que nadie fuera a

perder a nadie, para que no se rompiera la cadena que nos unía.

Siempre he pensado que en el amor no hay parejas, ni

triángulos amorosos, sino una fila india donde uno quiere al

que tiene delante, y éste a su vez al que tiene delante de sí y así

sucesivamente, y el que está detrás me quiere a mí y a ése lo

quiere el que le sigue en la fila y así sucesivamente, pero

siempre queriendo a quien nos da la espalda. Y al último de la

fila no lo quiere nadie.

-Adentro está mi hijo –volvió a interrumpir el viejo-. Lo traje

casi muerto, casi me lo matan.

Pensé que su hijo podría ser uno de los amigos de Rosario,

podría ser Ferney si ya no tuviera la certeza de que estaba

muerto, podría ser uno de tantos que conocí en sus fiestas y

aunque no estoy seguro de si Rosario lo reconocería, puedo

asegurar que él sí sabría quién era ella.

-Cuando despierte su hijo –le dije al viejo-, dígale que a su

lado está Rosario Tijeras.

-¿Rosario está ahí? –preguntó sorprendido.

-¿La conoce? –pregunté más sorprendido aún.

-¡Pero por Dios! –dijo ante la obviedad-. ¿Qué le pasó? ¿Qué

le hicieron?

-Lo mismo que a su hijo –le dije.

-Lo mismo no, es muy distinto ver las balas en el cuerpo de

una mujer. Duele más –dijo-. Pobrecita. Hace mucho que no la

veíamos, hasta nos dijeron que ya la habían matado.

No sé por qué me estremecí con lo que dijo, si Rosario y

muerte eran dos ideas que no se podían separar. No se sabía

quién encarnaba a quién pero eran una sola. Sabíamos que

Rosario se levantaba por las mañanas pero nunca estábamos

seguros de si volvería por la noche. Cuando se perdía varios

días, esperábamos lo peor, esa llamada en la madrugada hecha

desde algún hospital, desde la morgue, desde una calle,

preguntándonos si conocíamos a alguien así o asá que tenía

nuestro teléfono en su bolso. Afortunadamente las llamadas

siempre las hizo ella, con un saludo expresivo, un «ya llegué» o

un «ya volví», feliz de volver a oírnos. El alma me volvía al

cuerpo, otra vez podía respirar tranquilo, no me importaba la

hora en que me llamara, casi siempre me despertaba, pero no

me importaba, lo primordial era saber que estaba bien, que

había vuelto, así sólo me llamara para tantear el terreno con

Emilio, no me importaba, yo era el único que la recibía bien,

porque sé que Emilio, y probablemente Ferney, no mostraban

su alegría, no podían.

-Todos los hombres deberían ser como vos, parcero –me

decía Rosario-. No te imaginás cómo me joden todos, Emilio,

Johnefe, Ferney, todos, vos sos el único que no me jodés.

Cuando me decía eso era el único momento en que me

alegraba de que yo no fuera correspondido. Me sentía la

persona más importante de su vida. Era una satisfacción que

me duraba sólo un par de minutos, suficientes para sentirme el

hombre de Rosario, el de sus sueños, el que ella tendría si no

existieran los otros, y ahí, con esa idea, terminaban los dos

minutos en el cielo y caía a la tierra de culo, al lado de los otros,

los que de alguna forma sí tenían a Rosario.

-¿Y los duros? –le pregunté-. ¿No te joden?

-¿Cuáles? ¿Los muchachos?

-Hasta donde yo sé no son tan muchachos –le dije.

-Bueno, pero así les decimos nosotras –aclaró Rosario.

No sé a quiénes se refería con «nosotras», pero supuse,

aunque odio suponer, que se refería a otras Rosarios,

compañeras en su aventura, igual de arriesgadas e igual de

hermosas.

-Todos joden, parcero, todos –me dijo-. Y a lo mejor vos

cuando te consigás una novia también la vas a joder.

«¿Novia?» pensé, ni siquiera a ella podía imaginarla como

tal, era extraño, la quería con todas mis ganas pero no sabía

cómo imaginármela conmigo. Nunca tuve la palabra «novia» ni

ninguna por el estilo en mis pensamientos con ella. Más que

una palabra, Rosario era una idea que hice mía, sin títulos, ni

derechos de propiedad, algo tan sencillo pero a la vez tan

complejo como decir «Rosario y yo».

-Lo que yo no entiendo es esa manía que tienen las mujeres

de quejarse y al mismo tiempo dejarse joder –le reproché.

Levantó los hombros y los bajó: la respuesta sin remedio, la

actitud ante lo que no se quiere cambiar. Pero sus palabras me

devastaron, hablaba de una novia que yo me iba a conseguir,

que por supuesto no era ella y además me sentenció que la iba a

joder. No se dio cuenta de que al excluirse el jodido era yo,

sabía que yo era distinto porque así me lo dijo, pero se excluía,

quedando jodidos los dos.

-No es manía, parcero –dijo ella-, sino que si todos joden, no

hay manera de cambiar.

«¡¿Y yo, Rosario?!», gritó mi pensamiento. «¿Y yo? ¡Si acabás

de decir que yo soy distinto!», grité por dentro sin atreverme a

abrir la boca para preguntar, para reclamar por la excepción

que había hecho, por el lugar que me merecía, y apreté los

labios para gritarle más fuerte, para reclamarle «¡¿Y yo qué,

Rosario?!». Entonces no sé si lo que sucedió fue una asquerosa

coincidencia o fue que ella alcanzó a escuchar un eco en mi

silencio, porque sin que yo le preguntara nada me dijo:

-Vos, parcero, vos sos un bacán –y estiró el brazo frente a mí

para que chocáramos las manos.

Cartas escritas a los compañeros del club de lectura colonista 22/09/2022

CARTA  ANÓNIMA  LEÍDA  POR  JUAN  GUILLERMO ÁLVAREZ 

Te  conozco  poco, te  conozco mucho, te recuerdo poco, te recuerdo poco;  en momentos  en que  tu partida  se acaba  poco  a  poco,  en  lo que  recuerdo. 

Sin embargo  mi mente, tu rostro, acciones y  movimientos se  manifiestan  a  cada  momento.  Son momentos  claros  y  permanentes.

Un  saludo, primero con  los  ojos, con  el cuerpo, con  la  energía de  saber  que  estamos  vivos, de  saber  que compartimos, que nos unimos en un solo corazón.

El día  que  te conocí  las  nubes  estaban  blancas, el  aire  suave, el  sol   brillaba  por  el centro del universo  y  la  tierra  giraba  para  decirnos  que   tú   y   yo   existimos.  




CARTA   A  JUAN  GUILLERMO  ÁLVAREZ 


Medellín  22  de  Septiembre  de  2022.

 

Hola   Juan  Guillermo  ¿cómo  estás?

 

Vos  que  siempre  haces  gala  del  buen  sentido  del  humor  durante  tu  jornada  laboral, me  podés  hacer   el  favor  de  explicarme, ¿ Qué  relación  existe  entre  el  humor  y  la  literatura?

 

La   vida  humana   a   pesar  de  ser  algo  tan  serio,  de   tener  momentos  graves,  solemnes,  tristes  y  dolorosos-  también  posee   instantes  cómicos-  yo  diría  que  la vida  es  una  tragicomedia de   múltiples  actos,  donde  uno  es  el  protagonista de  su  propia  vida,  y  el  actor  de  reparto en  la  vida  de  sus  familiares  y  amigos.

 

Hay  muchos  autores de  la  literatura universal   que  han  adobado  sus  obras  con  escenas  humorísticas, como  Giovanni  Bocaccio,  Miguel de  Cervantes  Saavedra,  Johnatan  Swift,   Oscar   Wilde en  nuestro  medio- Tomás Carrasquilla, Rafael  Arango  Villegas,  Lucas  Caballero  Calderón  “Klim”,  Roberto  Cadavid   Misas,   su   gran  amigo  Jorge Franco  Vélez, Gabriel  García Márquez,   Andrés  Caicedo,  Daniel  Samper  Pizano,  etcétera,  por  citar  algunos.

 

¿Se  pueden  narrar  eventos  de  la  propia  vida  con  humor, sin  caer  en  el  absurdo  y  la  ramplonería?


Porque  el  límite  entre  el  chiste,   la  ocurrencia  ágil, chispeante  y   el  ridículo,  es   muy   delgado.


¿Puede  existir  algo cómico  en  una  extracción de  muela, un  dolor  estomacal,  la  convalecencia de  una  operación?

 

Estos  interrogantes  me  los  podés  resolver  en  el  club  de  lectura  colonista,  o  en  el puesto  de vigilancia de  la  institución  al  culminar  tu  jornada  laboral.

 

 

Luis    Javier  




UNA  CARTA  PARA  UN  AMOR  QUE   SE   FUE  

Quisiera que  supieras  como  te  extraño,  quisiera  que  supieras  cuanta  falta  me  haces  y  lo  triste  que  es  no  tenerte,   también  quisiera  que  supieras  que  te  amo y  que  jamás  podré  olvidarte y  aunque tu amor no me conviene  será difícil dejar  de quererte.

Tú  me  enseñaste  a  amar,  me  ayudaste  a  progresar  y  ahora  me siento  mal   por  tu  dolorosa   partida y  aunque  te quiera  en  mi  vida,  no te  necesito  en  mi  corazón   y  aunque  te  necesite  lejos,  te quiero  aún  más  cerca.

Se  me  hace  difícil  continuar con  las  lágrimas  en  los  ojos  y  mi  corazón  roto  en  mil  pedazos pero  te diré  que te quiero aunque  me  esté  derrumbando  porque  no  supero  lo  mucho  que  hicimos, lo  mucho  que vivimos, lo  mucho  que  nos  amamos. 

La   verdad  no  aguanto  tenerte  a  mi  lado  y  no  besarte, no  abrazarte,  no  sentirte  y  mucho  menos  no tenerte.

Quiero  que  sepas  que  aunque  me  esté  muriendo siempre  te diré  te  quiero  y  aunque  me  estés  destruyendo  siempre  estaré  contigo,  por  este  y  mil  motivos  siempre  serás  mi  amado  querido.


                                               Mariana     Villa   Taborda

Fotos sesión del club de lectura 22/09/2022



























 

jueves, 8 de septiembre de 2022

Lectura de los capítulos 6 y 7 de Rosario Tijeras. 8/09/2022

 SEIS


-¿Si te has fijado que muerte rima con suerte? –observó Rosario.

Por esos días yo andaba encarretado con la poesía y, como

ella era curiosa, la puse un poco al tanto de mis lecturas. Ella

todo lo relacionaba con la muerte, hasta la explicación de mis

versos.

-Esas cosas deben ser buenas para leerlas uno bien trabado –

dijo y nos sonó la propuesta.

Hubo un tiempo en que nos encerrábamos los tres todo un

domingo a fumar marihuana y a leer poesía. Encontrábamos

frases que nos hacían creer que ya entendíamos el mundo, otras

que nos cabeceaban y nos dejaban mudos, otras que nos hacían

desternillar de la risa y otras que nos daban un hambre

horrible. Ésas fueron las épocas tranquilas, las de música y

lectura, y una que otra droga para cambiar de estado. Pero

hubo otros días domingos y otros encierros de los que todavía

no entiendo cómo salíamos completos. Entonces ya no éramos

los tres, sino un gentío extraño.

-Son amigos de Rosario –me explicó Emilio.

No se necesitaba un espejo para ver que eran diferentes a

nosotros, aunque con el tiempo termináramos iguales a ellos.

Tenían el pelo rapado pero arriba de la nuca les salían unas

colas disparejas y largas, usaban unas camisetas tres tallas más

grandes que les llegaban un poco más arriba de la rodilla, los

bluyines eran pegados al cuerpo, «botatubo», y abajo uno se

encontraba con un par de tenis de dos pisos, con luces

fluorescentes y rayas de neón. Siempre los había visto de lejos y

nunca entré a detallarlos, pero ya metidos en el apartamento de

Rosario, comencé a observarlos minuciosamente y, con mucha

cautela, a imitarlos. Primero fue el pelo, nos lo dejamos bien

cortico y con unas colas más discretas, después nos enrollamos

maricaditas en las muñecas y nos forramos en bluyines viejos,

en las rumbas intercambiábamos camisetas, y así fue como a mi

armario fue a parar la ropa de Fierrotibio, Charli, Pipicito, Mani



y otros. Johnefe, en un ataque de afecto, me regaló uno de sus

escapularios, el que tenía colgado en el pecho, y que según

Rosario, por eso fue que lo mataron, que por ahí le había

entrado la bala.

-Rosario me habla mucho de vos, loco –me dijo Johnefe esa

noche-. Dice que vos sos un bacán, loco. –Y se abrió la camisa y

apretó la medallita-. A mí la gente que quiere a Rosario me

parece una chimba, loco. –Se sacó el escapulario con mucho

cuidado, como si tuviera cadenita de oro-. Tenga, bacán,

póngaselo, y me la cuida, que no me le vaya a pasar nada a mi

Rosario, usted tiene cara de responsable, loco, tenga que éste es

del Divino Boy, y los cuida a los dos. –Me cogió la cara con las

dos manos, me apretó los cachetes y me dio un beso en la boca-.

Nos echamos otro soplo, ¿o qué?

Después que lo mataron le di el escapulario a Rosario. Creí

que me iba a echar la culpa, pero no me dijo nada, lo besó, se lo

puso y se santiguó. Eso fue cuando se perdió después del

entierro, cuando volvió gorda, pero luego atando cabos entendí

que los kilos y su bondad conmigo provenían de haber saldado

ya el rencor.

-Si me lo hubieras entregado antes, lo hubiéramos enterrado

con él –fue lo único que me refutó.

El único que no iba a las fiestas donde Rosario era Ferney, no

si estaba Emilio. O Emilio no iba si estaba Ferney. El que llegara

primero era el que se quedaba, al otro le tocaba mandar

razones.

-Decile a ese hijueputa que ya está oliendo a formol –

mandaba decir Ferney.

-Decile a ese hijueputa que ya quisiera oler a lo que yo huelo

–mandaba decir Emilio.

Al comienzo se armaban trifulcas entre los defensores de

Ferney y los simpatizantes de Rosario, porque Emilio no tenía a

nadie que intercediera por él, excepto yo, que no me iba a meter

con ellos. Mientras vivió, Johnefe fue quien neutralizó la

situación.

-Aquí nadie se mete, locos –decía-. Que la niña decida.


Y como la niña nunca se decidió, cuando se hacían fiestas –si

es que se pueden llamar así- unas veces asistía Emilio, y otras

veces, tal vez menos, Ferney.

-Pero si yo soy tu novio –le reclamaba Emilio.

-Sí –contestaba ella-. Pero Ferney es Ferney.

Pero hubo muchas veces en que ninguno de los dos la

acompañaba. No les estaba permitido. Eran las cientos de veces

que Rosario se fue con los duros de los duros, los que le dieron

todo, los que ponían la plata y por eso se podían dar el lujo de

tenerla sin condiciones. Ella se iba sin avisarnos. Si se pasaba

dos días sin dar señales de vida era porque estaba con ellos.

También se podían deducir las andanzas de Rosario por la cara

de Emilio.

-Ahora sí se acabó esto –decía cada vez que Rosario se le

perdía-. Ahora sí.

-Siempre decís...

-Ahora sí vas a ver –me interrumpía-. Ahora sí voy a mandar

todo a la mierda.

Nunca pudo cumplir su palabra. Rosario siempre regresaba a

buscarlo, dulce como la miel, llena de plata y muriéndose de las

ganas por su niño bonito. Primero me llamaba para tantear el

terreno.

-Me dijo que ahora sí –le contaba yo a Rosario.

-¿Otra vez? –decía ella.

-No. Dijo que esta vez sí.

Rosario se le aparecía con un regalo, vestida como para una

fiesta, más hermosa que todos los días, dispuesta a encerrarse

con él todo el tiempo que fuera necesario hasta contentarlo.

«Para qué más regalos, Rosario –pensaba yo cuando la veía-.

El regalo sos vos misma».

Ella me contaba que volver donde Emilio era como tomarse

un vaso de agua helada en medio del calor.

-No te imaginás la marranera de donde vengo –decía.

Con ellos extrañaba lo que más le gustaba de Emilio, que su

abdomen plano, que sus nalgas duras, el cosquilleo de su barba

de domingo, sus dientes grandes y limpios, todo lo que ellos,



por más plata que tuvieran, no podían ofrecerle.

-Pero hay otras cosas que Emilio no me puede dar, parcero.

¿Y yo? Yo también tenía la barriga plana, las nalgas duras,

los dientes grandes y el corazón limpio para quererla solamente

a ella.

-Nadie –decía-, nadie me puede dar lo que me dan ellos.

Era cierto. No había forma de quitárselas. Terminábamos

siempre por conformarnos, Emilio, Ferney y yo. Nos

contentábamos con que regresara, con el cariño que tuviera

disponible y la forma como quisiera repartirlo.

-¿Quiénes son ellos, Rosario? –le pregunté una vez.

-Vos los conocés. Salen todo el día en los noticieros.

Apenas vieron a Rosario les pasó lo que a todos: la querían

para ellos. Y como el que tiene más plata es el que escoge, se

quedaron con ella.

-Johnefe y Ferney se pudieron colocar en La Oficina –me

contó-. Eso es lo que todo muchacho quiere. Ahí deja uno de ser

chichipato y se puede volver duro. En esa época había mucha

demanda porque había un descontrol tenaz, y estaban

buscando a las cabezas de los combos para armar la selección.

-Traducción, por favor –le dije.

-La guerra, parcero, la guerra. Tocaba defenderse. Estaban

pagando un billete grande al que se bajara un tombo. A Ferney

y a Johnefe los contrataron. Ferney no tenía buena puntería

pero manejaba bien la moto, pero en cambio Johnefe era un

águila, donde ponía el ojo ponía el pepazo. Después de que

probaron finura los ascendieron, les empezó a ir muy bien,

cambiaron de moto, de fierros y le echamos un segundo piso a

la casa. Así daban ganas de trabajar, todos queríamos que nos

contrataran. A mí después también me reclutaron.

-No me digás que vos también... –No sabía cómo decirlo-.

Vos sabés... los policías.

-¡Nooo, parcero! Yo no servía para eso, yo no sé disparar de

lejos, no ves que a mí me enseñó Ferney. Ese Ferney falla hasta

a quemarropa. Para que lo respeten a uno hay que tener

puntería o si no es mejor dedicarse a otra cosa.


-Y entonces –le pregunté-, ¿por qué todo el mundo respeta a

Ferley?

-Ferney –corrigió-. Pues porque es un duro para las motos;

además una vez nos salvó de una que de no haber sido por él,

ya estuviéramos chupando gladiolo hace rato. Claro que todo

fue por la mala puntería, porque nos estábamos dando candela

con el combo de Papeleto y nosotros, aunque andábamos muy

mal de fierros, ya los teníamos dominados, cuando uno de ellos

que estaba muerto resucitó y comenzó a disparar y Johnefe ya

no tenía balas, solamente Ferney, entonces Johnefe le gritó:

«¡Pilas con ése!», y Ferney le empezó a contestar, pero en vez de

darle a él, se bajó a otro que estaba detrás de un matorral y no


lo habíamos visto, apenas fue que lo vimos rodar con una Mini-

Uzi en la mano, ¡imaginate!, con eso nos hubiera barrido a


todos.

-¿Y el otro? El que había resucitado –pregunté intrigado.

-¿Ese? Ése se volvió a morir.

Toda esta historia me interesaba porque así fue como conoció

a los de la cúpula, acompañando a su hermano y a su novio de

entonces, en los trabajos que les encomendaba La Oficina.

-Entonces, ¿cómo fue que llegaste hasta arriba? –volví a

preguntar.

-La historia es larga, parcero –dijo-. Mejor tomémonos otro.

Cuando se decidía a hablar, Rosario era como un gotero.

Colocaba en la lengua del sediento las gotas necesarias para

hacerle imaginar el chorro entero. Sus palabras tasadas eran

una droga deliciosa y adictiva que antojaban de saber más. Lo

curioso fue que al comienzo llegué a dudar que Rosario

hablara, incluso en las primeras salidas su saludo se limitó a

una sonrisa. Nunca sabíamos si estaba contenta o aburrida, si le

había gustado el sitio adonde íbamos o si quería comer algo,

había que preguntarle todo si se quería saber.

-Cómo es que no te aburrís con esa mujer, Emilio –le

decíamos-. ¿No ves que no habla nada? Parece muda.

-¡Y qué! –contestaba Emilio-. Uno para qué quiere una mujer

que hable. Mejor así.



Con el tiempo soltó sus primeras goticas, sólo después de

hacer reconocido el terreno y de haberse afianzado un poco más

a él. Buscó entre los nuevos la mirada confiable, el alma que

guardara todos sus secretos, y me encontró a mí. Aunque no le

debió costar mucho trabajo, porque yo hacía tiempo quería

saber qué había detrás de ese silencio.

-¿En qué pensás, Rosario?

-¿Cuándo?

-Cuando te quedás callada.

-No sé. ¿En qué pensás vos?

Si le hubiera dicho que siempre pensaba en ella... Desde la

mañana en que amanecí queriéndola, me dediqué a construir

mil mundos para Rosario. Mundos que nacían de mis deseos,

que duraban lo que dura un sueño y que se derrumbaban con el

golpe seco de la puerta de su cuarto, con su gemido

atravesando las paredes, con sus intempestivas fugas para

donde los duros.

-No me has contado cómo fue que los conociste –le dije.

-Ya te conté.

-No, no me has contado –insistí.

A Ferney y a Johnefe les habían asignado en La Oficina una

misión complicada. Les pagaron un billete que no se hubieran

ganado en un año de trabajo. El objetivo era un político que le

estaba complicando la vida a sus patrones.

-Vos sabés –dijo Rosario-, un hijueputa de ésos.

-Cómo se llama –le pregunté.

-Se llamaba –dijo-, porque la misión fue todo un éxito.

Junto con su hermano y Ferney viajaron otros cinco más, y

aunque nunca me contó los pormenores del operativo, tal vez

porque no los conocía, sí me dijo que todos habían viajado

acompañados.

-Es que los muchachos se ponen muy nerviosos –me explicó-,

y nosotras somos las únicas que podemos tranquilizarlos. Esa

vez también nos pagaron tiquete a Deisy y a mí, y a otras

plásticas que yo no conocía. Todos viajamos separados y

llegamos en distintas fechas, pero Johnefe y Deisy y Ferney  y  yo


nos encontramos en el mismo hotel. Nos hicimos pasar por

parejitas en luna de miel, y vos sabés cómo me chocan a mí esas

güevonadas. A mí no me gusta que me hablen contemplado, si

los hombres supieran lo maricas que se ven cuando se ponen de

romanticones, por eso es que me gusta Emilio, porque es seco

como un carbón. ¿En qué iba?

Yo también perdí el hilo. En cuestión de segundos no supe

qué hacer con todas las palabras que imaginaba para ella.

Palabras de amor que encadenaba mientras me dormía, y que

preparaba para decírselas algún día bajo una luna, frente a una

playa, en el tono marica y romanticón que a ella tanto la

molestaba. ¿De qué otra forma se puede hablar de amor?

-Estabas en lo del hotel –le recordé.

-El hotel, el hotel... –dijo buscándole la punta a la historia-.

Imaginate que no nos dejaban salir a la calle ni para comer. Los

muchachos salían temprano y volvían tarde. Yo me pasaba para

el cuarto de Deisy o ella para el mío. El desocupe era tenaz. Lo

único que hacíamos era ver películas en el cable, fumar

marihuana y parcharnos en la ventana para ver a Bogotá. Los

muchachos llegaban por la noche muy acelerados, tragueaditos,

no contaban nada de lo que hacían, cada uno cogía para su

cuarto para que los mimáramos. Ferney llegaba como un loco,

como si nunca hubiera estado conmigo, pero era tal el embale

que no le funcionaba, bueno, el día en que terminaron el trabajo

sí se le paró.

Muchas veces fui víctima de mi propio invento, porque al

buscar que Rosario me contara sus historias, me encontraba con

detalles que hubiera preferido ignorar. Prefería imaginarla en

sus intimidades.

-Deisy me contó que a Johnefe le pasaba lo mismo –

prosiguió-, y que también durante toda la noche le cogía la

caminadera y la fumadera de bazuco, que no dormía y se

mantenía berraco. Una noche nos dijeron que alistáramos todo

porque a la mañana siguiente nos iban a recoger y nos iban a

llevar a una finca y que allá nos encontrábamos con ellos.

-¿Y quién nos va a recoger? –se le ocurrió preguntar a Deisy.



-A vos qué te importa –le contestó Johnefe-. Limitate a hacer

lo que te digo, ¿sí?

-Yo de metida y de güevona me puse a defender a Deisy y

vos no te imaginás la que se armó. Johnefe sacó la mano y me

pegó, me dijo: «Gonorrea hijueputa, yo no sé para qué las

trajimos si lo único que hacen es estorbar», y claro, a Ferney no

le gustó que me hubieran puesto la mano y sacó un fierro y se

lo puso a Johnefe en la boca y le dijo: «¡A tu hermana la

respetás, malparido, lo que es con ella es conmigo, a tu

hermana la respetás!». Se armó la gritería más berraca, hasta

que tocaron la puerta y ahí sí quedamos paralizados, nadie

hablaba ni se movía. Johnefe reaccionó y nos hizo señas de que

nos metiéramos al baño, Ferney se metió en el armario, y

después tocó abrir porque dijeron que si no abríamos llamaban

a la policía.

-¿Qué es lo que está pasando? –preguntó el del hotel.

-¿Pasando? Aquí no está pasando nada, señor gerente –

contestó Johnefe.

-¿Y la gritería? –volvió a preguntar el del hotel.

-¿La gritería? Debió haber sido la televisión, señor gerente.

-Oímos a unas mujeres llorando.

-Es que las mujeres lloran por todo, señor gerente –aclaró

Johnefe.

Casi siempre que Rosario me contaba algo de este calibre,

interrumpía para prender un cigarrillo. Las primeras fumadas

las hacía en silencio, con la mirada puesta en un punto que no

existía, detenida en ese recuerdo que la obligaba a fumar.

-Fue tal el susto –dijo después de una pausa-, que toda la

noche nos la pasamos hablando por señas. Nosotras no

volvimos a preguntar nada y nos fuimos a dormir. Los

muchachos se quedaron juntos tomando trago. Al otro día

salieron muy temprano, ni Deisy ni yo los sentimos salir, pero

de lo que sí nos dimos cuenta es de que no habían dormido.

Como a las diez de la mañana apareció un tipo en una chimba

de camioneta y nos llevó a una finca por Melgar, vos no te

imaginás la finca, parcero, una mansión del putas, con varias



piscinas, canchas de tenis, caballos, cascadas, meseros, eso más

bien parecía un club. Deisy y yo nos pusimos la tanguita y nos

echamos a asolearnos. Por la noche, como a las doce,

aparecieron los muchachos, estaban borrachos, pero se veían

contentos, se reían duro, se abrazaban, nos piqueaban a

nosotras, pidieron más trago, sacaron perico y armaron una

rumba que duró tres días. Deisy y yo habíamos decidido no

volver a preguntar nada, pero yo me pillé, parcero, que ya

habían coronado su trabajo.

Rosario prendió un cigarrillo con otro. Esa vez el silencio fue

más largo, las fumadas más lentas, los ojos más perdidos. A

veces incluso, como esa vez, cambiaba súbitamente de tema, y

de una bala pasaba a una canción, de una muerte a un

comentario sobre los calores que últimamente estaban haciendo

en Medellín. Era mejor no insistir, tocaba esperar el próximo

capítulo con paciencia, hasta que la protagonista decidiera

volver a escena.

-Qué calores los que están haciendo en Medellín –dijo

después del silencio.

-Esto se está volviendo tierra caliente –dije lo que toda la

gente decía.

Era cierto que la ciudad se había «calentado». La zozobra nos

sofocaba. Ya estábamos hasta el cuello de muertos. Todos los

días nos despertaba una bomba de cientos de kilos que dejaba

igual número de chamuscados y a los edificios en sus

esqueletos. Tratábamos de acostumbrarnos, pero el ruido de

cada explosión cumplía su propósito de no dejarnos salir del

miedo. Muchos se fueron, tanto de acá como de allá, unos

huyéndole al terror y otros a las retaliaciones de sus hechos.

Para Rosario la guerra era el éxtasis, la realización de un sueño,

la detonación de los instintos.

-Así sí vale la pena vivir aquí –decía.

Eran ellos contra nosotros, cobrándonos ojo por ojo todos los

años en que fuimos nosotros contra ellos. Con Rosario metida

en nuestro bando o nosotros en el de ella, no sabíamos qué

posición tomar, sobre todo Emilio, porque yo ya no podía



decidir, tenía que aceptar el bando, el único posible, que

siempre escoge el corazón. Sin embargo, nunca tomamos parte

de ningún lado, nos limitamos a seguir a Rosario en su caída

libre, tan ignorantes como ella del porqué de las balas y los

muertos, gozando como ella de la adrenalina y de los vicios

inherentes a su vida, cada uno queriéndola a su manera, éramos

muchos buscando algo diferente detrás de una misma mujer,

Ferney, Emilio, los duros de los duros, y yo, el que más y el que

menos podía tenerla.

-No he podido saber por qué –me dijo una vez-, pero vos sos

distinto a todo el mundo.

Aunque no me sirvió de nada, Rosario también aprendió a

conocerme, no con la minuciosidad que yo la conocí, sino con

sus conclusiones espontáneas. De todos hablaba y los definía,

pero yo tuve el privilegio de ser el único al que le descubrió

nuevas facetas, el único al que le hizo preguntas de adentro, el

único en que esculcó para encontrar lo que nunca le dieron,

pero se asustó con el hallazgo, los dos nos llenamos de miedo

esa noche, la única noche, cuando volvimos a cerrar lo que

abrimos como si nunca lo hubiéramos visto.

-No enredemos más las cosas, parcero –me dijo esa noche.

Yo cerré los ojos, lo único que se me permitió tener abierto

desde entonces y pensé en lo tonto que había sido y en que ya

era muy tarde, porque las cosas no podían estar más enredadas.



SIETE


Hasta la sala de espera ha entrado el violeta maluco que

anuncia el amanecer. El pesebre sigue alumbrando pero las

montañas ya no se pierden en la noche. El viejo que me

acompaña duerme con la boca abierta y un hilo de babas le

chorrea por la camisa. He tenido la impresión de que yo

también me he quedado dormido por un momento, tal vez

solamente unos segundos, pero fueron suficientes para secarme

la boca y dejarme la cabeza pesada. Nadie caminaba por los

pasillos. Al fondo, la enfermera de turno sigue profunda detrás

del mostrador. Un frío se me ha metido de pronto al cuerpo, me

he arropado con mis brazos, pensando que no venía de afuera,

sino que se me había escapado de adentro, justo en el instante

en que me di cuenta de la quietud anormal que reinaba en el

hospital.

«Se murieron todos», pensé.

Pero cuando veo que ese «todos» también incluye a Rosario,

hago ruidos con los pies, he tosido, he mecido mi butaca para

cortar ese silencio. El viejo abrió los ojos, se limpió las babas, me

mira, pero le puede más el peso de los ojos que no le permite

salir de su sueño. La silla de la enfermera también chirrió.

Seguimos vivos y seguramente Rosario también. Me dieron

ganas de llamar a Emilio pero ya se me quitaron.

-¿No le tenés miedo a la muerte, Rosario? –le había

preguntado.

-A la mía, no –contestó-, pero sí a la de los otros. ¿Y vos?

-Yo le tengo miedo a todo, Rosario.

No supe si se refería a las muertes que ella había causado o a


las de sus seres queridos. Porque pienso que su gordura post-

crimen está más relacionada con el miedo que con la tristeza

por la pérdida. Cuando salí del «shock» después de saber que

Rosario mataba a sangre fría, sentí una confianza y una

seguridad inexplicables. Mi miedo a la muerte disminuyó,

seguramente por andar con la muerte misma.-Yo me la imagino como una puta –así me la describió-, de

minifalda, tacones rojos y manga sisa.

-Y con ojos negros –le dije yo.

-Como parecida a mí, ¿no cierto?

No le molestaba parecérsele, ni encarnarla. Hubo una época

en que se maquillaba la cara con una base blanca y se pintaba

los labios y los ojos de negro y en sus párpados se ponía polvo

morado, como si tuviera ojeras. Se vestía de negro, con guantes

hasta los codos y del cuello se colgaba una cruz invertida. Fue

por los días en que andaba encarretada con el satanismo.

-El diablo es un bacán –decía.

Yo le pregunté qué había pasado con María Auxiliadora, el

Divino Niño y San Judas Tadeo. Me dijo que Johnefe le había

dicho que la ayuda había que buscarla por todos lados, con los

buenos y con los malos, que para todos había cupo.

-Pero Johnefe dice que el diablo es el más generoso –aclaró.

Me dijo que eso no era nada nuevo, y que nos iba a llevar

para que viéramos cómo era la cosa, que era un solle

bacanísimo, mejor que cualquier droga.

-¡¿Qué?! ¿Nos vas a llevar donde el diablo? –le dije sin

ocultar el miedo.

-¡Las güevas! –dijo Emilio-. Conmigo no cuenten.

-Conmigo tampoco –dije yo.

-Par de maricas –nos dijo Rosario-. Definitivamente estoy

hecha con este par de güevones.

Nunca fuimos. Yo con la sola historia de que uno tenía que

tomarse un vaso con sangre de gato, descarté cualquier

posibilidad. Además, uno oía otros cuentos muy raros.

-También sacrifican niños –me dijo Emilio en secreto-. Se los

roban y los ponen en un altar y les cortan el cuello y se les

toman la sangre. Por eso es que últimamente se ha perdido

tanto chiquito.

-Y lo de las vírgenes –añadí-, ¿sí será verdad?

-Pues que las matan, yo creo que sí, pero lo de vírgenes sí lo

dudo.

A Rosario le molestó nuestra risita.


-Ríanse, güevones, ríanse, pero cuando estén bien jodidos no

empiecen a pedir ayuda.

El encarrete satánico no le duró mucho. Sin decirle nada y

casi sin darnos cuenta, Rosario fue dejando la palidez, las ojeras

y la boca oscura, para volver a los colores de siempre.

Abandonó el aire de misterio y volvió al desparpajo de sus

apuntes. Yo no me aguanté la gana de preguntarle qué había

pasado con el diablo.

-Es que no me gustó la música –dijo-. Eso es un ruido todo

cagado. A mí lo que me gusta es otra cosa. Las canciones

bonitas, las de amor, que uno pueda entender lo que dicen y

que digan cosas bacanas.

Eso es algo que nunca entendí de Rosario, la contradicción

entre las canciones románticas que le gustaban y su

temperamento violento y su sequedad para amar.

-¿Qué es lo que te gusta, Rosario?

-Vos sabés. María Conchita, Juan Gabriel, Paloma, Perales,

gente bacana, que canta con la mano en el pecho y los ojos

cerrados.

Lo que no nos contó Rosario fue la otra razón por la que se

aburrió de los satánicos, pero la supimos porque en una rumba

Gallineto, todo embalado, nos la contó.

-La niña se tumbó a un man de la secta. ¿No sabían? Yo

pensé que a todo el mundo le había llegado el fax. Estábamos

jugando a que nos empelotábamos y que todos con todos. Ya

nos habíamos soplado como cinco tamaleras y estábamos muy

sensibles, y a la niña no le gustó que el tipo la retacara a la

fuerza, y es que la tenía arrinconada, apretándola con la rodilla

y haciéndole duro, y entonces qué pasó, yo me pillé todo el

rollo, la niña de pronto como que se dejó hacer, se puso dócil,

¿sí me entienden?, como si le hubiera empezado a gustar, le

comenzó a dar besitos al man y dejó que la apretara bastante,

cuando de pronto, ¡tan!, oímos un pepazo en seco, muy raro,

sonó muy raro, y claro, el man empezó a desbaratarse, untado

de sangre por todas partes, y a la niña también se le ensució la

ropita interior, ¿sí me entienden?, ella lo terminó de empujar

con el pie y le dijo una cosa ahí que no me acuerdo, y oigan, a

todos los que estábamos empelota se nos bajó, pero ella fresca,

guardó el fierro en la cartera, se vistió y se fue sin despedirse, y

todos nos quedamos intrigados sin saber de dónde había

sacado la pistola, y yo miré a Johnefe y le dije: «La niña ya se

sabe defender».

-¿Y este hijueputa qué le hizo a la niña? –dijo Johnefe-, para

volverlo a matar.

-Fresco man –le dijo Gallineto-. La niña ya arregló todo, por

qué más bien no aprovechamos la sangre de éste, que tengo

sed.

-A mí la sangre de los hijueputas me sienta como mal –dijo

Johnefe.

Rosario nos dijo después que todo eran mentiras de

Gallineto. Que lo único que la motivó a salirse fue la música, y

que si no le creíamos que le preguntáramos a su hermano, pero

cuando supimos la historia Johnefe ya estaba muerto. Entonces

esgrimió su segunda prueba de inocencia:

-O es que acaso me vieron gorda después, ¿o qué?

Cada vez estábamos más confundidos con Rosario. Se

comenzaron a crear historias sobre ella y era imposible saber

cuáles eran las verdaderas. Las que se inventaban no eran muy

distintas de las reales, y el misterio y las desapariciones de

Rosario obligaban a creer que todas eran posibles. En las

comunas de Medellín, Rosario Tijeras se volvió un ídolo. Se

podía ver en las paredes de los barrios: «Rosario Tijeras,

mamacita», «Capame a besos, Rosario T.», «Rosario Tijeras,

presidente, Pablo Escobar, vicepresidente». Las niñas querían

ser como ella, y hasta supimos de varias que fueron bautizadas

María del Rosario, Claudia Rosario, Leidy Rosario, y un día

nuestra Rosario nos habló de una Amparo Tijeras. Su historia

adquirió la misma proporción de realidad y ficción que la de

sus jefes. Y hasta yo, que conocí los recovecos de su vida, me

confundía con las versiones que venían de afuera.

-Emilio, ¿sí has oído todo lo que andan diciendo?

-No me digás nada, viejo –decía-, que  me  estoy  volviendo


loco.

Entre los nuestros también se colaron las historias

incorroborables de Rosario, historias que tomaban un pedazo

de realidad y el resto se iba añadiendo de boca en boca,

acomodándose a las necesidades del interlocutor. Algunas de

ellas nos incluían. Pero alcancé a escuchar tantas cosas que

nunca pude recopilarlas para contárselas a ella, que gozaba

hasta más no poder con lo que decían.

-Contame, parcero, ¿pero qué más dicen de mí?

-Que has matado a doscientos, que tenés muelas de oro, que

cobrás un millón de pesos por polvo, que también te gustan las

mujeres, que orinás parada, que te operaste las tetas y te pusiste

culo, que sos la moza del que sabemos, que sos un hombre, que

tuviste un hijo con el diablo, que sos la jefe de todos los sicarios

de Medellín, que estás tapada de plata, que la que no te gusta la

mandás a tusar, que te acostás al tiempo con Emilio y

conmigo... en fin, ¿te parece poquito?. Qué tal que todo fuera

verdad.

-Todo no –me dijo-. Pero sí la mitad.

Ya hubiera querido ella que todo fuera cierto, y yo también.

Porque mi sitio estaba en la mitad excluyente, con las historias

que nunca tuvieron lugar, junto con el hijo del demonio,

mentiras, porque Rosario nunca pudo tenerlos, junto a las tetas

y el culo artificiales, mentiras, porque yo se los toqué, una sola

vez, una sola noche, y nunca antes ni después tocaría algo más

real, más de carne, más hermoso; junto a la Rosario que era

hombre, mentiras, porque no existía nadie tan mujer.

-Qué más dicen, parcero, contame más.

-Puras güevonadas. Imaginate. Dizque yo ando enamorado

de vos.

-¡Eh! Ya no saben qué inventar –dijo ella y me mató.

-Imaginate –dije yo agonizante.

¡El amor aniquila, el amor acobarda, disminuye, arrastra,

embrutece! Una vez, después de una parecida a la que acabo de

recordar, me encerré en un baño de una discoteca y me di

cachetadas hasta que se me puso roja la cara. ¡Zas! por güevón,

¡zas! por marica y ¡tenga! por gallina. Cuanto más me golpeaba

más rabia sentía conmigo mismo, y más imbécil me sentí

cuando tuve que esperar a que se me bajara el rojo de los

cachetes para poder salir. También duré como dos semanas con

la boca a medio abrir por la mandíbula resentida. Juré que

sacaría valor y le diría lo que sentía por ella, y después me

encerré muchas veces en el mismo baño donde me cacheteé a

ensayar las palabras con las que le confesaría mi amor:

-Rosario, estoy enamorado de vos.

-Rosario, hace mucho que tengo una cosa para decirte.

-Rosario, adiviná quién está enamorado de vos.

Nunca le dije éstas ni las otras miles que preparé. Volvía

frustrado a darme una tunda frente al espejo, el único que me

las escuchó.

-¿Estás metiendo perico? –me preguntó Emilio.

-No, ¿por qué?

-Esa paraderita tan rara que tenés al baño.

-Tengo meadera –le dije.

-Y los cachetes colorados –añadió.

Nunca entendí cómo ella ni nadie se dio cuenta. Las

sospechas de Emilio no pasaban de dos preguntas tontas, y si

ella hubiera sabido algo no hubiera mantenido la cercanía y la

confianza que siempre me tuvo. Yo estaba seguro de que todos

lo sabían, porque el amor se nota. Por eso siempre guardé una

esperanza, porque nunca vi a Rosario mirar a Emilio, a Ferney,

a ninguno, como la miraba yo, nunca la vi volver de donde los

duros de los duros con los ojos delatando un amor.

Y cuando me atacaba alguna duda, le volvía a preguntar,

buscando en su pasado algún rescoldo de su capacidad de

amar.

-¿Alguna vez te has enamorado, Rosario?