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jueves, 20 de abril de 2023

Lectura de los capítulos sexto y séptimo de la novela La Carne jueves 20 de septiembre de 2023

 

 Capítulo  Sexto 

Adam se quedó dormido tras hacer el amor y Soledad estuvo escuchando durante

un par de horas su respiración suave y tranquila. Ella, en cambio, estaba poseída por

el demonio de las noches, por el ogro de la oscuridad, por un torbellino de

pensamientos martilleantes. Al cabo no pudo más y se deslizó fuera de la cama con

cuidado para no despertarlo. Encerrada en el baño, se miró en el espejo y se encontró

espantosa, la pintura corrida, los ojos hinchados. Se desmaquilló, se lavó la cara con

agua fría y volvió a maquillarse, muy suavemente, que pareciera que no llevaba nada.

Qué malo era ser vieja. Ya no se atrevía a la completa desnudez de la piel.

Y, total, ¿para qué? ¿Por qué se estaba pintando? ¡Es un gigoló, por favor,

Soledad!, se increpó en voz alta, y a continuación se tapó la boca, aterrada de que

Adam la hubiera oído. Entreabrió la puerta una rendija: la respiración del chico

seguía acompasada. Suspiró. Eran las seis de la mañana.

Salió del baño, se dirigió a su despacho y despertó el ordenador, que estaba en

suspensión. Al encenderse, la pantalla mostró una foto de Philip K. Dick. Otro

posible maldito. Entró en la web de ParaComplacerALaMujer y pulsó la pestaña de

tarifas. Uno de los pensamientos que la torturaban era cómo hacer para pagarle. Los

seiscientos euros hasta el final de la ópera estaban claros, pero ¿y lo de después?

Servicio Superior: 8 horas de compañía, 900 euros.

Servicio Good Morning, 12 horas de compañía, 1200 euros.

Servicio Día y Noche, 24 horas de compañía, 1500 euros.

Bien. Le había citado a las siete y media de la tarde, o sea que si le despertaba y le

hacía irse antes de las siete y media de la mañana, estaría dentro del Good Morning.

Soledad tenía las manos sudadas y la boca seca. Qué cosa tan resbaladiza, tan

incómoda, ¿cómo se había podido meter en un lío así? Sólo quería que se fuera. Que

se fuera que se fuera que se fuera.

No tenía dinero suficiente en casa y desde luego no quería darle un cheque. Fue

de puntillas hasta el vestidor, se puso unos vaqueros, unas botas, un jersey y un

plumas, y salió a sacar dinero de un cajero. En el ascensor se sintió dentro de un mal

sueño y al salir del portal sufrió uno de esos breves momentos de extrañeza que a

veces la acometían: durante un par de segundos no reconoció el entorno, su calle, su

barrio. Bien hubiera podido estar en una colonia en el Marte de Philip K. Dick, o en

alguna otra vida paralela. El corazón se le desbocó; luego, Madrid volvió a tomar

forma ante sus ojos y se reconstruyeron las esquinas de siempre. Inspiró

profundamente el aire helado intentando calmarse. Todavía era de noche y las calles

estaban bastante vacías. Caminó hasta el cajero del BBVA sintiéndose frágil y

desvalida. Por fortuna, el banco se encontraba en dirección opuesta a la tienda de los

chinos, no hubiera soportado volver a ver esa mancha negra sobre la acera. Antes de

meter la tarjeta miró hacia todas partes: la ciudad era un territorio oscuro y enemigo.

Tecleó a toda prisa mientras el miedo engordaba dentro de ella. Recordó la figura del

yonqui recortada a contraluz con el cuchillo goteando sangre en la mano y se le

escapó un gemido. Los gorjeos de la máquina se le hicieron eternos: estaba a punto

de tener un ataque de pánico. Por fin el cajero vomitó los billetes y Soledad salió

disparada. Corrió todo lo deprisa que pudo hasta su portal; estaba tan nerviosa que

tardó muchísimo en atinar con la cerradura. Subió en el deprimente ascensor con la

respiración entrecortada. Estoy loca. Estoy loca.

Cuando abrió la puerta de su casa se encontró cara a cara con Adam. Estaba

parado en mitad de la sala, mirándola con una expresión extraña que no supo

descifrar.

—Te has ido —dijo el chico.

¿Era inquietud? ¿Sería quizá una expresión de susto? Seguía descalzo y desnudo,

pero se había puesto los calzoncillos, unos bóxers de algodón azul marino. Sí, uno se

sentía muy indefenso cuando estaba con el culo al aire.

—Ba… bajé a… a sacar dinero en el cajero. Para… pagarte.

Pinzó con dedos inseguros los seiscientos euros que acababa de recoger y luego

buscó en su bolso el sobre blanco.

—He…, ejem, calculado que, como quedamos ayer a las siete y media, pues es la

tarifa Good Morning, ¿no? O sea, mil doscientos euros, ¿no?

Adam la miraba y no contestaba. Soledad se estaba poniendo tan nerviosa que

extrajo los billetes del sobre, los juntó con los que acababa de obtener y empezó a

contarlos. Pero qué estoy haciendo, qué estoy haciendo, se dijo, abochornada. Se

detuvo, sin saber muy bien cómo comportarse, con los euros temblando en la mano.

El chico echó una ojeada a su reloj.

—Son casi las siete. La tarifa de doce horas. Ya veo que quieres que me vaya

corriendo —dijo con media sonrisa, más bien una mueca.

—No, no es eso, es… ¿Quieres desayunar?

—No, gracias —contestó Adam, y le cogió los billetes de las manos—. Good

morning —añadió, alzando el dinero como si hiciera un brindis y con una sonrisa

mucho más amplia—. Gracias. Voy a vestirme.

Soledad fue con él hasta la habitación y le observó mientras se ponía los

vaqueros. Ese cuerpo espectacular, esa carne maravillosa que ella había olido y

lamido y besado.

—No voy a volver a usar la camisa. Está tiesa. Tiesa de sangre seca. Qué horror.

Tírala, por favor. Esto también tiene manchas, pero se nota menos —dijo, poniéndose

la chaqueta sobre el torso desnudo—. Con  la  parka abrochada no se verá que estoy a

medio vestir.

Soledad lo siguió como un perrito hasta la sala.

—¿De verdad que no quieres un café?

—De verdad, gracias.

Se inclinó hacia ella y le dio dos besos en las mejillas.

—Ha estado muy bien. Salvo lo del chino, claro. Si quieres algo, éstos son mis

datos. Si me llamas a mí directamente no tengo que pagar a la página. Se quedan con

la mitad sin hacer nada.

Soledad cogió el papel que le tendía. Era un pedazo de cartulina barata, una de

esas tarjetas de visita de ínfima calidad que se hacen al momento en las tiendas de

reprografía: ADAM GELMAN, ACOMPAÑANTE. Y un email y un teléfono.

—Ah, sí, claro —farfulló.

—¡Hasta la próxima! —sonrió el gigoló.

Y se fue. Soledad estaba tan paralizada que Adam tuvo que abrir y cerrar la puerta

él mismo.

Permaneció cinco minutos quieta en mitad de la sala, sumida en una especie de

trance o estupor. Como si de repente no supiera gestionar su vida. Como si hubiera

olvidado el modo en que debía desempeñar las tareas más básicas, comer, moverse,

trabajar.

Eran las siete de la mañana y no había pegado ojo. Eso también la tenía

desbaratada. La sangre negra del chino. La muerte de amor de Isolda. El gigoló.

Pensó: mejor me tomo un Valium y me echo a dormir. Una semana durmiendo. Un

mes. Una vida.

Pero no, no, no. Estaba muy atrasada con la exposición. Tenía mucho que hacer.

Basta de tonterías, soliloquió. Se preparó un café, cogió un par de galletas y fue a

sentarse ante el ordenador.

Philip K. Dick también era huérfano, en cierto sentido. O peor que huérfano,

porque, cuando era niño, el padre se marchó un día de casa y ya no volvió. Si desde

que eres bebé estás en la inclusa, como Adam, siempre puedes tener la esperanza de

que tus padres hayan muerto en un accidente. Esos padres que tanto te querían pero

que de repente fueron arrollados por el expreso nocturno a Vladivostok. Sin embargo,

el gesto de un padre que se va y que te abandona para siempre sólo puede entenderse

de una maldita manera: le importas un pimiento, no te quiere, no eres digno de ser

amado.

No fue ésa la única tormenta que atormentó a Dick: su vida fue difícil. Tenía una

hermana melliza, Jane. La madre, novata, ignorante y desatendida por su marido,

quemó a los bebés con la botella de agua caliente con la que quiso entibiar la cuna.

Los llevaron al hospital y descubrieron que ambos estaban desnutridos, porque la

madre no tenía suficiente leche para los dos. Jane murió a los cuarenta días de edad,

más a causa del hambre que de las quemaduras. Dick siempre pensó que él había

comido demasiado, que la había matado. Enterraron a la pequeña y marcaron la

lápida con su nombre; pero además en la piedra estaban tallados el nombre de Philip

y la fecha de su nacimiento, a la espera de que llegara el día en que se reuniera con su

hermana. O sea que durante toda su vida le aguardó pacientemente su sepulcro, como

la boca abierta de la Muerte. La Parca también tenía hambre.

Sí, Dick era un maldito perfecto para la exposición. Sería maravilloso que la

Universidad del Estado de California les prestara su manuscrito de ¿Sueñan los

androides con ovejas eléctricas?, la novela en la que se inspiró la película Blade

Runner… Pero Soledad no quería hacerse muchas ilusiones. Era un libro mítico y

resultaría difícil de conseguir.

Y luego estaba, por supuesto, su esquizofrenia. En un congreso de ciencia ficción

celebrado en Francia en 1977, Philip K. Dick subió al estrado y soltó esta bomba:

«Voy a decirles algo muy serio, muy importante. Créanme, no estoy bromeando. Para

mí, declarar algo así es una cosa terrible. Verán, muchas personas aseguran recordar

sus vidas anteriores. Pero yo afirmo que puedo recordar una vida presente distinta».

Soledad imaginó el pasmo de la audiencia, el escalofrío. Una mente brillante, un

talento tan enorme, deslizándose en público hacia el abismo.

Al fin falleció de un infarto cerebral en 1982, a los cincuenta y tres años, y la

anhelante boca de su tumba consiguió tragárselo. Ahí estarían ahora sus restos —

grandes y pesados, porque Dick era más bien alto y desde luego gordo—, mezclados

con los tenues huesecillos como de pollo de su hermana bebé, de esa Jane que había

muerto para salvarlo.

Un momento, se dijo Soledad: ¿qué pasaba con los huesos de pollo, por qué esas

palabras parecían despertar un borroso eco en su memoria?

Ah, sí. Las tijeras para deshuesar aves con las que Burroughs se amputó la

falange de su dedo como prueba de amor para su amante jovencísimo, posesivo,

chulo y peligroso.

Soledad recordó al gigoló. No fue su cabeza la que recordó, sino su cuerpo. Una

febril y repentina memoria carnal le hizo sentirse de nuevo entre los musculosos

brazos de Adam. En su calor y su poder y su embestida. En el mullido refugio de su

pecho.

Al final, todo acababa por desembocar en el amor.

Y en el daño.



Capítulo  Séptimo 

—Mira, perdona, Soledad, pero ésta es la típica llamada fastidiosa que no tengo

más remedio que hacer. Esta chica, Marita, que como arquitecta de exposiciones por

lo visto es buenísima, buenísima, pues no sé qué le ha dado, yo creo que está nerviosa

porque lo quiere hacer muy bien o no sé, pero el caso es que me está volviendo loco a

Triple A, cosa que, como puedes comprender, no queremos que ocurra. Entonces

resulta que Antonio me ha escrito un par de veces dejando caer que no veía del todo

clara la muestra, y esta tarde ya me ha llamado y me ha dicho que no entiende el

concepto de la exposición y que Marita, que es un valor indiscutible y en alza y bla,

bla, bla, le tiene comido el coco, chica, pues Antonio ha dicho que Marita tampoco lo

ve. Y como no podemos permitirnos que nuestro benefactor se mosquee antes incluso

de que empiece a ser nuestro benefactor, ja, ja, ja, le he prometido que tú le vas a

enviar un documento en donde le explicarás más ampliamente tu idea…

—¡Pero, Ana, por Dios! Para eso ya está el proyecto.

—Sí, Soledad, querida, pero el proyecto, y en esto tienen algo de razón, es muy

breve y queda un poco oscuro. Así que hazme y haznos a todos ese favor, Soledad.

Escríbele un par de folios, dale algunos ejemplos, no sé, qué te voy a decir a ti, tú

sabes mejor que nadie cómo hacerlo y lo harás estupendo. Te lo pido por favor.

Soledad, que era una misántropa modélica, detestaba hablar por teléfono y casi

nunca cogía las llamadas, pero esta vez había descolgado porque vio que era la

directora de la Biblioteca Nacional. Ahora se arrepentía de haberlo hecho. Aunque

daba igual: Ana hubiera insistido como una termita hasta hablar con ella.

—Está bien. Lo haré. No te preocupes.

Colgó con el estómago encogido por un pellizco de pánico. «En esto tienen algo

de razón, es muy breve y queda un poco oscuro». Soledad no soportaba las críticas

porque no soportaba el fracaso. Era una perfeccionista y el menor fallo suponía el

principio del derrumbe, la llegada de la siempre temida catástrofe. El fracaso era un

lobo hambriento que la había rondado desde la niñez, un lobo que merodeaba por el

páramo de su vida y aguardaba su primer tropezón.

Y Soledad estaba tan cansada… En cambio, Marita era, como decía Triple A, un

valor en alza. A los cuarenta que debía de tener, estaba en la plenitud. Ella, en

cambio, había empezado a descender. O peor que eso: debía de estar ya en caída

libre. Bastaba con ver que, aun siendo la comisaria de la muestra, la capitana del

barco, era ella quien tenía que plegarse a las exigencias de Marita y de Álvarez Arias

y escribir ese estúpido texto. ¿Y si ésta era la última exposición que le encargaban en

su vida? La última vez que nadas en el mar. La última vez que bailas con alguien. La

última vez que haces el amor. Su decadencia había empezado cuando perdió la

dirección de Triángulo, es decir, cuando Miguel Mateu decidió cerrar el centro. Ese

trabajo le había dado visibilidad social, influencia, un lugar. Pero ahora ¿qué tenía?

Tal vez ya no le quedara nada por vivir. Sólo rodar como una bola de nieve cuesta

abajo.

Además le daba miedo que se le acabara el dinero. La vejez era cara. Y la

manutención de Dolores también, aunque contara con la pensión de invalidez. Por

otra parte, casi todo lo que Soledad había ganado lo había invertido en su piso. Tenía

algo ahorrado, pero tampoco era mucho.

Una razón más para olvidarse del gigoló.

Inspiró profundamente para intentar deshacer el nudo de angustia. Bien, escribiría

la dichosa aclaración de una vez: Ana le había dicho que se la mandara a Triple A

cuanto antes. El problema era que, como le solía ocurrir, había dormido fatal; ni

drogándose conseguía más de cuatro o cinco horas de sueño, y esa noche ni eso. Eran

las cinco y media de la tarde y sentía la cabeza pesada, entumecida. Aunque no era

partidaria de las siestas, decidió intentar dormir una hora, a ver si se despejaba. Así

que fue a su habitación, bajó la persiana hasta dejar el cuarto a oscuras y, tras quitarse

los zapatos, se tumbó sobre la cama sin desnudarse.

Nada más apoyar la oreja sobre la almohada supo que algo iba mal, porque

empezó a escuchar un claro campaneo dentro del oído, un tañido por cada latido del

corazón, repetitivo y molesto. Levantó la cabeza y las campanadas se hicieron menos

audibles, pero ahora que ya las había advertido siguió percibiéndolas por ahí dentro,

en los flujos de su sangre, en el rítmico bombeo del corazón. Se dejó caer sobre la

almohada y el tañido arreció, retumbando en el interior de su cráneo. Se asustó: pero

qué estaba pasando, pero qué era esto. Le iba a dar un infarto cerebral, como a Philip

K. Dick. A fin de cuentas, ella tenía siete años más que el autor norteamericano

cuando murió. Dang dang dang, palpitaba ensordecedoramente la sangre en su

cerebro, cada vez más deprisa, a medida que su corazón se aceleraba. Calma, calma,

se exhortó Soledad: ya sabes que eres un poco hipocondríaca. Ya sabes que todas las

semanas te parece descubrir un nuevo tumor. Pero no, no era hipocondríaca: sus

padres habían muerto de cáncer, ¿cómo no tener miedo? Dang dang dang. Y ahora

había que añadir el riesgo del accidente cerebrovascular.

Pensó: ¿y si me tomo un Valium? O un Orfidal. Para bajar la angustia. Pero claro,

si se metía eso después de haber pasado la noche casi sin dormir, le iba a ser bastante

difícil escribir el maldito texto. Y los dos próximos días los tenía llenos de

compromisos. Una cita de trabajo con Bettina, una conferencia, una clase… O

despachaba el texto ahora o Triple A tardaría demasiado en recibirlo.

Se levantó de la cama y, descalza, fue hasta la cocina envuelta en su campaneo y

escudriñó el gran cajón de medicinas para ver qué encontraba. Al final decidió

tomarse un betabloqueante: le bajaría las pulsaciones sin enturbiarle la cabeza, o eso

esperaba. Regresó arrastrando los pies hasta el dormitorio y se volvió a tumbar.

Contando los tañidos, que tocaban a muerto. Pero había hecho bien al tomarse el

betabloqueante: los latidos se fueron atenuando. Quince minutos más tarde, ya sólo

escuchaba un sordo chisporroteo parecido al morse. Quizá fueran los ácaros del

colchón intentando comunicarse con ella. Tras quince minutos más de mensajes

indescifrables, y perdida ya toda esperanza de dormir un poco, Soledad se levantó

definitivamente. Eran las 18.40.

Cuando encendió el ordenador encontró un email de la página de citas. Lo abrió

sobresaltada: «Buenos días, Soledad. Queríamos saber si todo fue bien el otro día en

el encuentro con su acompañante. Un saludo».

No pudo evitar sentir cierta desilusión. Pero ¿qué demonios estabas esperando?,

se dijo en voz alta, irritada.

«Todo perfecto, muchas gracias», tecleó.

«Nos alegra saberlo. Aquí nos tiene para cuando quiera. Un saludo», contestaron

inmediatamente. Debían de tener a alguien atado como un galeote a la pantalla.

Soledad suspiró. El texto. Tenía que concentrarse en escribir el texto. Y ofrecer

algunos ejemplos de malditos, como le había dicho Ana. Todavía estaba

confeccionando la lista definitiva de los escritores, pero ya había algunos que tenía

muy claros. Le hablaría a Triple A de Pedro Luis de Gálvez, que era el escritor

maldito oficial de España. Pobre Gálvez, poeta de la bohemia de principios del

siglo XX, plumilla de la época del hambre, que siempre hizo lo que no debía y que fue

perseguido por una estrella negra. De él se dijo que iba por los cafés con su hijito

muerto en una caja pidiendo para que le ayudaran a enterrarlo. Él negó la historia,

seguramente con razón, pero sí es verdad que el entierro del niño lo tuvo que pagar

otro escritor. Eran tiempos muy duros y a la bohemia le sonaban las tripas. En La

novela de un literato, Cansinos Assens hablaba de cómo los autores revendían

enseguida los libros dedicados que les regalaban los amigos para procurarse algo de

comer: «¿No era ya famosa aquella frase del grave Antonio Machado al recibir Sol de

la tarde, de Martínez Sierra: “Sol de la tarde, café de la noche”?». Gálvez, hijo de un

general carlista feroz y muy religioso, fue enviado de adolescente a la fuerza a un

seminario, del que se escapó. Luego entró por su voluntad en la Academia de Bellas

Artes, pero lo expulsaron por su empeño en seducir a las modelos. Su padre lo metió

en un correccional, un lugar cruel en donde se hizo anarquista y acabó de convertirse

en un rebelde. Al salir del correccional le contrataron como actor en la Comedia de

Madrid, pero su padre subió al escenario y le molió la espalda a bastonazos, cosa que

provocó que también lo echaran del teatro. Mendigó, escribió, empezó a sablear a

todo el mundo. Le detuvieron por injurias al rey y al Ejército y lo condenaron a seis

años y seis meses. Tras salir de prisión, nueva condena a cuatro años y dos meses por

un hurto de ciento setenta y cinco pesetas con cincuenta céntimos. Mucha cárcel

parecía por tan poco delito, sobre todo teniendo en cuenta que se moría de hambre.

En la Guerra Civil, anarquista como era y fantasmón, se pavoneó de haber matado a

miles de fascistas. En realidad acogió clandestinamente en su casa a un escritor

perseguido, ayudó a escapar a otros, intercedió para que no ejecutaran a un tercero.

Al acabar la guerra le hicieron un juicio sumarísimo, tan rápido y tan irregular que no

dio tiempo a que la gente a quien había salvado lo salvara. Fue fusilado en la cárcel

de Porlier en abril de 1940. Tenía cincuenta y ocho años y murió por sus

fanfarronadas. Por la invención literaria que había hecho de sí mismo. Desde luego,

se ganó un lugar preferente entre los malditos. Y la escena que resumiría toda esa

vida descabellada y dislocada sería, por supuesto, el pelotón de fusilamiento. ¿En qué

momento habría descarrilado Gálvez? ¿Cuándo se cerró su destino de ese modo? ¿Al

huir del seminario? ¿Al radicalizarse en el correccional? Aunque no: la culpa era del

padre. Ese padre era insalvable. Había padres que eran la perdición.

El chino, Soledad se había informado, continuaba en estado muy grave, pero

había esperanzas de que saliera adelante. ¿En qué momento se perdió el hombre que

lo apuñaló? En el pasado de ese yonqui infame había un niño inocente, tal vez incluso

amado. ¿Qué decisiones, qué elecciones lo llevaron a convertirse en esa fiera?

La mano magullada de Adam tras golpear al asaltante. Los nudillos hinchados.

Las manos de Adam, la sana y la herida, descendiendo por la espalda desnuda de

Soledad y atrayéndola hacia él, hasta fundir vientre contra vientre.

Llamaron a la puerta. Las ocho y media. Qué raro. Espió por la mirilla: Matilde,

la conserje.

—Buenas tardes, doña Soledad, es que me voy a marchar ya y como no la he

visto pasar, pues le traigo esta carta que ha dejado un chico hace un par de horas. Le

he dicho que creía que estaba usted arriba, pero no ha querido subir.

Sintió un golpe de calor en la cara y frío en la nuca. La conserje la observaba con

ladina fijeza de cotilla. Seguro que se me ha notado algo, pensó Soledad con

irritación.

—Sí, gracias, Matilde, es una cosa de trabajo que estaba esperando.

Cerró la puerta y se apoyó en ella. Pero ¿para qué tenía que darle explicaciones?

Así parecería aún más raro. Era una estúpida.

Resopló y regresó a su despacho con la carta en la mano. Era un sobre cuadrado

de color crema, pequeño, como de felicitación navideña. Estaba cerrado y venía sin

remite, sólo su nombre en el exterior. Soledad Alegre. Bolígrafo azul, letras

mayúsculas. Se sentó y rasgó el sobre. Dentro, una cuartilla blanca doblada.

Hola Soledad, espero no ser inprudente, solo que la noche fue muy rara y

muy intensa y he estado acordandome de ti, desde la opera hasta el atraco

angustioso que vivimos juntos y luego lo demas, todo fue especial. Solo

queria que lo supieras. Gracias.

Un beso,

Adam

PD: Espero que el chino no halla muerto.

Ni un solo acento y dos faltas de ortografía, «inprudente» y «halla». De manera

que su magnífico español debía de ser de oído. Ni lo habría estudiado ni leería

mucho.

¿Y para qué me manda esto?, se preguntó en voz alta.

Era una carta comercial. Lo único que quería era seguir dando cuerda a una buena

clienta que se había gastado con él mil doscientos euros.

O no. Era una carta emocionada, turbada. Ni él mismo sabía muy bien por qué la

escribía. Quizá ella le gustara. ¿Y por qué no? Soledad había encandilado a Mario,

joven y guapo.

O quizá: era una carta inprudente, en efecto, muy inprudente. Una carta que daba

un poco de miedo. Qué buscaba, qué esperaba conseguir al acercarse tanto.

Virgen de Lourdes, 26, 1.º F. Ella también sabía dónde vivía él. Se acordaba de

cuando el policía lo dijo. Dejó la cuartilla sobre la mesa, se sentó ante el ordenador y

tecleó la dirección en Google Maps. Cuando apareció la vista de satélite reconoció

enseguida el lugar: era una de las feas casas-colmena del barrio de la Concepción.

Una zona popular de Madrid y unos edificios masificados que el cineasta Pedro

Almodóvar había hecho famosos en sus películas. No le extrañaba que viviera ahí,

siendo como era un chico joven, extranjero y sin mucho dinero. Pero desde luego su

modesto apartamento debía de distar bastante del bonito y elegante piso antiguo de

Soledad. ¿Por qué había tenido que meterlo en su casa? Adam podía creer que ella

tenía mucho dinero, cosa que no era cierta. Podía pensar que ella era una mina.

¿En qué momento se perdía un ser humano?


Fotos sesión del club de lectura jueves 20 de abril de 2023








 

jueves, 13 de abril de 2023

Lectura del capítulo quinto de la novela La carne de Rosa Montero

 Entró en el café con diez minutos de retraso y lo reconoció enseguida; era el más alto y el más guapo. Estaba de perfil, acodado en la barra, distraído, sin mirar a la puerta, como si no le importara. Aunque, de todas formas, él ignoraba su aspecto, así que casi daba igual que vigilara la entrada o no. Sólo sabría que era ella cuando lo saludara. Que fue lo que hizo Soledad en ese momento, con el corazón un poco acelerado. Le tocó en el hombro para que se volviera: 

—Eres Adam, ¿no? Supongo que lo digo bien, con el acento en la primera A…

 —Sí, sí, Adam… Y tú eres Soledad… Había dado su verdadero nombre y un apellido falso. Ancha sonrisa del chico, simpática, preciosa. Se inclinó y la besó con naturalidad en ambas mejillas.

 —Encantado.

 Chaqueta gris plomo, camisa azul, fina corbata de cuero, buenos mocasines, vaqueros oscuros. Tenía el pelo un poco más largo y más espeso que en las fotos: melena de león negro. Sin enseñar pecho también parecía más delgado. Más pianista y menos trapecista.

 Perfecto para la ópera. Soledad había llegado tan tarde que apenas si disponían de tiempo para hablar.

 —Te he contratado porque quiero que una persona me vea acompañada. Estaría bien que te mostraras cariñoso, pero no demasiado. Algo muy sutil, que dé la impresión de que te gusto, pero sin pasarse —le pidió.

 —Será muy fácil hacerlo, no te preocupes —galanteó él. Hablaba muy bien el español pero tenía acento. ¿Alemán, quizá? 

Salieron del café e inmediatamente se encontraron metidos en el remolino de gente que entraba al Real. Ya en el vestíbulo, Adam la ayudó a quitarse el abrigo con caballerosa atención. Soledad saludó a dos o tres personas de pasada y se detuvo a hablar un momento con Anichu Arambarri y Alberto Corazón, una comisaria de exposiciones y un famoso artista plástico a quienes conocía de sus años en Triángulo. Les presentó a Adam y vio la mirada apreciativa que Arambarri le lanzó. En realidad le miraba todo el mundo: casi todas las mujeres y bastantes hombres. Soledad se esponjó de orgullo: se sentía como Cenicienta al ser escogida la noche del gran baile por el príncipe. Ella, que casi siempre iba sola porque las relaciones con hombres casados eran clandestinas, ahora formaba parte del vastísimo universo de las parejas. ¡Y qué pareja, la suya!  Era llamativamente guapo. El plan estaba saliendo muy bien;  lástima que, por más que oteara con discreción, no consiguiera ver a Mario por ningún lado.

 Transcurrieron el primer acto y el primer descanso sin novedades, con Adam representando su papel a la perfección. En el segundo acto, sin embargo, tuvo que darle un codazo porque se estaba quedando dormido. El chico se turbó graciosamente y juntó las manos pidiendo excusas; pese a su aspecto de músico solista, no debía de gustarle mucho Wagner. Llegó el último intermedio y tampoco vio a Mario. El gigoló se disculpó:

 —Perdón por lo de antes. Casi no he dormido.

 —No pasa nada. ¿Estuviste de juerga anoche? —dijo Soledad sin dejar de vigilar el vestíbulo, y se arrepintió enseguida de su pregunta: como si a ella le importara si salía o no.

 —No. Me levanté muy pronto porque tenía que trabajar… Otro tipo de trabajo, no éste.

 Estuvo a punto de preguntarle cuál, pero se contuvo. En vez de eso, dijo: 

—De todas maneras, me parece que la ópera no es lo tuyo… 

—No, lo que pasa es que no estoy acostumbrado a esta música… Pero aprendo muy rápido —contestó, y lanzó una sonrisa coqueta y deslumbrante. 

Dos mujeres mayores y cargadas de joyas le miraron como lobas famélicas.

 ¿Serían así sus clientas? Soledad también lo observó, un poco a hurtadillas. Tremendamente seductor. ¡Y pensar que, por el dinero que iba a pagarle, podría acostarse con él! Por un momento se imaginó besando esa boca, pero arrancó la idea de su cabeza a toda velocidad. Incómoda, confusa.

 —Además Wagner es bastante duro… Hay óperas más fáciles —dijo, mordiéndose la lengua para no añadir: ya te las enseñaré.

 Por qué le gustarían tanto los hombres guapos. Por qué tendría esa maldita debilidad, esa fijación. Y por qué no le gustaban los hombres de su edad. Quizá porque no quería reconocerse mayor, o quizá porque necesitaba vivir aún lo que no había conseguido vivir en su juventud. La tiranía de su deseo hacía que todo fuera más difícil. Envidiaba a los hombres, cosa que no le solía suceder, por la naturalidad con la que la sociedad aceptaba las parejas desiguales en edad, siempre que la menor fuera la chica. En realidad también había mucha atracción entre mujeres mayores y hombres más jóvenes, Soledad lo sabía bien; pero la mayoría de los varones se sentían incómodos ocupando públicamente ese lugar, temían ser vistos como unos anormales o unos oportunistas, y por lo general sólo daban rienda suelta a su deseo si era adúltero, si era clandestino. Sin riesgo de ser vistos. Como Mario. Que seguía sin aparecer por ningún lado. 

Sonó el aviso del comienzo del último acto y ocuparon de nuevo sus butacas.

 Soledad estaba tan tensa y tan nerviosa que no había sido capaz de disfrutar de la función. Pero la representación era buenísima, el montaje excelente, los cantantes espléndidos, y el hermoso tercer acto empezó a apoderarse de ella. Cuando llegaron  al aria final, el sobrecogedor Liebestod de Isolda, Soledad estaba tan atrapada, tan conmovida, que, para su horror, rompió a sollozar desconsoladamente. Intentó parar, pero no pudo. Todo el dolor de la vida le oprimía el pecho; era una pesada lápida, la tumba del futuro que soñó cuando tenía dieciocho años. Así que lloró y lloró, desesperada, rabiosa, consciente de que se le estaba corriendo el rímel y de que debía de tener una pinta horrible. Las ovaciones fueron amainando, las luces se encendieron y ella aún seguía con hipidos. Adam la miraba intrigado, quizá un poco asustado. Le pasó un brazo por los hombros mientras abandonaban la sala.

 —¿Estás bien?

 —Sí —moqueó Soledad—: Es que es tan bonito. Y tan triste.

 Ya estaba empezando a recomponerse: por lo menos las lágrimas habían parado.

 Pero seguro que tenía la nariz roja, los ojos hinchados. 

—Debo de estar espantosa…

 —Estás igual de guapa, pero con cara de llorar. La gente va a creer que soy un maltratador.

 ¿Lo sería?, se inquietó por un instante Soledad, lanzándole una brevísima ojeada. La sonrisa del chico seguía pareciendo igual de adorable. Y en este momento, claro, justo en este momento, la ley de Murphy mostró una vez más su implacabilidad y, entre el tumulto de gente que salía del teatro, vio a Mario. Estaba a tan sólo dos o tres personas de distancia y el movimiento de la masa los arrastraba más o menos en paralelo. Mario la saludó con una sacudida de cabeza apenas perceptible; ella se lo quedó mirando, pero no contestó. Para eso tanto cambiarse de ropa, para eso tanto maquillarse, para que ahora la viera llorosa y con churretes. Al lado de su examante estaba Daniela, la esposa. Sí, tenía que ser ésa. Guapa, y ya se le notaba la barriga. Soledad se sintió resbalar de nuevo hacia las lágrimas, pero consiguió controlarse. Un golpe de suerte, o quizá una formidable intuición profesional, hizo que en ese justo instante el gigoló le pasara el brazo por los hombros con gesto natural y afectuoso.

 Vio la mirada de Mario, vio cómo inventariaba a Adam con rapidez y cómo se encendía en esos ojos algo parecido a un pequeño rescoldo de disgusto. Luego llegaron a la puerta y la pareja desapareció de su vista.

 Cogieron por uno de los laterales del Real. Soledad pensaba acompañar al escort hasta el metro de Ópera y dejarlo ahí. No quería despedirse en la misma puerta del teatro, por si Mario los veía. Además tenía que pagarle. Llevaba los seiscientos euros en el bolso, en billetes de cincuenta y dentro de un sobre blanco. Le turbaba un poco el gesto, el hecho de tener que sacar el sobre y dárselo, pero suponía que a Adam no le incomodaría en absoluto. Dejando aparte lo de su cara llorosa, todo había salido bastante bien. Mario los había visto, y se había fijado en el chico, y desde luego no le había complacido su presencia, de eso Soledad estaba segura, lo conocía lo suficiente. Prueba superada y seiscientos euros bien invertidos. Pero si las cosas habían salido como ella quería, ¿por qué no se sentía más feliz? 

Estaban ya en la calle Vergara y advirtió con desagrado que la tienda de los  chinos seguía abierta y que la mujer estaba en la puerta, como a menudo hacía para fumarse un cigarrillo o para curiosear a los viandantes. Soledad solía comprar ahí casi todo, porque vivía muy cerca, comía poco en casa y le daba pereza ir al mercado. Los chinos, marido y mujer de indeterminada edad entre los cuarenta y los sesenta, debían de llevar media vida regentando su pequeñísima tienda de abastos, pero seguían sin hablar español, cosa que compensaban con radiantes sonrisas y con una anticuada y enorme calculadora de mano en la que mostraban las cuentas. Lo malo era que se trataba de una pareja encantadora que cada vez que la veían la saludaban con un alegre «Talóóóó Soláááá», que debía de ser una versión con acento cantonés de «Hasta luego, Soledad». Y esa noche el saludo evidenciaría que eran conocidas y daría a entender al gigoló que ella vivía por los alrededores, una información que no deseaba proporcionarle en absoluto. Sin embargo ya estaban demasiado cerca, y cruzarse de acera o cambiar de dirección hubiera resultado chocante. Soledad intentó disimular y mirar hacia otro lado, como si estuviera distraída; pero, en cuanto llegaron a la altura de la puerta, la mujer se apresuró a saludar con solicitud: 

—¡Talóóóó Soláááá! No hubo tiempo para responder. Un chillido escalofriante, puro miedo y peligro, rasgó la noche y les hizo encogerse instintivamente sobre sí mismos. Todo fue rapidísimo; la puerta de cristal cubierta de pegatinas se abrió hacia la acera y apareció el chino tambaleante con la boca abierta a medio grito y los ojos vidriosos. Cayó sobre Adam, que, de manera refleja, lo sujetó en sus brazos. El hombre soltó un vómito de sangre que empapó el pecho del gigoló, y en ese mismo instante salió de la tienda un tipo barbudo con una navaja goteando en la mano. El mundo se detuvo, todos se miraron, sobre ellos cayó una especie de silencio blanco, un manto de estupor. Y luego, de golpe, el paroxismo. 

Horas después, gracias a haberlo contado una y otra vez, Soledad pudo ordenar de una manera comprensible el aluvión de imágenes que la saturaron en un minuto. Porque eso fue lo que debió de durar toda la acción. El primero en moverse fue el agresor, que intentó salir huyendo pegado a la pared en dirección a la plaza. Pero entonces, sorpresivamente, Adam dejó caer al chino, que se desplomó a sus pies, y, doblando el espinazo, embistió el costado del tipo con la cabeza. Los dos hombres rodaron por el suelo, enredados con el cuerpo desmadejado del tendero, y a los pocos segundos Adam estaba sentado a horcajadas sobre el barbudo, agarrándole del cuello con una mano y atizándole con la otra feroces puñetazos en la sien. Un policía salido de repente de no se sabía dónde sujetó al  gigoló por los hombros. 

—¡Quieto! ¡Quieto! 

Adam se detuvo, el rostro todo manchado de sangre, con ese gesto ausente y aturdido de quien sale de una vorágine de violencia. El asaltante había perdido el sentido. La china chillaba y lloraba con un balbuceo de palabras incomprensibles mientras intentaba taponar con la mano el tajo que su marido mostraba en la garganta. Aparecieron más policías, un revoloteo de curiosos, coches de luces parpadeantes y al  poco un SAMUR: menos mal que estaban en pleno centro. Se llevaron a la víctima y al agresor, que ya había vuelto en sí, en dos ambulancias diferentes. La china se fue con su marido; necesitaban a un traductor para poder tomarle declaración. Adam y Soledad relataron a la policía lo sucedido. Costaba ordenar el vértigo de los hechos, poner las palabras.

 —Conocemos bien a ese mierda. Es  un  yonqui. Peligroso cuando está con el mono. Asaltó hace unos años una farmacia en la calle Arenal. Lo hemos detenido ya un par de veces, pero ya ven, enseguida los ponen en la calle —gruñó el que debía de estar al mando—. Aunque esta vez quizá lo tenga más difícil. Porque la herida del chino me parece muy fea. 

Soledad miró con incredulidad el charco negro de sangre en el suelo.

 Le castañetearon los dientes.

 —¿Vive usted en la calle del Espejo, 12, 4.º B? —confirmó el agente que estaba copiando los datos de sus documentos de identidad.

 Vaya. Y ella que no quería que se enterara el escort.

 —Sí. —Y usted… Adam Gelman… ¿En Virgen de Lourdes, 26, 1.º F?

 —Sí. —Muy bien. Pues ya está todo. Tengan —dijo el policía devolviéndoles los carnets—. Mañana tienen que ir ustedes a ratificar la declaración a la comisaría de Centro, en la calle Leganitos, 19. A cualquier hora a lo largo de la mañana, por favor.

 —Está bien.

 Los coches centelleantes empezaron a irse, aunque algunos vecinos seguían comentando el asunto en corrillos. Soledad advirtió que estaba temblando. Hacía frío. En la calle y en las tripas. Miró a Adam: tenía un aspecto terrible, todo cubierto de sangre. De repente sintió miedo y un desconsuelo infinito. Le resultaba angustiosa la idea de caminar en la noche oscura hasta su portal. 

—Estás todo manchado. Sube a casa, si quieres. Es aquí al lado. Podrás lavarte. Prepararé un café. O mejor una tila. O mejor un coñac.

 El gigoló asintió con la cabeza. Echaron a andar hacia Espejo. En ParaComplacerALaMujer.com advertían repetidas veces que era mejor no recibir en casa a los «acompañantes» —siempre empleaban ese eufemismo—, sino utilizar un hotel para los encuentros. Y allí estaba ella, Soledad, metiendo a ese chico en su piso. Claro que, de todas formas, el escort ya sabía dónde vivía. O sea que daba igual. 

En el ascensor, Adam se tocó el puño con gesto de dolor. Tenía los nudillos enrojecidos, hinchados, tumefactos. Esa mano martillo cayendo sobre la sien del tipo una y otra vez. Si el policía no lo hubiera detenido, podría haberlo matado. Soledad no le criticaba, al contrario, todo había sido tan rápido, tan violento, y el asaltante daba tanto miedo. Adam había sido muy valiente. Pero, por otra parte, ¿quién le mandó lanzarse contra el hombre? El tipo sólo quería huir. Y además llevaba una navaja. El suceso entero le producía náuseas.

—Tienes la mano fatal. Lo mismo te has roto algún hueso. A lo mejor deberíamos ir a urgencias.

 —No. No es nada.

 —Te pondré hielo. 

Mientras el chico se lavaba, Soledad preparó tila y llevó a la sala una botella de coñac y otra de whisky. 

Se sirvió uno sin hielo para ella con pulso tembloroso y puso música. Ludovico Einaudi. Un piano limpio y tranquilizador. Ah, si ella pudiera ordenar el mundo, el caótico, abigarrado y aterrador mundo, de la misma manera que ordenaba sus exposiciones.

 Adam salió del baño sin haber mejorado mucho. Con la limpieza de la cara y el cuello, las magulladuras habían quedado al descubierto. Tenía un feo golpe en un pómulo que probablemente se hincharía, y un corte superficial bajo la oreja izquierda. 

—He tirado la corbata en tu basurero… En el cubo del baño… Está tan manchada que creo que está beyond repair. Que no tiene arreglo… Buf, ahora ya no me sale ni el español…

 Se había quitado la chaqueta y llevaba la camisa medio abierta, aún teñida de sangre. Le sirvió una tila y le dio a escoger entre coñac y whisky. El escort se llenó media copa del primero y lo apuró de un trago. 

—No te preocupes, hablas muy bien nuestro idioma. ¿De dónde eres? 

—Soy ruso. Pero llevo ocho años en España. 

—¿Ruso? Pues en la página de la agencia no mencionabas esa lengua… Sólo español, francés e inglés… 

—Es que, si pones ruso, las clientas se asustan. La gente nos tiene miedo a los rusos. 

—Pues a mí me lo acabas de confesar.

 Adam sonrió. De nuevo ese gesto adorable y aniñado, irresistible.

 —¡Después de lo que hemos pasado juntos! Además, está claro que tú eres una mujer de mundo. Tú sabes más que esos estereotipos. 

—Vaya. Gracias. 

Era halagador, pero lo cierto era que a ella también le daban un poco de miedo los rusos. Se preguntó si le hubiera escogido de saber su procedencia. 

—Espera un momento. Voy a traer hielo para esos golpes.

 Fue a la cocina, un poco mareada por el whisky, por la adrenalina del susto y por la presencia embriagadora de Adam. ¿Qué edad decía que tenía? ¿Treinta y dos? Sacó del congelador dos bolsas de gel que a veces utilizaba contra las migrañas y las envolvió con los paños de secar los cacharros. Regresó a la sala. La belleza del chico la impactó, como si no la hubiera visto en todo su esplendor hasta ahora. Se puso nerviosa. 

—Toma, sujétate esto contra la mejilla con la mano buena y dame la otra. 

El contacto con su piel le erizó el vello. Tenía una mano preciosa, incluso magullada. Le colocó la bolsa de gel alrededor de los nudillos con cuidado. Con tanto  cuidado, de hecho, que sus movimientos parecían caricias. Cuando terminó de atar el paño levantó la cabeza: Adam la miraba con tal intensidad que parecía querer verle el interior del cráneo. 

—Estás loco. Mira que lanzarte sobre él. ¡Llevaba una navaja! Podría haberte matado. Pero está muy bien que lo hayan cogido. Eres muy valiente. Y sabes pelear.

 Qué reflejos tan buenos. Me has dejado admirada —dijo, aturullada.

 El hombre suspiró y depositó sobre el sofá la bolsa que se había estado poniendo en la cara. El pómulo herido le hacía más atractivo. A muchas mujeres les gustan los héroes un poco rotos. 

—Soy de Niagan. Una pequeña ciudad en los Urales. Hace cincuenta años era un centro matadero. Imagínatelo. Ahora viven del petróleo y del gas. Bueno, en realidad soy de Janty, un pueblo al lado de Niagan. Ahí está el orfanato en el que me crié. Hay por ahí cientos de niños que nos llamamos Gelman, como el judío ucraniano que dirigía ese sitio. Era un lugar muy pobre. Como no había gente suficiente para cuidarnos, colgaban los biberones de un… ¿Cómo se llama? De una cuerda, no, ¡de un muelle!, eso, los colgaban de un muelle encima de nuestras cunas. Tenías que conseguir agarrarlo y metértelo en la boca o te morías. Así que no había más remedio que aprender a sobrevivir y desarrollar buenos reflejos. 

—Suena terrible —musitó Soledad, sobrecogida. 

—Sí. Supongo. Pero de niño, sabes, cuando no has conocido otra cosa, te crees que el mundo es así. No te parece tan terrible. 

Estaban muy cerca. Soledad se había sentado en el sofá, junto a él, para colocarle la bolsa en la mano. Podía olerle. Un tufo metálico a sangre y, por debajo, el poderoso aroma de su carne. Un olor caliente, almizclado, masculino. Le miró sintiéndose pequeña y perdida. Esos ojos color caramelo ardiendo bajo las gruesas cejas, esa melena negra nimbando su rostro de piel blanca. Le deseaba, pero no debía. Se sentía caer fatalmente hacia él, pero era una locura. Y, sin embargo, podía. Era un gigoló, maldita sea. No tenía ni que preguntarse si él estaría dispuesto. Bastaba con que se inclinara y le comiera la boca. Sin embargo, Soledad era incapaz de moverse. Estaba paralizada. Abrasándose y convertida en piedra.

 Entonces Adam alargó la mano y le pasó el canto del dedo índice por la mejilla. 

De arriba abajo, muy despacio. Después acarició con el pulgar sus labios y los entreabrió y metió el dedo dentro. El cuerpo de Soledad perdió el esqueleto de repente, toda ella se ablandó, se licuó, se deshizo. Ni un solo hueso le quedaba. El gigoló agarró su nuca con la mano abierta, esa mano que sujetaba poderosamente la cabeza de la mujer, y la atrajo hacia sí. Muy cerca ya, a punto de caer en su boca, Soledad se detuvo. 

—¿Por qué me has contado lo del orfanato? 

—¿Y por qué no?

 No era la respuesta que esperaba. Ella, estúpida, quería también una caricia en el alma, no sólo en la cara. Quería que le dijera: porque te he sentido muy cerca. No era  la respuesta adecuada, pero las compuertas ya estaban abiertas, la inundación era imparable. Probó la lengua y la saliva de Adam y sintió vértigo. Y empezó a desnudarlo con lentitud, a quitarle poco a poco la ropa ensangrentada, como en un bárbaro ritual de iniciación, una liturgia primitiva de muerte y de gozo, de sacrificio y de  sexo.

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