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domingo, 21 de agosto de 2022

Lectura del tercer capítulo de Rosario Tijeras 19/08/2022

 

TRES


 Un vecino de más arriba, casi donde termina el barrio, fue la primera víctima de Rosario Tijeras. Por él le pusieron el apodo y con él aprendió que podía defenderse sola, sin la ayuda de Johnefe o Ferney. Con él aprendió que la vida tenía su lado oscuro, y que ése le había tocado a ella. —Ese día había bajado al centro a comprarme unos trapos con un billetico que me dio Johnefe. Gloria me acompañó a hacer las vueltas, y ya de regreso, como ella vivía más abajito, se quedó primero y yo seguí sola. Una oía muchas historias, pero a mí nunca me dio miedo andar por esas calles, nunca pensé que se metieran conmigo siendo hermana de Johnefe.


 Pero ya casi llegando me salieron dos tipos de arriba, eran del combo de Mario Malo, un tipo al que todos le corrían, menos Johnefe, por eso pensé que ni ellos se meterían conmigo, pero esa noche se metieron. Estaba muy oscuro y yo no reconocí sino a uno, al que le dicen Cachi, al otro no lo vi bien. Los dos me arrastraron hasta una zanja mientras yo gritaba y pataleaba, pero vos sabés que por allá mientras más grite uno, la gente más se asusta y más se encierra. La cosa fue que me volvieron el vestido mierda y después me volvieron mierda a mí. El otro me tenía y me tapaba la boca mientras el Cachi hacía lo que hacía. Cuando le tocó el turno al otro, pude gritar porque me soltó para acomodarse, y una gente me oyó y después se asomaron, pero este par de maricas salieron corriendo por la cañada. Ya te podés imaginar cómo llegué a donde mi hermano, estaba vuelta nada y llorando como una loca, pero más loco se puso él cuando me vio, me preguntó qué me había pasado, quién me había hecho eso para matar a ese hijueputa, pero yo no le decía nada, yo sabía que era la gente de Mario Malo, y que si yo hablaba se iba a formar la guerra más tenaz y que ellos eran muy capaces de matar a Johnefe, pero él insistía, me decía que si no le contaba me mataba, y yo le dije que entonces me matara porque yo no los había visto, que a lo mejor era gente de otro lado.


 Rosario interrumpió su historia, se quedó mirando un punto fijo de la mesa; yo miré para otro lado porque no sabía para dónde mirar, después vi que encogió los hombros y me sonrió. —¿Y entonces? –me atreví a preguntar. —¿Entonces? Nada. Quedé vuelta mierda mucho tiempo; además, Johnefe no me hablaba, estaba furioso porque yo no le conté quiénes habían sido, pero yo no quería que le pasara algo a él, ya con lo mío era suficiente. Pero lo que Johnefe nunca supo fue que después me pude desquitar. Imaginate que como a los seis meses, un día en que fui a visitar a doña Rubi, me encontré por la calle con el Cachi. Casi me muero del susto, pero parece que no me reconoció. Lo que yo creo es que él no me vio bien la cara esa noche, porque yo sé que esa gente queda muy tocada cuando se meten con uno porque piensan que uno los va a sapear o les va a ajustar cuentas, pero éste, sabés lo que hizo, se puso a coquetearme y a decirme güevonadas.


 Qué tal, ¿ah? —¿Y entonces? —¿Entonces? Pues que cada vez que iba a donde doña Rubi me lo encontraba, y fue hasta que le perdí el miedo, hasta que decidí que ese tipo me las tenía que pagar, entonces yo le seguí el jueguito de las risitas y el coqueteo hasta ponerlo bien contento, y al tiempo, como al mes, un día que no encontré a doña Rubi, le dije que pasara, que entrara que mi mamá no estaba, y no te imaginás cómo se le abrieron los ojos, y claro, yo ya sabía lo que iba a hacer, entonces lo entré al cuarto que era mío, le puse musiquita, me dejé dar besitos, me dejé tocar por donde antes me había maltratado, le dije que se quitara la ropita y que se acostara juicioso al lado mío, y yo lo empecé a sobar por allá abajo, y él cerraba los ojos diciendo que no lo podía creer, que qué delicia, y en una de esas saqué las tijeras de doña Rubi que yo había metido debajo de la almohada y, ¡taque!, le mandé un tijeretazo en todas las güevas. —¡No! –exclamé. —Sí, imaginate. El tipo empezó a gritar como un loco, y yo más duro le gritaba que se acordara de la noche de la cañada, que me mirara bien para que no se le fuera a olvidar mi cara y empecé a chuzarlo por todas partes, y el tipo desangrándose salió corriendo, sin güevas y sin ropa, y la gente de la calle apenas miraba. —¿Y entonces? —¿Entonces? No lo volví a ver, ni a saber de él; además, doña Rubi se puso histérica con el sangrerío que le dejé en la casa y me dijo que no me quería volver a ver por allá. —Y a todas estas, ¿cuántos años tenías, Rosario? –le pregunté. —Acababa de cumplir trece años, eso nunca se me va a olvidar. 


Cada vez que Rosario contaba una historia, era como si la viviera de nuevo. Con la misma intensidad abría sus ojazos para asombrarse como antes o manoteaba con la ansiedad de un hecho recién ocurrido y volvía a traer el odio, el amor o el sentimiento de entonces, acompañado con un sonrisa o, como la mayoría de las veces, de una lágrima. Rosario podía contar mil historias y todas parecían distintas, pero a la hora de un balance, la historia era sólo una, la de Rosario buscando infructuosamente ganarle a la vida. —¿Ganarle qué? –me preguntó a propósito Emilio, que no sabía mucho de estas cosas. Ganarle simplemente, doblegarla, tenerla a sus pies como a un contendor humillado, o al menos engañarse, como estamos todos los que creemos que la cuestión se resuelve con una profesión, una esposa, una casa segura y unos hijos. La pelea de Rosario no es tan simple, tiene raíces muy profundas, de mucho tiempo atrás, de generaciones anteriores; a ella la vida le pesa lo que pesa este país, sus genes arrastran con una raza de hidalgos e hijueputas que a punta de machete le abrieron camino a la vida, todavía lo siguen haciendo; con el machete comieron, trabajaron, se afeitaron, mataron y arreglaron las diferencias con sus mujeres. Hoy el machete es un trabuco, una nueve milímetros, un changón. Cambió el arma pero no su uso. El cuento también cambió, se puso pavoroso, y del orgullo pasamos a la vergüenza, sin entender qué, cómo y cuándo pasó todo. No sabemos lo larga que es nuestra historia pero sentimos su peso. Y Rosario lo ha soportado desde siempre, por eso el día en que nació no llegó cargando pan, sino que traía la desgracia bajo el brazo. —Quiubo, ¿qué se ha sabido? –me preguntó Emilio apenas contestó el teléfono. —Nada. Siguen con ella ahí adentro. —Pero qué, ¿qué dicen? —No dicen nada, nadie sabe nada. —Entonces ¿para qué me llamaste? –dijo ofuscado—. Llamame cuando sepás algo. Estoy preocupado, hermano. —¿Qué horas serán? –le pregunté. —Ni idea –dijo—. Deben ser como las cuatro y media. Johnefe pensó que a Rosario la habían embarazado con la violación. Vio cómo se fue engordando pero las cuentas no le daban. La obligó a ir al centro de salud para que lo sacaran de dudas, a pesar de que ella insistía en que no había embarazo alguno. —Más te vale –le decía él—, porque en esta casa no vamos a criar hijueputicas. 


Lo que no notó Johnefe es que Rosario podía vaciar la nevera en un día. Ella se las ingeniaba para que nadie lo notara. Volvía a colocar adentro los empaques vacíos de lo que ya se había devorado, reponía lo que se comía con lo que le fiaban en la tienda de la esquina, si es que no se lo engullía antes en el trayecto a su casa. Pero fue precisamente la cuenta del tendero la que sacó a Johnefe de dudas y de paso delató a Rosario. —A ver, explicame –le dijo con la cuenta en la mano-: cinco libras de tocineta, tres de azúcar, dos litros de helado, una torta, veintitrés chocolatinas, ¿a qué horas puede uno comerse veintitrés chocolatinas?, seis docenas de huevos, ocho libras de carne, doce litros de leche, y aquí solamente comemos yo, vos y Deisy, y esta cuenta es de este mes, solamente de este mes, haceme el favor y me explicás. —¿Qué querés que te explique? –le contestó desafiante—. Me la comí toda, y si vas a chillar por esa puta cuenta yo la pago. —Pues si a leguas se nota que te comiste todo. ¿Y vos estás pensando que yo salgo a quebrarme el culo para que vos te quedés aquí sin hacer nada engordándote como una vaca mientras a mí me toca arriesgar el pellejo poner la cara frentear la vida conseguirme el billete para que vos vivás acá de arrimada y como una reina? —Pues si te choca tanto –siguió Rosario con el mismo tono—, me devuelvo para donde mi mamá. —Vos sabés que doña Rubi no te quiere ni ver. Yo no sé vos qué hiciste por allá, pero como que le dejaste la casa vuelta mierda, ¿qué fue lo que hiciste, Rosario?, porque ese cuentico de la menstruación no se lo cree nadie, porque si es verdad, vos entonces te estás muriendo. Y no te pongás a llorar, no llorés, y vos tampoco Deisy, vea pues ¿por qué será que todas las mujeres se ponen a llorar cuando uno les habla? —Yo no estoy llorando –dijo Rosario llorando. —Yo tampoco –dijo Deisy, ahogada en lágrimas. Rosario casi siempre lloraba por rabia, pocas veces la vi hacerlo por tristeza. Lo cierto es que no era adicta llanto, sólo recurría a él en situaciones extremas, y ver a su hermano, el amor de su vida, enfadado con ella, era una de esas situaciones. —Por él siempre volvía a adelgazar –dijo recordándolo—. No le gustaba verme gorda, me encendía a cantaleta cuando me veía pasada de kilos.


 Además, cuando me veía inflada, le daba por averiguar en qué andaba yo por esos días. No le gustaba que me metiera en líos. Varias veces me tocó verla gorda, las mismas veces que se metía en un problema de gran tamaño, las tantas veces que sincronizó un beso con un balazo. —¡Yo no entiendo esa manía tuya de besar a los muertos! –le decía Emilio iracundo. —¿Cuáles muertos? –respondía ella—. Yo los beso antes de que se mueran. —Da lo mismo, pero qué tienen que ver los besos con la muerte. Emilio aprendió a hablar de la muerte con la misma naturalidad con que ella mataba. En su afán por seguirla, se fue metiendo poco a poco en el mundo extraño de Rosario y cuando se dio cuenta de hasta dónde había llegado, ya estaba hasta el cuello de vicios, deudas y problemas. Por tenerla había robado con ella, y yo me volví un acompañante ocasional de su caída. —Siento lástima por ellos –nos explicó Rosario—. Creo que se merecen al menos un beso antes de irse. —Y si te da lástima, ¿por qué los matás? –pregunté de metido. —Porque toca. Vos lo sabés. Yo no sabía nada. Me metí con ellos porque los quería, porque no podía vivir sin Emilio y Rosario, y porque a esa edad quería sentir más la vida, y con ellos tenía garantizada la aventura. Ahora no entiendo cómo tuve el coraje de acompañarlos, fue como cuando uno cierra los ojos para lanzarse a una piscina fría. —¿Vos qué opinás? –me preguntaba siempre Emilio. —¿Qué opino de qué? –le respondía yo siempre, sabiendo hacia dónde iba la conversación. —De Rosario, de todo esto. —Ya no nos ganamos nada con opinar –le decía—. Ya nos tragó la tierra. La primera sin salida fue a los pocos meses, en la discoteca donde la conocimos. Ya Emilio era el parejo oficial de Rosario y no le importaba mostrarla por todas partes, estaba pleno, la exhibía como si fuera una de las de Mónaco, ignoraba lo que decían de ella y de su origen, yo siempre los acompañaba. Tampoco le importaban las amenazas de Ferney y su combo, a él por habérsela quitado y a ella por haberse regalado. Esa noche, uno de ellos le hizo a Rosario el reclamo en los baños: —Vos sos una regalada –le dijo el tipo. —No me jodás, Pato, no te metás en esto –le advirtió ella—. ¿Querés un pase? Parece ser que cuando ella abrió el paquetico, él se lo sopló en la cara y ella se llenó de ira. Se limpió los ojos que le ardían y vio que el hombre seguía ahí. —Esto no se va a perder, Patico –le dijo ella—. Lameme la cara y después me das un besito en la boca, con lengua. El Patico no entendió la actitud de Rosario, pero para resarcirse le obedeció.


 A medida que la lamía por las mejillas, por la nariz y por los párpados, iba dejando un camino húmedo entre el polvo blanco. Después, como ella se lo había ordenado, llegó a la boca, sacó la lengua y le pasó el sabor amargo a Rosario; ella mientras tanto había sacado el fierro de su cartera, se lo puso a él en la barriga, y cuando se le hubo chupado toda la lengua, disparó. —A mí me respetás, Patico –fue lo último que el tipo oyó. Guardó la pistola y llegó tranquila hasta la mesa—. Vámonos – dijo—. Ya me aburrí. En medio del carrerón yo sentí que pasaban balas por los lados. Rosario se armó de nuevo y comenzó a disparar para atrás. La gente salió despavorida en una confusión de gritos y de histeria. No sé cómo llegamos al carro, no sé cómo logramos salir del parqueadero, no sé cómo estamos vivos. Cuando llegamos a la casa, Rosario nos contó todo. —¡¿Vos qué?! –le preguntó Emilio sin poderlo creer. Sí, ella lo había matado en nuestras narices, lo admitía y no se avergonzaba. Nos dijo que ése no era el primero y que seguramente no sería el último. —Porque todo el que me faltonea las paga así. No lo podíamos creer, lloramos del susto y del asombro. Emilio se desesperó como si él fuera el asesino, agarró los muebles a patadas, lloriqueaba y le daba puños a las puertas. Más que afectarlo el crimen, lo que lo tenía fuera de sí era darse cuenta de que Rosario no era un sueño, sino una realidad. Claro que él no fue el único decepcionado. —¡Estoy hecha! –nos dijo ella—. Andando con semejante par de maricas. Esa noche pensé que hasta ahí habíamos llegado con Rosario.


 Me equivoqué. No sé cómo logró que no le cobraran el muerto, y nosotros nunca supimos en qué momento descartamos el sueño y nos volvimos parte de la pesadilla.

Fotos sesión del club de lectura colonista viernes 19/08/2022

 






















miércoles, 17 de agosto de 2022

Poemas Leídos 11/08/2022 Poema Mi Reina. Autor: César Eucario Rodríguez dedicado a su esposa Diana

                           Para   mi   amor    Diana  

                                     

 Mi    Reina  


Mi  reina  eres  tú,  mujer  hermosa,

Cual  flor  perfumada de rosa.

Mi  reina  eres   tú  paloma  mensajera,

como  pluma  de  ave  suave  y   ligera.


Mi  reina  eres  tú   mi  dulce  compañera,

que  cuando  me  mira  todo  lo   vuelve  primavera

Mi   reina  eres  tú ,  elegante  y   fina  diosa,

como  Domingo  en   experiencia  religiosa.


Mi  reina  eres  tú,  melodiosa  y  hechicera,

que  por  tu  amor  iría  hasta  la   hoguera.


Mi  reina  eres  tú,  frágil   y   tierna, 

con   corazón   valiente  y   sonrisa  sincera.


Mi  reina  eres  tú  preciosa  princesa,

vestida  de  amor  de  los  pies  a  la  cabeza.

Mi  reina  eres  tú,  cual  sol  de  verano,

pues   a    tu   lado  dejo  de  ser   humano.



Con   todo  mi  corazón   Cesar   Rodríguez  



domingo, 14 de agosto de 2022

Lectura del segundo capítulo de Rosario Tijeras de Jorge Franco Ramos

 DOS

 Desde que Rosario conoció la vida no ha dejado de pelear con ella. Unas veces gana Rosario, otras su rival, a veces empatan, pero si uno le fuera a apostar a la contienda, con los ojos cerrados vería el final: Rosario va a perder. Ella seguramente me diría, como me dijo siempre, que la vida nos gana a todos, que termina matándonos de cualquier forma, y yo, seguramente, tendría que decirle que sí, que tiene razón, pero que una cosa es perder la pelea por puntos y otra muy distinta es perderla por «nocaut». Cuanto más temprano conozca uno el sexo, más posibilidades tiene de que le vaya mal en la vida. Por eso insisto en que Rosario nació perdiendo, porque la violaron antes de tiempo, a los ocho años, cuando uno ni siquiera se imagina para qué sirve lo que le cuelga.


 Ella no sabía que podían herirla por ahí, por el sitio que en el colegio le pedían que cuidara y se enjabonara todos los días, pero fue precisamente por ahí, por donde más duele, que uno de los tantos que vivieron con su madre, una noche le tapó la boca, se le trepó encima, le abrió las piernitas y le incrustó el primer dolor que Rosario sintió en su vida. 


 —Ocho añitos no más –recordó con rabia—. Eso no se me va a olvidar nunca. Parece que esa noche no fue la única, al tipo le quedó gustando su infamia. Y según me contó Rosario, incluso después de que doña Rubi cambiara de hombre, la siguió buscando, en la casa, en el colegio, en el paradero del bus, hasta que no aguantó más y le contó todo a su hermano, el único que parece que de verdad la quería. —Johnefe se encargó de todo, calladito la boca –dijo Rosario—. El que me contó fue un amigo suyo, después de que me lo mataron. —¿Y al tipo qué le hicieron? —A ése... lo dejaron sin con qué seguir jodiendo. Aunque al hombre lo dejaron sin su arma malvada, a ella nunca se le quitó el dolor, más bien le cambió de sitio cuando se le subió para el alma. —Ocho añitos –repitió— Qué putería. 

Doña Rubi no quiso creer la historia cuando Johnefe se la contó iracundo. Tenía la manía de defender a los hombres que ya no estaban con ella, y de atacar al de turno. La consabida manía de las mujeres de querer al hombre que no se tiene. —Ésos son cuentos de la niña, que ya tiene imaginación de grande –dijo doña Rubi.

 —La que la tiene grande es usted, mamá –le replicó Johnefe furioso—. Y no estoy hablando de la imaginación. Él quería a Rosario porque era su única hermana de verdad, «hijos del mismo papá y de la misma mamá», eso afirmaba la madre. Lo que les parecía extraño era que se llevaban muchos años, y no se conocía hombre que le durara tanto tiempo a la señora. Pero a pesar de las sospechas a la única que admitió y llamó como hermana fue a Rosario, los demás fueron simplemente «los niños de doña Rubi». —¿Cuántos hermanos tenés, Rosario? –le pregunté por casualidad. —¡Jum! Ya ni sé cuántos seremos –dijo—, porque después de que me fui supe que doña Rubi siguió teniendo niñitos. Como si tuviera con qué sostenerlos. Rosario se fue de su casa a los once años. Inició una larga correría que nunca le permitió estar más de un año en un mismo sitio. Johnefe fue el primero que la recibió. La habían echado del último colegio donde se arriesgaron a recibirla a pesar de la historia del «rayón» y de otras cuantas faltas similares, pero esta última –secuestrar toda una mañana a una profesora y cortarle el pelo a tijeretazos locos— no tuvo perdón sino, más bien, nuevas amenazas de enviarla a una correccional. —Pues si en la cárcel no te reciben –le dijo doña Rubi, fuera de sí—, en esta casa tampoco. Te largás ya mismo. Rosario se refugió feliz y dichosa donde su hermano. Nadie dudaba que lo quería más que a su mamá, y más que a nadie en el mundo. —Más que a Ferney, inclusive –decía orgullosa. Ferney era amigo de Johnefe, parceros y compañeros de combo. Tenían la misma edad, unos cinco años mayores que Rosario. Ella lo quiso desde siempre, desde que lo vio entendió que Ferney era un hermano con el que se podía pecar. —Nunca me imaginé que yo fuera a tener un rival de las comunas –decía Emilio. —

Te van a matar –le advertíamos inútilmente. —Primero lo matan a él. Ya verán. Cuando Emilio conoció a Rosario, ella ya no estaba con Ferney. Hacía tiempo que había abandonado sus barrios y su gente. Los duros de los duros la habían instalado en un apartamento lujoso, por cierto muy cerca del nuestro, le dieron carro, cuenta corriente y todo lo que se le antojara. Sin embargo, Ferney seguía siendo su ángel de la guarda, su amante clandestino, su servidor incondicional, el reemplazo de su hermano muerto. Ferney también se volvió el dolor de cabeza de Emilio, y éste, la piedra en el zapato de Ferney. Aunque se vieron muy pocas veces, entablaron una enemistad de la cual Rosario fue la mensajera. Ella era quien llevaba los recados del odio mutuo. —Decile a ese hijueputa que se cuide –le mandaba decir Ferney. 


 —Decile a ese hijueputa que ya me estoy cuidando –le mandaba a decir Emilio. 


—¡Y por qué no se matan de una vez y me dejan a mí tranquila! –les decía Rosario—. Me tienen hasta acá con el lleve y traiga. Rosario se quejaba pero en realidad siempre le gustó el duelo. En cierta forma, ella fue quien más lo propició, era la que más llevaba y traía, y respaldada por sus mentiras, le encantaba enredar la pugna. Cuando por fin mataron a Ferney, pensamos que Rosario se iba a resentir con nosotros, especialmente con Emilio, que sentía un rencor muy fuerte por él, pero no, no fue así, uno nunca sabía qué esperar de Rosario. 


 —La policía lo está buscando –me dijo de pronto una enfermera. —¿A mí? –le contesté, todavía pensando en Ferney. —¿No trajo usted a la mujer del balazo? —¿A Rosario? Sí, fui yo. —Pues salga que quieren hablar con usted. Afuera había por lo menos una docena de tombos. Por un instante pensé que nos habían montado todo un operativo, como los de las buenas épocas en que me dio por acompañar a Emilio y a Rosario en sus locuras. 


—No se asuste –me dijo la enfermera al verme la cara—. Los fines de semana hay más policías que médicos. Me señaló a los que estaban encargados de nuestro caso: un par de oficiales opacos, como sus caras, como sus uniformes. Con la displicencia que aprendieron sueltan su interrogatorio como si yo fuera el criminal y no ellos. Que por qué la mató, con qué le disparó, quién era la muerta, qué parentesco o relación tenía conmigo, dónde estaba el arma asesina, dónde estaban mis cómplices, que si estaba borracho, que quedaba detenido, que los acompañara por sospechoso.


 —Yo no he matada a nadie, tampoco he disparado, muerta no hay porque todavía está viva, se llama Rosario y es amiga mía, no tengo arma y mucho menos asesina, no tengo cómplices porque el que disparó fue otro, ya no estoy borracho porque con el susto se me bajaron los tragos, y en lugar de estar preguntándome carajadas y buscando donde no es, deberían dedicarse a coger al que nos metió en esto –les dije. Di media vuelta sin importarme lo que pudieran hacer.


 Me gritaron que no me fuera creyendo tan machito, que más tarde nos veríamos otra vez, y volví a mi rincón penumbroso, más cerca de ella. —Rosario –no me cansaba de repetir—, Rosario.

 He tenido que luchar con la memoria para recordar cuándo y dónde la habíamos visto por primera vez. La fecha exacta no la ubico, tal vez hace seis años, pero el lugar sí.

 Fue en Acuarius, viernes o sábado, los días que nunca faltábamos. La discoteca fue uno de esos tantos sitios que acercaron a los de abajo que comenzaban a subir, y a los de arriba que comenzábamos a bajar.

 Ellos ya tenían plata para gastar en los sitios donde nosotros pagábamos a crédito, ya hacían negocios con los nuestros, en lo económico ahora estábamos a la par, se ponían nuestra misma ropa, andaban en carros mejores, tenían más droga y nos invitaban a meter –ése fue su mejor gancho—, eran arraigados, temerarios, se hacían respetar, eran lo que nosotros no fuimos pero en el fondo siempre quisimos ser. 

Les veíamos sus armas encartuchadas en sus braguetas, aumentándoles el bulto, mostrándonos de mil formas que eran más hombres que nosotros, más berracos.

 Les coqueteaban a nuestras mujeres y nos exhibían las suyas. Mujeres desinhibidas, tan resueltas como ellos, incondicionales en la entrega, calientes, mestizas, de piernas duras de tanto subir las lomas de sus barrios, más de esta tierra que las nuestras, más complacientes y menos jodonas.

 Entre ellas estaba Rosario. —Cómo fue que te enamoraste de ella –le pregunté a Emilio. —Apenas la vi, quedé listo. —Yo sé que cuando la viste te gustó, pero yo me refiero a lo otro, a enamorarse, ¿si me entendés? Emilio se quedó pensativo, no sé si tratando de entender lo que yo le decía o buscando ese momento cuando uno ya no se puede echar para atrás. —Ya me acuerdo –dijo—.

 Una noche después de rumbear, Rosario me dijo que tenía hambre y fuimos a comer perros calientes, por ahí, en uno de esos carritos de la calle, y ¿sabés lo que me pidió?: perro caliente sin salchicha. 

 —¿Y? –No se me ocurrió qué más preguntar. —Cómo que «¿y?».

 Cualquiera se enamora con eso. Yo no sé si un perro caliente sin salchicha lo puede hacer perder a uno, pero de lo que sí estoy seguro es de que Rosario ofrece mil razones para enamorarse de ella. La mía no la puedo especificar, no hubo una particular que me hiciera adorarla, creo que fueron las mil juntas. —¿A vos te gusta Rosario? –me preguntó Emilio.


 —¿A mí? Vos estás loco –le mentí. —Te ponés contento cuando estás con ella. —Eso no quiere decir nada –volví a mentir—. Me cae muy bien, somos muy buenos amigos. 


Eso es todo. —¿Y de qué hablan todo el día? –preguntó Emilio con un tonito que no me gustó. —De nada. —¿De nada? –volvió a preguntar subiendo el tonito.

 —Pues hombre, de cosas, ¿sí?, hablamos de todo un poquito. —Me parece muy raro. —¿Qué tiene de raro? –le pregunté. —Pues que conmigo no habla nada. Rosario y yo nos podíamos pasar toda una noche hablando, y no miento cuando digo que hablábamos de todo un poquito, de ella, de mí, de Emilio. Las palabras no se nos cansaban de salir, no sentíamos sueño ni hambre cuando nos dedicábamos a conversar, las horas pasaban de largo sin darnos cuenta, sin estropear nuestra conversación. Rosario hablaba mirando a los ojos, me atrapaba con ellos por más tonto que fuera el tema, me llevaba a través de su mirada oscura hasta lo más hondo de su corazón; de su mano me mostraba los pasadizos escabrosos de su vida, cada mirada y cada palabra eran un viaje que sólo hacía conmigo. —Si te contara –decía antes de contarme todo. Hablaba con los ojos, con la boca, con toda su cara, lo hacía con el alma cuando hablaba conmigo. 

Me apretaba el brazo para enfatizar algo, o me ponía su mano delgada sobre el muslo cuando lo que me contaba se complicaba. Sus historias no eran fáciles. Las mías parecían cuentos infantiles al lado de las suyas, y si en las mías Caperucita regresaba feliz con su abuelita, en las de ella, la niña se comía al lobo, al cazador y a su abuela, y Blancanieves masacraba los siete enanos

 Casi nada quedó por hablar entre Rosario y yo. 

Fueron muchos años de horas y horas entregados a nuestras historias, ella siguiendo mi voz con su mirada y yo perdiéndome en sus palabras y en sus ojos negros. Hablábamos de todo un poquito, menos de amor. —¿Es su novia? –me preguntó una enfermera ociosa. 

 —¿Quién? ¿Rosario? —La joven que trajo herida. Nunca pude saber exactamente qué tipo de relación sostuve con Rosario. Todo el mundo sabía que éramos muy amigos, tal vez más de lo normal, como decían muchos, pero nunca trascendimos más allá de lo que la gente veía. Bueno, nunca excepto una noche, esa noche, mi única noche con Rosario Tijeras. 

Por lo demás, éramos sólo dos buenos amigos que se abrieron sus vidas para mostrarse cómo eran, dos amigos que, y apenas hoy me doy cuenta, no podían vivir el uno sin el otro, y que de tanto estar juntos se volvieron imprescindibles, y que de tanto quererse como amigos, uno de ellos quiso más de la cuenta, más de lo que una amistad permite, porque para que una amistad perdure todo se admite, menos que alguno la traicione metiéndole amor.

 —Parcero –me decía Rosario—. Mi parcero. De los años que pasé junto a ella, sólo me quedaron dos dudas: la pregunta que nunca me respondió, y qué hubiera pasado con nosotros si Emilio no hubiera estado por medio. 


Ahora pienso que tal vez no hubiera pasado nada distinto, lo digo por esa manía absurda que tienen las mujeres de unirse no al hombre que quieren, sino al que les da la gana. —Vos le gustás a Rosario –insistía Emilio. —No digás güevonadas –insistía yo. —Es que es muy raro. —¿Qué es lo raro? —Que a mí no me mira como te mira a vos.

Fotos sesión Club de lectura colonista 11 de agosto de 2022










 

viernes, 5 de agosto de 2022

Acerca de Jorge Franco Ramos

 

Jorge Franco (escritor)

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Jorge Franco
Jorge Franco Ramos - 01.jpg
Jorge Franco con un ejemplar de El mundo de afuera en la Feria del Libro de Madrid 2014.
Información personal
Nombre de nacimientoJorge Franco Ramos
Nacimiento22 de febrero de 1962 (60 años)
MedellínBandera de Colombia Colombia
Nacionalidad Colombiano
Familia
CónyugeNatalia Echavarría
HijosValeria Franco Echavarría
Educación
Educado en
Información profesional
OcupaciónEscritor
Años activoaños 1990 - presente
GénerosNovelacuento
Obras notablesParaíso Travel(Libro)Rosario TijerasEl mundo de afuera
Sitio web
DistincionesHammettAlfaguara
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Jorge Franco Ramos (Medellín22 de febrero de 1962) es un escritor colombiano, conocido principalmente por su novela Rosario Tijeras, llevada al cine con el mismo nombre1​ y a la televisión como una serie de 60 capítulos2

Biografía[editar]

Jorge Franco creció rodeado de sus tres hermanas —"me ignoraban, me volvían invisible; me sentía relegado y me encerraba en mi cuarto a leer o a ver televisión"— y se fue habituando a ese universo femenino en el que rápidamente entendió que era minoría sin importancia. Los libros entraron pronto en su vida: "En mi casa no se leía mucho, pero mi mamá estaba afiliada a El Círculo de Lectores y recuerdo que en un cumpleaños me dieron una biblioteca completa de literatura juvenil con ejemplares de VerneStevenson y Salgari. Luego conocí a Enid Blyton, una escritora inglesa que publicó varios libros de aventuras llamados “Los Cinco” y tuve toda la colección. Y a los 13 años llegué a Shakespeare por mi abuelo Antonio: él me regaló Romeo y Julieta. Esa historia de amor lo cautivó. "Siempre que leía me imaginaba la película; por eso soñaba con dedicarme al cine o a la televisión: nunca pensé en escribir", confiesa.3

En la adolescencia le gustaba pasar el fin de semana con su abuelo materno, Benjamín, y pintar a su lado. Él —que en sus ratos libres pintaba acuarelas: paisajes y bodegones—, le enseñó. Del colegio reconoce haber salido despistado y en lugar de seguir una carrera artística decidió hacer como sus mejores amigos, que entraron a ingeniería de producción. "Hice un semestre y me fue fatal; el segundo semestre me lo pasé repitiendo materias. Luego estudié publicidad durante tres años y entendí que tampoco era mi mundo. Una amiga estaba en Londres y me contó que allá se podía estudiar cine. Para mí fue un gran descubrimiento y decidí irme, pero me tomó un largo tiempo hacerlo", cuenta. Fue aplazando el viaje a Inglaterra porque por esa época se aficionó al psicoanálisis, algo que le ha servido mucho en su vida, asegura. "Estuve como cinco años, yendo dos o tres veces a la semana. Me encontré, me ayudó a matar muchos fantasmas, a encontrar mis armas para enfrentar el mundo. A veces quería que mi psicoanalista me diera un consejo o una pastilla y nunca me formuló nada y rara vez me dio consejos, así que aprendí a encontrar soluciones por mí mismo".3

En la London International Film School comprendió que el cine no era para él, que es sedentario y le gusta la soledad. Cuando regresó a Colombia se inscribió en el Taller Literario de la Biblioteca Pública de Medellín, que dirigía Manuel Mejía Vallejo, un escritor al que admiraba. Finalmente, en Bogotá entra a estudiar Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana. Allí conoció a Jaime Echeverri, profesor de taller de creatividad, al que cada semana le llevaba una historia. Echeverri le dijo un día después de clases que le gustaban sus cuentos, pero que había que pulirlos, y le ofreció ir a su casa para trabajarlos. "Eso fue hace más de quince años y aún seguimos reuniéndonos una vez a la semana cada vez que tengo un nuevo proyecto. Son encuentros de no más de tres horas en los que yo leo en voz alta y él va corrigiendo en el papel", explica.3

En 1996 se decide a participar en concursos literarios: con su relato (Viaje gratis) resultó finalista del VII concurso de historias cortas Carlos Castro Saavedra y el mismo año ganó el premio Pedro Gómez Valderrama con su colección de cuentos Maldito amor.4

Su primera novela, Mala noche, apareció al año siguiente, el mismo en el que se casó con su pareja de hacía un par de años, Natalia. La fama le llegó dos años más tarde con Rosario Tijeras (1999), que, además de ganar el premio Hammett, fue adaptada al cine con la dirección del mexicano Emilio Maillé1​ y convertida en una exitosa serie de televisión2​ de 60 episodios, estrenada en Colombia a principios de 2010 en Canal RCN.5

Su siguiente novela, Paraíso Travel (2001) fue llevada también a la pantalla grande en 2008 por el colombiano Simón Brand.6​ Melodrama (2006) fue adaptada al teatro.

El éxito de Franco se ha visto consolidado con su novela El mundo de afuera, que obtuvo Premio Alfaguara de Novela 2014.

Ha publicado cuentos y artículos en diversas revistas nacionales e internacionales y fue invitado por Gabriel García Márquez a dictar con él su taller «Cómo se cuenta un cuento» en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, en Cuba.

Reside en Bogotá y su rutina, como contó en una entrevista de 2014, consiste en dedicar las mañanas a contestar correos y hacer algo de ejercicio; a las dos de la tarde llega al pequeño apartamento, pegado a los cerros de la ciudad, donde escribe; si todo sale bien y no hay ruido, trabaja hasta cinco horas; "las noches son para Valeria, su hija de ocho años" —adoptada con su esposa en la Casita de Nicolás—, "con la que todos los días se sienta a leer un cuento que ella escoge".3

Obras[editar]

Cuento
  • Maldito amor, 1996
Novelas
Otros
  • Donde se cuenta cómo me encontré con Don Quijote de la Mancha en Medellín, cuando la ciudad se llenó de gigantes inventados, 2005
En antologías
  • Se habla español: voces latinas en USAEdmundo Paz Soldán y Alberto Fuguet, eds. México, Alfaguara, 2000
  • Cuentos caníbales: antología de nuevos narradores colombianosLuz Mery Giraldo, ed. Bogotá, Alfaguara, 2002
  • Palabra de América, Barcelona, Seix Barral, 2004
  • Pequeñas resistencias 3. Antología del nuevo cuento sudamericanoJuan Carlos Chirinos, ed. Madrid, Páginas de Espuma, 2004

Premios y reconocimientos[editar]

  • Primer Premio del Concurso Nacional de Narrativa Pedro Gómez Valderrama por Maldito amor
  • Primer Premio del XIV Concurso Nacional de Novela Ciudad de Pereira por Mala noche
  • Finalista en el Premio Nacional de Novela de Colcultura con Mala noche
  • Beca Nacional de Novela del Ministerio de Cultura con Rosario Tijeras
  • Premio Internacional de Novela Dashiell Hammett 2000 por Rosario Tijeras (Gijón, España)
  • Premio Alfaguara de Novela 2014 por El mundo de afuera

Referencias[editar]

Enlaces externos[editar]