Buscar este blog

viernes, 11 de noviembre de 2022

Lectura de los capítulos decimotercero y decimocuarto de Rosario Tijeras de Jorge Franco Ramos. Noviembre 10 de 2022

 TRECE


Un poco antes de que mataran a Ferney lo vimos merodeando

por el apartamento de Rosario, pero sin atreverse a entrar.

Parqueaba su moto como a dos cuadras y después se camuflaba

en unos arbustos más cerca del edificio, pero con todo y eso lo

vimos. La primera vez pensamos que apenas viera salir a

Emilio él entraría, pero no fue así; durante los días que

siguieron se ubicó en el mismo sitio y Rosario nos contó que se

quedaba ahí hasta altas horas de la noche.

-¿Y por qué no bajás a ver qué quiere? –le sugerimos.

-¿Y por qué? –dijo ella-. Si me necesita que suba.

-Eso está muy raro –dijo Emilio.

Después decidió salir de los arbustos y se sentó en la acera

del frente. No supimos si se mostró al verse descubierto o era

parte de alguna estrategia, el caso es que llegaba muy de

mañana, antes que Rosario se despertara –que de todas

maneras no era muy temprano que digamos-, y se quedaba

hasta que ella apagara la luz de su cuarto. Se la pasaba el día

entero mirando hacia su ventana, igual a como lo hacía en la

discoteca viendo bailar a Emilio y Rosario, cuando ya

definitivamente la había perdido.

-¿Y a ese qué le pasa? –preguntaba Emilio inquieto-. ¿Se

volvió a enamorar o qué?

Más iluso Emilio, pensé. Como si uno pudiera sacarse a

Rosario del corazón y después volver a metérsela. Una vez que

uno empezaba a quererla ya la quería para siempre, o si no ¿por

qué otra razón estoy aquí en este hospital? De lo que yo sí

estaba seguro era de que sólo por amor Ferney hacía lo que

hacía, porque no existe otra razón para quedarse al sol y al agua

debajo de una ventana.

-No me gusta. No me gusta lo que está haciendo ese tipo –

insistía Emilio.

-Pero si no está haciendo nada –dije en su defensa, movido

por una complicidad explicable.


-Precisamente –dijo Emilio-. Eso es lo que no me gusta.

La que no se aguantó fue Rosario, ya estaba cansada de

sentirse vigilada, ya se sentía culpable por la situación de

Ferney; intrigada, no entendía por qué no subía si muchas veces

lo había invitado con su mano desde la ventana, por qué le

rechazaba la comida que le mandaba con el portero, por qué si

ya una vez que estaba sola le había gritado desde arriba: «¡Subí,

Ferney, no  seás  güevón!». Pero él seguía impávido, como si

fuera sordo y ciego y el hambre no lo tentara.

-Voy a bajar –dijo ella al fin.

Emilio se desencajó, empezó a manotear antes que le pudiera

salir alguna palabra, y cuando le salieron más le hubiera valido

no haber dicho nada.

-¡A él sí, claro, pero cuando yo estaba jodido por culpa tuya,

ni me llamabas, ni me visitabas, ni preguntabas por mí, pero

claro, a él sí!

-Mirá, Emilio –le dijo con una llave tan cerca de su cara que

pensé que estaba decidida a cortársela-. Mirá Emilio: a vos

nadie te jodió, vos naciste así y si me vas a hacer escenitas te

largás.

-¡Listo! –dijo él-. Si lo que querés es quedarte con ese casposo,

listo, yo me largo, pero lo que es a mí no me volvés a ver ni en

las curvas.

Antes que Emilio hubiera terminado con sus amenazas, ya el

ascensor se había cerrado con Rosario adentro. Él optó por las

escaleras y yo corrí hacia la ventana para no perderme el

desenlace. Primero salió ella y la vi cruzar la calle,

disminuyendo su paso a medida que se acercaba a Ferney.

Después salió Emilio, se montó en su carro, cerró de un portazo

y arrancó en pique. Yo abrí la ventana para escuchar pero me

pareció que no hablaron, o si se dijeron algo fue en susurros, o

mirándose, como se hablan los que se quieren. La vi sentarse

junto a él, hombro con hombro, lo vi recostar la cabeza sobre el

regazo de ella, como si llorara, y la vi a ella cubrirlo con su

cuerpo, como protegiendo a un animal pequeño de la

intemperie, los vi quedarse así mucho tiempo; entonces pensé

en lo difícil que era la vida y en la fila india de los enamorados

y en el último de esa fila, el que nadie quiere, y me pregunté si

sería Ferney o sería yo. Después vi que lo tomó de la mano, lo

ayudó a levantarse y sin soltarlo lo condujo hasta al

apartamento y seguir a la cocina, escuché ruido de platos y

cubiertos y un silencio incómodo que me hizo recordar que

donde hay tres sobra uno.

-Cómo es la vida, parcero –también recordé lo que una vez

me había dicho Rosario-. El día en que Ferney coronó su mejor

trabajo, ese día me perdió.

-Fue por ellos, ¿no cierto?

-Ajá –dijo-. Ese día los conocí.

-Todavía no me has contado cómo los conociste –le reclamé.

-Claro que te conté.

Fue cuando Johnefe y Ferney viajaron juntos a Bogotá para

hacerle un trabajo a La Oficina. A ellas las había llevado a una

finca mientras los muchachos hacían el encargo y allí quedaron

en encontrarse después. La finca era de ellos.

-Allá aparecieron como a la medianoche –me contó Rosario-.

Johnefe y Ferney ya habían llegado. Estábamos muy

enrumbados y parecía que ellos también querían celebrar.

Llegaron muy contentos, con música, pólvora, vicio, más

mujeres, en fin, vos sabés. De todas maneras muy queridos y

muy simpáticos, especialmente conmigo.

Pude imaginármelos, pude verlos dando vueltas como

gallinazos sobre la mortecina, y no es que Rosario fuera eso,

pero sentí rabia al saberlos mirándola con ganas, con la lujuria

que se refleja en sus enormes barrigas, en sus risitas malévolas,

y no me equivoqué, porque ella misma me contó lo que alcanzó

a oír.

-¿Y esa muchacha tan bonita quién es? –había dicho el más

duro de todos-. Tráiganme para acá a ese bizcochito.

Y como el «bizcochito» sabía de quién se trataba, ni corta ni

perezosa se dejó llevar, y seguramente cambió el caminado

como cuando quiere mostrarse, y seguramente lo miró como

cuando quiere algo, y le sonrió, seguramente, como me sonrió

esa noche en que quiso algo.

-¿Y Erley? –le pregunté-. ¿Qué cara puso?

-Ferney –corrigió-. No le vi la cara.

«No fuiste capaz de mirarlo, Rosario Tijeras»; no se lo dije

pero sé que fue así, porque a nosotros tampoco nos miraba

cuando se iba con ellos y porque a mí no pudo mirarme cuando

se vio desnuda conmigo al lado, sin siquiera una sábana que

nos cubriera.

-¿Y Johnefe? –volví a preguntar.

-Que la niña decida –me dijo Rosario que lo había oído decir.

Todavía no la conocía pero sé que ese día la perdimos todos.

Y hasta ella misma perdió lo que antes era y todo lo que había

sido quedó convertido solamente en el sumario de su

conciencia. A partir de ese momento su vida dio el vuelco que

la sacó de sus privaciones y la lanzó junto a nosotros, a este

lado del mundo, donde aparte de la plata no existen muchas

diferencias con el que ella dejaba.

-A partir de ese momento me cambió la vida, parcero.

-¿Para bien o para mal? –le pregunté todavía con rabia.

-Salí de pobre –me dijo-. Y eso ya es mucho cuento.

Después que Rosario subió a Ferney al apartamento, éste se

quedó ahí por lo menos una semana más. Yo me alejé un poco,

no tanto como Emilio, que se perdió del todo, pero al menos

mantuve nuestro diario contacto telefónico y una que otra

visita. No le pregunté nada, ni qué estaba pasando con Ferney,

ni por qué se había quedado con ella, no quise saber nada, ni

siquiera suponer qué estaría pasando entre ellos, si estarían

durmiendo juntos, si ella habría decidido volver con él; nada,

tampoco le reclamé, con qué derecho, si una sola noche juntos

no me dio derecho de nada. Lo que sí resultó cierto fue el

presentimiento que tuve de que Ferney estaba quemando sus

últimos cartuchos en esta vida, pero también confirmé que aquí

nadie tiene nada asegurado, y lo digo porque en una de las

visitas que le hice por esos días la salvé de una tragedia, o de un

susto, porque la mayoría de las veces sólo basta un segundo

para que el destino decida si es lo uno o lo otro. El caso es que

Rosario tenía como costumbre, aprendida de los suyos, hervir

las balas en agua bendita antes de darles un uso premeditado.

Esa vez había olvidado bajarlas del fogón, y el agua, por

supuesto, ya se había evaporado. Las encontré bailando dentro

de una olla y no sé cómo ni con qué valor me apresuré a

retirarlas y a ponerlas bajo el chorro de agua fría. Fueron un par

de segundos en los que alcancé a pensar en todo, en Rosario

entrando a la cocina y las balas alcanzándola en una loca

explosión, en mí mismo con la olla hirviendo y de pronto un

¡pum! antes de llegar al agua, en Rosario y en mí baleados

desde una estufa, tendidos sin vida en el piso de la cocina.

Llegué a donde ella con las manos ampolladas y pálido como si

la explosión hubiera sido un hecho.

-¡Rosario, mirá! –le dije con la voz apretada.

-¿Qué te pasó?

-Las balas.

-¿Cuáles balas? –preguntó, pero enseguida los proyectiles le

volvieron a la memoria-. ¡Hijueputa, las balas! –Y en una

carrera salió para la cocina sin preguntarme qué había pasado

con ellas. Seguramente se tranquilizó al verlas sumergidas en

agua hasta el borde de la olla. Cuando regresó me encontró

echado en su cama, con las manos abiertas y hacia arriba, como

si estuviera esperando a que alguien me lanzara un balón del

cielo.

-No sé dónde tengo la cabeza –dijo, sin ponerle atención a

mis manos.

-¿En qué estás metida, Rosario? –le pregunté.

-En nada, parcero. Esas balas no son para mí –dijo-. Yo te

prometí que iba a cambiar.

Después hubo un silencio y nos miramos directamente a los

ojos, yo para buscar la verdad en ellos y ella para mostrármela.

Sin embargo, a pesar de su mirada limpia, yo seguía sin

entender la presencia de esas balas en su cocina. Finalmente,

Rosario no aguantó el peso de mis ojos.

-Son para Ferney.

Cambió su gesto. Me pareció que iba a llorar. Buscó con  la

mano dónde sentarse hasta que encontró la esquina de la cama.

La oí tomar aire, se agarró una mano con la otra, como

aferrándose a una mano ajena, sólo para decirme lo que nunca

decía.

-Tengo miedo, parcero.

Yo me apoyé en los codos para incorporarme, todavía sentía

mis manos como dos brasas, todavía estiradas, pero no lo

suficiente como para sacar a Rosario de su miedo.

-¿Qué es lo que pasa, Rosario?

Vi sus dedos juguetear con el escapulario de su muñeca, la vi

mirar hacia otro lado para darse tiempo para hablar, cogiendo

fuerzas para que su voz no se quebrara, esperando a que el

corazón bajara su ritmo.

-Tengo miedo de que maten a Ferney, parcero. Lo

encochinaron y me lo quieren matar.

No pude decirle nada. Me quedé callado buscando una frase

rápida para ayudarla en su temor. No encontré palabras para

desafiar la inminencia, nada que alimentara la esperanza, ni

siquiera una mentira.

-Ferney es lo único mío que me queda.

«Tal vez lo único que te queda de tu pasado, Rosario, porque

si quisieras, yo te quedaría para siempre y no necesitarías nada

más», me dije en silencio, dolido por su exclusión. Pero tengo

que admitir que busqué reconfortarme con mi egoísmo y mis

celos, porque me era imposible evitar sentir algún alivio al

imaginármela sola, desprotegida, sin ninguno de los que

pretendieron apropiársela. Sola, únicamente conmigo como isla.

-¿Por qué estás así? –me preguntó de pronto, cambiando el

tema.

-¿Cómo que así?

-Con las manos así –explicó imitándome-, como si te fueran a

tirar un balón.

-Me quemé las manos. Con la olla.

Una carcajada le borró su tragedia, le devolvió la belleza y el

brillo en los ojos.

-A ver, yo veo –me dijo y se acercó. Me tomó las manos con

una suavidad que no parecía suya. Me las acercó a su boca y las

sopló, me las refrescó con un aire frío que me hizo pensar que

era cierto que Rosario tenía un hielo por dentro, un hielo que ni

su pasión ni su voltaje derretían y que mantenía su sangre

helada para que nunca le flaqueara la voluntad de hacer lo que

hacía.

-Vos sí  sos  güevón, parcero –dijo y me dio un beso en el

dorso de las manos-. Por eso es que te quiero.

«Por güevón». No sabía si ponerme a reír o a llorar.

«Maldita», la insulté en mi pensamiento, pero ella en cambio

siguió con mis manos entre las suyas, soplándolas sin mirarme,

regocijándose con una risita burlona que me hizo sentir más

güevón de lo que ella me había dicho. Pero después, cuando

cerró los ojos y puso mis dedos en su mejilla y comenzó a

acariciarse con ellos, a mimarse con esa suavidad que seguía

pareciéndome ajena, pensé que valía la pena seguir

sintiéndome así.



                         CATORCE


De todas maneras lo mataron. No supe cuándo se fue del

apartamento de Rosario, ni en qué estaba metido. No habíamos

vuelto a hablar de él. Nuestras vidas parecían haber retomado

su curso normal y pasamos un par de semanas más bien

tranquilos. Emilio había regresado a pedir cacao y se lo dieron,

a mí sin pedirla me sirvieron la mierdita diaria y me la comí, y a

Rosario la veíamos pensativa mientras Emilio pasaba bueno y

yo maluco. Una mañana en que habíamos amanecido en su

apartamento, llegó el periódico con la foto de Ferney en las

páginas judiciales. Yo lo vi primero, Rosario y Emilio todavía

no se habían levantado. Leí la noticia que acompañaba a la foto,

se referían a él como un peligrosísimo delincuente que había

sido dado de baja en un operativo de la policía; volví a mirar la

foto para confirmar lo leído, era él, con nombre y apellido y con

un número en su pecho para que no quedaran dudas de que era

peligroso y tenía antecedentes. Corrí hacia el cuarto de ellos

pero la sensatez me detuvo, tenía que pensar en Rosario, cómo

darle la noticia, cuál sería su reacción. Primero tendría que

hablar con Emilio, planear algo entre los dos, pero él seguía

durmiendo, pegué mi oreja a la puerta por si escuchaba algún

indicio de que ya estaban despiertos, pero nada, y el tiempo

pasaba y nada, ellos sin despertar. Cuando no me aguanté más

fui y les toqué la puerta, Emilio contestó con una palabra a

medio decir.

-Emilio –dije desde afuera-: te necesitan al teléfono.

Apenas hablé corrí hasta la sala y levanté la extensión, justo a

tiempo de que Emilio colgara al no haber nadie en la línea, lo

cogí en su último «aló».

-¡Emilio! –le dije ensordeciendo mi voz-. Salí que necesito

que hablemos.

-¿Y dónde estás? –dijo casi dormido.

-¡Aquí, güevón! –El tono del teléfono no me dejaba hablar-.

Pero no digás que soy yo.


¿Y por qué no entraste? –volvió a preguntar.

-No puedo, marica. Salí que necesito hablar con vos.

-Dejame dormir.

-¡Emilio! –el tono comenzó a sonar ocupado, enloquecedor

para mi desesperación-. ¡Emilio! Mataron a Ferney.

En un par de segundos, como si la conversación no se

hubiera interrumpido, Emilio apareció en la sala, despelucado y

con los ojos muy abiertos a pesar de la hinchazón.

-¡¿Qué qué?!

-Mirá.

Emilio cogió el periódico antes que yo pudiera poner el dedo

sobre la foto. Se fue sentando en cámara lenta mientras leía, se

estregaba los ojos para quitarse la borrosidad que deja el sueño,

y cuando terminó me miró con estupefacción.

-Andá, vestite que la cosa es grave –le dije.

-¿Y quién le va a contar?

Esa pregunta ya me la había hecho yo. Para nosotros lo grave

no era la muerte de Ferney sino la reacción de Rosario. La

conocíamos bien, sabíamos que una muerte de ésas

desencadenaría muchas más y que no era raro que ahora nos

incluyera a nosotros dos.

-Pues vos –le dije-. Vos sos el novio.

-¡¿Yo?! A mí es capaz de caparme. No ves que yo a ese tipo

no lo quería. Contale vos que a vos te tiene más confianza.

Otra vez el mismo cuento. «A vos te tiene más confianza»,

como si esa confianza me hubiera servido para algo, todo lo

contrario, me estorbaba, me ponía en el lugar de las amigas;

además, este imbécil me la ponía y me la quitaba cuando le

convenía. ¡A la mierda con ese cuento!

-¡Claro! –le dije iracundo-. ¡Para comértela sí le tenés

confianza, pero para enfrentártele, no!

-¡Pero ¿vos sos güevón o qué?! –Ahora él comenzaba a

calentarse-. ¡No ves que ella es capaz de pensar que yo lo

mandé matar, ¿no ves?!

-¡Claro! Si es que se me había olvidado que aquí el güevón

era yo. ¡Yo soy el que me tengo que quedar callado, el que traga

entero, el que se tiene que contentar con ver, al único que le dan

confianza pero para que coma mierda!

-¿Cómo así? –preguntó Emilio-. ¿Qué es lo que estás

diciendo?

Me quedé sin saber qué contestar, esperando a que si la rabia

ya me había metido en esto, ahora me ayudara a salir. Pero para

bien o para mal, en ese instante no lo supe, tuvimos que

quedarnos mudos los dos y ante la sorpresa, olvidarnos de los

gritos.

-¿Qué es lo que está pasando, muchachos? –preguntó

Rosario, mirándonos al uno y al otro.

-¡Rosario! –dijimos en coro.

Del calor pasamos al frío y de la agitación a la rigidez. Nos

miramos buscando una respuesta, una señal, una luz, un

milagro, cualquier cosa que nos zafara del repentino nudo que

se había armado. Pero nada ocurrió, salvo un incómodo silencio

que Rosario volvió a romper con su pregunta.

-¿Qué es lo que pasa, muchachos?

Con mis ojos le hice una seña a Emilio para que le mostrara

el periódico. Como se había arrugado bastante durante nuestra

discusión, Emilio trató de alisarlo un poco con sus manos y

después, sin decirle nada, se lo entregó. Ella lo tomó sin

entender muy bien de qué se trataba, aunque yo pienso que

algo intuyó, porque antes de fijarse en él, se sentó, se acomodó

el pelo detrás de la oreja y carraspeó. Emilio y yo también nos

sentamos, era mejor estar apoyados en algo para aguantar lo

que vendría, pero lo que vino no fue la detonación que

esperábamos sino la reacción que cualquiera hubiera tenido

ante tal noticia. Bajó la cara, se la cubrió con las manos y

comenzó a llorar, primero bajito, controlando su llanto, pero

después fuerte, con gritos ahogados, vencida por la noticia.

Emilio y yo seguíamos mirándonos, hubiéramos querido

abrazarla, ofrecerle nuestro hombro, pero sabíamos lo

susceptible que era Rosario frente a cualquier demostración

inoportuna.

-Yo sabía –dijo con palabras cortadas-. Yo sabía.


Pero por más que uno lo sepa nunca se acostumbra. Todos

sabemos que nos vamos a morir y sin embargo... Todavía más

singular en el caso de Rosario en que la muerte ha sido su pan

de cada día, su noticia más persistente, y hasta su razón de

vivir. Varias veces la escuchamos decir: «No importa cuánto se

vive, sino cómo se vive», y sabíamos que ese «cómo» era

jugándose la vida a diario a cambio de unos pesos para el

televisor, para la nevera de la cucha, para echarle el segundo

piso a la casa. Pero al verla así entendí lo democrática que era la

muerte cuando se ponía a repartir dolor.

Sin levantar la cabeza Rosario estiró su mano que quedó

exactamente entre Emilio y yo, ni más cerca de él ni más cerca

de mí, justo en el medio, pero fue Emilio quien hizo uso de su

derecho de novio y se la tomó; sin embargo, ella necesitó más

que eso.

-Vos también, parcero – me dijo, y sentí que era imposible

quererla más.

Nos apretó duro. Tenía su mano mojada de lágrimas, fría

como su aire y temblorosa a pesar del apretón. Con la otra se

limpiaba los ojos, que no paraban de llorar, se corría el pelo que

caía sobre su cara, se tocaba el corazón que se le quería salir, y

con esa mano también recogió el periódico que había caído y lo

acercó a su boca, para besar con un beso largo la foto de Ferney.

Después apareció la que estaba oculta, la que el impacto no

había dejado salir, la verdadera Rosario.

-Los voy a matar –dijo. Emilio y yo dejamos de apretar. Me

invadió un malestar que me dejó inerte sobre mi silla, con una

sensación de derrota de la que sólo me sacó Emilio con su

pregunta.

-¿A nosotros? –preguntó.

Rosario y yo lo miramos, ahora sí con ganas de matarlo, pero

al ver su pinta de galán desfigurada por el miedo sentí en

cambio ganas de reír, no lo hice porque la situación no

aguantaba revolverle más sentimientos, aunque Rosario no

evitó decir lo que Emilio se merecía.

-Güevón –le dijo, y después volvió a meter la cara entre sus

manos, volvió a llorar y a repetir «los voy a matar», y aunque

no se le entendía porque su voz se le apagaba apenas salía de

sus labios, uno sí podía entender que Rosario los quería matar.

Nos pidió que la dejáramos sola, que quería descansar, que

necesitaba pensar, poner sus sentimientos en orden. Las excusas

que uno siempre dice cuando lo estorban los demás. Era

comprensible que no quisiera tenernos a su lado, pero también

era peligroso, sabíamos lo que había hecho antes en situaciones

similares. Sin embargo nos fuimos, no le dijimos nada, no había

nada que decir cuando a Rosario se le metía algo en la cabeza.

Esa noche, antes de acostarme, la llamé con el pretexto de

preguntarle cómo seguía, pero en realidad lo que quería

comprobar era si Rosario ya había comenzado a ejecutar su

plan vengativo. Efectivamente no estaba, me contestó la

máquina de mensajes y le dejé uno pidiéndole que me llamara

con urgencia porque tenía algo importante que decirle, cuando

la verdad lo único que yo tenía era miedo por ella, por eso se

me ocurrió interesarla con una información que no existía. Esa

noche no me llamó, ni la mañana siguiente ni los que siguieron,

solamente cuando fui a su edificio a preguntar por ella, con la

esperanza de que estuviera ahí y que simplemente no estaba

contestando el teléfono, solamente en ese instante, cuando el

portero me informó que Rosario había salido ese día poco

después que nosotros lo hicimos, sentí el corrientazo que

verifica los presentimientos.

-Me pidió que le echara ojito al apartamento porque se iba a

demorar –remató el portero.

Me fui directo a la casa de Emilio, el único con quien podría

compartir, aunque fuera a medias, mi incertidumbre. Pero en

lugar de encontrar apoyo, me gané un sartal de injurias para

Rosario que él no pudo esperar a decirle y que en cambio me

vació a mí.

-¡Yo no entiendo esa puta manía de perderse sin avisar! ¡Qué

trabajo le da coger un puto teléfono y decirme que se va a

largar!

-Yo no... –intenté decir.

-¡Claro! ¡Si vos  le  alcahueteás  todo! Apuesto que a vos sí te

llamó y hasta se despidió. ¡Cómo yo no he podido entender ese

cuentico que hay entre ustedes!

-Yo no... –volví a intentar.

-¡Pero frescos! Cuando te llame decile que ahora sí va a saber

quién soy yo, y decile también que yo le mando decir que se

puede ir yendo para la puta mierda.

No me dio tiempo de nada, ni de callarle la boca con un

puño, que era lo que se merecía; me dejó parado en la puerta de

su casa con toda mi angustia intacta, sin saber qué hacer ni para

dónde coger, totalmente despistado, con ganas de saber al

menos qué horas serían.


-Qué raro –dijo el viejo enfrente de mí-. Ya es de día y ese

reloj sigue marcando las cuatro y media.

Su voz me hizo abrir los ojos y volver. Tenía razón, ya era de

día, muy de día, algo tendría que haber sucedido ya, ha pasado

mucho tiempo y algo tendría que saberse, el problema era que

ahora no había nadie a quien preguntar, la enfermera había

desaparecido y aunque los pasillos y la sala comenzaban a

llenarse de gente, no encontré quien pudiera informarme sobre

Rosario; era extraño, no había nadie de uniforme, aunque no se

me hace raro que en estos hospitales los médicos se les

escondan a la gente.

Cuando me iba a parar, el viejo se adelantó y me detuvo:

-No se preocupe, voy a averiguar por los muchachos.

A lo mejor sabe lo importante que es este ejercicio de

recordar. Sentí que me pedía que volviera a cerrar los ojos y

regresara a donde había dejado a Rosario cuando él me

interrumpió. Pero ya lo he olvidado. Fueron tantos nuestros ires

y venires que es difícil precisar los recuerdos. Ahora sólo quiero

verla de nuevo, volver a mirarme en esos ojos intensos que

hacía tres años había dejado de ver. Quiero apretarle su mano

para que sepa que yo estoy ahí y que ahí siempre voy a estar. Si

volviera a cerrar mis ojos no sería para recordar sino para soñar

con los días que vendrían junto a Rosario, para imaginármela

viviendo esta nueva oportunidad que le daba la vida, para

imaginarme a mí viviéndola con ella, entregados a culminar lo

que no hubo tiempo de terminar en una sola noche, esa sola

noche que amerita cerrar siempre los ojos para recordarla con la

misma intensidad.

-No me has contestado, Rosario –creo que así empezó todo.

Estaba dulce, tierna, no sabía si era por el alcohol o porque

así era ella cuando quería enamorar. O porque así la veía yo

cuando la quería más. Estábamos muy cerca, más que siempre,

no supe si también era por el alcohol, o porque yo creía que ella

me estaba queriendo más, o si era porque yo la quería

enamorar.

-Contestame, Rosario –insistí-. ¿Alguna vez te has

enamorado?

Aunque su sonrisa podría ser su más bella respuesta, yo

quería saber más, quizás buscaba en sus palabras el milagro que

tanto esperaba, mi nombre escogido entre los tantos que tuvo y

que en ese instante tenía, pero elegido entre todos como un

reconocimiento al más grande amor que le hubieran profesado,

o si por obvias razones mi nombre no se encontraba ahí, por lo

menos saber quién pudo haberle despertado ese sentimiento

que a mí me mataba pero que en ella no parecía existir.

Esa vez tampoco me respondió como yo quería, no con mi

nombre ni con ningún otro. Su respuesta fue en cambio una

pregunta asesina, como todo lo suyo, que si no me mató sí me

dejó mal herido, y no por la pregunta en sí, sino porque estaba

borracho y fui sincero y saqué valor para responderle, para

mirarla a los ojos cuando me preguntó:

-Y vos, parcero, ¿alguna vez te has enamorado?

viernes, 4 de noviembre de 2022

Sesión de noviembre 3 de 2022. Lectura de los capítulos décimo y undécimo de Rosario Tijeras

                                                          DIEZ


Medellín está encerrada por dos brazos de montañas. Un

abrazo topográfico que nos encierra a todos en un mismo

espacio. Siempre se sueña con lo que hay detrás de las

montañas aunque nos cueste desarraigarnos de este hueco; es

una relación de amor y odio, con sentimientos más por una

mujer que por una ciudad. Medellín es como esas matronas de

antaño, llena de hijos, rezandera, piadosa y posesiva, pero

también es madre seductora, puta, exuberante y fulgorosa. El

que se va vuelve, el que reniega se retracta, el que la insulta se

disculpa y el que la agrede las paga. Algo muy extraño nos

sucede con ella, porque a pesar del miedo que nos mete, de las

ganas de largarnos que todos alguna vez hemos tenido, a pesar

de haberla matado muchas veces, Medellín siempre termina

ganando.

-Nos deberíamos ir de aquí, parcero –me dijo Rosario un día,

llorando-. Vos, Emilio y yo.

-¿Y para dónde? –le pregunté.

-Para cualquier lado –dijo-. Para la puta mierda.

Lloraba porque la situación no daba para menos. Estábamos

los tres en la finquita, encerrados desde hacía mucho tiempo,

metiendo todo lo que se pudiera meter, lo que se pudiera

conseguir. Emilio dormía los efectos del abuso y Rosario y yo

llorábamos mirando el amanecer.

-Esta ciudad nos va a matar –decía ella.

-No le echés la culpa –decía yo-. Nosotros somos los que la

estamos matando.

-Entonces se está vengando, parcero –decía ella.

Rosario había llegado muy irritada después de un fin de

semana con los duros y nos pidió que nos fuéramos de la

ciudad por unos días. No nos contó lo que le había pasado, ni

siquiera después, ni siquiera a mí, pero como sus deseos no

daban otra opción, la complacimos y nos fuimos para la

finquita. Durante el trayecto yo pensaba que la irritabilidad de


Rosario no era nueva, ya llevaba mucho tiempo así, y aunque

ella era una consumidora ocasional -«social», dicen algunos- de

droga, relacioné su estado con el aumento de su hábito. Yo me

había alejado un poco, como a veces lo hacía, porque esa vez su

relación con Emilio parecía estar en uno de esos momentos de

auge que exaltaban con mucha rumba y mucho sexo. Por eso

preferí alejarme un poco. Pero fue precisamente esa euforia la

que los fue sumiendo en estados irascibles y tempestuosos que

nos distanciaron todavía más, hasta el punto de que pasaron un

par de meses y yo no sabía nada de ellos. Hasta una noche en

que me llamó Emilio y me pidió que le hiciera compañía en el

apartamento de Rosario.

-Está con ellos –fue lo primero que me dijo, pero parecía no

importarle. Estaba ido, cuando hablaba se veía que pensaba en

otras cosas, si es que podía pensar.

-No te imaginás por las que hemos pasado –me dijo, pero no

me contó. Sentí que se le había pegado mucho de Rosario, su

misterio, su presunción por el peligro, su necesidad de mí.

-No me dejés solo, viejo –me suplicó-. Quedate conmigo

hasta que ella vuelva.

No me quedé de muy buena gana. Emilio estaba

insoportable, cualquier detalle lo exasperaba, no llevaba el hilo

de ninguna conversación, me pidió plata prestada para comprar

droga, me tocó acompañarlo, no se podía quedar un segundo

solo, tenía que estar con él hasta en la ducha.

-Estás hecho una mierda, Emilio –no me aguanté para

decirle-. Por qué mejor no nos vamos para tu casa. Allá vas a

estar mejor.

Me contestó con un par de patadas, pero después se me

colgó abrazado, llorando, suplicando, pidiéndome perdón, que

por favor lo acompañara hasta que ella llegara, y yo no fui

capaz de dejarlo, me dolía verlo así. Además, yo también tenía

miedo, presentía, y no me equivoqué, que más temprano que

tarde yo acabaría como él.

Como a los tres días llegó Rosario pidiéndonos que nos

fuéramos de la ciudad. Estaba iracunda pero nos ordenó que no

le preguntáramos nada, nos montamos en su carro y nos

fuimos. Como Emilio andaba muy nervioso prefirió subirse

atrás, yo me fui delante con Rosario, y a pesar de que le pedí

que me dejara manejar, ella insistió en hacerlo, y si en sus

cabales ella era una loca al volante, esa vez perdió toda noción

de velocidad, control y respeto. Emilio tuvo la osadía de

reclamarle.

-¡¿Nos vas a matar o qué?! –dijo él-. Dale despacio que

últimamente ando muy nervioso.

Yo me escurrí en el asiento, me agarré de los bordes y estiré

las piernas como si pudiera frenar con ellas. Pero no hubo

necesidad, porque Rosario frenó en seco, tan en seco que Emilio

fue a parar a la parte de delante, en medio de ella y yo, tan en

seco que el carro de atrás nos chocó, pero a Rosario pareció no

importarle el estruendo de vidrios y latas, sino Emilio, el pobre

de Emilio.

-¡Con que estás muy nervioso, maricón! –le gritó en la cara-.

¿Por qué no te vas caminando a ver si te relajás?

-¡¿Caminando?! –dijo Emilio-. No te pongás así.

-No –dijo ella-, es que yo no me pongo así, ¡vos me ponés así!

¡Te bajás ya, hijueputa!

-No es para tanto, Rosario –dije yo de metido.

-¡Vos no te metás o te bajás también! –amenazó.

A todas éstas apareció el dueño del carro de atrás dándole

unos golpecitos a la ventanilla de Rosario y mientras ella bajaba

el vidrio yo le hice señas al hombre para que se fuera. El

hombre no sabía con quién se había chocado.

-A ver señorita cómo arreglamos –dijo de buena manera-,

porque me parece que usted frenó como intempestivamente, ¿o

no?

-¡¿Intempestivamente?! –dijo Rosario-. Mire señor, yo frené

como me dio la gana, ¿o es que hay algún reglamento para

frenar?

-El que da por detrás paga –dijo Emilio todavía incrustado

entre nosotros dos, mientras yo le seguía haciendo señas al

hombre para que se fuera.


-¡Vos no te metás, Emilio, que el carro es mío! –dijo ella-

¡Vamos a ver qué es la güevonada suya, señor! –le dijo al

hombre y se bajó del carro con su bolso, no sin antes cerciorarse

de que la pistola estaba ahí.

-¡Rosario! –le gritamos inútilmente los dos.

Lo que pasó atrás no lo pudimos ver bien porque el vidrio,

aunque en su sitio, quedó roto. Apenas la imagen de Rosario

pegada a la del tipo. Lo que sí escuchamos después fue un tiro

que nos dejó perplejos, imaginándonos lo peor. Ella se subió

rápido y cerró de un portazo.

-¡Pasate para atrás, güevón! –le dijo a Emilio, que seguía

adelante.

Ella arrancó en pique, haciendo sonar las llantas y a una

velocidad más alta de la que veníamos.

-¿Qué pasó, mi amor, qué hiciste? –preguntó Emilio, pero

ella no contestó.

-¿Arreglaste con él? –le pregunté yo.

-¿Arreglé? Claro que arreglé –contestó por fin.

-¿Y cómo? –volvió a preguntar Emilio, temeroso.

-Intempestivamente –dijo, más para ella que para nosotros y

no volvió a abrir la boca hasta que llegamos.

En la finquita las cosas no cambiaron mucho, o tal vez

empeoraron. Apenas entramos, Rosario sacó cantidades de

cuanto pueda uno meterle al cuerpo: coca, bazuco, marihuana y

hasta tabletas de farmacia, las esparció sobre la cama y las

separó en grupos. Emilio y yo pensábamos que si lo que

Rosario le había hecho al hombre del carro era cierto,

probablemente se dedicaría a comer, a engordar para castigar

su crimen, pero en ningún momento pidió comida.

-Cambió de menú –me dijo Emilio al oído.

-O a lo mejor no le hizo nada al hombre –dije-. Solamente lo

asustó.

Nunca lo supimos. Durante los días que estuve con ellos

Rosario habló poco, como poco comió y poco durmió. Tampoco

hubo sexo entre ellos, no que yo me diera cuenta. De lo que sí

hubo exceso fue de droga, hasta yo me propasé. Nos volvimos

como tres suicidas compitiendo por llegar primero a la muerte,

tres zombis frenéticos, cortándonos con nuestras rabias afiladas,

con nuestros sentimientos punzantes, hiriéndonos a punta de

silencio, acallando lo que sentíamos con droga, solamente

mirándonos y metiendo. Después, no recuerdo al cuánto

tiempo, lloró Rosario, lloró Emilio y cuando ya no pude

aguantarme, lloré yo también, sin saber por qué precisamente, o

si hubo un motivo uno diría que fue por todo, porque es

cuando todo rebosa el alma que uno llora. Después, tampoco

recuerdo cuándo, en un instante de lucidez, tiré la toalla y me

devolví.

Los dejé solos. Por un mes no supe de ellos, ignoraba si

seguían en la finquita y en qué estado; yo por mi parte me

dediqué a recuperarme, había encontrado a mi familia hecha un

manicomio por mi culpa, todavía más cuando me vieron entrar,

cuando me vieron caer arrodillado pidiéndoles ayuda, aunque

ellos no me entendieron, pensaron que yo quería salvarme de la

droga que contamina el cuerpo y las venas y no de la otra, la

que entra por debajo y por los ojos, la que se enquista en el

corazón y lo corroe, la maldita droga que los más ingenuos

llaman amor, pero que es tan nociva y mortal como la que se

consigue en las calles envuelta en paqueticos.

-¿Cómo se quita esto? –le supliqué a mis padres, pero no me

entendieron.

Un día muy temprano, Emilio y Rosario me llamaron por

teléfono. Seguían donde yo los había dejado y en peores

circunstancias. Me pidieron que subiera, que me necesitaban

urgentemente, cosa de vida o muerte. Rosario fue quien habló.

-Si no venís me muero –me dijo con una voz distinta a la de

siempre, con un «me muero» agonizante pero sobre todo

ambiguo, con un «si no venís» suplicante y obligatorio. No dijo

nada más, solamente esa frase, no necesitó de más para que yo

estuviera con ella, con ellos, al instante. Aunque sabía que era

ella cuando la vi, se me escapó su nombre en forma de pregunta

como si no la hubiera visto nunca antes.

-Parcero –me dijo apretando su cara contra la mía-, parcerito,

siquiera viniste.

Emilio me recibió como un loco, me abrazó y me dio una

serie de inexplicables palmaditas en la espalda, aunque en su

cara no se le notó alegría por verme, más bien horror, no supe si

por mí o por lo que vivían, pero el miedo lo tenía desfigurado,

también irreconocible. En ese instante entendí a mi familia

cuando me vio llegar, y, al igual que yo hice con Rosario, me

llamaron con mi nombre en forma de pregunta como si no

hubieran reconocido a su hijo. Esa vez fue cuando Emilio me

salió con el cuento de que había matado a un tipo, y que ella

después aclaró que no había sido él sino ella y él después de

que habían sido los dos, en fin.

-Fui yo, parcero –insistió Rosario-. Yo soy la que mato.

No pude saber si era cierto. Si el crimen no sería más bien

producto de sus delirios, de sus excesos de droga, de su

encierro. También dudé si se referían al hombre que nos había

chocado en el carro, tal vez ella sí lo había matado, o quizás era

otro nuevo, no sé, era tal la confusión y el desorden de sus ideas

que nunca pude saber lo que había pasado en mi ausencia.

Incluso después, cuando volvieron a estar en sus cabales, les

pregunté por el incidente, pero ninguno de los dos recordaba

nada, a duras penas una vaga idea del infierno que habíamos

vivido en la finquita.

La razón por la cual me habían llamado me hizo

arrepentirme de haber ido a su encuentro. Me dijeron que

necesitaban plata y yo generosamente les ofrecí la poca que me

quedaba. Pero eso no era lo que buscaban.

-No, parcero –me dijo Rosario-, es que necesitamos mucha

plata.

-Pero ¿cómo cuánta? –insistí.

-Como mucha, viejo, como mucha –dijo Emilio.

Pero lo grave resultó no ser la cantidad sino el origen, el sitio

donde yo, el elegido unánimemente por ellos, debería reclamar

esa plata y la forma como tenía que reclamarla.

-Solamente deciles que vas de parte mía –dijo Rosario.

-Pero ¿por qué yo? –pregunté angustiado-. ¿Por qué no van


ustedes?

-Porque por ahora no me quieren ver –explicó Rosario.

-Entonces ¿por qué te van a dar plata?

-Porque se la voy a pedir –dijo ella-. Acordate muy bien:

tenés que decir que yo se la mando pedir por las buenas,

acordate: por las buenas.

-¿Cómo así? –volví a preguntar todavía más angustiado-.

¿Cómo así que por las buenas?

-Ellos entienden, parcero, limitate a hacer lo que te digo.

-¿Y por qué no vas vos? –le dije a Emilio.

-¡¿Yo?! –contestó la gallina-. No ves que yo soy el novio.

-Mirá, parcero –me dijo Rosario tratando de ser paciente-, si

en algo me querés, haceme ese favor.

«Si en algo me querés... –pensé yo-, el amor esgrimiendo una

de sus peores armas». Pues claro que la quería, pero ¿qué tanto

ella a mí para meterme en ésas? ¿Hasta dónde tendría que bajar

yo para justificarle o justificarme su «si en algo me querés»?

¿Qué validez tiene el chantaje en el amor, donde todo se vale?

¿Será que alguien quiere a los cobardes? ¿Al último de la fila?

-Pero ¿para qué tanta plata? –me resolví por otro tema.

-No preguntés güevonadas –me dijo Emilio-. Vas a ir ¿sí o

no?

-Pues claro que va a ir –dijo ella y me tomó la mano con

cariño-. Claro que vas a ir.

Su juego sucio me hizo descubrir el tope del amor por

alguien, el punto crítico donde ya no me importaba morir por

Rosario. La veía con mi mano entre las suyas, con sus ojos

tiernos así fuera mentira su mirada, con su lengua mojando

inútilmente sus labios secos y no podía, no quería decirle que

no. No me importaba su descaro al utilizarme, ni el falso amor

de esas manos, de esos ojos y de esa lengua. Si ya estaba

perdido nada perdía con perderme.

-Entonces ¿qué tengo que hacer?

-Nada –dijo ella como si fuera cierto-. Solamente preguntá

por él.

-¿Y cómo le dijo? –pregunté-. Señor, doctor, don...-Como vos querás –dijo ella, dulcemente.

-¿Y si me matan? –pregunté embrutecido por su dulzura.

-Pues te enterramos –contestó Emilio cagado de la risa.

Ella me apretó la mano más fuerte, y me miró engañándome

más amorosa y su lengua asesina volvió a salir esta vez un poco

más húmeda.

-Si te matan yo los mato y después me mato yo misma.


A «él» no llegué a conocerlo. Para mi suerte, la misión resultó

un fracaso, un intento que no traspasó la portería del edificio

donde supuestamente se refugiaban porque ya les habían

montado la cacería. Lo único que conseguí fue que cinco

monstruos acorazados me llevaran arrastrando hasta un garaje

para someterme a un interrogatorio de una hora, intimidado

por sus armas, insultos y risitas tenebrosas. Pero lo peor es que

todo había sido en vano: cuando volví a donde Rosario y

Emilio, todavía sin poderme sostener por el temblor en las

piernas, los encontré más ausentes y más extraños que nunca.

-¿Cuál plata? –me preguntó Emilio.

-¿De dónde es que venís? –me preguntó Rosario.

-Te la fumaste verde, viejo –me dijo él.

-Estás en la puta olla –me dijo ella y no volvieron a tocar el

tema.

Rosario tenía razón respecto al sitio donde yo estaba. A mí,

solamente a mí se me pudo haber ocurrido hacerle caso a ese

par de degenerados que no sabían ni en qué sitio del planeta se

encontraban. «Si en algo me querés...» pensé, «me pudieron

haber matado y a estos dos nadie los hubiera bajado de su

nube» pensé con rabia, «estoy en la puta olla» pensé con rabia y

tristeza.


                                                    ONCE


Yo, aquí en el hospital, esperándola a ella, recordándola y hasta

haciendo planes y preparando frases para cuando resucite,

tengo la sensación de que todo sigue igual. Que estos años que

estuve sin ella no han pasado y que el tiempo me ha llevado al

último minuto que estuve con Rosario Tijeras. Ese último

instante en que, a diferencia de otros, no me despedí. Varias

veces le había dicho «adiós Rosario» vencido por el cansancio

de no tenerla, pero a esos adioses siempre les seguían muchos

«he vuelto» y para mis adentros los eternos «no soy capaz». Y

aquí sentado me doy cuenta de que ese adiós definitivo

tampoco fue el último, otra vez he vuelto, otra vez a sus pies

esperando su voluntad, otra vez pensando cuántas otras veces

me faltarán para llegar a la definitiva y última vez. Quisiera

irme, dejarla como en tantas otras ocasiones, ya he hecho lo

suficiente, ya he cumplido, está en buenas manos, en las únicas

que pueden hacer algo por ella, ya no tiene sentido que yo siga

aquí, volviendo a lo de antes, es Emilio quien debería estar con

ella, él tiene más compromiso, pero yo, ¿qué diablos hago yo

aquí?

-Parcero –recordé-. Mi parcero.

Mis pies no atienden la voluntad de mis intenciones. A duras

penas me levanto, solamente para ver que todo sigue igual, la

enfermera, el pasillo, el amanecer, el pobre viejo dormitando, el

reloj de la pared y sus cuatro y media de la mañana. Por la

ventana, una niebla madrugadora nos deja sin montañas, borra

el pesebre y los barrios altos de Rosario, probablemente

también nos dejará sin sol este día y hasta traerá algún

aguacero, de esos que arrastran lodo y piedras y que le dejan a

uno la sensación de que ha llovido mierda.

-No me gusta cuando llueve –me había dicho una vez

Rosario.

-A mí tampoco. –Y que conste que no lo dije por complacerla.

-Parece que arriba estuvieran llorando los muertos, ¿no

cierto? –dijo.

Me la habían devuelto media después de la temporada de

drogas en la finquita. Emilio la había dejado en su apartamento

y me llamó para advertirme. Él no andaba en mejores

condiciones, pero al menos tenía un sitio donde llegar y no

sentirse solo.

-Cuidala vos, viejo –me dijo-. Yo ya no puedo.

Me volé para donde ella. Había dejado la puerta abierta y

cuando entré la encontré mirando la lluvia, desnuda desde la

cintura para arriba, sólo con sus bluyines y descalza. Al

sentirme se volteó hacia mí y me miraron sus senos, sus

pezones morenos electrizados por el frío. No la conocía así, tal

vez parecida en la imaginación de mi sexo solo, pero así, tan

cerca y tan desnuda...

-Por Dios, Rosario, te vas a enfermar –le dije.

-Parcerito –me dijo ella y se me arrojó en un abrazo, como

siempre que se veía irremisiblemente perdida.

La cubrí, la llevé hasta la cama, la arropé con las cobijas,

busqué con la mano algún rastro de fiebre en sus mejillas, le

acaricié el pelo hacia atrás, le hablé dulcemente, con el tono

maricón que ella tanto odiaba, pero que yo no podía evitar al

verla así, derrumbada, abatida, demacrada, pero sobre todo, tan

sola y tan cerca de mí.

-Estoy mamada, parcero, mamada de todo –apenas si le salía

la voz.

-Yo te voy a cuidar, Rosario.

-Voy a dejarlo todo, parcero, todo. Voy a dejar esto que me

está matando, voy a dejar esta vida maluca, los voy a dejar a

ellos, voy a dejar de ser mala, parcero.

-Vos no sos mala, Rosario. –Le dije convencido.

-Sí, parcero, vos sabés que sí.

Le pedí que no hablara más, que descansara, que tratara de

dormir. Entonces cerró los ojos obedeciendo, y la vi tan pálida,

tan consumida, tan escasa de vida que no pude evitar

imaginármela muerta, me recorrió un pavor inmenso que me

hizo apretarle las manos y después inclinarme, para darle sin

inhibición un beso en la frente.

-Yo te voy a cuidar, Rosario.

En un suspiro botó parte de su cansancio, sentí que tomó aire

nuevo, el buen aire con el que soñaba, el de sus nuevos

propósitos, sentí que soltó mi mano y que descansaba, la arropé

hasta el cuello, cerré las cortinas, caminé sigiloso hasta la

puerta, pero no fui capaz de dejarla sola, me senté a su lado, a

mirarla.

-Te quiero mucho, Rosario –lo dije en voz alta, pero con la

seguridad de que estando profunda ya no me escuchaba.

Me quedé en su casa durante los días siguientes para

cuidarla y acompañarla en su estado. Fueron días muy difíciles.

Rosario se hundía vertiginosamente en su depresión y de paso

me arrastraba. Trataba de dejar infructuosamente la droga, en

las noches me tocaba salir, presionado por su desesperación, a

buscarle algo en las «ollas» más tenebrosas. Pero a la mañana

siguiente volvía a llorar la culpa de su recaída, maldecía la vida

que vivía y nuevamente juraba sus buenos propósitos.

-No sé qué será mejor, si morirme o quedarme así.

-No hablés bobadas, Rosario.

-Es en serio, parcero, es una decisión muy difícil.

-Entonces quedate así.

De lo que sí estaba seguro era de que su angustia no se debía

exclusivamente a la droga. Fueron las circunstancias que la

llevaron a ella, las que precisamente sumergieron a Rosario en

el fondo de lo que ya se había llenado. La droga fue el último

recurso para paliar el daño que la vida ya le había hecho, la

cerca falsa que uno construye al borde del abismo.

-Tiene que haber una salida –le decía yo-. La famosa luz al

final del túnel.

-Es lo mismo.

-No te entiendo, Rosario.

-Que la famosa luz no alumbra nada nuevo, nada distinto a

lo que había al entrar al túnel.

Va uno a ver y es cierto. No hay gran diferencia entre los

paisajes de entrada y de salida. Entonces sólo queda la mentira

como única motivación para vivir.

-Si el túnel es largo como el tuyo, podés entrar con lluvia y

salir con sol, eso sí se puede.

-¿Y a mí quién me garantiza, parcero, que no vuelve a llover?

Me hizo recordar a las ballenas testarudas que no quieren

regresar al mar. Por más que yo intentaba arrastrarla hacia la

luz, ella ayudada por mi peso buscaba hundirse más, como si

fuera un propósito. Finalmente acepté que yo no podía hacer

nada por ella, que mi única alternativa era estar a su lado y

esperar a que al menos rebotara en su caída.

-Si no te mentís y no te ilusionás, nunca vas a lograrlo,

Rosario –fue lo último que le dije antes de mi resignación.

Yo por mi parte opté por esa fórmula. Soñé con una Rosario

recuperada, llena de vida, y la mentira en su punto extremo:

llena de amor por mí. Una ilusión que duró lo que dura una

pregunta.

-¿Qué has sabido de Emilio?

Le respondí la verdad, que nada. Pero no le conté por qué no

sabía nada de él. En mi respuesta le debí haber hablado de mi

encierro y mi dedicación a ella, de las noches que me pasé

mirándola dormir, de las alternativas que busqué para sacarla

de su hueco, del placer que me producía saberme a solas con

ella, así fuera en la agonía. Por eso y por mucho más –porque

no le mencioné mis celos- no sabía nada de Emilio ni del

mundo de afuera, ni siquiera el mes, el día y la hora, ni siquiera

mi nombre porque lo único que escuchaba era su « parcero,

parcerito» sonando a súplica y a lamento.

Después de un tiempo abrimos las ventanas. Fue un buen

síntoma de nuestra mejoría. El apartamento se llenó de una luz

que entonces nos pareció más fuerte de lo normal. Ya nos

habíamos habituado a la oscuridad día y noche, al encierro de

los desahuciados, a no tener tiempo ni lugar en este mundo.

Pero de pronto sentí el correr de una cortina y después de otra y

después del resto. Era ella quien las abría, de un solo jalón, con

un fuerte impulso. Yo salí con los ojos apretados por la luz del

sol o tal vez porque la esperanza volvía a brillar en esas

ventanas.

-A este apartamento no le cabe el polvo –dijo ella-. Hay que

hacerle una limpieza general. Como dice doña Rubi: que la

pobreza no se confunda con el desaseo.

-Perdoname, Rosario –le dije-, pero ¿de qué pobreza estás

hablando?

-Todo esto es prestado, parcero –dijo-. El día menos pensado

les da la ventolera y me lo quitan.

Se metió a la cocina y la vi salir al instante con la aspiradora,

trapos, escobas y balde, se recogió el pelo, se tiró un trapo sobre

el hombro, se dispuso a enchufar el aparato pero se percató de

mi asombro.

-¿Qué estás haciendo ahí parado? –preguntó.

-¿Qué vas a hacer, Rosario?

-Querrás decir qué vamos a hacer –dijo-. Vamos a limpiar,

parcerito, y no te hagás el güevón, vení y cogé.

-¿Y por qué no llamás a la señora que te hace el aseo?

-¡Qué señora ni qué mierda! –dijo-. Yo me encargo del salón

y la cocina y vos de los cuartos. ¡Pero hacele que no es para

mañana!

Me entregó los utensilios, conectó la aspiradora, pero me

pareció que la máquina era ella y que era a ella a la que le

llegaba la energía del tomacorriente. «¿Rosario limpiando? –

pensé cuando entré a las áreas que me había asignado-, no sé si

es para preocuparse o para cagarse de la risa». Pero sí me

preocupé cuando me vi cargando los bártulos que Rosario me

había entregado y que apenas sospechaba cómo se usaban. «Si

Emilio me viera», pensé y después no pude evitar pensar

seriamente en Emilio.

Después, él mismo me había de contar por todas las que

había pasado. O en sus propias palabras: cómo lo pasaron,

porque su familia lo movió entre médicos, psicólogos,

terapeutas, buscando que alguno le ordenara un tratamiento

fuera del país o, de acuerdo con las intenciones de su familia,

fuera de Rosario; sin embargo él, a pesar de su estado de

aparente ingravidez, sacó siempre alguna fuerza para

pronunciar un definitivo «no me voy y no me voy», lo cual

llevó a su familia a mover su propuesta al otro lado, es decir, a

sacar a Rosario. Las consecuencias, como era de suponer, no

pudieron ser peores. Cuando la vi salir de su cuarto pensé que

había recaído, yo todavía no sabía que había contestado una

llamada de la familia de Emilio. Salió envuelta en llamas.

-¡Partida de hijueputas!

-¡¿Qué pasó, Rosario?!

-¡Los voy a matar! ¡Me los voy a tumbar a todos, maldita sea!

-Pero qué, ¿qué pasó?, ¿quién era?, ¿eran «ellos»?

-¡¿Ellos?! ¿Cuáles «ellos»? ¡Estos hijueputas son peores que

«ellos»!

En medio de su diatriba pude descifrar de qué y de quiénes

se trataba. Estaba como una loca, pasaba el tiempo y no se

calmaba, al contrario, parecía ponerse peor; sentí miedo por su

salud, por su estado, por su recuperación, pensé que

perderíamos todo el trabajo que con tanta dificultad habíamos

hecho. Traté inútilmente de tranquilizarla, pero ya la conocía,

sabía que era cuestión de esperar, pero ella no paraba.

-¡Malparidos hijueputas!

-No les parés bolas, Rosario.

-¡¿Bolas?! ¿Sabés qué les dije? ¿Qué les contesté a esas

gonorreas? Que cogieran su plata, sus buenos propósitos, su

«sólo queremos ayudarte», su «es por el bien de todos», su

«somos gente bien», sus apellidos, su reputación, que cogieran

todo eso y que hicieran un rollito y se lo metieran por el culo,

¡ah!, y también les dije que si les quedaba espacio, también se

metieran a Emilio.

-¡¿Vos les dijiste todo eso?!

-¡Todo eso y mucho más!

Solté una carcajada tan grande que Rosario no pudo evitar

contagiarse y cuando la vi reírse me tranquilicé, el fuego

comenzaba a apagarse, aunque estaba seguro, y no me

equivoqué, de que la casa de Emilio comenzaba a arder, pero

me seguí riendo al imaginarme sus caras y el revuelo que la

irreverente lengua de Rosario estaría causando, o tal vez, y esto

lo pensé después con algo de remordimiento, mi placer tendría

que ver más con Emilio en los intestinos de su familia que con

los improperios de mi Rosario.

Sin embargo, el incidente tuvo repercusiones en su

comportamiento. Desde el día en que ella decidió abrir

ventanas, hasta la llamada de la familia de Emilio, el estado

anímico de Rosario era floreciente y por lo tanto el mío también.

Nos dedicamos exclusivamente a nosotros mismos, todavía

aislados del mundo pero saliendo a flote desde la oscuridad.

Nunca antes, ni después, habíamos estado el uno con el otro, ni

siquiera en esas horas de nuestra noche juntos, esa maldita

noche que vendría después y que me hizo creer que por tener a

Rosario desnuda debajo de mi cuerpo yo ya era feliz. No, ahora

que miro hacia atrás no me cabe la menor duda de que mis

mejores momentos con ella fueron cuando juntos buscamos la

luz en ese túnel en el que Rosario no creía. No alcanzamos a

llegar hasta el resplandor, pero el trayecto que logramos

recorrer fue suficientemente luminoso para dejarme

encandilado de por vida. Poco a poco Rosario había pasado de

la ansiedad a la ternura, me sorprendió con nuevas facetas que

aunque yo intuía nunca pensé que iba a conocer, y mucho

menos a saborear. Si alguien la hubiera conocido en esos días,

jamás hubiera imaginado su agresividad, su violencia, su pelea

con la vida. Hasta yo llegué a ilusionarme con la idea de

Rosario curada de su pasado. Usaba un tono más dulce al

hablar que hacía juego con su mirada, con palabras tranquilas

me contaba sus planes, lo que sería su nueva vida, lo que

dejaría definitivamente, lo que borraría de su historia para

empezar de nuevo.

-Ése va a ser mi último crimen, parcero –me decía.- Voy a

matar todo lo de antes.

Había recuperado su belleza brusca y nuevamente la palidez

le dio paso a su color mestizo. Había vuelto a sus encantos, a

sus bluyines apretados, a sus camisetas ombligueras, a los

hombros destapados, a su sonrisa con todos los dientes. Había

vuelto a lo que era antes, pero distinta, más exquisita, más

dispuesta para la vida, más deliciosa para quererla, pero ése

era, precisamente, el único aspecto que no cambiaba, cómo no

quererla si cada día la quería más, si con su nueva actitud se

parecía más a lo que yo soñaba, a lo que siempre esperé de ella.

Cómo quererla y no perderme, cómo dejar de ser su «parcero»

y volverme exclusivo, imprescindible, parte, motivo, necesidad,

alimento para Rosario. Cómo hacerle saber que mis abrazos

tenían ganas de quedarse cerrados para siempre, que mis besos

en su mejilla querían deslizarse hasta la boca, que mis palabras

se quedaban a medias; cómo explicarle que ya la había tenido

muchas noches y que la había paseado por mi existencia,

imaginándomela en mi pasado y contando con ella para el resto

de mi vida. Sin embargo, aún viéndola nueva, con planes y

propósitos, aún sabiendo a Emilio culo arriba, a Ferney cada

vez más lejos de sus intenciones y a los duros de los duros

escondiéndose del gobierno, aún así el dilema seguía, y así todo

cambiara, todo para mí seguía igual, como el primer día en que

me desperté asustado, dizque enamorado de Rosario Tijeras.

Lo que al comienzo fue un encierro tormentoso, se convirtió

en unas vacaciones que uno hubiera querido para siempre. Sin

salir del apartamento, sentía que salía a pasear con Rosario de

la mano, me sentía, al escuchar su voz con su nuevo tono, en

medio de una pradera verde con brisa fresca, con los brazos

abiertos y al igual que una cometa esperando viento. Quería

que así siguiera la vida, sin intrusos, sin los inoportunos

habitantes que vivían en Rosario. Llegué hasta perdonarme por

desear perdido a mi mejor amigo, por descuidar a mi familia,

por haber abandonado todo por una mujer, pensaba que valía

la pena toda mi entrega, antes que traidor e ingrato me sentía

redentor, que por obrar en nombre del amor se me perdonarían

todos los daños. Después supe que el perdón había llegado por

conmiseración, porque a quienes les fallé entendieron el error

que yo no veía por ser parte de él, pero que no tardé mucho en

ver, porque después de tantas noches boquiabierto escuchando

a Rosario deleitarse con sus propias historias, con sus planes y

sus sueños, después de muchos abrazos para comprometerme

en sus buenos propósitos, después que la creía recuperada de

sus males, después, una noche nos despertó el teléfono y yo

contesté, precisamente yo para que no quedara ninguna duda

de mi error, contesté y fui a su cuarto a despertarla.

-Es una mujer –dije todavía esperanzado en que fuera una

equivocación-. No dijo quién era.

-Rosario encendió su lámpara de noche y se quedó pensativa;

yo creí que se estaba dando tiempo para despertarse, pero su

entumecimiento tenía que ver exclusivamente con la llamada.

-Pasámela –dijo finalmente, y después, lo peor-: Cerré la

puerta.

Yo colgué mi extensión con ganas de no hacerlo, quería

corroborar el motivo de mi zozobra, pero no me permití algo

tan directo; me decidí por algo menos atrevido y me paré al

lado de su puerta a escuchar, pero no fue mucho lo que capté,

solamente una serie de «sí... sí...sí» que a medida que escuchaba

me deslizaban hacia el piso, donde terminé, a ras con mi ánimo,

después de tantos síes y después de un fulminante «deciles que

ya voy para allá». La sentí prender luces, abrir cajones y puertas

y hasta escuché la llave del baño. No recuerdo cuánto tiempo

pasó antes que saliera en carrera con su bolso de viaje, con las

llaves del carro en su mano, tan distraída y presurosa que no

me vio echado a su puerta como un perro. No se despidió ni

dejó nota, de todas maneras no me hicieron falta esos detalles,

no necesitaba ninguna explicación, la vida había retomado su

curso.

-Otra vez –me dije, sin poderme parar.



Fotos sesión del club de lectura Jueves 3 de noviembre de 2022