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lunes, 25 de septiembre de 2023

Fotos club de lectura Círculo Ateneo lunes 25 de septiembre de 2023








 

Puedo escribir los versos mas tristes esta noche Poema 20 de veinte poemas de amor y una canción desesperada. Pablo Neruda (1904-1973)

 



Cuentos leidos: Ante la ley Franz Kafka (1883-1924), Historia de dos que soñaron Gustavo Weil (1808-1889) El gesto de la muerte Jean Cocteau (1889-1963)

 

Ante  la  Ley. 

                                                                       Franz Kafka, 1914


 Ante la Ley hay un guardián. Hasta ese guardián llega un hombre del campo y le pide ser admitido en la Ley. Pero el guardián dice que por ahora no le puede permitir la entrada. El hombre se queda pensando y pregunta si le permitirán entrar más tarde. «Es posible», dice el guardián, «pero ahora no.» Viendo que la puerta de acceso a la Ley está abierta como siempre y el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para mirar al interior a través de la puerta. Cuando el guardián lo advierte, se echa a reír y dice: «Si tanto te atrae, intenta entrar pesé a mi prohibición. Pero ten presente que yo soy poderoso. Y solo soy el guardián de menor rango. Entre sala y sala hay más guardianes, cada cual más poderoso que el anterior. Ya el aspecto del tercero no puedo soportarlo ni yo mismo». Con semejantes dificultades no había contado el hombre del campo; la Ley ha de ser accesible siempre y a todos, piensa, pero cuando observa con más detenimiento al guardián envuelto en su abrigo de pieles, con su gran nariz puntiaguda, su larga barba tártara, rala y negra, decide que es mejor esperar hasta conseguir el permiso de entrada. El guardián le acerca un taburete y le permite sentarse al lado de la puerta. Allí se queda sentado días y años. Hace muchos intentos por ser admitido, y cansa al guardián con sus ruegos. El guardián lo somete con frecuencia a pequeños interrogatorios, le pregunta sobre su país y muchas otras cosas, pero son preguntas hechas con indiferencia, como las que hacen los grandes señores, y al final le repite una y otra vez que aún no puede dejarlo entrar. El hombre, que se había provisto de muchas cosas para su viaje, lo utiliza todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este le acepta todo, pero al hacerlo dice: «Lo acepto solo para que no creas que no lo intentaste todo». Durante esos largos años el hombre observa al guardián casi ininterrumpidamente. Se le olvidan los otros guardianes y este primero le parece el único obstáculo para entrar en la Ley. Durante los primeros años maldice el lamentable azar en voz alta y sin miramientos; más tarde, a medida que en-vejece, ya solo farfullando para sus adentros. Se comporta como un niño y como al estudiar al guardián durante tantos años ha llegado a conocer incluso a las pulgas del cuello de su abrigo de piel, también pide a las pulgas que lo ayuden y hagan cambiar de opinión al guardián. Por último se le debilita la vista y ya no sabe si la oscuridad reina de verdad a su alrededor o solo son sus ojos que lo engañan. Pero entonces advierte en medio de la oscuridad un resplandor que, inextinguible, sale por la puerta de la Ley. Le queda poco tiempo de vida. Antes de su muerte se le acumulan en la cabeza todas las experiencias vividas aquel tiempo hasta concretarse en una pregunta que todavía no le había hecho al guardián. Le indica por señas que se acerque, pues ya no puede incorporar su rígido cuerpo. El guardián tiene que inclinarse profundamente hacia él, porque la diferencia de tamaño entre ambos ha variado muy en detrimento del hombre. «¿Qué más quieres saber ahora?», pregunta el guardián, «eres insaciable.» «Todos aspiran a entrar en la Ley», dice el hombre, «¿cómo es que en tantos años nadie más que yo ha solicitado entrar?» El guardián advierte que el hombre se aproxima ya a su fin y, para llegar aún a su desfalleciente oído, le ruge: «Nadie más podía conseguir aquí el permiso, pues esta entrada solo estaba destinada a ti. Ahora me iré y la cerraré».

https://www.ehu.eus/documents/1263432/2153802/Ante_la_ley_Franz_+Kafka_1914.pdf



 HISTORIA DE LOS DOS QUE SOÑARON (Gustavo Weil) 

Cuentan que hace mucho vivió en El Cairo un hombre muy rico que sin embargo era muy dado a las fiestas y los caprichos. De esta forma, lo perdió todo y se quedó sin dinero, quedándose solo con la casa de su padre. Así que no le quedó otra opción que buscar un trabajo para ganarse la vida. Yacub, que así se llamaba, trabajaba mucho y a menudo llegaba rendido a su casa. Estaba tan cansado, que con frecuencia se quedaba dormido bajo la higuera del patio de su casa. Un día, durante uno de estos descansos, tuvo un sueño. Un hombre desconocido se le apareció para decirle lo siguiente: – Debes ir a Persia, a Isfaján. Allí encontrarás la fortuna. El hombre creyó lo que escuchó y vio en su sueño y al día siguiente decidió partir para Persia. El camino no fue nada fácil. Yacub tuvo que atravesar un enorme desierto y hacer frente a muchos peligros, entre los que se encontraban las fieras y los asaltantes de caminos. Pero después de muchos días, consiguió llegar a Isfaján. Y como era de noche y estaba cansado, se echó a dormir en el patio de una mezquita. Quiso el destino que esa noche unos bandidos entraran en la casa contigua a la mezquita. Los inquilinos de esa vivienda se despertaron sobresaltados y comenzaron a gritar, despertando a todos los vecinos. Un sereno que vigilaba cerca de allí mandó a sus hombres para registrar la zona. Los bandidos habían huido saltando por los tejados, y solo pudieron encontrar al hombre que dormía en el suelo del patio de la mezquita. Pensando que era el culpable del intento de robo, le llevaron a la cárcel. Al día siguiente, el juez de Isfaján quiso tomar declaración al acusado: – Dime, ¿quién eres? ¿Cuál es tu patria? - preguntó el juez. – Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí- respondió él. – ¿Y qué le trajo a Persia? – Un hombre me dijo en un sueño que aquí encontraría mi fortuna… Me quedé dormido en el patio de la mezquita y un guardia me despertó y me trajo hasta aquí. Igual mi fortuna se encuentra aquí en la cárcel… – Ja, ja, ja- se rió entonces el juez- ¡Hombre de Dios, qué inocente! Tres veces he soñado yo con una casa en El Cairo. En la casa hay un patio con una frondosa higuera. Bajo la higuera hay enterrado un tesoro. ¿Y piensas acaso que voy a dejar todo para descubrir si ese sueño es cierto? ¡Es una mentira! Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma estas monedas y vete. Yacub regresó a su tierra. Llegó hasta la higuera, cavó un poco con su pala y desenterró el tesoro. Esa fue la bendición y la recompensa de su Dios. 


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El  gesto de la muerte

[Minicuento - Texto completo.]

Jean Cocteau

Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.


https://ciudadseva.com/texto/el-gesto-de-la-muerte/



lunes, 18 de septiembre de 2023

Cuentos leídos: Psique y Cupido, La muerte en la calle, La fábula de los ciegos, El almohadón de Plumas


1) Las Cuatro Tareas 

La historia de Cupido y Psique

Hace  mucho tiempo, un rey y una reina tuvieron tres hermosas hijas. Las dos mayores eran sobresalientes, pero la  menor, llamada Psique era la muchacha mas perfecta e inteligente del reino. A  tal punto, que la gente había comenzado a abandonar los altares de Venus, la diosa del amor y la belleza, para venerar a Psique. En efecto algunos habían empezado a llamarla la segunda Venus.

Esta, furiosa por la fama de Psique, ordenó a su hijo Cupido herirla con una de sus flechas:

-¡ Venga a tu madre!- le gritó-. Haz que Psique se enamore del mas vil de los hombres; de la bestia mas cruel y miserable que puedas encontrar !

Cupido se dispuso inmediatamente a ejecutar la orden de su madre; pero cuando el dios del amor posó sus ojos en la maravillosa doncella, accidentalmente se hirió un dedo con una de sus flechas, y así fue como quedó el mismo enamorado de Psique.

Atormentado por tan súbita pasión, Cupido voló inmediatamente en busca de Apolo, el dios de la luz y de la verdad, y solicitó su ayuda.

Poco después, todos los admiradores de Psique desaparecieron. Su padre no podía entender por qué los seguidores de su hija, habían dejado de solicitarla y, temiendo el furor de los dioses, pidió el consejo de Apolo.

- Tal vez haya sido decretado que tu hija sea la esposa de un dios- dijo Apolo-. Deja que se quede sola en lo alto de una montaña, y pronto sabrás si un dios desea casarse con ella.

Cuando el rey regresó a su mansión y relató a su familia lo dicho por Apolo, todos prorrumpieron en voces de aflicción porque sabían que pronto perderían a la hermosa Psique. Pero, como las órdenes de los dioses han de ser siempre cumplidas, el  rey  y   la  reina prepararon a su hija para su solitario exilio.

Toda la ciudad encendió antorchas; y, al son de una sola flauta, la gente entonó un himno funeral, mientras escoltaba a la hermosa princesa hacia lo alto de una empinada montaña. Una vez alcanzado el pico más escarpado, Psique habló así a su familia y a sus amigos:

- No temáis. No os atormentéis con pesares. Mejor dejadme ir ahora en busca de mi destino. 

 Después de tan valientes palabras, todos le dijeron adiós; y mientras descendían de la montaña, las antorchas, humedecidas por sus lágrimas, fueron extinguiéndose. 

También Psique lloró hasta quedarse dormida en la desierta altura. Más he aquí que, mientras dormía, el viento del Oeste la levantó y la transportó hacia un valle florido. Así que, al despertar en la mañana, se encontró yaciendo en un lecho de hierba enfrente de un gran palacio con tejado de marfil y columnas de oro. Un dulce coro llenaba el aire con su música y suaves voces de seres invisibles musitaban en su oído:

- Todo esto es tuyo.

Psique vagó por el dorado y resplandeciente palacio. Se bañó en las ondas refrescantes de la fuente y comió deliciosos manjares servidos por invisibles manos.

Durante la noche, Cupido vino a ella:

-Tú eres mi esposa.- le dijo- . Te amo más que a nada en el mundo, pero debo pedirte que nunca trates de mirar mi rostro.

Solo te visitaré en las noches, las  cuales serán gloriosas y llenas de felicidad. 

Cuando Psique le preguntó por qué no podía mirarlo, Cupido únicamente respondió:

- Respeta mi ruego, porque si llegas a mirarme, quedaremos separados para siempre.

En realidad Cupido temía que si Psique descubría que él era el hijo de Venus, llegaría a adorarlo como a un dios, en lugar de amarlo como a un igual.

Psique se deleitaba con las visitas nocturnas de Cupido, pero durante el día se sentía triste y solitaria. Una noche le pidió permiso a su esposo para traer a sus dos hermanas.

- Si ellas vienen, ese será el comienzo de nuestra ruina- dijo Cupido.

-  ¡Oh, no ! ! Por favor deja que vengan! - le rogó ella-. Si no puedo mirarte, ¡ al menos permíteme ver a mis hermanas!

Como estas palabras entristecieron a Cupido, mandó al viento del Oeste por las hermanas mayores de Psique.

Una vez llegaron al palacio, se alegraron grandemente al ver que Psique se encontraba buena y sana; pero en cuanto comenzaron a mirar y se dieron cuenta del esplendor en el cual esta vivía, se llenaron de envidia; y cuando retornaron a casa, y pensaron que sus esposos no eran tan ricos como el de su hermana, se sintieron carcomidas por los celos.

En su segunda visita al palacio, pidieron ver al esposo de Psique.

- Lo siento, pero no podré presentároslo - dijo.

- ¿Por qué? ¿ tan feo es que te da vergüenza  dejarlo ver?

- No, no le es permitido mostrarse. Ni siquiera yo lo he visto a la luz del día.

- ¿Cómo? -gritaron las dos hermanas.

- Yo trato de no darle importancia- dijo Psique- . Es tan gentil y bondadoso...  Y además parece amarme más que a su misma vida.

Cuando oyeron estas palabras, se llenaron todavía más de envidia al pensar en todo el amor que su hermana recibía, y en cuanto llegaron a casa, se arrancaron los cabellos y se lamentaron amargamente porque sus propios maridos eran fríos y ásperos.

Las hermanas sintieron crecer en su interior unos celos  tan espantosos contra Psique, que decidieron estropearle su felicidad. Así pues, cuando volvieron al palacio, una de ellas dijo: 

- Después de todo, no creemos que tu esposo sea tan maravilloso.

- Ah, pero lo es- dijo Psique.

- Ah, pero no lo es- dijo la otra- Fuimos a consultar a un oráculo, ¡ Y el dice que tu esposo es un monstruo repugnante y horrible ! ¡ Y que por eso no deja que lo mires!

- ¡No ! ¡ Eso no es verdad !- grito Psique.

¡ Sí que lo es !  Y además , ¡ está esperando que tengas un hijo suyo para matarte !

-¡ No ! ¡ No !- sollozaba Psique.

No obstante, las hermanas lograron convencerla de que su esposo era en realidad un horrible monstruo; también la convencieron de que llevara una lámpara para verlo por la noche- y de que entonces, le cortara la cabeza.

En medio de la oscuridad, todo era silencio, salvo el suave sonido de la respiración de Cupido mientras dormía. Psique temblaba mientras se deslizaba de  la cama y se apoderaba de la lámpara de aceite y del cuchillo que había escondido con anticipación.

Al regresar a  la cama, Psique encendió la lámpara y luego la levantó lentamente por encima de la cabeza de Cupido. Cuando vio el rostro ruboroso y resplandeciente del hijo de Venus, quedó pasmada. Hasta la luz de la lámpara brillaba más y mas y con mas alegría mientras alumbraba al hermoso dios.

Deslumbrada, Psique acarició suavemente sus dorados rizos, las brillantes alas blancas y el carcaj;pero al tocar una de sus flechas, se hirió y quedó doblemente enamorada del dios del amor. En su embeleso, estuvo a punto de caer al suelo; y mientras se enderezaba,  dejó caer una gota de aceite de la lámpara en el hombro de Cupido.

Cupido despertó y cuando vio a Psique,con el cuchillo en la mano, una expresión de tristeza cruzó por  su  rostro. 

- ¿Amor mío,  tenías miedo de que yo fuera una monstruo horrible?

Y  antes de que Psique pudiera responder,  dijo: 

- No puede haber amor si no hay confianza. Jamás volveré a ti- Y con estas tristes palabras, se dispuso a volar. 

Llorando de dolor Psique se lanzó hacia Cupido y trató de agarrarse a él mientras este se remontaba por el aire; pero pronto, vencida por el cansancio cayó  al  suelo. Y luego, en medio de la soledad de la fría noche, deseó morir. 

Después vagó por la tierra en busca de su esposo perdido, sin saber que Cupido sufría tanto como ella, y que, en el palacio de su madre, yacía en  el  lecho herido de amor  por  ella.

Desesperada, Psique pidió ayuda de todos los dioses y diosas, pero ninguno quiso ganarse la ira de Venus. Solo Ceres  la  diosa de las cosechas, se atrevió a darle un consejo: 

Busca a Venus y pídele perdón- le aconsejó-. En este momento su hijo se encuentra en  el  palacio gimiendo por  ti, y Venus está cansada de cuidarlo. Ruégale que vuelva a unirte a él. 

Sin embargo, en cuanto Venus vio a Psique de pie, humildemente enfrente  de  su  puerta, lanzó un grito salvaje. La potente diosa les ordenó a sus servidoras Inquietud y Tristeza que se lanzaran sobre la joven, le  rasgaran  sus  ropas y  le  arrancaran  el   pelo.

Una vez  terminado el  horrendo  ataque, Venus se dirigió sonriendo a Psique,quien permanecía temblando, tendida  en  el  suelo:

- ¿Quieres ver  a  mi  hijo? ¿ No sabes que él  te  aborrece  y  que  no  desea volver a  mirarte  jamás? En verdad eres  una  criatura tan vulgar y desgraciada que  me  das  lástima. Tal vez deba entrenarte para que  llegues  a  ser  digna de  un  dios.

Enseguida, Venus le encargó una tarea. La condujo a un depósito lleno de granos de diferentes clases.                     

- Debes tenerlos clasificados esta tarde  - dijo,   y  con estas palabras desapareció.

En cuanto Psique  se  enfrentó  sin  esperanzas  a  las  pilas de cebada, de lentejas y de semillas de amapola, algo extraordinario  empezó a suceder. Una armada de hormigas  se  fue  reuniendo y, en pocos minutos, oleadas de ellas se apoderaron de los montones de grano.

Cada hormiga cargaba una semillita a  la  vez, hasta que todas quedaron agrupadas en tres diferentes pilas. 

Cuando Venus regresó a  la  caída de  la tarde, estalló en tremenda ira: 

¡ Alguien te ha  ayudado! - gritó- ¡ Por la mañana te encargaré otra tarea. 

Luego le tiró un pedazo duro de pan negro, y  la  dejó  durmiendo en el frío suelo.

Cuando el alba rosada de la mañana siguiente apuntaba, Venus sacó a Psique  al  exterior  y  le dijo: 

- ¡Vete a la dehesa junto al torrente! ¡ allí habitan feroces carneros de dorados vellones!

¡ Recoge un poco de su lana, y quizá entonces puedas llegar a ser una persona digna del amor de mi  hijo!

Psique permaneció enfrente del torrente que bordeaba los pastos en donde pastaban los carneros salvajes y, mientras miraba como se atacaban unos a otros, se dio cuenta de que nunca podría acercarse a ellos sin que la mataran. Y, en su desesperación, quiso  ahogarse  en  la  corriente. 

Mas entonces, un verde junco que se bamboleaba, comenzó a susurrar una melodía: 

- No te  quites  la  vida, Psique. Ni  te  aproximes  a  esos terribles carneros. Cuando llegue el calor del mediodía y estén durmiendo su siesta, deslízate hasta la dehesa y recoge los dorados copos de lana que cuelgan de las zarzas afiladas y  de  los  espinosos  matorrales. 

Al mediodía, cuando los amodorrados carneros yacían tomando su siesta, Psique cruzó el torrente y se arrastró hasta el pastizal. Y en poco tiempo, se apoderó de toda la lana que colgaba de zarzas y espinas. 

Cuando Venus vio toda esa lana, sonrío con amargura:

- Alguien tiene que haberte ayudado- dijo, y le entregó de nuevo otra tarea.

Esta vez quiso que Psique llenara una copa de cristal con  el  agua helada de la montaña, recogida de  la  desembocadura  del  río  Estigio.

Psique tomó la copa y comenzó a escalar las escarpadas rocas  de  la montaña.Pero, cuando iba llegando a  lo  alto, se dio cuenta de que le faltaba aún lo peor de  la  tarea,porque las rocas de las bocas del río eran desesperadamente pendientes y resbalosas; pero en el mismo instante en que estaba pensando en arrojarse desde la montaña, pasó por  allí  un  águila.

- ¡ Espera! -gritó-. Dame  la copa de cristal. ¡ Yo volaré hasta la desembocadura del  río  y  te traeré  el  agua!  

Psique entregó  la  copa  al  águila; esta, con su fiero pico agarró el  vaso y se remontó hasta lo alto de la montaña. Cuando la hubo llenado, entregó la copa a Psique, quien le llevó el oscuro líquido a Venus. 

Cuando esta  lo  recibió, acusó a la joven de hechicera, y luego le encomendó la mas cruel de todas las tareas: le entregó un cofre y le ordenó bajar con él al Averno para pedirle a la reina Proserpina que lo llenara con una pequeña  porción de  su  belleza.

Psique pensó que  había  llegado  a  su  fin, pues nunca tendría  el valor de  descender hasta semejantes  abismos - hasta el aterrador país de los muertos. En profunda desesperación, subió entonces  a  lo  alto de una empinada torre desde donde se  dispuso a  lanzarse a  la  muerte. 

Mas  he  aquí  que cuando se disponía  a  saltar, la  torre  le  habló:

- ¿Qué  cobardía  te  incita  ahora  a  renunciar, Psique? Trátate  mejor  a  ti  misma, que yo te diré cómo llegar al  Averno y de qué manera triunfar en  tu  búsqueda.

En cuanto Psique prometió que  no  se  mataría, la torre le explicó cómo viajar hasta el  país de los muertos:

Toma dos  monedas y dos pedazos de torta de cebada - le dijo  la  torre-. El cojo conductor de un asno va a pedirte ayuda, pero tú debes negársela. Debes darle luego una de las monedas a Carón, el  barquero,  quien te conducirá a través del río Estigio, hasta el  Averno. Mientras estés cruzando el río la mano de un moribundo se estirará hacia ti a tientas, pero tú debes volverte hacia otro lado. También debes negarte  a  ayudar a  tres  mujeres que estarán tejiendo los  hilos del  destino. Cuando llegues al pie del  Cancerbero, el perro de tres cabezas que custodia las puertas del palacio, dale uno de los pedazos de torta de cebada para que sea amigable contigo. Y cuando emprendas el regreso, haz lo mismo.

Sin embargo, hay algo aún mas importante:cuando vengas de regreso con el cofre lleno de la belleza de Proserpina para entregárselo a Venus, no lo abras; hagas lo que hagas,  ¡ no abras el cofre de la belleza!

Psique hizo tal como se lo había aconsejado la torre, hasta haber obtenido de Proserpina, reina de los muertos, el cofre con su belleza.

Luego, al salir del Averno, repitió lo que ya había hecho: cuando llegó a las puertas del palacio, le dio a Cancerbero el resto de la torta; le entregó una moneda a Carón para que  la  condujera a través del río Estigio, y se negó a detenerse al escuchar los gritos engañosos de quienes le pidieran ayuda.

No obstante cuando  ya  iba llegando al  palacio de Venus, una vehemente curiosidad se apoderó de ella. Ardía en deseos de abrir el cofre y de usar un poco de la belleza de Proserpina. 

Cautelosamente levantó la tapa, pero en lugar de la belleza, encontró dentro de él un sueño mortal, que, al apoderarse de ella, la dejó abatida en el camino. 

Entretanto Cupido quien se había escapado del  palacio  por  la ventana de su alcoba para ir en busca de Psique, la  vio  yaciendo  inconsciente  al  lado del camino. 

Se precipitó entonces hacia ella, y, recogiendo con rapidez el sueño de su cuerpo, lo encerró de nuevo en el cofre. Luego despertó  a  Psique con  un  beso.

Antes de que Venus pudiera darles alcance,Cupido levantó a  Psique del  suelo y la transportó a los cielos mas altos, hasta el monte Olimpo en  donde habita  Júpiter  dios  del  firmamento; y a este le pidió que los uniera oficialmente. 

Después de que Júpiter hubo celebrado el matrimonio de Cupido y Psique, todos los habitantes del Olimpo agasajaron a la pareja,con excepción de Venus, quien estuvo furiosa durante muchos días. No obstante, a medida que fue pasando el tiempo, la diosa, ya entrada en años, se convirtió en abuela de una hermosa niñita  llamada Dicha. 

Nota: Leída del libro Mitos Griegos de Mary Pope Osborne, por el alumno de noveno grado, Juan Manuel  Paniagua  



 2) LA MUERTE EN LA CALLE

JOSÉ FELIX FUENMAYOR

 

 

Hoy me ladró un perro. Fue hace poquito, cuatro o cinco o seis o siete cuadras abajo. No que me ladrara propiamente, ni me quería morder, eso no.

Se me venía acercando, alargando el cuerpo pero listo a recogerlo, el hocico estirado como hacen ellos cuando están recelosos pero quieren oler. Después se paró, echó para atrás sin darse vuelta, se sentó a aullar y ya no me miraba a mí sino para arriba.

Ahora no sé por qué me he sentado aquí sobre este sardinel, en la noche, cuando iba camino de mi casa. Parece que no pudiera andar un paso más, y eso no puede ser; porque mis piernas, bien flacas las pobres, nunca se han cansado de caminar. Esto tengo que averiguarlo.

También por primera vez pienso que mi casa está lejos, y esta palabra me suena extraña. Lejos. Será ¿"lejos? Sí. Es "lejos". Es que ya tenía olvidada la palabra.

Yo digo "casa" pero no es más que una cuevita a la salida de la ciudad, casi en el puro monte. Me gusta poner nombres así. A mis conocidos, a quienes pido los centavos que diariamente necesito, me les arrimo diciéndoles: Qué tal, caballerazo. Son pocos esos conocidos. Verdaderamente son mis amigos. Yo busco uno o dos de ellos cada día y voy dejando descansar de mí a los otros; y como solo les pido muy de tiempo en tiempo no me huyen ni se me excusan. Cuando me encuentro alguno que no está en turno para el día, lo saludo "Qué tal, caballerazo" y sigo de largo con mi paso que siempre parece que llevo un poco de prisa. Si es alguno a quien le toca, le digo: "Qué tal, caballerazo. Echese ahí tres centavos, o cinco, o siete o diez". Con tres tengo para el café tinto. Si son cinco, hay para el pan. Si son siete, ahí está el azúcar, y entonces bajo mi mochila, saco mi jarrito y le echo el café; y saco mi botella de agua y echo, revuelvo con un dedo y así el café aumentado me alcanza para el pan. Y si son diez, añado una arepita de masa dulce. Tres es malo; cinco, regular, siete, bueno; y diez, completo. Con uno solo o con dos nada más, o sin uno o sin dos, no sé, porque nunca me ha pasado. Dios me favorece. Y también me dió el don del orden.

A veces es más de diez, porque cojo a un caballerazo en un momento así, y entonces puede haber para el almuerzo y hasta para la comida. Pero eso de almuerzo y comida no me importa mucho. Mi mala costumbre, que no he podido quitármela, es el desayuno. Otra que sí me quité, era que toda la plata me la acababa inventando cosas; y eso noté que me perjudicaba la salud y me estorbaba para caminar. Entonces dejé la mala costumbre, y lo que me quedaba lo guardaba para el otro día. Pero aunque tuviera algo guardado yo no dejaba de hacer mi trabajo de caminar. Naturalmente, mientras me duraba el guardado y yo no pedía nada; y si entretanto me cruzaba con algún caballerazo a quien le tocaba, lo saludaba y seguía de largo porque su turno quedaba aplazado.

Una vez tuve un problema de mucha plata. Llegué por la nochecita a la casa de un caballerazo a quien le tocaba y lo encontré en la terraza, donde estaba en reunión con mujeres y todo. Le dije: "Caballerazo, échese ahí tres, o cinco, o siete, o diez". Entonces otro caballerazo que estaba allí sentado se levantó y se me puso al frente y me dijo que repitiera lo que había dicho. Yo repetí. Me dijo que le explicara lo que yo quería decir con eso, y yo le expliqué, largo. Porque a mí me gusta hablar de las cosas mías y es de lo único de que hablo; porque en mis cosas veía siempre la mano de Dios. Cuando me encuentro a una persona que le pone interés a mis asuntos, hablo; pero es muy raro que la encuentre, como aquel caballerazo. Entonces me la paso callado. A mí me ven pasar, como mudo, y la gente pensará que a mí no me gusta hablar; pero no es así, es lo contrario, porque yo estoy siempre hablando, hablando conmigo mismo. Bueno: y aquel caballerazo me tendió delante de los ojos cinco pesos. Yo le veía el billetón en la mano. "Caballerazo, es de quinientos" le dije, para que se fijara, si era que se había equivocado. "Sí, tómalo" me dijo. Lo cogí, qué caray, y me despedí.

Esta es la voluntad de Dios, pensaba yo, caminando; él me dirá lo que me corresponda hacer. Dos días, o tres, o cuatro, o cinco, tardó en llegarme la iluminación. Y entonces, lo hice: envolví el billete en un papelito y lo amarré al fondo de la mochila. Ahí está, desde entonces; para que cuando yo me muera el que me recoja lo encuentre y sea suyo. Dios le guiará la mano para que dé con él, como premio de su buena acción.

Una cosa rara, que me haya sentado aquí, cuando yo sigo siempre en viaje liso. Y acabo de fijarme que sólo he traído tres periódicos en vez de los cuatro que deben ser. Nada de esto me había sucedido nunca. Y viendo eso me quedo aquí sentado en lugar de devolverme a buscar el que me falta. Dios mío. Tú debes saber lo que me está pasando; me está pasando algo malo, pero Tú haces tu voluntad. Ahora tengo la preocupación de mi mala costumbre de abrir dos periódicos en el suelo y echarme encima dos también; porque solo traje tres, y ahora no sé si convenga más dos arriba y uno abajo que dos abajo y uno arriba. Dios mío, líbrame de esta preocupación, porque me siento sin ganas de devolverme a buscar el que me falta.

Hace tiempo tenía yo una manta. Dios me hizo ese milagro, porque me condujo a pasar por una casa en el momento en que un hombre en la puerta decía, y yo lo oí: "Llévese eso y bótelo". Miré, y vi la manta. Y le dije al hombre: "Qué tal caballerazo; échesela acá si va a botarla"; y el hombre me la dió.

Aquel fue un buen tiempo. Comenzó cuando yo estaba ya cansado de pedir alojo, hoy aquí, mañana allá, porque no me lo daban más que una vez. Yo solo pedía que me dejaran dormir en la cocina o bajo alguna enramadita, o en cualquier parte del patio; en cualquier parte que no fuera la calle, en un sardinel, como estoy ahora; porque yo tengo mis gustos y hay dos cosas que no paso: ni dormir en un sardinel, en la calle, ni pedir comida: Siempre me contestaban con mala cara, lo mismo cuando me decían sí que cuando me decían no. A veces tenía que rogar el favor en dos o tres o cuatro o cinco casas antes de conseguirlo. Y un día que pedí permiso para ir atrás en un patio por una necesidad, vi un hoyo en el suelo que quién sabe si lo habían hecho puercos o lo cavó algún perro. Lo medí con el ojo y lo encontré de mi largo y ancho, y bien seco estaba. Miré para la casa, y lo tapaba la cocina. Miré derecho para la calle, y había un portillo en la cerca. De una vez lo pensé. Y en seguida fuí a hablar con la gente de aquella casa y expliqué mi asunto: que yo siempre llegaba a acostarme muy tarde cuando todos están durmiendo; y salía muy temprano, cuando nadie se había levantado; y allí estaba el portillo para entrar y salir sin que sintieran; y como no iba a molestar a nadie, que me dejaran dormir en el hoyo del patio que no se veía desde la casa porque lo tapaba la cocina: todo bien explicado. Aquella gente era buena y me lo permitió.

La primera noche, cuando me metí en el hoyo creí que el frío de la tierra no iba a dejarme pegar los ojos. Pero Dios me ayudó, porque después de rato ya estuve en calorcito. Lo mismo siguió pasándome todas las noches.

Una noche, cuando menos lo pensaba, me cayó un aguacero; pero fue ya a la madrugada, casi cuando iba a levantarme, y me salí y me sequé con la brisa, caminando. Y mientras andaba se me presentó en la cabeza un pedazo de cerca con una lámina de zinc que quedaba a tres, cuatro, o cinco o seis o siete pasos del hoyo. Esa misma noche aflojé la lámina, la quité y la puse de tapa al hoyo; y por la mañana la volví a su sitio; y nadie se dió cuenta, y así seguí haciendo; y ya podía llover. Esa idea del zinc no me vino de Dios, porque El es bueno, y aquello de usar la lámina sin autorización era cosa que no debí hacer, cosa mala. La idea me vino de la lluvia, que no es ni buena ni mala; pero tapar el hoyo era bueno. Como fuera, Dios me lo perdonó; porque al otro día del zinc, me mandó la manta.

Aquel buen tiempo duró hasta que los muchachos me descubrieron. Yo digo que los perros son buenos y los muchachos son malos. Esto quiere decir que yo no he conocido muchacho bueno ni perro malo. Pero seguramente Dios ha hecho de todo.

A mí ningún perro me ha molestado. Y algunos me siguen, desean vivir conmigo, eso muy claro se los comprendo. Ellos no buscan mi comida sino mi compañía, porque bien saben que yo no tengo comida porque demás que pueden oler mi mochila. Viene uno y me ve. Se estira, alzando la cabeza; luego se afloja, se me va poniendo detrás y continúa adelantando hasta que marcha a mi lado acomodando su pasito brincado al mío suave y largo. Así voy con él, vamos juntos, mirándonos. El bate y bate más y más su esperanza con la cola. Hasta que yo le doy la última mirada y muevo la cabeza pensando: no puedo vivir contigo caballerazo perro. Y él me entiende; y con pasito más brincado y más triste, se aleja.

Qué pasaría hoy con aquel perro. Eso tengo que averiguarlo.

Los muchachos con quienes yo me he estado cruzando, son malos. Hablan sucio y feo. Y se fijan en uno, y le tiran piedras y le gritan apodos. Si es uno solo, yo sé que se hace el que no me ve, pero me está preparando y buscando ocasión. Si son dos, o tres, o cuatro, o cinco mi peligro es mayor porque entonces se descaran, juntos pierden el miedo y cada uno quiere ganarse en maldad a los otros. A mí me parece que cuando están así, también les sale rabo pero no de perro bueno sino de Malino que se los pone y por eso no puede vérselo el que está con Dios.

Verdad que yo sé que con mi flacura cada día se me ha ido saliendo el esqueleto más y más para afuera, y esto es bueno de ver para los muchachos que no están con Dios. También les gustarán mis pantalones rotos, tal como se han roto, porque yo no los remiendo, remangados en mis canillitas, sobre mis zapatos que yo los abro bastante en la punta para que los dedos de mis pies tomen aire y no críen mal olor. Y tal vez lo que más les pica son mis patillitas que de una vez crecieron y ahí me las he dejado y no son más que unos pelitos ralos y larguitos, un poco monos, pero, eso sí, suaves como de seda, y por eso estoy siempre pasándome la mano por la cara.

Todo eso lo sé yo. Pero me defiendo. Y un modo es que no les huyo y si me gritan, no es conmigo. Y tampoco les doy tiempo ni lugar para que me pongan ningún apodo que se me quede pegado, porque nunca me ven achantado ni dando vueltas por esos sitios que hay donde se amontona gente, que unos vienen y van y se ve que están como en ocupaciones y diligencias; y otros parece que algún viento los hubiera tirado allí para nada o que creo que están esperando que el mismo viento que allí los echó les lleve algo, y no saben qué. Yo nunca estoy por esos sitios. Yo camino en busca de mis caballerazos; y después que los encuentro sigo caminando, caminando.

Otro modo de defenderme es que si un muchacho viene o va por delante de mí o lo siento que anda por detrás de mí, yo estoy arisco y vigilante para sacarle el cuerpo a la piedra. Si no fuera por eso, quién sabe cuántas veces ya me hubieran roto la cabeza de una pedrada.

Y lo que me hicieron los muchachos en mi hoyo de dormir, no es que yo no hubiera tomado precauciones. Es que no sé cómo me descubrieron los muchachos. Eso, no he podido averiguarlo. Pero una noche sentí puyitas por el cuerpo, y era cadillo que me echaron en el fondo del hoyo. Otra noche, seguido, me enronché porque me pusieron pringamosa. Y la última noche, seguido tambiénm, cuando abrí la manta me ensucié todo de porquería. Había tanta que comprendí que no era obra de un solo muchacho.

Me salí del hoyo y me limpié con tierra, bien restregado. Pensaba: Por qué habrán hecho esto conmigo. Pero Dios lo había permitido.

Está visto que las cosas malas que a uno le pasan, son buenas por otro lado que uno no llega a conocer sino después, cuando es su momento. Es lo que siempre sucede.

Y aquella noche me dije que no iba a dormir. Puse la lámina de zinc en su puesto de la cerca y salí por el portillo. La manta, la dejé; yo pude habérmela llevado y lavarla, pero se las dejé allí.

Caminé, caminé, como si fuera de día. Seguía derecho, no doblaba por ninguna esquina, sino derecho. Y después vi que ese era el camino. Ya estaba en las afueras cuando paré. Y allí mismo la vi: mi cuevita, la que desde ese momento iba a ser mi casa. Entré, agachándome. Daba media vuelta y hacía como sala y cuarto. De una vez me acosté. Y cuando ya no estaba despierto pero tampoco me había dormido, Dios me dió la idea de los periódicos, y yo ayudé, pensando: deben ser cuatro: dos en el suelo y dos como sábana.

Desde entonces estoy mejor, como nunca. En mi casa puede llover lo que quiera llover, y no me mojo, y sin tener que tapar nada con zinc. Y por allá no he visto a ningún muchacho.

Aquí llevo mis diez para mañana. Mi botella de agua está llena. Si mi mamá me ve desde la otra vida estará contenta de que a su hijo no le falte nada. Lo único ahora es el periódico; pero eso ya no importa porque he resuelto poner uno solo en el suelo y arroparme con dos, y ya se me acabó esa preocupación. También si mi tío lo supiera le gustaría conocer que, si no fui zapatero, busqué en cambio mi propio camino y en él no paso necesidades.

Una cosa que yo he debido averiguar es que nunca he sabido quien fue mi papá. Pero como no me lo decían, pensé que era que no debía saberlo, y por eso no lo averigüé.

Mi mamá trabajaba mucho. Todo era lavar ella; ella coser, ella, planchar; ella, cocinar. No me dejaba que le ayudara. Me decía: Tú no sabes de eso, anda a jugar. Y yo jugaba en el patio, que era chiquito, pero podía correr de una punta a otra y me gustaba clavar un palo en el suelo y saltar por encima. Y yo a veces no tenía ganas de jugar, pero jugaba para que mi mamá viera, porque a ella le gustaba mucho verme jugar.

Un día mi tío se fue a vivir con nosotros. Mi mamá me dijo: Este es tu tío. Era él muy ancho. Yo lo veía por detrás y me parecía que no tenía cabeza, o que su cabeza no era cabeza. Mi mamá nos ponía la mesa con mantel. Los dos no más nos sentábamos, porque ella iba y venía, seguía trabajando. Mi tío, cuando acababa su comida hacía pedacitos de bollo, los pasaba por el plato y se los comía. Le decía a mi madre que eso era para que le fuera más fácil lavar el plato. Haz tú lo mismo, me decía, y así ayudas a tu madre. Yo lo hacía, por obedecerle; pero no me gusta hacer eso.

Toda aquella comida la tengo olvidada, ya no es nada para mí. De lo que me acuerdo es de aquellas tajaditas de plátano maduro que mi mamá me dejaba coger cuando las estaba friendo. Después, cuando estaban sobre la mesa en un plato, ya no me gustaban tanto como cuando las comía cerquita a mi mamá, en la cocina.

Un día murió mi mamá. Yo comencé a llorar; pero mi tío me cogió por un brazo, me sacó al patio y señalándome un rincón me dijo: Siéntate ahí, y nada de llorar, porque los hombres no lloran.

Mi tío se hizo cargo de todo. Me dijo: Hay que venderlo todo: este es un deber que yo tengo que cumplir.

Y otro día, cerró la casa. Coge eso y vamos, me dijo. Yo alcé un saco grande, uno mediano y uno pequeño y seguí detrás de él. Llegamos a un buque. Me quitó los sacos y no me dejó subir. Te puedes caer, me dijo, espérame aquí. Tardó mucho y al fin volvió con un bultico en la mano. "Ya no tienes a tu madre ni a tu tío, me dijo; ahora vas a hacerte hombre y debes asegurar tu porvenir. Yo quiero que seas zapatero. Es un oficio honorable y produce mucho dinero. No se dirá que yo te abandoné a tu suerte, aunque eso es lo que Dios quiere, que cada cual busque su propio camino. Aquí te doy ésto, con lo cual puedes empezar la zapatería". Me entregó el bultico y se volvió al buque.

Comenzaron a soltar los cabos; y yo, parado en la orilla, esperaba que mi tío se asomara para gritarle: Adiós, tío. El buque se abrió en el agua, respirando fuerte, y comenzó a irse. Se iba el buque, yo esperaba, pensaba que era mejor que mi tío no se asomara sino cuando fuera bien lejos, para que entonces lo alcanzara alla mi grito de adiós, porque me parecía que dar un grito desde la orilla hasta un buque muy distante, era como soltar un pájaro que sigue volando hasta después que uno ya no lo ve. Pero mi tío no se asomó.

Cuando recibí el bultico noté que era pesado. Anduve un buen rato con él sin desenvolverlo. Aunque no imaginaba lo que pudiera ser, no estaba curioso por saberlo. O tal vez sí sentía mucha curiosidad y por lo mismo demoraba en abrirlo. O era que sin darme cuenta, yo lo tenía sabido, porque mi tío me lo había dicho: lo que yo llevaba en la mano era mi zapatería.

Al fin me senté en un sardinel, como estoy ahora, y quité el papel y vi: era una horma de zapatero. Claro, tenía que ser una cosa de zapatería. Y lo mejor que se me ocurrió fue ir a buscar un zapatero. Seguramente era eso lo que mi tío había pensado que yo haría: que, con la horma, yo encontrara un zapatero que me hiciera socio de su zapatería.

Fui donde uno y le tendí el bultico, sin decir nada. El zapatero me miró a la cara. Qué traes ahí, me dijo; y cogió el bultico y lo desenvolvió. Esta es una horma izquierda, dijo; dónde está la derecha. Yo no entendí y no supe qué contestar. El volvió a mirarme a la cara; y agarrando con una sola mano el papel suelto y la horma desenvuelta, los tiró al suelo y me dijo: Eso no sirve, y ahora vete. Yo me fui, rápido, sin atreverme a recoger el papel y la horma; y ya andando en la calle comprendí que mi tío se había equivocado y no se fijó; pero yo le agradecí su buena voluntad aunque se hubiera equivocado. Y cuando Dios permitió que eso pasara es porque no quería que yo fuera zapatero.

Entonces vi grandes las palabras que me había dicho mi tío: ahora no tienes ni a tu mamá ni a tu tío. Me puse a mirar por todas partes y vi que tampoco tenía ya ni mi mesa para comer ni mi patio para jugar. Yo pensaba: algo se puede encontrar en el mundo. Yo no conocía la gente ni las calles. Me miré yo mismo para adentro y pensé: yo no puedo quedarme con la gente porque cada una es de otra y yo perdí la mía, entonces, la parte que me queda del mundo son las calles; por las calles es por donde puedo buscar mi propio camino, que es lo que Dios quiere, como me dijo mi tío.

La manera como Dios lo conduce a uno, yo la conocí: es con riendas. Lo mejor es no resabiarse y dejar uno que le apriete bien justo el freno pues así va uno más seguro porque siente los tironcitos por pequeños que sean, que Dios le dé. Por eso yo sentí el que me dió un día que yo me iba a ser hombre de pala para coger arena; y enseguida dejé la pala. Otros me ha dado y también los he sentido. Pero cuando voy por la calle, caminando, me deja suelto, porque ese es mi camino y ahí no necesito tironcitos y entonces parece que ni freno llevara puesto.

Hay un peligro, que yo lo tuve, y es el misterio de la mujer. Yo me dije: eso tengo que averiguarlo: Y me puse a fijarme en las mujeres; pero el misterio no se me resolvía con cualquier mujer en que me fijara. Un día ví a una que estaba sentada y se me pareció a mi mamá; pero se levantó y ya no se parecía. Otra vez me iba delante una mujer que en el bulto y en los movimientos era como mi mamá; eso veía yo; pero cuando me la pasé y le vi la cara, se fue el parecido. Me sucedió también que yo iba distraído y de pronto oí la voz de mi mamá; alcé la cabeza y vi unas mujeres que iban hablando, pero la voz de mi mamá no volvió.

Entonces, yo me puse a pensar que mi mamá estaba como repartida en pedazos, y también en pedacitos, entre otras mujeres. Esto me gustó al principio y yo las seguía disimuladamente y con el misterio dándome vueltas en la cabeza y que a veces comenzaba a regárseme por todo el cuerpo.

Pero, después, me molestaba que una mujer pudiera ser en ninguna cosa como mi mamá. Y entonces ya no les hallé más parecidos. Primero pensaba yo: es que se los estoy negando, porque sí lo tienen. La verdad la ví, al fin, cuando comencé a sentir los tironcitos; esos parecidos no existían y era que el misterio de la mujer me los ponía como trampa. Y ya no quise averiguar más el misterio de la mujer.

Sí, Dios me ha favorecido. Con su protección y ateniendo a las riendas encontré mi propio camino en el mundo. Mi trabajo es caminar, y eso me gusta. El alimento lo consigo con solo decir: Qué tal, caballerazo. Ahora tengo mi casa. Dios me ha librado de toda inquietud.

Y El me ha sentado hoy aquí y no quiere que me levante y camine. Qué raro, aquel perro. ¿No habrá por ahí algún muchacho con una piedra en la mano? No. No hay nadie. No hay más que la calle. Pero la calle comienza a desaparecer, me va dejando. Y el sardinel donde estoy sentado se está alzando como una nube y me lleva en la soledad y el silencio. Ahora veo a mi mamá. Está de pie, a la puerta de la cocina, pero no me ha visto. La llamo: ¿Ya vas a freir las tajaditas de plátano, mamá?

 

Gentileza de Jaime Carbonell


3) La fábula de los ciegos


Hermann  Hesse

Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.

Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.

Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.

Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores.

Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.




                                         4)   El almohadón de plumas Horacio Quiroga


 Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. —¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor. —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer... —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación. —Levántelo a la luz —le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. —¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca. —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma. 


Fotos del club de lectura círculo ateneo del 18 de septiembre de 2023

 







domingo, 17 de septiembre de 2023

Textos leídos: cuentos 21 y 23 extractados del libro Cuentos fantásticos chinos

 

Cuentos  fantásticos  chinos

 

Cuento  21

Hubo en  la  zona  este  de  la  prefectura  Bian del  imperio en tiempos de la presente dinastía, una posada llamada  “El puente de madera” y  regentada por una hermosísima mujer de unos treinta  años  y  de  desconocida procedencia. Su nombre era San Nianzi,  o simplemente San.  Y aunque fuera  una  mujer sin marido, sin hijos ni  hijas, sin padres ni  familia, y que se ganaba la vida dando comida en unas pocas  habitaciones de su propiedad, de  nada le  faltaba. Muchos eran los carruajes del gobierno, o de simples civiles que allí se detenían  y  muchos también los asnos que poseía y  daba, a muy bajo precio,  a todo aquel cliente que poco dinero trajese y de tal  ayuda necesitara para poder proseguir  viaje.

De ahí que todo el mundo dijera  de  ella que  era  una  buena  mujer  y  muy  honrada, lo cual atraía aún más clientes a su casa, ya de lejos o de cerca.

Pues  bien, en el año 806 siendo emperador Tang  Xiangzong, se  dio  el  caso de  un  viajero llamado Zhao que, yendo  de  Xu a  Luoyang, por  allí  pasó  y  pernoctó.

Por  ser  el  último  de  los  seis  o  siete huéspedes en  llegar  aquella  tarde, le fue dada la cama que estaba  más  al  fondo, al  lado  de  una  pared que lo era también de la habitación de la posadera. Ésta tras  servirles  una  excelente   y  copiosa  cena, les hizo compañía entre buen vino de arroz, hasta muy entrada la noche. Zhao  no  bebió, porque  no  era  su  costumbre, pero se  quedó  allí  un  rato, riendo con  todos  y  disfrutando de  la  conversación. Ya  hacia las dos y viendo que  estaban algunos a  punto  de  caer  dormidos de  fatiga ebrios otros y varios durmiendo ya, San  se  retiró  a  su  habitación, candó bien la puerta y apagó el  candil  de  un soplo.

Fue poco después cuando Zhao que no dejaba de dar vueltas en la cama insomne mientras todos los demás estaban ya profundamente dormidos, oyó ruidos a través de la pared de  la habitación de  San, ruidos como de alguien que, allá dentro, anduviera moviendo cosas. Por una rendija  que  en  el  muro había  miró y vio a San sacando un candil del fondo de una vasija, vio como lo encendía, y de una caja sacaba un arado, un buey de madera y un hombre también de madera, cada cosa de no mas de pico y medio de grande, y las ponía las tres junto al hogar. Salpicó unas gotitas de agua sobre ellas y las figuritas de madera empezaron a moverse: el hombrecillo se subió al arado, que había enganchado al buey de madera, y araron un trozo de suelo justo allí, enfrente  de  la  cama, yendo y  viniendo  sin  parar  durante un  buen  rato.

Luego, sacó de la misma caja unos granos de trigo que dio al hombrecillo; el hombrecillo los sembró y  el  maíz  brotó  al instante. En seguida  echó  flor  y  maduró. San le dijo al hombre que lo cosechara; lo cosechó, lo descascarilló  a  pisotones  y  se  lo  dio. En total, se hizo con unos siete u ocho sacos de  maíz. A continuación, sacó y montó una muela de molino diminuta, con la que el hombre hizo harina del maíz. Cuando hubo acabado, metió al hombrecillo de madera en la caja y, con la  harina, preparó panecillos para el desayuno del día siguiente.

Cuando los  gallos empezaron a cantar, antes de que los huéspedes se hubieran levantado, San ya  había prendido lámparas  y  dispuesto platos llenos de  panecillos en la mesa. Sin embargo, Zhao tuvo un presentimiento extraño y  le  dio  por  irse  derecho  hasta  la  puerta, abrirla, despedirse, salir, y,   una  vez  afuera, correr a mirar desde alguna ventana lo que fuera a ocurrir adentro: y adentro solo vio a los huéspedes desayunando alrededor de la mesa. Pero antes de que hubieran acabado de comer, de súbito y  a  un tiempo todos, los vio caer a cuatro patas, empezar a  lanzar  rebuznos, y  al punto, trocarse  en  asnos.

Vio cómo San los  fue  arreando hasta  la  parte  trasera  del  local, y  cómo  se  quedaba con todo su dinero y  todas sus cosas. No la denunció: en el fondo, lo que aquel día sintió, fue envidia, fue deseo de dominar también él  las  artes  de  aquella  mujer.

Al mes y pocos días Zhao regresó de Luoyang y se detuvo en  “El puente de madera”, pero esta vez con un desayuno, idéntico al de la otra ocasión, ya  preparado.

Allí decidió dormir. San, tan amable como de costumbre, le volvió a preparar una cena copiosa, aunque esta vez no hubiera otros huéspedes.

-          ¿Qué tiene pensado para mañana? – Le preguntó San cuando era  ya  hora  de  dormir.

-          Nada especial-  respondió Zhao-, comer antes de salir  y  nada más.

-          No se preocupe por el desayuno,  que  ya  lo  haré  yo.

Ya  bien  entrada  la  noche, Zhao espió y vio exactamente lo mismo que había visto la otra vez; al alba, un desayuno igual que el otro estaba ya listo en varios platos. En otro momento en que San salió  a  por  algo, Zhao cogió un panecillo y  dejó  uno de  los suyos; la  mujer regresó y no lo notó.  “ Qué casualidad – djo  entonces  Zhao- , Si  yo  traía  panecillos  míos, puede retirar  estos  de  aquí  y  dejarlos para otros huéspedes” Ella los  retiró y,  cuando volvía con el  té,   Zhao le dijo alcanzándole  el  que  ella  misma había preparado: “tome, tome y  pruebe  uno  de  los  míos”  Al primer pedazo que le entró  en  la  boca, cayó a cuatro patas, comenzó a rebuznar  y,   al  punto,  se trocó en un asna, en  un  asna  sana  y   fuerte. Zhao se montó en ella y echó camino adelante, no sin  haber antes  cogido el hombrecillo y el  buey  de madera y  el  resto de  las  cosas. Y aunque no era capaz de usarlas, porque ignoraba las artes que la mujer dominaba, al menos fue  a  muchos lugares a lomos de aquella asna en que San se había trocado, una  asna  capaz de recorrer largas distancias al día y que nunca le  dio  problema  alguno.

Trascurrieron cuatro años y  cierto  día  en  que  iba  Zhao a  lomos de  su  asna  por la subprefectura de Tongguan, estando cerca de monasterio de Huayue, se topó con un viejo que, desde la orilla del camino, batiendo palmas y soltando carcajadas exclamó: “¡ Vaya, vaya, vaya, pero si  es  San,  la  posadera del   puente de  madera”. Y ¿ qué haces tú  así?” La sujetó por las bridas y continuó, dirigiéndose ahora a  Zhao: “ Ya  sé que ha sido mala en el pasado, ¿No cree  que  es  demasiado severo  este  trato  que  le  da?  Mírela bien ¿no le  da  lástima? ¿Por qué  no  la  suelta  ya?”  Al  punto, sujetando con una mano una  fosa  nasal y  una  esquina de  la  boca  de  la  asna,  y  con  la  otra, la otra fosa nasal y  la  otra  esquina,  y  tirando de todas  hacia  afuera, se  abrió un hueco  tal  que pudo San saltar  por  él  desde  el  interior  de  aquella piel  de  burra. Estaba igual que antes. Hizo una reverencia  de  cortesía  y   agradecimiento    al  viejo  aquel, y  se fue. No se  sabe por dónde ande  hoy.               

                                                                     Xue   Yusi,  dinastía  Tang  (618- 907)



 

                                                                           23    

Ocurrió en  tiempos  de  la  dinastía  Song del  Norte, en  los  años  Xiaojang y en  la prefectura de  Yingnchuang que, estando un hombre llamado Yu a  un  paso  de  la muerte, con el corazón casi parado y el cuerpo casi frío, despertó de  golpe  y  dijo que  justo  después de morir, llegaron dos hombres vestidos de negro que le ataron las manos fuertemente  y  le  arrearon que echara a  andar; que luego llegaron a  una gran ciudad de  altísimos muros  y  portadas, y protegidas por muchísimos soldados; que fue llevado, junto con un gran número de personas, a una sala en la que había, sentado en un trono elevado, un hombre rodeado por cientos de soldados y de servidores que le llamaban “ Gran Señor” ; que dicho Gran Señor  cuando  estaba pincel en  mano examinando el  libro que  contenía los   nombres  de  los  recién  llegados  y  llegó  al  de  Yu  exclamó: “ Si  la  vida  de  este  hombre  aún no  está  agotada,  ¡ que  se  le  envíe  de vuelta  ahora mismo!”

Y  así  fue: de  la tarima  donde  estaba  el  trono  bajó  un  sirviente que le condujo  hasta  la  puerta  de  salida  de  aquella  sala, primero, y  hasta  la  de  la   muralla, después;  allí  le comunicó al  guardián que  había  orden  de  enviarlo  de  regreso, que se ocupara de enviar  a  alguien  con  él.

-          Quiero  la  orden confirmada por  segunda  vez – respondió el guardián.

-          Buena suerte tiene- dijo  de repente una mujer  joven, hermosísima y de una elegancia sin  par, que estaba entrando por la misma puerta-, pues os es  permitido regresar. Dadle  algo  al  guardián y veréis cómo os  abre  y  podéis partir.

-          Pero ¿qué  podría  darle? - Respondió  Yu-  si  no  tuve  tiempo de  coger  nada  antes  de que  me  ataran las  manos?

-          Esto- dijo la  muchacha  sacándose  del  brazo izquierdo   tres  brazaletes  y  tendiéndoselos.

Yu  le  preguntó  su  nombre  y  dónde  vivía.

-          Me  apellido  Zhang.  La  casa  de  mis  padres  está  en  Maozhu.  Yo  morí  de  cólera  hace  poco.

-          Cinco mil  monedas  de  oro  dejé  preparadas para  la   hechura de   mi  ataúd. – dijo Yu-;  si en verdad  resucito, os  prometo usarlas  en  agradecimiento por  todo esto que estáis haciendo ahora por mi.

-          No lo  hago por  ninguna recompensa – dijo ella- , es  solo  por  ayudar  a  alguien  que  no debiera estar aquí.  

     Además, esto que os doy  son  cosas  mías, así que no hace falta que os molestéis  en  ir  a  devolver  nada  a  mi  familia.

Yu le  dio  al  guardián  los  tres  brazaletes  de  oro, quien  los  aceptó,  y  nadie  hubo  de  traer  ninguna  orden confirmada por  segunda  vez; se despidió de  la  muchacha, quien no pudo evitar que  las  lágrimas se derramasen por su rostro, y  partió.

Y  en  tal  punto se despertó  Yu;  y  estando  enormemente  desconcertado por todo esto,  fue  a  la  aldea  de  Maozhu y  preguntó  y  averiguó que  había allí  una  familia llamada Zhang, una de  cuyas  hijas  acababa  de  morir.

                                                                                  Yang  Zhitui    (531- 591)