Buscar este blog

viernes, 23 de febrero de 2024

Lectura del tercer capítulo La llamada de la novela Aranjuez de Gilmer Mesa

  3.   La  Llamada

El sonido del teléfono  me despertó a las 7:34 a..m, entredormido observé  el nombre de mi  hermano en  la pantalla y me levanté de un salto, él  rara vez  me llama y menos a  esa hora, lo que indicaba que había ocurrido  algo grave en la casa de mis padres, al contestarle me encontré con su gélida voz de siempre, imperturbable me dijo  A  mi  papá le dio un infarto, estamos saliendo para Urgencias , me quedé callado un segundo por  la  impresión, al  cabo del cual intenté decirle que ya salía para la casa de ellos, ubicada a dos cuadras de  la  mía, pero él me cortó tajante. No hay  tiempo, ya estamos saliendo, vaya  a las  Urgencias de Córdoba  y  allá  nos  vemos, cuando le  iba a preguntar por  el estado de mi  papá. colgó, paré de golpe, me  eché agua en la cara y me vestí con la ropa del día anterior que había dejado tirada al pie de la cama, encendí un cigarrillo y cogí las  llaves de  la moto antes de salir atribulado con  la  noticia  palpitándome aún en  los oídos, cuando llegué  al hospital me encontré a mi  mamá en  la  sala  de  espera hecha un manojo de nervios, la  abracé y entre llanto y llanto me  dijo: Reinaldo está  muy  mal, no era la primera vez que me encontraba con mi  madre en una sala de espera de un hospital, hacía mas de tres años que mi papá había iniciado la espiral horrenda de la demencia que se lo estaba tragando. Empezó con pequeños olvidos, casi parecían descuidos, al  manejar no recordaba para dónde iba  y se quedaba horas dando vueltas por  la  ciudad sin saber a  dónde dirigirse, después fueron varios  los  extravíos de los recados que nos dejaban  al  teléfono   o de los quehaceres diarios, hasta que un Día de la Madre en que nos fuimos los cuatro miembros de  la familia a almorzar a  Las  Palmas, él  iba manejando y de repente frenó en seco entre dos carriles y después de diez segundos que parecieron horas se quedó lelo mirando al  frente  y   nos  dijo  Yo creo que se me olvidó manejar, la  alerta cundió, mi hermano, mi mamá y yo nos miramos desconcertados sin saber qué decir,  ante el aturdimiento  me  bajé  del  carro  y   dije   Venga,  Rey, yo manejo que usted lo que está es cansado, él se dejó llevar mansamente a la silla trasera con la mirada perdida. .Durante  el trayecto que faltaba para el restaurante no volvió a mencionar palabra, yo lo buscaba por  el retrovisor y notaba en su cara que algo muy adentro de él se había fugado, sus ojos traslucían la angustia del que ha perdido algo valiosísimo, preciado pero secreto, y no quiere que nadie se entere de su ruina, pero su esfuerzo por ocultar la inquietud solo logra precipitarla a la superficie y  hacerla visible  para los demás, fue  el Día de la Madre mas triste de nuestra historia, los cuatro compartiendo una mesa llena de soledades, cada uno cavilando por su lado lo que estaba pasando e intentando desviar la atención con temas vanos y dispersos en el discurso, hablábamos de cualquier cosa con tal de tapar con palabras la realidad que se nos había hecho palpable de golpe. Desde ese día en adelante todo fue debacle, mi padre cada vez estaba más desacertado, no volvió a manejar, un oficio que había ejercido por más de cincuenta años, y la falta de actividad aceleraba más su deterioro, un hombre como él, que había empezado a trabajar a los siete años sin detenerse nunca, porque fue de esa generación de hombres bravíos de campo que aprendieron solo a trabajar como mulas sin descanso desde chiquitos, sin vacaciones y sin conseguir nunca nada mas allá del sustento diario, hombres que nunca se quejaron y que encontraron en el trabajo rudo su sostén y hasta su diversión, a los cuales este país goza produciendo porque sabe que con ellos tiene garantizado el trabajo bruto y barato, por eso no los educa, no los alienta, ni los impulsa, antes los frena, los ata a trabajos miserables y condicionados, haciéndoles creer que deben estar agradecidos porque no se están muriendo de hambre, pero sí lo están, solo que les dosifican el hambre en porciones mezquinas y los mantienen a punto de desfallecer sin conseguirlo del todo, salvados del borde del colapso por el enjuto jornal que porta entre sus pliegues una nueva promesa de mejoramiento que nunca se cumple, hasta que llegan a la edad en que mi padre empezó a colapsar, sin haber hecho fortuna ni nada valioso con su vida, sin pensión, sin ánimos y sin pretensiones, apoyados en los hijos que fue lo único que alcanzaron a hacer y que en este país cicatero son la única recompensa de los padres y su jubilación; después del almuerzo del olvido, mi hermano y yo decidimos que era hora de que mi papá dejara de trabajar, los dos nos habíamos graduado de sendas carreras y ambos trabajábamos, yo hacía algún tiempo vivía solo, de manera que me encargaría del mercado y las cosas varias de  la casa, mientras que mi hermano que vivía con ellos, pagaría el arriendo y los servicios, de todas maneras los aportes que mi papá venía haciendo en los últimos años eran mermados y no alcanzaban para casi nada, pero lo mantenían ocupado y activo, manejando un carro particular que yo había comprado para ir a trabajar y que viendo cómo le iba de mal manejando taxi, que no alcanzaba para liquidar el salario diario y nosotros teníamos que cubrírselo las mas de las veces, decidí dejárselo a él para que lo "chiviara", que es como se conoce en esta ciudad al transporte informal, y que los listillos de las estadísticas tasan como empleo genuino, justificando con números la ineptitud del sistema; mi papá se apostaba fuera del Comfama y hacía carreritas pequeñas en el mismo barrio, lo que si bien no representaba ganancia amplia, lo entretenía y le hacía creer que seguía trabajando y aportando para la casa como lo había hecho toda la vida, y lo más importante, no trastocaba la rutina diaria de tantos años, que es lo único que garantiza  una convivencia armónica entre un matrimonio viejo como el de mis padres; pero en cuanto dejó de trabajar la vida se les hizo confusa, mi padre se levantaba temprano, y después de hacer los mandados para el día- pues en mi casa nunca se mercó para el mes, ni siquiera para la semana, porque los sueldos de mi padre siempre fueron diarios y nunca se acostumbraron a nada distinto, ni siquiera ahora que les daba la plata del mes y podrían mercar de una vez para los treinta días haciendo rendir más el dinero y evitarse correrías y acarreos diarios, mi mamá se empecinaba en sostener que así le rendía más  la plata, yo sospecho que ese ritual lograba ocuparlos al menos un rato cada día y eso en una vida quieta de viejos es invaluable-, mi papá se quedaba sin nada que hacer el resto del día y se ponía a ayudar a mi madre en los quehaceres de la casa, y lo que al principio parecía un gesto de solidaridad y apoyo terminaba siendo un desastre a manos de quien nunca en su vida había realizado el más mínimo oficio doméstico, carecía del orden, la disciplina, y el tacto que a esas labores atañen, por lo que terminaban embrollados en soberanas discusiones porque al trapear no escurría la trapeadora y dejaba la casa anegada, o lavaba los platos con jabón de baño, o colgaba la ropa al derecho y no al revés como le gustaba a mi madre, yo los visitaba al menos una vez al día y siempre los encontraba sumergidos en galimatías de órdenes incumplidas y reclamos por negligencias ordinarias sobre cualquier nimia labor, yo le decía a mi mamá que entendiera que mi papá de seguro la estaba pasando mal, que necesitaba estar mas ocupado, que le delegara funciones básicas que no implicaran un método particular y ella me decía por lo bajo  Me va a enloquecer su papá, pero no, el que estaba enloqueciendo a pasos acelerados era él, no lo decía pero se le notaba el desacierto, no es que antes fuera ducho en las funciones domésticas, nunca lo había sido, pero sus disparates obedecían a su olvido, no a  su falta de destreza: empezaba cualquier función y la dejaba a medio camino porque no recordaba lo que estaba haciendo y empezaba con otra tarea diferente que su mente menguada y sin orden le dictaba que hiciera y no volvía a acordarse de la primera, lo supe con certeza una mañana en que me quedé viéndolo extender una ropa en la terraza, subió con el atado de ropa recién lavada y la descargó en un muro, puso en los alambres lo que se llevó en la mano y se quedó parado frente a un bluyín extendido mirando con los ojos fijos en la nada, después agachó la cabeza como buscando algo en su interior y al no encontrarlo miró a los lados confundido y se fue a la huerta a buscar unas cebollas y dos tomateras que tenía sembradas, y nunca más volvió sobre el atado de ropa.


A la media hora salió mi hermano del recinto de Urgencias y se nos unió en la sala de espera. Mi madre y yo le preguntamos por el estado de mi papá y sin dejarnos terminar nos dijo que le había dado un infarto agudo al miocardio y que al parecer tenía obstruidas tres arterias, mi mamá se puso a llorar con mayor efusión mientras yo le preguntaba qué seguía, nos dijo que tenían que dejarlo en observación y que habían pedido una ambulancia para trasladarlo a un hospital con médicos y equipos especializados en enfermedades cardiovasculares, pero que se tardaría al menos una hora porque todas estaban ocupadas, le pregunté si lo podíamos ver y me contestó que sí pero solo dejaban pasar a uno, le dije a mi mamá que entrara y ella me cedió su  puesto  porque no quería que mi padre la viera llorosa y triste. Me les despegué  y entré a la sala de Urgencias buscando al hombre que me produjo y que solo una vez en la vida me dio algo parecido a un consejo:  Yo tenía doce años y me fui con él en su camión destartalado a un viaje hasta Montería en unas vacaciones- era lo más parecido a vacacionar que teníamos en la casa, acompañar a mi papá en su trabajo- íbamos hasta una hacienda en la costa, cargábamos ganado en el camión y nos devolvíamos de inmediato, era una excursión de un día para otro, pero para un muchacho inquieto y encantado con la calle como yo en esa época parecía un viaje de meses, salimos de Medellín y todo el camino me debatí entre el mareo y el aburrimiento, llegando a Barbosa habíamos agotado los temas entre un padre serio y austero en el trato y un hijo tímido y callado, repasados los tópicos del colegio, los amigos y los deberes de ser una buena persona y salir adelante, que era siempre la manera en que mi padre cerraba las conversaciones, pero esa vez al acercarnos a la loma del  Hatillo se volteó y me dijo, señalando lo que parecían las ruinas de una fábrica, En ese sitio trabajó su abuelo durante treinta años, esa frase dicha por llenar el silencio incómodo, no sé por qué impulso raro, permitió que se le soltara la lengua y empezó a contarme de su infancia en Hoyorrico, una vereda de Santa Rosa de Osos que yo conocía bien ya que cada diciembre nos llevaban donde la abuela, que aún vivía allí, a comer natilla fría y arepas de chócolo gordas y heladas que terminé detestando porque ella nos obligaba a comerlas, so pena de no darnos comida de verdad si no aceptábamos esas porquerías, me contó esa historia que relaté antes  sobre  como había abandonado la escuela a los siete años, sin saber leer ni escribir bien, porque se cansó de que la maestra le pegara con una regla de madera en las manos ante la más mínima indisciplina o la menor rebeldía, y su padre después de zurrarlo le dijo que si no iba a estudiar tendría que trabajar,  y eso hizo desde el siguiente día y para siempre en su vida, empezó arriando leña, el único trabajo que podía hacer un niño de siete años en un pobladito como el suyo, se levantaba a las cuatro de la mañana y se internaba en el monte para juntar palos y chamizos hasta volverlos un atado, cuando juntaba cuatro atados, que era todo lo que podía cargar, salía y los llevaba hasta su casa y repetía la operación tres veces hasta tener doce atados de los cuales vendía la mitad y dejaba la otra mitad para el consumo diario en su casa, y por las tardes lidiaba marranos en el chiquero familiar y atendía la huerta de la casa.


En esas bregas estuvo un año largo hasta que un médico de Medellín consiguió una finca cerca de Hoyorrico y anunció que necesitaba trabajadores, mi padre fue de los primeros en ser seleccionados por su energía y pujanza, empezó siendo peón y en cinco años llegó a ser el mayordomo de la finca con escasos trece años, en ese tiempo empezó a lidiar con otros animales, a plantar y recoger cosechas y a sortear trabajadores díscolos y montaraces, incluso creó una especie de incubadora para criar algunos polluelos a quienes se les murió la madre, se inventó un artilugio con el motor de una licuadora descompuesta que diera vuelta a los huevos y les puso un par de bombillos alrededor que los calentara y logró sacar las crías, el aparato hacía años estaba inventado, pero él no lo sabía, es decir que a su manera fue pionero de tamaña tecnología, me lo contó sonriendo y sin aspavientos como todo lo que decía; él de verdad solo se enorgullecía de  haber trabajado sin descanso todos los días de su vida y de la mujer y de los hijos que tenía. Su destino parecía ligado a las fincas y la vida de campo, hasta que su labor incrementó la producción de la finca al punto de que las cosechas sobrepasaron la capacidad de las mulas cargueras e hicieron necesaria la contratación de un camión de los llamados  3⅟2 para transportar las cosechas hasta el pueblo, cuando mi padre vio arribar el vehículo a la hacienda la cabeza le voló en mil pedazos, se quedó extasiado contemplando su desplazamiento, nunca nada lo había arrebatado de tal manera, ni el trabajo, ni un buen animal, ni siquiera las mujeres que a la edad que tenía es lo que a todos los hombres nos trastorna el juicio, cuando el conductor se apeó, mi padre casi lo atropella con la pregunta en vilo  ¿ Me puede dar una vuelta en ese carro?, el hombre al verlo tan entusiasmado le inquirió por el mayordomo, mi padre le respondió que era él mismo y el hombre sin creerle desconfiado de su aspecto juvenil le dijo que no jodiera que venía a recoger la cosecha, mi papá se empoderó de su cargo y en un santiamén despachó los asuntos del cargue y descargue, así que el chofer al ver  la obediencia de los peones comprobó que era verdad que el adolescente era el jefe y con una sonrisa le dijo  Si quiere damos una vuelta ya mismo antes de irme, a mi padre le brillaron los ojos cuando se montaron y arrancaron, el corazón que hoy le falló bombeó con toda la alegría que había acumulado en años de vida pobre y trabajada, sin dejarse ver tuvo que enjugarse una lágrima furtiva que se le escapó de lo puro contento, todo en el carro le gustaba, el sonido, el diseño, su fuerza, lo intrincado de los mecanismos que lo hacían posible; al volver del recorrido su vida se convirtió en una obsesión por conseguirse un carro, soñaba dormido y despierto con eso,  se sentaba en el borde de su catre y con la tapa de una olla se hacía  el que manejaba, en cualquier tiempo libre que tuviera caminaba los tres kilómetros que lo separaban del único trazado vial que comunicaba Medellín con la costa y se apostaba a su vera a  ver pasar carros, en poco tiempo aprendió a distinguir las marcas, los modelos y sus características, estaba enfermo de ardor automotor. La vida que es tan perra a  veces se conmueve con los deseos auténticos y pone al deseoso en la vía de su destino, valiéndose de tretas calculadas y precisas que los más optimistas llaman casualidades y que no son más que la manera con que esta condena al  ser  humano a morir por sus deseos; un día que estaba a la orilla del camino remascando una arepa fría con panela vio que a menos de cien metros un camión estaba varado y que el hombre que lo conducía parecía encartado tratando de sostener la tapa del motor con una mano, mientras con la otra hurgaba en su interior, de manera que se aprestó a ayudarlo, y el hombre, que se llamaba Orlando, agradeció la ayuda y mientras se desvaró entablaron una charla sobre sus oficios y gustos que terminó con una invitación para que lo siguiera en ese viaje porque iba para Cartagena, que allí trabajaba en una empresa que requería personal urgente. Mi padre al principio declinó el convite porque aunque deseaba viajar y coger mundo, la idea de servirle a un patrón con horario fijo y capataz no le sonaba en absoluto, pero cuando el hombre le dijo que, si se decidía, en los momentos libres le podía enseñar a manejar, no necesitó más, con esa sola promesa bastó para que se olvidara de su promisoria carrera como mayordomo campesino y abandonara trabajo y familia, en media hora estaba listo con un costal al hombro y dos mudas de ropa que era todo lo que tenía, y en camino al desconocido futuro; me contó ese día en el carro cuando pasábamos por los llanos de Cuivá que esa lejana tarde, mientras atravesaban los mismos paisajes, iba sonriendo. En Cartagena estuvo tres años, trabajando todos los días de sol a sol cargando barriles de concreto pesadísimos para la construcción de una presa por un salario mínimo, pero en las madrugadas y en las noches de vez en cuando el hombre que lo encaminó a su destino le hacía el favor de entrenarlo en el manejo de volquetas, fue trabajoso porque a Orlando le implicaba levantarse supertemprano o acostarse muy tarde, por lo que muchas veces se hacía el bobo, pero finalmente cumplió su promesa y le proporcionó a mi padre  trece clases después de las cuales le dijo entre risas Rey, usted ya se defiende con los carros, ahora le toca arriarse el bulto solo, siga practicando cuando y donde pueda y déjeme dormir, así que mi padre, que tenía la fiebre de los bisoños y quería estar sentado al volante todo el tiempo, le rogó al capataz para que lo transfiriera a ser ayudante de volqueta porque sabía que a estos les daban lo que en lenguaje de choferes se conoce como "caimaniadas", es decir  pequeños chances para mover los carros, lo complicado de la petición era que en ese oficio se ganaba la mitad del sueldo de lo que ganaba un cargador como mi papá, pero él le dijo al capataz que no importaba, estaba seguro  de que después de unos días, en que se practicara bien, iba a convertirse en chofer y así lo hizo, a la vuelta de cuatro meses ascendió a chofer con volqueta asignada, la manejó hasta que después de dos años de retostarse al sol, con los hombros y las manos peladas de cargar y manejar, logró juntar cinco mil pesos que valía la cuota inicial de un camión y fue donde el doctor Alquívar, el gran jefe de la empresa y una figura tan admirada por mi padre que a su hijo mayor le puso ese mismo nombre, condenándolo a una vida de burlas y confusiones mayúsculas, el doctor después de escuchar el entusiasmo con que mi padre hablaba de su sueño de tener un camión propio lo dejó partir con una bonificación de mil pesos por ser buen trabajador, que sirvieron para pagar las tres primeras cuotas del camión mientras consiguió un encargo fijo. Cuando se montó en su flamante International 180 y lo arrancó me contó aquella que le temblaban las piernas más que cuando conoció a a mi mamá, que es otra historia que relataré en otro momento, nunca antes había sentido tanta felicidad, era un camión verde oscuro  que fue el único que tuvo en su vida, su única posesión material, y que cuando yo lo conocí no era más que un amasijo de chatarra vieja y destartalada que producía más gastos que ganancias. Su primer viaqje fue a Necoclí, lugar al que muchos años después, teniendo yo seis años, en un viaje a cargar ganado con él y mi madre, me llevaron a conocer el mar, y de ahí en adelante su vida fue viajar conduciendo su camión, todo lo que había soñado se le estaba haciendo realidad y aquel día de nuestra charla me decía que era un hombre afortunado porque gracias a su carro en un viaje a Ituango había conocido a mi mamá, con la cual nos había tenido a  nosotros que éramos su mayor alegría en la vida, mientras lo decía le daba golpecitos al volante como agradeciéndole a su cacharro, mientras yo sorprendido entendía que esa tartana de carro en que nos desplazábamos había sido nuevo alguna vez y había constituido la máxima aspiración de alguien a  quien yo quería y admiraba tanto, pensé en preguntarle a mi padre qué había salido mal para que fuéramos los mas pobres del barrio y su carro el más feo de los que cabalgaban en  la  carretera, pero no fui capaz, viéndolo sonreír  de  lado,   orgulloso de lo que era en la vida, de pronto separó los ojos del camino para mirarme de frente y decirme la sentencia que no entendí en su dimensión total y que en su momento me pareció una obviedad, pero que ahora con cuarenta años y con el hombre que la profirió en una camilla con el corazón colapsado cobró una importancia y una significación capital: Sin dejar de sonreír me dijo" No se le olvide nunca mijo que un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer como hombre", en ese escueto aforismo sintetizaba lo que había sido su forma de estar en el mundo: un  "Hombre", así genérico, era para él y los de su clase aquel que respondía a lo que le  tocara  sin  miramientos, que daba la cara a los problemas haciendo lo que tuviera que hacer por los suyos, echándose al hombro la responsabilidad de sus actos y la de los suyos. Años después pude comprobarlo cuando yo me choqué en un taxi con su camión, y que me prestaba a ratos los domingos para que me hiciera los pasajes de la semana para ir a estudiar, en ese entonces yo no era muy ducho en direcciones y un trío de personas me pidió que los llevara al barrio Las Palmas, les dije que si me indicaban como llegar los llevaba y ellos me fueron dirigiendo y me hicieron meter por Girardot, al llegar a la esquina que cruza San Juan me detuve al lado de la volqueta y arranqué amparado en ella, y mientras yo cambiaba el dial del pasacintas porque había empezado "Gitana" de Willie Colón, y estaba harto de escuchar esa canción que hasta el  día de hoy me asfixia con su tono chillón y festivo irritante, la volqueta frenó en seco mientras yo  sin percatarme seguí derecho, lo próximo que recuerdo es el estruendo de la embestida de otro taxi que me arrojó contra una casa, la que terminó por destruir con el impacto el lado del carro que no se había estropeado con el choque del taxi, el resto fue confusión y sangre, gritos de gente herida que salía trastabillando del carro y yo aprisionado por el volante contra mi pecho, como pude me zafé y sin saber qué hacer corrí hasta una casa en donde una pareja de señores se asomaban a contemplar lo que había pasado, y les pedí prestado el teléfono, mi padre acudió en veinte minutos y se hizo cargo de todo, echándose la culpa del accidente cuando fue interrogado por el oficial de tránsito, sin embargo uno de los pasajeros delató el timo y le dijo al interrogador que ese señor no era el chofer sino que yo y me señaló, mi padre sin  inmutarse un ápice le dijo al oficial con calma Sí, señor, así  fue,  pero ese muchacho es el hijo mío y nadie me lo toca, si quieren háganme a  mí lo que quieran, pero a él lo dejan quieto, yo les pago con la poca plata que tengo los daños hasta donde me alcance y les voy pagando el resto a cuotas o me cobran todo con cárcel, pero con mi hijo nada, si no les parece díganme a ver cómo hacemos porque más fácil me hago matar que dejar que alguno de ustedes le toque un pelo a mi muchacho, el oficial observó tal determinación en su gesto y su voz que hizo caso omiso del comentario del sapo, y mientras continuaba llenando los papeles del accidente como si mi padre hubiese sido el chofer le dijo Tranquilo, señor, en la audiencia podrá decir eso mismo, pero hoy nadie le va a hacer nada a usted y a su hijo, ese día lo volví a ver enorme colosal como lo contemplaba cuando yo era un niño y todo en él sobresalía, tan distinto al enjuto cuerpo al que ahora me arrimaba. Al verme esa mañana en Urgencias esbozó una sonrisa lela, perdida entre contemplaciones de objetos y gente que no entendía ni conocía, al cruzarse con mi mirada fue como si encontrara una palabra familiar en medio de un escrito en una lengua desconocida, me le arrimé y le tomé la mano, él me la apretó y sentí su tacto helado, le froté la  mano entre las mías buscando darle calor y me dijo Mijo ¿ Por qué estamos aquí?,  ¿ Esto es la casa de quién ?, le respondí poniendo la mejor voz que pude No, Pa, estamos en un hospital, te dió una vaina ahí en el corazón, una bobada, él me miró e hizo una mueca con la boca como de preocupación, yo continué  Pero fresco, vamos para otra clínica donde te van a quitar eso, vas a  estar en una pieza sola y en una cama buena, él me dijo No, mijo, vámonos ya para la casa, le expliqué que eso no se podía y que lo mejor era aguantar tranquilos, no volvió a hablarme hasta pasados un par de minutos cuando volvió a preguntarme Mijo, ¿dónde es que estamos?, no pude responder nada,  me quedé mirándolo, viendo cómo su mirada se perdía en un limbo de incomprensiones y desvaríos.


Nadie está preparado para ver enloquecer a  su padre, no puedo contemplar su locura sin enloquecer yo un poco, pero mi locura es de rabia, de dolor y de impotencia y esa mezcla engendra amarguras que no logro conjurar, quisiera partirme el cuerpo y dejarle un pedazo que le ayude a cargar sus dolencias, que le repare sus daños, ¿ para qué habitar un cuerpo estable cuando no sirve de soporte para los cuerpos de los que amamos? , quisiera ensanchar mi mente para que quepan sus recuerdos junto a los míos y así él no los pierda; no lo sabe y nunca lo sabrá, pero su locura me está enloqueciendo de impotencia, no es algo que se elabore, es elemental, casi telúrico, que me lleva a pensar imposibilidades para embolatar la angustia, pienso en sus amigos que murieron sin perderse en sus propios olvidos como Wenceslao, o si él pudiera decidir  si  quisiera  haberse  muerto con su cabeza intacta o llegar a este punto, nunca lo sabré porque no se lo pregunté, y  ya no  puedo hacerlo porque no tiene con qué responderme, es extraño cómo necesité tenerlo a las puertas de la muerte para darme cuenta de que debí preocuparme por saber cómo hubiera preferido morir, nunca nos damos cuenta de las cosas importantes hasta que dejan de serlo, ya qué me puede importar el cómo cuando me urge el cuándo, y solo quisiera que al final de sus ojos le llegara un mínimo destello de los míos que le hiciera saber cuánto lo quiero, por eso me le acerco  y sin  decirle  nada  pongo  mi  frente  encima  de  la  suya. 


Fotos del viernes 23 de febrero de 2024




















 

miércoles, 7 de febrero de 2024

Fotos del encuentro del club de lectura Círculo Ateneo miércoles 7 de febrero de 2024

 









Lectura del Segundo Capítulo de la novela Aranjuez, Jaime y Marianita

 2  Jaime  y  Marianita 

Jaime nunca fue de los Sanos, antes bien su inminente conversión en bandido fue lo que propició su suerte y la de su hermana Mariana. Ambos eran hijos de don Enrique un despedido de Colanta, que una vez cesante se dedicó a capitanear el hogar mientras preparaba una demanda contra la empresa, que según el, injustamente prescindió de sus servicios y que años después de la tragedia de Mariana supe había ganado agenciándose un montón de plata; el despachaba a los muchachos para el colegio y a su mujer doña Alicia para el trabajo en una policlínica donde ella era la enfermera jefe y en donde lograba ganar el sueldo para mantener económicamente a  la  familia, e incluso le sobraba para ciertos lujos que al resto de muchachos no podían darnos en nuestras casas; ellos tenían las mejores bicicletas, nuevas y bonitas, también fueron los primeros y durante mucho tiempo los únicos en tener un Nintendo en la cuadra. Apenas despedía a su familia don Enrique se dedicaba a los oficios domésticos, barría, trapeaba y lavaba la ropa y concluidas estas funciones se aplicaba con dedicación de devoto a su verdadera afición: absorber ingentes cantidades de alcohol, empezaba con cervezas una tras otra mientras arreglaba el almuerzo, aprovechando que siempre estaba solo en casa puesto que no le gustaba beber frente a sus dos hijos, una vez listo el alimento, bebía la última cerveza del día mientras ojeaba el periódico más amarillista de la ciudad al cual estaba suscrito y que todos los días traía historias crudas e inverosímiles para cualquier parte del mundo menos para esta donde lo imposible es cotidiano, y que el hombre consumía casi con la misma fruición que desplegaba con la bebida; recibía a sus hijos cuando venían del colegio, les servía el almuerzo y conversaba con ellos sobre el diario, a lo que ellos respondían seguros de que su padre no les paraba bolas porque aunque no tomara frente a ellos los dos notaban la disminución constante de las botellas de cerveza en la nevera y sentían su tufo alcohólico apenas traspasaban el umbral de la cocina; finalizando el almuerzo don Enrique los dejaba ocupados en sus tareas para el siguiente día o entretenidos en algo  y  tomaba una siesta que se extendía hasta el final de la tarde cuando después de darse una ducha recibía a su esposa con la comida caliente y hablaban un poco de todo luego él se iba para la cantina de Lucio a beber media de aguardiente que pagaba su mujer, en tanto ella se tiraba frente el televisor a consumir golosa las telenovelas de la noche, cuyas historias cursis y almibaradas la hacían sentir miserable con la vida romántica que llevaba, y la embutían en un túnel de desesperanza bien parecido al fracaso por las cosas que soñó en su juventud, pues la aventura salvaje de amor brutal e incontenible con los hijos poco a poco se fue tiñendo del gris melancólico de la costumbre y en el beso diario de  despedida al aire en que terminaban las relaciones de jóvenes bestiales e irracionales cuando se convierten en esposos y padres que sufren una suerte de transfusión afectiva al trasladar el afecto que en ellos amaina para nutrir el que entregan a sus hijos; no era vieja pero ya no era joven y veía como las miradas de médicos y pacientes que antes se posaban  en sus  nalgas  y  su  cara habían pasado a la siguiente generación de enfermeras y el morbo y la ansiedad con que la observaban dieron paso a la reverencia y el respeto por ser la jefe, sus pupilas le decían doña Alicia y la adoraban pero no suscitaba envidias  como antes  sino acatamiento; en su esposo solo quedaba un  rastro tenue del tipo viril y apuesto que había sido, se le venía cayendo el pelo a raudales y le había crecido el abdomen, además desde que lo echaron del trabajo la sombra pesada del fracaso lo había cubierto afeando su semblante y aunque era útil en la casa y cumplía con los oficios su actitud hacia ella se había vuelto tímidamente hostil, cada que tenían que enfrentar algo relacionado con el dinero, él se ponía a la defensiva y se malhumoraba, así que ella entendió lo sensible del tema y dejó de traerlo a colación en parte porque el hombre había sido amplio y responsable cuando tuvo un buen sueldo fijo y en parte porque no quería trastocar su rutina que, si bien no la complacía, al menos no la atormentaba, y tener como compañero a un borracho consuetudinario pero manso le permitía tener tiempo para ver sus telenovelas y soñar con las vidas amplias que nunca conoció; en cuanto a don Enrique, a los tres meses del despido su hombría y su carácter se vinieron abajo, encontró en el aturdimiento alcohólico un sostén pasajero para su debacle que en poco tiempo se volvió permanente como su desempleo, bebía con la disciplina y el rigor de un trabajo, con lo que pronto desistió de mandar hojas de vida a trabajos que estaba seguro las desechaban sin mirarlas y se empecinó en la demanda como enfática y afanosa forma de esperanza igual que el condenado con una apelación; su mujer empezó a verlo con otros ojos, al principio sintió rabia que fue transformando en tristeza y finalmente en lástima que es el peor de los sentimientos en que muta el amor porque desvirtúa todo lo que alguna vez fue encanto en la otra  persona, trasmuta   en sobrados lo que fue pasión y convierte la madera fecunda del deseo en viruta inservible y fútil que se lleva el viento del desprecio y la desgana. Desde que ella notó el esfuerzo antinatural que hacía su marido para pedirle la plata del diario, cómo se le arrugaba la cara al proferir el monto, y como después de recibirlo quedaba hecho un guiñapo, empezó a dejar la plata encima de la nevera aprovechando una entrada suya al baño o una salida al patio para extender la ropa, y sin hacer énfasis, casi con desgano le decía al despedirse  Ahí queda para la comida, mi  amor, en lo que él tragaba una saliva espesa como el rencor que sentía aunque no sabía contra que, y fue aprendiendo a no pensar en su fracaso cada que ella le repetía la frase, se fue adaptando a ser un amo de casa como le decían  entre risas sus hermanos  en las visitas que congregaban a  toda la familia en la casa materna cada mes, y ella encontró la fórmula para no verle la expresión con que reclamaba el dinero y que le partía el corazón y le dañaba el día laboral; a los dos hijos los querían en serio y de verdad, aunque se veían poco, apenas unos minutos en la mañana antes de despacharlos para el colegio y acaso unos cuantos mas a la hora de la cena en encuentros afanados y de memoria, en los que se hacían preguntas sobre el día por cumplir de ambos lados, sin escuchar las respuestas; a ellos como al resto de nosotros, les tocó ser criados entre la casa obligatoria y la  calle marginal, mamando de seniles tetas y aprendiendo de los dos lados,   aunque mas seducidos por el entorno libertario e  infinito  del  asfalto, donde todos los días eran una aventura. Después de compartir una cena en familia recién despuntada la noche, cada uno cogía para su propio lado e interés: doña Alicia, a sus telenovelas, los hijos para la calle y don Enrique rutinariamente para la cantina de Lucio, donde bebía todos los días sin excepción una media de aguardiente estimada dentro del monto que  su mujer  dejaba encima de   la  nevera y que le bastaba para emborracharse porque, a pesar de beber diario sin falta, tenía muy poca resistencia al trago, con cinco aguardientes estaba listo, ebrio hasta las ñatas, los hacía rendir dejando los seis restantes de la media  como exabrupto, o como decían entre los borrachines habituales del  sitio, por compromiso con la causa, para llegar rendido de  rasca a  su  casa y no tener que enfrentar el desinterés de su mujer.   Continuamente esos últimos tragos lo  sumían  en  un  sopor   que lo obligaba a dormitar sobre su antebrazo en la mesa donde se apostaba siempre la del rincón contrario a  la  puerta de entrada, hasta pasadas las diez de la noche, cuando en los marcos de las puertas de cada casa iban apareciendo las figuras de nuestras madres con idéntico tono y el mismo matiz  en  la  voz  para gritarnos Para adentro, carajo,  que ya está muy tarde,  la madre de Jaime se asomaba al balcón de su casa  y con un gesto mínimo le indicaba a su hijo que era hora de ir  por el papá a la cantina y traerlo a rastras, él siempre miraba con desconsuelo, a veces me convidaba, supongo que para escudarse en la compañía de un amigo y esquivar los ojos inquisidores de los vecinos, que es para lo que servimos en  momentos  de angustia, para apoyar las vergüenzas que al otro le cuesta cargar solo; caminábamos con desgano a la cantina, después de despertarlo  y  reconvenirlo   llamaba la atención de todos los habituales  del  bar  y de los pobladores que seguían con chismosa  mirada  el  trayecto hasta  la  casa, la permutación de roles en donde el padre parecía el hijo recibiendo un regaño en silencio y Jaime descompuesto parecía un padre malhumorado, a mi sin embargo,  lo que siempre me cautivó fue el hecho de que cuando don Enrique despertaba en la cantina y levantaba su mirada viendo a su hijo molesto, esgrimía una sonrisa franca de alegría original por ver a su muchacho al lado, supongo que en su manía alcohólica sentir a su hijo cerca, así estuviera enojado, le servía de aliciente y le hacía pensar que no estaba solo en el mundo con su fracaso, en medio del gesto afable que el otro respondía con aspereza y mala cara, lo llamaba higo, con g y no con j,  no sé    por qué  lo  hacía,  nunca se lo pregunté, pero esa modificación lingüística obraba iras cáusticas en Jaime, que apenas lo escuchaba decirle así se precipitaba a corregirlo Hijo con J, al menos hable bien, home  usted no es así,  y lo levantábamos entre los dos para conducirlo a la casa en un viaje manso y pausado, que don Enrique interrumpía cada tanto para darle una pitada al cigarrillo que encendía a penas se levantaba de la mesa mientras se despedía de sus compañeros  borrachines con un gesto de la mano al aire; el señor era un ebrio, indudablemente,   pero muy amable y buena persona, por eso no me gustó lo que le pasó, pero en un barrio como el nuestro con tan poco que hacer y con tanta maldad agazapada, hasta las bromas y los juegos conllevan perversidad y sevicia en su concepción y desarrollo. 

La cantina de Lucio quedaba en la calle adyacente a la esquina, diagonal a donde se mantenían los Pillos, siendo estos los primeros en percatarse de todo lo que  allí  sucedía; un domingo de mitad de año, don Enrique comenzó a beber desde temprano sin hacer la pausa obligatoria de entre semana para atender a su familia,  su esposa descansaba y por costumbre no cocinaban, pedían un domicilio o encargaban cualquier comida rápida, un pollo asado, una  pizza o hamburguesas,   se trataba de un paréntesis compensatorio al reiterativo menú cotidiano,  pasado el mediodía después del almuerzo el señor de la casa se despedía de todos con la efusividad que la prenda le brindaba y se iba temprano a ocupar su mesa en la cantina, empezaba jugando un "apuntado" que pasaba con cerveza para no quedar rendido por la borrachera y que casi nunca ganaba pero  servía de  preámbulo amistoso y alegre para pedir su media de guaro y aplicarse a beber con la eximia soltura que le  daba su mínimo aguante, dormitaba un poco sobre la  mesa  y  se  levantaba  temprano para dirigirse a  su  casa  haciendo eses pero sin  ayuda; era también el día de descanso para  Jaime que al no tener que estar pendiente de su papá se dedicaba a jugar con nosotros escondidijo, yeimi, o el malvado romilio,  despreocupado y contento, pero ese domingo los compañeros de juego de  don  Enrique no aparecieron  y este solo pudo jugar dos tandas de "llegando" con el dueño que no jugaba muy bien, ante la aburrición de un juego soso, pasó al guaro, adelantando los procesos de su embriaguez, se bebió de largo su media sin dormir  los minutos recuperadores y apenas entrando  la  noche salió  del  bar,    cuando en la esquina  contraria se aglomeraba todo el pillerío de la cuadra, el señor no  daba  pie  con  bola y en un montículo de grama tropezó  y su cuerpo fue a  dar  a  tierra. tal vez fue por el golpe o quizás  por  la  borrachera,  pero no quiso pararse, antes bien se acomodó y se soltó a dormir lo que no había podido en la mesa del  bar, y los Pillos, que a pesar de su obrar de hampones son sumamente solidarios con la gente del barrio corrieron hasta donde había caído pensando en auxiliarlo en caso de haberse hecho  daño, pero al comprobar que solo era  el  sueño  del  alcohol  lo que lo mantenía en el suelo, en la mente de alguno de ellos brotó la idea, clara, poderosa  y  oportuna  y le  dijo  al  resto  Vamos a echarle al  viejo una sábana encima y  le  rociamos  salsa  de  tomate para que parezca un chulo, los demás se miraron riendo y se disolvieron en  busca  de  lo  requerido; en cinco minutos don  Enrique  estaba cubierto por un mantón blanco y los muchachos le esparcieron salsa de tomate encima y se retiraron a su esquina de siempre, en breve la gente se arremolinó a su lado, y el chisme se hizo, yo estaba con Jaime y otros amigos en la manga donde Chela jugando turra cuando vimos aparecer corriendo y con caras de susto a Pepe y a Clarens  que hacían parte del complot, al encontrarnos le dijeron a  Jaime  a boca  de  jarro Hermanito,  su papá está tirao en  la  esquina  en medio de un charco de sangre, el muchacho les pidió que repitieran lo dicho mientras la cara se le volvía de cal y su gesto revelaba un espanto soberano, la repetición de la frase lo congestionó de lágrimas y salió corriendo en la dirección que le indicaron, nosotros lo seguimos a prudencial distancia, un segundo después estábamos frente al cuerpo cubierto por la manta ensangrentada, Jaime se paralizó solo fue capaz de llevarse la mano a la cara  y enjugarse las lágrimas que brotaban a borbollones, en menos de un minuto que para él debió ser la eternidad consiguió las fuerzas para llegar al  cuerpo, se agachó  y con una mano temblorosa levantó la punta de la sábana para contemplar el rostro que se figuraba destruido por los disparo, pero al descorrer el  trapo se llevó el mayor susto de su vida  que pronto se convirtió en  su  peor  desengaño y en la rabia mas profunda que he  visto  experimentar  a  un  ser  humano, cuando su padre alertado por el bullicio y la presencia de extraños abrió los ojos y con sonrisa lela le dijo desde el piso Higo, qué bueno que estás aquí, higo, Jaime cayó de espaldas por el espanto y en un segundo entendió la charada, se levantó del suelo por la ira traslúcida en el gesto torcido de su boca antes de proferir en voz baja pero llena de inquina ¿Cuál Higo viejo hijueputa? levántate a  ver,   malparido, y agarró a su papá a patadas mientras le decía toda clase de insultos inundado por las lágrimas que esta  vez  brotaban de lo mas profundo de su rencor, fue tal la paliza que le estaba dando que los mismos Pillos desternillados de risa tuvieron que intervenir y apartarlo del cuerpo magullado de don Enrique que resistió la tunda doblándose sobre su costado en posición fetal, mientras los pillos en medio de carcajadas sostenían a Jaime para detener su ímpetu y no herir a mi amigo, y contemplé en su expresión que algo adentro de él había cambiado, que algo muy profundo se  había  roto  para  siempre, sus ojos reflejaban una mezcla  mala  de  rabia, indignación y dolor, pero mas al fondo casi imperceptible para alguien que no haya contemplado de cerca al desengaño se notaba una renuncia irrevocable, se veía como la humillación se iba transformando en maldad, después de un breve lapso se  soltó  a  la  brava  del abrazo en que lo tenían sometido y escupiendo al piso se dirigió a su casa en silencio. Desde ese día nuestras vidas y nuestra relación cambiaron, él empezó a buscar cercanía con la esquina, pasaba por allí saludando a los bandidos y se quedaba cerca  revoloteando, haciéndose notar, hasta que un día se compró un bareto e intentó fumárselo, sin  saber  cómo, a la vista de todo el mundo, atrayendo la atención de todos porque cada que le daba una pitada su cuerpo ingenuo en humos se la devolvía en un incontenible ataque de tos  que lo retorcía hasta las lágrimas, él, terco, se empecinaba en meter de nuevo el  humo y el cuerpo volvía a refutar, así estuvo unos cuantos minutos hasta que uno de los bandidos se allegó a donde estaba y le dijo Pelo, usted nunca ha fumado ¿verdad? , no sea guevón, y le explicó cómo se fumaba y se quedó con él un  rato, cada vez se le veía mas cerca de los contornos del combo, le empezaron a encomendar mandados  y  vueltas  pequeñas,  perfilándose como un óptimo aspirante a pillo; como ocurría con todo el que empezaba esa metamorfosis, su actitud cambió, se fue haciendo mas hostil adoptando lenguaje y maneras mas rudas. En tanto yo,  el día de la broma a su padre fui hasta su casa tarde en la noche para ver cómo seguía y me abrió su hermanita Mariana para decirme que Jaime estaba encerrado y que no quería hablar con nadie, le dije que bueno y cuando me aprestaba a dar media vuelta  y  devolverme por donde había llegado algo adentro me hizo decirle a la niña ¿ y usted cómo está? fue extraño porque hasta ese momento ella no había existido para mi, se sonrió al contestarme que bien y entablamos una conversación fluida y cordial de mas de dos horas en la que nos conocimos mas y mejor que en los casi cerca de doce años que llevábamos viéndonos casi a diario  sin  observarnos, porque fuimos vecinos de toda la vida y habíamos nacido con apenas un par de semanas de diferencia  siendo ella  la  mayor  de los dos, desde esa noche mis visitas a esa casa cambiaron de objetivo, mi interés se volvió Marianita, verla, conversar con ella, cada que se acercaba la hora de ir se me hacía un nudo en la garganta y se me abismaba el estómago, y solo lograba componerme después de verla y hablarle; su hermano notó mi interés y aunque al principio le chocó un poco, pronto se fue olvidando del asunto imbuido cada vez mas en sus aspiraciones bandidescas,  al punto que ya casi ni hablábamos,  a lo sumo me levantaba una ceja o la mano cuando entraba o salía de su casa mientras yo le hacía visita a su hermana en la puerta. En mes y medio le pedí oficialmente a Marianita "La arrimada"que era la manera como se conocía en el barrio en esa época de términos confusos- cuando todo tenía otros códigos  mas enrevesados pero también más inocentes-  a la legalización del noviazgo, lo hice trenzando una cabriola durante una balada en un baile de garaje en la cuadra, en donde no solo conseguí hacerme a mi primera novia sino juntarme de nuevo con los Sanos, que eran sus amigos, y a quienes había conocido en mi niñez, pero había abandonado por interesarme en otros rumbos y otras amistades. Fue un viernes de principios de marzo, ella me invitó y yo fui mas por verla lejos de la entrada de su casa que por verdadero interés en sus actividades, pues esos bailes los organizaban los pelaos sanos, los que no tenían nada que ver con la esquina ni frecuentaban los sitios de nosotros, la manga donde Chela o la calle de la soledad donde nos parchábamos los sábados en la noche a escuchar salsa,  fumar y hablar bobadas de muchachos, porque era un parche rudo en donde la presencia de una chica ni se podía insinuar, además de que ninguna mamá hubiera dejado  a su hija acercarse a  nosotros, tampoco hubiera podido pues estábamos en la época en que las mujeres representaban espanto y aversión para los chicos. Los Sanos en cambio siempre fueron alejados del  agite  pero cercanos a  las  mujeres, sabían cómo y qué  decirles, y sus amistades mixtas nos repelían, se nos hacían muy blandas, algunos eran Scouts,otros deportistas, y todos sin excepción eran buenos estudiantes y medio engreídos por ello, Sin embargo para nosotros solo eran los agüevados a los que había que poner en ridículo siempre, cuando no atacarlos directamente como les ocurrió a muchos en el colegio cuando fueron víctimas constantes  de tandas  de coscorrones que se conocían como "gorriadas" o de cascadas simples y llanas porque se tropezaron con un aspirante a bandido, o no le soplaron en  un  examen, yo intentaba ser del combo contrario inmerso en el encanto y fascinación  que ejercían mi hermano y sus amigos, aunque justo por él nunca pude pertenecer a ese grupo y me quedé  en el brumoso  terreno  de los que rondábamos la esquina aguardando con ansiedad el momento de validar nuestra hombría con algún acto temerario y empezar a pertenecer en serio a la banda, pero la espina del cariño que me inspiraba Marianita me hizo tragarme la repulsa y acudir con ella al baile que hicieron sus amigos, allí conocí a Walter, a quien años después conocerían en la ciudad como el  pastor López que era el dueño de la casa y el encargado de poner la música unas edulcoradas baladas en inglés que se bailaban tan lentamente que daba sueño ese movimiento soso y reiterativo en los que se aprovecha la luz parcial del sitio, amenguada a  propósito  para  darles  besos  a las niñas y hablarles al oído, como yo no estaba acostumbrado a eso Mariana me indicó cómo debía comportarme para no desentonar, también me presentaron a John Wilson, a quien yo conocía por ser hermano de un compañero mío del colegio, pero que me negaba a saludar por considerarlo un "boqueco",una suerte de apócope de bobo grande, que era como les decíamos a los grandotes que jugaban mal al fútbol y que poníamos siempre de arqueros, este no era del combo pero había acudido esa noche como yo por invitación de una muchacha, y al Chino, un muchacho achinado que parecía tener un leve retardo mental porque a toda comprensión llegaba tarde,  pero era divertido con su sonrisa lerda instalada a perpetuidad en la cara, también estaban esa noche en el baile Byron un joven inteligente y amable en el trato, Hamiltong, que en ese momento nadie conocía como Mambo, apodo al que llegaría a los pocos días cuando su vida diera un vuelco total hacia la desgracia, y Toto un chiquitín hermano de una de  las niñas mas lindas y mas pobres de la cuadra llamada Dina y que siempre estaba en esos parches para vigilar  a su hermana, forzado por su madre, una señora aterradora, la única capaz de alterar a mi padre, al que nunca antes ni después escuche putear a una mujer, que le dijo  vieja hijueputa el día que descubrió el nefando castigo al que sometió a su hijo menor por cualquier estupidez o trastada infantil: Lo obligaba a vestirse con las prendas de su hermana y lo mandaba a la tienda bajo el atisbo pávido de toda la cuadra, el niño caminaba desde su casa con la mirada rota y el alma en reproche, sin detenerse ni contemplar a nadie, germinando infiernos en su interior durante esas marchas de humillación que hasta los Pillos consideraban desmesuradas como escuché comentar en varias ocasiones, haciéndolo tristemente célebre en la cuadra. El niño de tanto acompañar a  su hermana como albacea menor, terminó haciéndose amigo de los Sanos, lo que sin proponérselo le salvó la vida el día en que llegaron a su casa a matar a su hermano mayor que se había puesto a robar en el barrio acosado por las afugias, y los Pillos no le perdonaron la heterodoxia, en una época en que el barrio era territorio vedado para crímenes de ese tipo, se podía repasar todo el historial delictivo e inventarse otro nuevo pero nunca en el barrio, era un código que todo el mundo conocía y respetaba pero el muchacho desesperado un mal día entró a la casa de la tía de un Pillo y se robó una cadena y un dinero, y la ley implacable de la calle se las cobró, entraron a su rancho de noche y le vaciaron una pistola mientras dormía tirado en un colchón en el piso que siempre compartía con su hermanito menor, quien por suerte esa noche estaba acompañando a Byron, que se había quedado solo en   casa y lo había invitado a ver películas de Freddy  Krueger, aqunque hablando con él muchos años después, cuando ya se había convertido en un bazuquero asiduo y contumaz, me decía que mas le hubiera valido quedarse en  su casa y morir al lado de su hermano porque nunca pudo superar su muerte  y eso a la postre lo arrastró al precipicio destructivo y evasor de la droga. Esa tarde conocí a todas las niñas sanas de la cuadra, las que sus madres cuidaban de los predadores de la esquina, las que eran lindas sin  aspavientos, las que sus familias prefiguraban como  mejores y mas aptas para un mañana venturoso y elevado,  y  por  eso les vigilaban las amistades y las reuniones; algunas no sobrevivirían intactas a la rudeza del barrio y serían atacadas en el nefando revolión, otras tendrían que huir, sacadas a la fuerza por sus familias para que no corrieran un destino fatal como el caso de mi primera novia, y unas cuantas terminarían enredadas con los Pillos, como Clara, convertidas en viudas jóvenes con el cuerpo y la vida estropeadas; cuando entré esa noche a la fiesta los concurrentes me miraron con recelo, conocedores de mis incipientes aspiraciones y mi aprensión por lo que ellos representaban, sin embargo gracias a la influencia de Mariana y al apremio del tiempo, me fueron dejando de lado, más interesados estaban en aprovechar cada segundo para entrelazarse con las muchachas que les gustaban que en rencillas puntuales, fuera como fuera habría tiempo de zanjar luego, o ni siquiera, porque después del baile todos sabíamos que cada cual volvería al lugar que le correspondía, encarnando en un antagonismo tan antiguo como los hombres y que desde  siempre  los  ha distanciado  a punta de clasificaciones, los buenos y los malos, el maniqueísmo histórico que reduce todo a la simpleza de dos esquinas contrarias y dos tonos únicos, cuando la realidad nos demuestra con  hechos cada vez mas radicales que la vida está hecha de grises de diferentes tonos y que nada es como parece, ni se puede encasillar, y los buenos engendran maldades mas tóxicas que las que operarían por definición en los malos y viceversa; así que después de esa noche mi relación con los Sanos se transformó, seguimos estando en márgenes inversos empecé a saludarlos en el colegio y en la calle, y dado que mi amigo Jaime empezó a frecuentar  la esquina junto a mi hermano y a los muchachos un poco mayores, y yo tenía vetado ese territorio por mi edad y por el parentesco familiar, me fui alejando de los aspirantes a bandidos y me dediqué a Mariana; todos los  días  la  visitaba  en  la  puerta  de  su  casa, con  ella  nos  dimos  los  primeros  besos y jugué mis  primeras  suertes  en  el  amor, nunca antes había experimentado el abismo en el estómago ni la ansiedad por  ver  a alguien, también  sufrí  los primeros tropiezos de los celos la noche en que antes de acudir a  su  entrada  me crucé por casualidad con Patricia, una niña vecina hermana de un bandido amigo de  mi  hermano, al que  ella  estaba  buscando, y  en  su   pesquisa   me  detuvo para preguntarme por  él  aprovechando  para  extender  el  saludo  que  llevábamos  días  sin  darnos, después continué mi  camino  solo para  encontrar  a  Mariana  distante  e  irritable, contestándome con  monosílabos hasta que apurada por mis preguntas  me dijo que la respetara, que ella no iba  a ser plato de segunda mesa de nadie y que si tanto me gustaba esa niña  que me quedara con ella, yo que siempre he sido demorado  para comprender las increpaciones me  quedé  aturdido sin entender  a  qué  se  refería, hasta que caí en la cuenta  de  mi  comportamiento anterior  con la vecina y tuve que pasarme  el resto de la visita ratificando exclusividades, posicionando  prelaciones  y  jurando  amores  eternos, que  solo  al  final  de  la noche  encontraron reposo  cuando  me  hizo  prometerle  que   hablaría  con   Patricia  y  le  diría  que  ella  y  yo  éramos  novios  oficiales, recelos  que  no  vi  inmoderados  sino  como  la confirmación  del  amor  grande  que  nos  teníamos que  es  la manera como  esta  sociedad  de  desqueridos  y  excedidos  nos  ha  enseñado  a  demostrarnos  el   afecto, obligándolo  y  alardéandolo, pero  mi  embeleco  duró  poco.

A  los  cuatro  meses  de  noviazgo  oficial  me  notificó  con  llanto  en  los  ojos  que  sus  padres  habían  decidido  mudarse   del  barrio, la  noticia me  tomó  por  sorpresa, no  podía  entender, le pedí  que  me  repitiera  mientras  le  retrucaba porqués, ella  decía que  por  su  hermano, que  sus padres  estaban  muy  preocupados porque  le   habían  encontrado  un   fierro debajo del colchón y  al  inquirirlos  les  dijo  que  se   los  estaba  guardando  a   los  manes  de   la  esquina,  y  les  habían llegado con el chisme de que  Jaime estaba fumando marihuana y que era cuestión de días para que  estuviera por  ahí  robando  o  delinquiendo, de manera que habían decidido irse para otro   barrio  alejado  del  mundo  del   hampa, un  barrio  sin  Pillos  y  sin   asesinatos  constantes, para salvar  a  su  hermano, mientras  que  yo  me  negaba  a  la  realidad con  argumentos que ni  a mí  me  parecían  válidos  le  decía  que  en  todos  los  barrios  había  Pillos  y  muertos, que  además  ellos  tenían algo que ninguno  de  nosotros  poseía, una casa  propia,  y  ella  llorando  me  decía  que  su  mamá  había rentado  una  casa  en  Belén, que  al  parecer  era  un  barrio  bien y  que  la  casa  de  Aranjuez  la  iban   a    alquilar   para   ajustar   el  arriendo   nuevo  y  los  habían  escuchado  decir  que  no  importaba  si  se morían de  hambre, pero  como  fuera  se  iban a ir  del  barrio,  y  que  el  trasteo  era  ese  fin de  semana, nos  despedimos  con  tristeza  en  la  piel  y  amargura  en  la  mirada. Quedé  devastado  con  las  desmesuras  propias  de  nuestras tragedias  adolescentes, por  primera vez  en  mi  vida  sentí  el  vacío  cortopunzante  de  la  pérdida  que me iniciaba  en  el  dolor  que   se  me   avecinaría unos pocos años  después, busqué  una  acera  donde  sentar  mi  frustración, y después  de  pensarlo  un  rato,   aturdido,  fui   en  busca  de    Jaime, lo  encontré  en  la  esquina  rodeado  de  sus  nuevos  amigos, me  miró con desgana cuando  lo  llamé  con  la  mano, salió del círculo que formaba con su corrillo y  acercándose  me  dijo  ¿Qué  querés, home,   no  vez  que  estoy  ocupado ?,  le  dije  Parcero   ¿ me  acaba  de  decir  Marianita  que  se  van  a  trastear?   Ah  si,  me  respondió  los  cuchos  andan  azarados  conmigo, dicen  que  me  estoy  metiendo  en  problemas, quieren  irse  del  barrio  pero  es   una  güevonada  porque  voy  a  seguir  viniendo,  así  como  hacen  Lleras  y  Anderson hasta que corone  algo grande   y  me   pueda  venir  a  vivir  solo  por  aquí, yo  lo  observaba  en  silencio  y  veía     en   su  mirada  algo que  apenas  ahora, casi  treinta  años  después, cuando  yo mismo la veo  en  el  espejo, logro entender:  la  mirada de  la orfandad,  Jaime  estaba perdido  en  el  mundo, porque era  un  huérfano  con  el  padre  vivo,  además  se  le  había  instalado  esa  actitud hostil  de  lucha  incesante  y  voraz que  había visto tantas  veces  en   mi   hermano  por  ser   alguien, por  convalidar  su  existencia  en  un  mundo  atrabiliario y discrepante, una rabia sorda manifestada en  lo  afilado  de  su  atisbo de  soslayo, le  había  crecido   la  mirada  esquiva,  aguzada y filosa de la  esquina  que  trastocaba su  mirada angelical, me  miraba esquinado  desde  esa  mezcla  extraña  de  superioridad  y  humildad que ostentan los  que  están  a  las  puertas  del  porvenir,  enfrentando  el  abismo  o  la  cumbre  sin  saber que  camino  coger, me  dijo  Yo  me  voy  a  ir  con  los  cuchos porque no quiero vivir de arrimado de nadie, pero cada ocho días voy  a venir  por  aquí,  hasta  que  me  plantee, estuve  hablando con el  patrón, le dije que  me  pusiera  a   voltear  que   necesito   billete  para  vivir  solo,  en  el  silencio   que  siguió   entendí  que  mi  suerte  estaba  echada  y  que  Mariana al  igual  que  Jaime  se  iban   a  ir  par a  siempre, pero  le  seguí   la  corriente  y  le  dije  Vos  sabés  que  mi  casa  es  tu  casa, si  querés  quedarte cuando  vengás,  mi  mamá  no  dice  nada  y    te   dormís   con  Alquívar  y   yo   ¿ Y  qué  te  dijo  el  patrón? ,  la  desilusión  le  trepó  al  rostro  antes  de  contestarme Que  no  fuera  guevón  y que  aprovechara  que  mi  familia  tenía como sacarme de  aquí  y  que  me  volviera  juicioso, que  yo  no  tenía  madera  de  pillo,  se  quedó  en  silencio  un  momento y luego con  rabia  en  los  ojos  me  dijo  Pero  le  voy  a demostrar  a  él, a  mi  papá  y  a  todo  el   mundo  que  lo que tengo  es  güevas,  se  remascó  los  dientes  antes de continuar  más  tranquilo  Y  fresco  que  yo  te  cuido  a mi  hermanita, y  podés  ir  a visitarla cuando  querás,  vos  le caés  muy  bien  a  mis  papás,  le  dije  que  gracias  y  que  seguro  iba  a  visitarlos, nos  despedimos  cada uno cargando  su  fracaso a cuestas, él  se  devolvió  a  la  esquina  y  yo  me  dirigí a  mi  pieza  a  rumiar  mi  desventura,  fumándome  un  cigarrillo que le robé a mi papá  y que me supo a  gloria amarga, enarbolaba  las  banderas del  dolor  en  volutas  grises  que  chocaban contra  el  techo  alto  en  donde  se  desbarataban como mi  cariño  con  Mariana, dándole  al  sufrimiento  el  efecto  de  una mala película  haciéndome  sentir  el  ser  más  doliente  sobre  la  tierra, volviéndome  actor  de  mis  impúberes  sentimientos, ennoblecidos  estos  hasta  el  heroísmo;  el  sábado  temprano,  todos los amigos de  Mariana y  yo  como  novio  oficial  además  de  amigo  de  Jaime,   nos  encontramos  en  su  casa  para  ayudar  con  el  trasteo, don Enrique  dirigía  las  operaciones  desde  la  cocina mientras se aplicaba  a la  cerveza que  pronto cambió por  el  guaro porque le gustaban heladas y  la  nevera  fue  lo  primero que  empacamos en  el  camión  de  mudanzas, doña Alicia que  había pedido ese día libre, apenas  lo  vio dicharachero  y  desacertado  le dijo que parara con el trago o no iba  a  llegar despierto  a  la  nueva  casa  y  él  le  hizo  caso, Jaime, que  solo se preocupó  por  empacar y marcar  sus  cosas  y  una  vez   las  montó  al  carro se dedicó  a  molestar con  comentarios  burlones a   los  amigos de  su  hermana  y a  mirar mal  al   papá  que  ya   había  empezado   a llamarlo  higo  delante  de  todos, en  un descuido  de  la gente  me  llamó  a  mi  solo, pues era  el  único  amigo  que  tenía  a  mano, aunque nuestra  relación  ya  no  fuera  la  de  antes. Fuimos  agazapados  a  la  terraza  en  donde  sacó  seis  cervezas  al  clima que  se  había  trasteado  de  la  cocina, las  tomamos  acompañadas de  medio paquete de cigarrillos que yo le había cogido a  mi  hermano, y  fue  la  última  vez  que  hablamos  largo  y  tendido; me  dijo  muchas  cosas  que  no  recuerdo  exactamente, aunque  sé  que  todas  giraban  en  torno  a  lo  grande  que  iba  a  ser,  quería conquistar  las  cumbres  de  la  delincuencia  y  ser  respetado  y  temido como los  patrones, o  mas, se  figuraba como  la  mayoría  de  los  muchachos de la cuadra un  futuro venturoso  en  el  crimen,  lleno  de  plata  y  de  lujos, carros, motos, fincas y  mujeres para  colmar  esos  espacios, pero  en el  fondo  tenía  un  vacío  enorme  como  el  de  todos  que  pretendía  llenar  de  artículos, réditos  y   obediencias,  precaria  aspiración con  la  que  nos  llenaba  la  cabeza  nuestra  exigua  realidad;  si  algo  hicieron  bien  los  bandidos  en  nuestra  ciudad  fue  que nos  endilgaron  su  modo  de  vida  y  su  desparpajo como  aspiración  hasta  hacerlo  cultura, dejaron ese  brote  que  fue convirtiéndose en  maleza e inundó todas las capas de la  sociedad hasta  hacerse paisaje,  tejieron con  su  ejemplo un manto con que todos nos cubrimos desde esa época y  para siempre, volviéndonos una colectividad deseante, impenitente, que vuelve cualquier forma de ascensión social  la  única razón de  la  existencia, sin importar  a  quien tengamos que  empujar, tumbar, embadurnar o quitar del medio para conseguir  esa  promoción. Terminamos dándonos un abrazo Jaime  y  yo  y brindando por el porvenir con las últimas dos polas, antes de  bajar y emparapetarnos en el camión que nos conducía  a su nuevo barrio, fue la primera vez que salí de la cuadra sin mi mamá, y también fue esa  mi  novel  incursión en un barrio menos  popular  que  el  nuestro, hoy sé que solo fueron unos cuantos kilómetros  pero ese día me parecieron miles y que su posición social es la misma clase media que Aranjuez, solo que mejor disimulada, con un número mayor en  el  estrato, que  es  la  manera como el sistema nos hace  creer  más  o  menos  pobres, compitiendo entre nosotros cuando en el fondo somos las mismas cifras huecas y descartables con que juegan los verdaderos dueños de los guarismos universales, porque como dice un gran amigo  mío, “ Hay cosas para ricos o  para pobres, no  para  todos” solo que  las  de  los  pobres  los  ricos  las  pueden  tener  y  no  quieren, y  las  de  los  ricos los  pobres  las quieren  tener  y no pueden, pero en esa época  la  novedad se traducía  en  mejoramiento  imponderable;  la  casa era  un  tercer piso  con  balcón, grande  y  bonita, descargamos y pusimos las cosas siguiendo la disposición que dictaba doña  Alicia, porque don Enrique, apenas  apeados del camión, volvió al guaro y  en media hora estaba  noqueado en el sofá. Al terminar de acomodar las  cajas y demás cosas  adentro de la casa, doña Alicia nos mandó a Marianita y a mi por un par de pollos asados y tuvimos tiempo de prometernos amores eternos y continuas visitas que terminaron siendo  una sola, incómoda hasta la náusea porque me demoré casi dos meses en juntar la plata para el pasaje y para un peluche que le llevé de regalo. Aunque hablábamos de continuo por teléfono, con el  correr de los días sentía que su trato se agriaba un poco conmigo, lo que atribuí a la lejanía sin sospechar siquiera las verdaderas razones, pero cuando llegué  a  su  casa la encontré  más  esquiva  y  afanada que en nuestras llamadas, me recibió el regalo sin la alegría que yo esperaba y que  habría valido las penurias y ahorros que me costó conseguirlo, hasta que después en medio de un nerviosismo extraño  me  llevó  a la  sala y sin preámbulo  ni  tacto me soltó  que  terminábamos, que nuestro amor  era  imposible  por  la distancia  y  un  montón  de  excusas  que  yo  no supe entender hasta que tocaron  la  puerta y ella palideció de  golpe  antes  de  decirme que quien tocaba era  su novio; me quedé impávido sin saber qué   hacer, sentí una mezcla  extraña de  rabia y  de  ridículo, durante un segundo  me  debatí  entre  partirle  la  cara al nuevo amor, o salir corriendo de  allí con la pena  entre  las  patas, y al fin de  ese  agónico  momento  ganó  lo  último  y  salí  sin  despedirme, chocando con el  hombro  al  sujeto que aguardaba en  la  puerta  con  una  sonrisa  imberbe  en  la  cara  y  sin  saber  quién  era  yo,  no  quise  mirarlo  bien  para  no  compararme  arranqué  raudo  de  vuelta     a   mi   barrio   y    a    vida  de  naciente  despechado,  decidí  caminar  hasta  que  me  daban  las  piernas  y en  el  camino  encontré  una  cantina  escondida  y  de  mal  aspecto  en  donde  encontré  un  aguardiente  doble que  me  tomé  de  dos  sorbos  mientras  me  inventaba ofensas que  no  sentí  como  tales y  descubría  en  mi  primer  desamor  una  excelente  excusa  para  beber.

 

Faltarían  algunos  años  y  otros  tantos  daños para  entender  que  la  malquerencia  es  una  muerte  en  vida  y  que  es  peor  porque  el  asesino  y  la  víctima  siguen  vivos  y  cocinándose  en  odios  implacables  y  mortales  idénticos  al  amor  que  se  tuvieron,  pero  era  joven  y  encontré  en  el  desprecio  una forma  de   dolor  dulce  que  incentivaba  mi  apetito  vital;  en  pocos  días  el  rencor  se  fue  volviendo  olvido hasta  que  no  pensé,  mas  en  Marianita  ni  en  Jaime,  no  supe  que  pasó  entre  él  y  su  familia, pero  nunca  los  volvimos  a ver  en  el  barrio, ni  volvimos  a saber  de  ellos,  hasta  el  día  en  que un año  y  medio  después  de  su  partida  sonó  el  teléfono de  mi  casa, y  al  contestar  escuché  a  Jaime  me  saludó  escueto  como  si  nos hubiéramos  visto  el  día  anterior,  aunque  su  voz  sonaba  bronca  y  distante  como  si  hablara  desde una lejanía  muy  remota, inaccesible, no  me  dio  tiempo de adaptarme  a  la  sorpresa  cuando  me  contó  de  golpe  y  casi  sin  respirar  que  su  hermanita  había  muerto.  Me  helé ,  le  pregunté  si  estaba  borracho  o  trabao  o  si  estaba  charlando, él,  haciendo  un  esfuerzo  por  manejar  el  quiebre  de  la  voz  por  entre  la  distorsión  de  la  línea  telefónica, me contó  que  Mariana  se  había  suicidado,  y  sin  dejarme  inquirir  nada  se  soltó  a  contarme:  El  novio que  yo  había  conocido  se  llamaba  Daniel,  y  era  dos  años  mayor  que  ella, al mes  de  pasarse  empezaron  a  charlar  en  el  colegio, el  muchacho  era  compañero  de  curso de  Jaime  y  por  él  se conocieron,  se  volvieron  novios  casi  al  instante  y  a  los  tres  meses  Marianita  anunció  en  la  casa que  estaba  embarazada, para sus padres  fue  una  desilusión tenaz,  la  niña  acababa de  cumplir  trece  años  y   estaba   en  séptimo  de  bachillerato    don   Enrique  con  la  noticia  se  amargó  del  todo entregándose  por  completo  a  la  bebida  descuidó  hasta  las  más  simples  funciones  domésticas  por  estar  tirado  en  el  sofá  todo  el  día  pasando  canales  y dándole  al  guaro, pues en  ese  barrio  no  pudo  encontrar  una  cantina  amigable y las borracheras  se  trasladaron a  la  sala  de  su  casa en donde sus hijos lo  encontraban  al    llegar del  colegio tirado en  calzoncillos  babeando  el  reposabrazos  del  mueble y con media botella de guaro  a punto de caérsele  de  la  mano,  doña  Alicia  se  entristeció  con  la  noticia, y durante  el  embarazo  se le  escuchó  llorar   a  cada  rato  encerrada  en  el  baño,  aunque  con  el  tiempo  se  fueron  acostumbrando y después de  seis  meses  las  cosas retornaron  a una  aparente  tranquilidad;  el  muchacho  quería  responder por  el  bebé, y  hacía  parte  de  lo  que  se considera en  esta  sociedad pacata  y  elitista una buena familia, sus  padres  eran  profesionales,  y  tenían  una  agencia  de  viajes  que  les  permitía  vivir  cómodamente, sin  embargo,  el  embarazo  sumió  a Marianita  en  un torbellino  de  emociones encontradas, no había  empezado a  disfrutar  el  enamoramiento  cuando  ya  estaba  encinta, transformándose  de  suave  y  amorosa  y  tierna  en  celosa e  intensa  hasta  la  exasperación, el muchacho era un adolescente común  y  corriente,  a  veces  se  olvidaba de  ir  a  visitarla  o  se  entretenía  jugando  fútbol  o  viendo  un  partido  con  sus  amigos  y  la  niña  se  hacía  un  cúmulo  de  furias  e  increpaciones,  le  inventaba  romances  y  lo  trataba  de   mal  padre  y  abusivo  llegó a  herirlo  en  una  ocasión  en  que  se  demoró  jugando  videojuegos, donde una prima,  al  llegar  a  casa  de  Marianita, ella  lo  recibió  con las  uñas en alto como puñales que envainó  en el  rostro  del  contrito muchacho, que  reconoció  este episodio como  la  gota  que  colmaba  el  vaso de  su  paciencia  y  decidió  que  por  más  papá  que  fuera  de  la  creatura, no  tenía  por qué  aguantarse  esos  abusos, le  comunicó que  desde  ese  momento  él  se  haría  cargo  de  la responsabilidad con  el  bebé  como  le  correspondía, pero que no tendría  nada  que  ver  con  ella, la  decisión del  muchacho y el consejo de doña Alicia hicieron entrar en razón  a  Mariana, que  fue  hasta la casa de  Daniel  a  pedirle  perdón  y él también siguiendo el consejo de sus padres terminó aceptándola por  el  bien del  hijo que  iban a tener, pero creo que en el fondo de su corazón ya no sentía  nada distinto a la conmiseración, se mantuvieron unidos como un matrimonio viejo o de adolescentes hasta que tuvieron a  una  niña  a la que llamaron Daniela y fue la luz que iluminó los hogares grises de ambos abuelos y alegró  las vidas de  todos, excepto  la  de  Marianita que apenas recuperada  de  la dieta retornó con más fuerza  a  los  celos  endemoniados y la paranoia manifestados en un genio de mil  diablos que no podía contener, una noche de viernes después de  haber volteado toda la semana con Mariana y Daniela, Daniel se quedó dormido cuando regresó del colegio, agotado con los chequeos de rutina, donde le habían recetado a ella unas sondas para que amamantara más y mejor, que lo hicieron recorrer  todo el centro en su búsqueda y congestionado con los exámenes de mitad de año,  la siesta que  tomaba de  media  hora  antes  de  ir    a  donde  su   hija, se le  alargó  cinco horas y al despertar  salió corriendo para donde  Mariana, pero  ya  era  tarde,  las calenturas de  su genio atrabiliario habían hecho  estragos  en la cabeza de  la muchacha,  al  llegar  se  encontró  con una bestia  bravía  que  le  hablaba entre llantos  de  infidelidades y  destrozos  y le decía que le iba a quitar  a la niña, el muchacho que traía el genio negro por el mal sueño  y el cansancio le contestó que comiera mierda  y  lo  dejara  en  paz, ella respondió golpeándolo en repetidas ocasiones en  la cabeza   y  la  cara,  el  pelado no aguantó  más  y  la  empujó  contra  la  cama  antes  de  salir  de  la  pieza,  bajó  los  tres pisos  a  los  saltos y dio  a  la  calle, apenas estuvo  en  la  acera, un grito  llamó  su  atención desde  el  balcón, al  levantar su  cabeza escuchó  Te odio,  perro  hijueputa   me voy  a  matar  por  vos, antes de  ver  a  Marianita  lanzarse  al  vacío por  el  lado contrario adonde   estaba  y estrellarse contra el  piso  con  un  ruido  seco y  torvo  que  lo  dejó  atónito  de  sorpresa.  Jaime  me  contó  después  cómo  había  sido  el  velorio  y  el  entierro,  y  me  obligó  a jurarle  que  no  le  diría  a  nadie  esta  versión, pues  le  habían hecho   creer  a  don  Enrique, que  ese  día  estaba  en  mi  barrio  visitando  a  su  madre  y al resto de  sus  familiares, que  Mariana se había caído del balcón  en  un   descuido, porque no sabían cómo reaccionaría  el viejo ante  la  verdad  y  ya  estaban  hasta  el  borde  de  los  destrozos  para  sumar   uno  más, antes  de  despedirnos  trató  de  explicarme  por  qué  me  había  llamado  a  confiarme  ese  secreto,  pero  yo  ya no  le  escuchaba  bien,  dejé  de  oirlo  sumido  en  el  desconcierto por  la  noticia  y  recordando  a Marianita como la  niña  afectuosa  a  quien besaba en  las  escalas  de  su  casa  de   Aranjuez, sin  más  problemas  que  las  borracheras  de  su  papá  y  las  amistades  de  su  hermano,  colgamos  al  cabo  de  diez  minutos  y nunca  más  volvimos  a  hablar  solo  vine  a  comprender  su  afán  por  detallarme  lo  sucedido  y  el  desespero  en  su  voz  tres  meses  después  cuando  yo  perdí  a  mi  hermano  e  intenté  pasar  la  pena  hablando con quien quisiera escucharme hasta que  advertí  que  las  penas  nunca  pasan, solo se estancan en una quietud  lóbrega cebada en silencio  porque  ellas son   en  sí mismas  estridencia  ensordecedora, grito total  y  acuciante  que  no  debe  contaminarse con otras  voces, como  la  mudez  cálida  de  la  pena  por  la  ausencia  de  mi  padre que  de  nuevo  instala  su grito  en  mi  oído para ser  escuchado  en  la  soledad  en  que  me  dejó.  La  muerte  de  mi  primera  novia  me  dolió  además  de  por  lo  que  habíamos  sido en  esa  edad en que  el  desamor  no  es  tal  y  las  heridas no son con puñales voraces sino  con agujas  de  inyección, por como pude  ver  que  la  muerte  se  empecina  en  su   deseo   y  triunfa;  esa  familia  se  fue  del  barrio esquivando  la posibilidad real  de  que  la  esquina  matara a  su  hijo  y  encontraron  el  sacrificio de  la  hija.  Mi  papá  me  contó muchos  años  después  que  se  encontró  con  don  Enrique  de   casualidad, un día  que  lo  recogió  en  el    centro  para  una  carrera, estaba muy  borracho  cuando  se  montó  en  el   taxi  y se  demoró  en reconocerlo, después hablaron de todo, del  barrio y de  sus  hijos  y antes de  bajarse  él  le  dijo  Cómo es  que  se  me  cae  la  niña, hombre  Rey, muerte  hijueputa, nos  vinimos  del  barrio  huyéndole  y  la  hijueputa  nos  alcanzó.  Al  final  ese  padre  que  nunca  supo  del  suicidio de  su  hija entendió una verdad más  importante  y  universal,  que  la  muerte  es  caprichosa, perra  y  mala  en  sus  actuares, que cuando afila  su  guadaña se  lleva  lo  que  tenga  por  delante  sin  importar   qué   se  haga  para  evadirla  porque  somos  los  juguetes  con  que  embolata su  tenebrosa perpetuidad  inmortal.