TRES
Un vecino de más arriba, casi donde termina el barrio, fue la primera víctima de Rosario Tijeras. Por él le pusieron el apodo y con él aprendió que podía defenderse sola, sin la ayuda de Johnefe o Ferney. Con él aprendió que la vida tenía su lado oscuro, y que ése le había tocado a ella. —Ese día había bajado al centro a comprarme unos trapos con un billetico que me dio Johnefe. Gloria me acompañó a hacer las vueltas, y ya de regreso, como ella vivía más abajito, se quedó primero y yo seguí sola. Una oía muchas historias, pero a mí nunca me dio miedo andar por esas calles, nunca pensé que se metieran conmigo siendo hermana de Johnefe.
Pero ya casi llegando me salieron dos tipos de arriba, eran del combo de Mario Malo, un tipo al que todos le corrían, menos Johnefe, por eso pensé que ni ellos se meterían conmigo, pero esa noche se metieron. Estaba muy oscuro y yo no reconocí sino a uno, al que le dicen Cachi, al otro no lo vi bien. Los dos me arrastraron hasta una zanja mientras yo gritaba y pataleaba, pero vos sabés que por allá mientras más grite uno, la gente más se asusta y más se encierra. La cosa fue que me volvieron el vestido mierda y después me volvieron mierda a mí. El otro me tenía y me tapaba la boca mientras el Cachi hacía lo que hacía. Cuando le tocó el turno al otro, pude gritar porque me soltó para acomodarse, y una gente me oyó y después se asomaron, pero este par de maricas salieron corriendo por la cañada. Ya te podés imaginar cómo llegué a donde mi hermano, estaba vuelta nada y llorando como una loca, pero más loco se puso él cuando me vio, me preguntó qué me había pasado, quién me había hecho eso para matar a ese hijueputa, pero yo no le decía nada, yo sabía que era la gente de Mario Malo, y que si yo hablaba se iba a formar la guerra más tenaz y que ellos eran muy capaces de matar a Johnefe, pero él insistía, me decía que si no le contaba me mataba, y yo le dije que entonces me matara porque yo no los había visto, que a lo mejor era gente de otro lado.
Rosario interrumpió su historia, se quedó mirando un punto fijo de la mesa; yo miré para otro lado porque no sabía para dónde mirar, después vi que encogió los hombros y me sonrió. —¿Y entonces? –me atreví a preguntar. —¿Entonces? Nada. Quedé vuelta mierda mucho tiempo; además, Johnefe no me hablaba, estaba furioso porque yo no le conté quiénes habían sido, pero yo no quería que le pasara algo a él, ya con lo mío era suficiente. Pero lo que Johnefe nunca supo fue que después me pude desquitar. Imaginate que como a los seis meses, un día en que fui a visitar a doña Rubi, me encontré por la calle con el Cachi. Casi me muero del susto, pero parece que no me reconoció. Lo que yo creo es que él no me vio bien la cara esa noche, porque yo sé que esa gente queda muy tocada cuando se meten con uno porque piensan que uno los va a sapear o les va a ajustar cuentas, pero éste, sabés lo que hizo, se puso a coquetearme y a decirme güevonadas.
Qué tal, ¿ah? —¿Y entonces? —¿Entonces? Pues que cada vez que iba a donde doña Rubi me lo encontraba, y fue hasta que le perdí el miedo, hasta que decidí que ese tipo me las tenía que pagar, entonces yo le seguí el jueguito de las risitas y el coqueteo hasta ponerlo bien contento, y al tiempo, como al mes, un día que no encontré a doña Rubi, le dije que pasara, que entrara que mi mamá no estaba, y no te imaginás cómo se le abrieron los ojos, y claro, yo ya sabía lo que iba a hacer, entonces lo entré al cuarto que era mío, le puse musiquita, me dejé dar besitos, me dejé tocar por donde antes me había maltratado, le dije que se quitara la ropita y que se acostara juicioso al lado mío, y yo lo empecé a sobar por allá abajo, y él cerraba los ojos diciendo que no lo podía creer, que qué delicia, y en una de esas saqué las tijeras de doña Rubi que yo había metido debajo de la almohada y, ¡taque!, le mandé un tijeretazo en todas las güevas. —¡No! –exclamé. —Sí, imaginate. El tipo empezó a gritar como un loco, y yo más duro le gritaba que se acordara de la noche de la cañada, que me mirara bien para que no se le fuera a olvidar mi cara y empecé a chuzarlo por todas partes, y el tipo desangrándose salió corriendo, sin güevas y sin ropa, y la gente de la calle apenas miraba. —¿Y entonces? —¿Entonces? No lo volví a ver, ni a saber de él; además, doña Rubi se puso histérica con el sangrerío que le dejé en la casa y me dijo que no me quería volver a ver por allá. —Y a todas estas, ¿cuántos años tenías, Rosario? –le pregunté. —Acababa de cumplir trece años, eso nunca se me va a olvidar.
Cada vez que Rosario contaba una historia, era como si la viviera de nuevo. Con la misma intensidad abría sus ojazos para asombrarse como antes o manoteaba con la ansiedad de un hecho recién ocurrido y volvía a traer el odio, el amor o el sentimiento de entonces, acompañado con un sonrisa o, como la mayoría de las veces, de una lágrima. Rosario podía contar mil historias y todas parecían distintas, pero a la hora de un balance, la historia era sólo una, la de Rosario buscando infructuosamente ganarle a la vida. —¿Ganarle qué? –me preguntó a propósito Emilio, que no sabía mucho de estas cosas. Ganarle simplemente, doblegarla, tenerla a sus pies como a un contendor humillado, o al menos engañarse, como estamos todos los que creemos que la cuestión se resuelve con una profesión, una esposa, una casa segura y unos hijos. La pelea de Rosario no es tan simple, tiene raíces muy profundas, de mucho tiempo atrás, de generaciones anteriores; a ella la vida le pesa lo que pesa este país, sus genes arrastran con una raza de hidalgos e hijueputas que a punta de machete le abrieron camino a la vida, todavía lo siguen haciendo; con el machete comieron, trabajaron, se afeitaron, mataron y arreglaron las diferencias con sus mujeres. Hoy el machete es un trabuco, una nueve milímetros, un changón. Cambió el arma pero no su uso. El cuento también cambió, se puso pavoroso, y del orgullo pasamos a la vergüenza, sin entender qué, cómo y cuándo pasó todo. No sabemos lo larga que es nuestra historia pero sentimos su peso. Y Rosario lo ha soportado desde siempre, por eso el día en que nació no llegó cargando pan, sino que traía la desgracia bajo el brazo. —Quiubo, ¿qué se ha sabido? –me preguntó Emilio apenas contestó el teléfono. —Nada. Siguen con ella ahí adentro. —Pero qué, ¿qué dicen? —No dicen nada, nadie sabe nada. —Entonces ¿para qué me llamaste? –dijo ofuscado—. Llamame cuando sepás algo. Estoy preocupado, hermano. —¿Qué horas serán? –le pregunté. —Ni idea –dijo—. Deben ser como las cuatro y media. Johnefe pensó que a Rosario la habían embarazado con la violación. Vio cómo se fue engordando pero las cuentas no le daban. La obligó a ir al centro de salud para que lo sacaran de dudas, a pesar de que ella insistía en que no había embarazo alguno. —Más te vale –le decía él—, porque en esta casa no vamos a criar hijueputicas.
Lo que no notó Johnefe es que Rosario podía vaciar la nevera en un día. Ella se las ingeniaba para que nadie lo notara. Volvía a colocar adentro los empaques vacíos de lo que ya se había devorado, reponía lo que se comía con lo que le fiaban en la tienda de la esquina, si es que no se lo engullía antes en el trayecto a su casa. Pero fue precisamente la cuenta del tendero la que sacó a Johnefe de dudas y de paso delató a Rosario. —A ver, explicame –le dijo con la cuenta en la mano-: cinco libras de tocineta, tres de azúcar, dos litros de helado, una torta, veintitrés chocolatinas, ¿a qué horas puede uno comerse veintitrés chocolatinas?, seis docenas de huevos, ocho libras de carne, doce litros de leche, y aquí solamente comemos yo, vos y Deisy, y esta cuenta es de este mes, solamente de este mes, haceme el favor y me explicás. —¿Qué querés que te explique? –le contestó desafiante—. Me la comí toda, y si vas a chillar por esa puta cuenta yo la pago. —Pues si a leguas se nota que te comiste todo. ¿Y vos estás pensando que yo salgo a quebrarme el culo para que vos te quedés aquí sin hacer nada engordándote como una vaca mientras a mí me toca arriesgar el pellejo poner la cara frentear la vida conseguirme el billete para que vos vivás acá de arrimada y como una reina? —Pues si te choca tanto –siguió Rosario con el mismo tono—, me devuelvo para donde mi mamá. —Vos sabés que doña Rubi no te quiere ni ver. Yo no sé vos qué hiciste por allá, pero como que le dejaste la casa vuelta mierda, ¿qué fue lo que hiciste, Rosario?, porque ese cuentico de la menstruación no se lo cree nadie, porque si es verdad, vos entonces te estás muriendo. Y no te pongás a llorar, no llorés, y vos tampoco Deisy, vea pues ¿por qué será que todas las mujeres se ponen a llorar cuando uno les habla? —Yo no estoy llorando –dijo Rosario llorando. —Yo tampoco –dijo Deisy, ahogada en lágrimas. Rosario casi siempre lloraba por rabia, pocas veces la vi hacerlo por tristeza. Lo cierto es que no era adicta llanto, sólo recurría a él en situaciones extremas, y ver a su hermano, el amor de su vida, enfadado con ella, era una de esas situaciones. —Por él siempre volvía a adelgazar –dijo recordándolo—. No le gustaba verme gorda, me encendía a cantaleta cuando me veía pasada de kilos.
Además, cuando me veía inflada, le daba por averiguar en qué andaba yo por esos días. No le gustaba que me metiera en líos. Varias veces me tocó verla gorda, las mismas veces que se metía en un problema de gran tamaño, las tantas veces que sincronizó un beso con un balazo. —¡Yo no entiendo esa manía tuya de besar a los muertos! –le decía Emilio iracundo. —¿Cuáles muertos? –respondía ella—. Yo los beso antes de que se mueran. —Da lo mismo, pero qué tienen que ver los besos con la muerte. Emilio aprendió a hablar de la muerte con la misma naturalidad con que ella mataba. En su afán por seguirla, se fue metiendo poco a poco en el mundo extraño de Rosario y cuando se dio cuenta de hasta dónde había llegado, ya estaba hasta el cuello de vicios, deudas y problemas. Por tenerla había robado con ella, y yo me volví un acompañante ocasional de su caída. —Siento lástima por ellos –nos explicó Rosario—. Creo que se merecen al menos un beso antes de irse. —Y si te da lástima, ¿por qué los matás? –pregunté de metido. —Porque toca. Vos lo sabés. Yo no sabía nada. Me metí con ellos porque los quería, porque no podía vivir sin Emilio y Rosario, y porque a esa edad quería sentir más la vida, y con ellos tenía garantizada la aventura. Ahora no entiendo cómo tuve el coraje de acompañarlos, fue como cuando uno cierra los ojos para lanzarse a una piscina fría. —¿Vos qué opinás? –me preguntaba siempre Emilio. —¿Qué opino de qué? –le respondía yo siempre, sabiendo hacia dónde iba la conversación. —De Rosario, de todo esto. —Ya no nos ganamos nada con opinar –le decía—. Ya nos tragó la tierra. La primera sin salida fue a los pocos meses, en la discoteca donde la conocimos. Ya Emilio era el parejo oficial de Rosario y no le importaba mostrarla por todas partes, estaba pleno, la exhibía como si fuera una de las de Mónaco, ignoraba lo que decían de ella y de su origen, yo siempre los acompañaba. Tampoco le importaban las amenazas de Ferney y su combo, a él por habérsela quitado y a ella por haberse regalado. Esa noche, uno de ellos le hizo a Rosario el reclamo en los baños: —Vos sos una regalada –le dijo el tipo. —No me jodás, Pato, no te metás en esto –le advirtió ella—. ¿Querés un pase? Parece ser que cuando ella abrió el paquetico, él se lo sopló en la cara y ella se llenó de ira. Se limpió los ojos que le ardían y vio que el hombre seguía ahí. —Esto no se va a perder, Patico –le dijo ella—. Lameme la cara y después me das un besito en la boca, con lengua. El Patico no entendió la actitud de Rosario, pero para resarcirse le obedeció.
A medida que la lamía por las mejillas, por la nariz y por los párpados, iba dejando un camino húmedo entre el polvo blanco. Después, como ella se lo había ordenado, llegó a la boca, sacó la lengua y le pasó el sabor amargo a Rosario; ella mientras tanto había sacado el fierro de su cartera, se lo puso a él en la barriga, y cuando se le hubo chupado toda la lengua, disparó. —A mí me respetás, Patico –fue lo último que el tipo oyó. Guardó la pistola y llegó tranquila hasta la mesa—. Vámonos – dijo—. Ya me aburrí. En medio del carrerón yo sentí que pasaban balas por los lados. Rosario se armó de nuevo y comenzó a disparar para atrás. La gente salió despavorida en una confusión de gritos y de histeria. No sé cómo llegamos al carro, no sé cómo logramos salir del parqueadero, no sé cómo estamos vivos. Cuando llegamos a la casa, Rosario nos contó todo. —¡¿Vos qué?! –le preguntó Emilio sin poderlo creer. Sí, ella lo había matado en nuestras narices, lo admitía y no se avergonzaba. Nos dijo que ése no era el primero y que seguramente no sería el último. —Porque todo el que me faltonea las paga así. No lo podíamos creer, lloramos del susto y del asombro. Emilio se desesperó como si él fuera el asesino, agarró los muebles a patadas, lloriqueaba y le daba puños a las puertas. Más que afectarlo el crimen, lo que lo tenía fuera de sí era darse cuenta de que Rosario no era un sueño, sino una realidad. Claro que él no fue el único decepcionado. —¡Estoy hecha! –nos dijo ella—. Andando con semejante par de maricas. Esa noche pensé que hasta ahí habíamos llegado con Rosario.
Me equivoqué. No sé cómo logró que no le cobraran el muerto, y nosotros nunca supimos en qué momento descartamos el sueño y nos volvimos parte de la pesadilla.