QUINCE
La última vez que volvió con
nosotros tardó más en regresar. Fueron casi cuatro meses en los que nos
cansamos de llamarla y averiguar por ella. Ese tiempo fue tan largo para mí que
hasta llegué a pensar que Rosario se había ido para siempre, que tal vez ellos
se la habían llevado para otro país y que definitivamente ya no la veríamos
más. Durante ese tiempo hablé muy poco con Emilio, él me había llamado a los
pocos días de la vaciada que me pegó, no sólo para suavizar su trato sino
también para averiguarme por ella. Llegué al punto de buscar a diario su foto
en el periódico, en las mismas páginas donde había salido la de Ferney, pero lo
único que encontraba eran las reseñas de los cientos de muchachos que amanecían
muertos en Medellín. Después opté por tomar esa ausencia de Rosario como una
buena oportunidad para sacármela por fin de la cabeza. Con tristeza tomé la
decisión y a pesar de no olvidarla sentí que la vida comenzaba a saber mejor,
claro que no faltaron los recuerdos, las canciones, los lugares que me la
hicieron sentir otra vez de vuelta para complicar mi vida. Pensé que separarme
también de Emilio iba a ser útil para mis propósitos, aunque a juzgar por su
alejamiento sospeché que él debería tener las mismas ideas en su cabeza. Pero
como toda historia tiene un sin embargo, el mío fue que las buenas intenciones
no me duraron mucho, solamente hasta esa noche, al igual que las anteriores, en
que al amanecer me llamó Rosario. Con su habitual «parcero» me sacó del sueño y
me hizo helar por dentro. Le pregunté dónde estaba y me contestó que había
regresado a su apartamento, que no hacía mucho había llegado y que lo primero
que hizo fue llamarme. —Perdoname la hora –dijo, y yo encendí la luz para mirar
esa hora en mi despertador. Le pregunté dónde había estado todo este tiempo y
me dijo que por ahí, la respuesta era la misma de siempre. «Por ahí acabando
con medio mundo», pensé durante el largo silencio que siguió después. —¿Y qué
más? –preguntó por preguntar, por sacar algún tema y para echarle una carnada a
mis pocas ganas de hablar. No me sentía contento de que hubiera vuelto a
aparecer, ni de que me hubiera llamado, más bien todo lo contrario, pereza,
cansancio de quererla otra vez. —Está muy tarde, Rosario –le dije—. Mejor
hablamos mañana. —Tengo que decirte cosas muy importantes, parcero. A vos y a
Emilio, ¿has vuelto a hablar con él? Ya había cumplido con la razón de su
llamada, que a la larga siempre era preguntar por Emilio. Ya nos estábamos
aprendiendo la historia de memoria, la rutina que utilizábamos para engañarnos
los tres. Algo así como lo que busca todo el mundo para pensar que todo va a
cambiar por el simple hecho de que hoy no es ayer, que el tonto dejará de
serlo, que la ingrata nos va a querer, que el mezquino se ablandará, o que los
humanos nos aliviaremos de la imbecilidad sólo porque el tiempo pasa y que todo
se cura sin dejar cicatriz. —¿Me estás oyendo, parcero? —No, no he vuelto a
saber nada de él –le dije—. Casi no hablamos. —Necesito que vengan –insistió—.
Tengo que decirles algo que les va a interesar. —Pues llamalo a ver qué pasa
–le dije con unas ganas inmensas de colgar—. Después me contás. En eso
quedamos. Aunque su intención era que yo le acondicionara el terreno para
acercársele a Emilio, aquella vez dejé que fuera ella la que se aguantara la
vaciada, si es que él era capaz de echársela. Esa noche me quedé despierto, no
por la inquietud que me dejaron sus palabras, sino por el malestar que se
siente al saber que nada cambia. A los pocos días estábamos otra vez Emilio y
yo en su apartamento, no de muy buena disposición ni con buen semblante,
simplemente atentos a lo tan importante que Rosario nos tenía que decir. Se le
sentía la ansiedad por vernos o al menos por soltar lo que tenía guardado, se
veía cansada, trajinada, y aunque no estaba gorda, sí se notaba que lo había
estado, porque trató de engañarnos metiendo en su ropa de siempre una carne que
necesitaba de ropas más holgadas. —Gracias por venir, muchachos –así empezó—.
Yo sé que ustedes están muy berracos conmigo, pero si les pedí que vinieran es
porque ustedes son lo único que me queda en el mundo. Comenzó hablando de pie,
con dificultad para hilar las palabras, pero después de las primeras frases
tuvo que sentarse, como cuando vio la foto de Ferney en el periódico, con la
diferencia de que ahora luchaba por no dejar salir las lágrimas, pero se le
quebraba la voz cuando dejaba ver sus sentimientos, cuando se refería a
nosotros como lo único –ahora sí— que le quedaba. —Yo sé que ustedes no están
de acuerdo con muchas de las cosas que yo hago continuó—, y que muchas veces
les he prometido que voy a cambiar pero que siempre vuelvo a lo mismo, eso es
verdad, pero lo que yo quiero que entiendan es que no es culpa mía, cómo les
dijera, es como algo muy fuerte, más fuerte que yo y que me obliga a hacer
cosas que yo no quiero. Todavía no entendíamos muy bien para dónde iba Rosario
con su historia. Miré a Emilio de reojo y lo vi igual de boquiabierto que yo,
seducido y embrujado por los ojos de Rosario, que se movían hacia todos los
ángulos buscando las ideas que justificarían sus acciones. —Lo que ustedes no
saben, muchachos, es lo difícil que ha sido mi vida, bueno, algo les ha tocado,
pero mi historia comienza mucho más atrás. Por eso es que ahora sí estoy
decidida a que todo va a cambiar, porque tengo que hacer algo que borre
definitivamente todo ese pasado y toda esa vida mía que fue tan dura, pero si
quiero olvidarme de todo eso me toca trabajar duro y buscar una salida
definitiva, ¿sí me entienden?Emilio y yo nos volvimos a mirar: no entendíamos
nada, pero sin ponernos de acuerdo seguimos en silencio. No queríamos hablar,
tal vez para agredirla, para no participar en sus pensamientos y que le tocara
a ella sola desenredar su propuesta. —Miren, muchachos –comenzó a acelerarse-: lo
que les quiero decir es que yo no estoy dispuesta a seguir viviendo así, pero
necesito contar con ustedes para eso, no tengo a nadie más, nadie que esté
dispuesto a acompañarme en los planes que tengo, además creo que a ustedes
también les interesa cambiar, porque lo que les voy a proponer es para que
ahora sí definitivamente salgamos de pobres. Emilio y yo nos quedamos de una
pieza, como si sus palabras nos hubieran hecho tragar una varilla, consternados
por el impacto de sus últimas palabras. A ella la vimos sonreír por primera vez
en esa tarde, con los ojos muy abiertos esperando nuestra reacción. Ahora sí
tocaba romper el silencio. —Perdoname, Rosario –le dije—, pero hasta donde yo
sé, ni vos ni nosotros somos pobres. —Ya te lo dije, parcero. –Se puso de pie y
comenzó a caminar de un lado a otro —. Ya te lo dije: todo esto es prestado y
el día menos pensado me lo quitan, y a ver, ¿vos tenés mucho?, ¿y vos, Emilio?,
perdónenme pero ninguno de los dos tiene ni culo, todo es de sus papás, el
carro, la ropita, todo se lo han dado, ustedes ni siquiera tienen un cagado
apartamento donde vivir, ¿o me equivoco? —Y entonces ¿qué es lo que querés?
–preguntó Emilio desafiante. —Si me dejás de hablar golpeadito te lo explico
–le contestó ella en el mismo tono. La reunión se estaba calentando. Ya todos
estábamos de pie y muy inquietos, conociendo su escuela no era difícil
imaginarse las intenciones de Rosario. A mí de todas maneras nunca me han
gustado las discusiones. —Es muy fácil –explicó ella—. El negocio es redondo,
yo ya tengo todos los contactos, los de aquí y los de Miami. —¡¿Los de dónde?!
–interrumpió Emilio. —¡Ay, Emilio, no seás güevón! –dijo Rosario—. Para esto
toca tener contactos aquí y allá, ¿o es que pensás meterte en esto solito? —¡Ni
solito ni acompañado! –le contestó—. ¿Vos qué estás creyendo, Rosario? —¡¿Y vos
de dónde pensás que sale todo el perico y todo el bazuco que te has metido?!
¿Creés que cae del cielo o qué? Por un momento pensé que se iban a dar puños. A
mí no se me ocurría cómo bajarle el tono al altercado, además por experiencia
sabía lo cara que podía salir una intromisión. —Mirá, Rosario –dijo Emilio-: te
equivocaste de socios, acordate de que nosotros somos gente decente. —¡Decente!
¡Juá! –replicó furiosa—. Lo que son es unos güevones. —Vámonos –me dijo Emilio.
Yo miré a Rosario pero ella no se percató, estaba resoplando con la cabeza
hacia abajo y los brazos cruzados, recostada contra la pared. Emilio abrió la
puerta y salió, yo quería decir algo pero no sabía qué, por eso me decidí a
decirle: «Rosario, no sé qué decir», pero ella no me dejó, antes que yo pudiera
abrir la boca me dijo: —Andate, parcero, largate vos también. Levanté los
hombros en un gesto imbécil y salí mirando al piso. Emilio estaba al pie del
ascensor, oprimiendo con insistencia el botón para bajar, pero antes que se
abriera vimos a Rosario asomar la cabeza y gritarnos desde la puerta: —¡Así son
ustedes! ¡Se creen de mejor familia y va uno a ver y son unos pobres
hijueputas! Cerró de un portazo cuando nos metimos al ascensor. Estábamos tan
sulfurados que no nos dimos cuenta de que en lugar de bajar, íbamos para
arriba. Esperé unos días para llamarla aunque seguía sin saber qué decirle. La
idea era neutralizar un poco los ánimos, de paso averiguar algo más sobre los propósitos
de Rosario y si todo coincidía con mis suposiciones, tratar de disuadirla para
que no cometiera una locura. Eran tan impredecibles sus reacciones que no me
extrañó encontrarla de buen ánimo, cuando lo que esperaba era una situación
semejante a la última que tuvimos. Me dijo que estaba cocinando algo delicioso
y que me invitaba para que lo compartiéramos. —¡Qué casualidad, parcerito! –me
dijo—. Lo hice pensando en vos. Aunque no creí mucho en esa casualidad, al rato
estaba con ella, comiéndonos algo que además de no tener nombre, tampoco tenía
sabor, pero me encantó verla gozar con su experimento. Después, nos sentamos
junto a la ventana para ver la ciudad de noche, las luces titilantes que tanto
le gustaban a Rosario; entraba una brisa fresca y con la música y el vino daban
ganas de eternizar ese momento. De pronto cambió el semblante, como si todo eso
que a mí me inspiraba a ella le comenzara a doler, me pareció que se le habían
encharcado los ojos, pero también podrían ser las luces de la ciudad reflejadas
en ellos. —¿Qué te pasa, Rosario? Tomó de su vino, y para sacarme de dudas se
limpió los ojos llorosos. —De todo, parcero. Volvió a mirar hacia la ciudad y
echó la cabeza un poco hacia atrás, tal vez para que la brisa le refrescara su
cuello. —Me pasa de todo –dijo—. La soledad, la muerte de Ferney, el viaje...
Sentí un eco duro dentro de mi cabeza, la palabra en un eco seco y después
repitiéndose con fuerza: «el viaje, el viaje, el viaje». Quise entender que se
trataba de otra cosa, de otro viaje, pero nada ganaba con engañarme, finalmente
sabía a lo que ella se refería pero no quería hablar de eso. —¿Cómo te fue con
lo de Norbey? –le pregunté. —Ferney –corrigió sin ganas—. Fue horrible, no te
imaginás cómo me lo dejaron, no le cabía una bala más, no sé para qué le
metieron tantas, con una hubieran tenido. Lo mataron con rabia.Se le escapó
otro par de lágrimas que trató de embolatar con un gran sorbo de vino. Como se
le aflojó la nariz se la limpió con una servilleta. —El pobre Ferney siempre
sufrió con su mala puntería – continuó—. A lo mejor por eso lo mataron. Se puso
de confiado a amarrarse los tres escapularios en la muñeca para que no le fuera
a fallar el pulso y se quedó sin el del corazón para protegerse y sin el del
tobillo para volarse. Muy güevón, Ferney. —Pero ¿lo pudieron enterrar? —Claro
–me dijo—. Cerquita de Johnefe. La brisa le empujó el cabello sobre la cara y
con ese gesto que yo tanto adoraba se lo colocó detrás de las orejas, me miró y
me sonrió sin motivo, o por lo menos yo no se lo había dado. —Cuando te sintás
sola –le dije—, no dudés en llamarme. Creo que ahora sí le había dado un motivo
para sonreír y así lo hizo de nuevo. Me apretó el muslo, como solía manifestar
su afecto, y después a tientas buscó mi mano, sin inmutarse cuando por
encontrarla rozó el bulto entre mis piernas. Finalmente la encontró, abierta,
lista para que ella la tomara. —Me vas a hacer mucha falta, parcero –me dijo—.
Te voy a extrañar mucho. Esa noche no pegué el ojo pensando en una ausencia que
parecía definitiva. Me invadió una angustia que iba aumentando con el insomnio
al imaginarme la vida sin Rosario, pensaba que era prácticamente imposible
seguir sin ella y azuzado por los recuerdos me aferraba a esa idea. Abrazado a
la almohada sentí pasar nuevamente uno a uno los sentimientos que ella me
despertaba, y con ellos volvieron a mí las mariposas en el estómago, el frío en
el pecho, la debilidad en las piernas, la desazón, el temblor en las manos, el
vacío, las ganas de llorar, de vomitar y todos los síntomas que atacan a
traición a los enamorados. Cada minuto de esa noche se convertía en un eslabón
más de la cadena que me ataba a Rosario Tijeras, un peldaño más de la escalera
que me conducía hasta el fondo, minutos que en lugar de coincidir con la
claridad del amanecer me sumían en un túnel oscuro, igual al de ella y del que
tantas veces le pedí que saliera. Sólo pude dormir un poco cuando ya el sol
pegaba con fuerza a través de las cortinas y ya me había vencido la idea de
seguir a Rosario en su carrera loca. Los días que siguieron no fueron distintos
a esa noche, yo más bien diría que peores, con dudas y temores permanentes, con
la certeza de que definitivamente sin ella no podría y alimentado por la
esperanza del último de la fila que se consuela con lo poco que le den, con lo
que quede, con las sobras que los demás dejaron, o en el caso de Rosario,
ilusionado porque ahora ella estaba sola y aparentemente no tenía a nadie más
que a mí. Tal vez eso fue lo que más alimentó mi idea de seguirla: la
recompensa que recibiría como premio a mi incondicionalidad. El resto eran
partes de la película que yo me había armado, Rosario sola, sin Emilio, porque
yo estaba decidido a no contarle nada de mis planes, sin Ferney, porque estaba
muerto, sin los duros de los duros, porque era precisamente de ellos de quienes
quería separarse; sola conmigo, en otro país y con el antecedente de una noche
juntos, qué más podría pedirle a la vida.Pero como la vida rara vez nos da lo
que le pedimos, esa vez tampoco quiso hacer una excepción. Llamé a Rosario
decidido a aceptarle su propuesta, pero eso sí, con algunas variantes: me iría
con ella pero no participaría en su negocio, yo sería simplemente su
acompañante, viviría con ella donde ella quisiera, pero lo del negocio, no, no
podía. Sin embargo, mi angustia dio un giro, porque la llamé muchas veces y no
la encontré, me respondía su contestador y ella no me devolvía las llamadas. Yo
conocía los motivos de sus anteriores desapariciones, por eso esta vez mi
desespero fue mayor, porque no había una razón conocida para que Rosario se
hubiera ido así como así. De pronto recordé su «me vas a hacer mucha falta,
parcero», y pensé que tal vez ésa fue su despedida, discreta y sin mucho ruido,
«te voy a extrañar mucho», un adiós muy evidente pero que yo en ese momento no
entendí. Hablé con Emilio para ver si podía sacarme de la duda, pero yo sabía
más de ella que él. Además, visitarlo no fue una buena idea. —Y te voy a pedir
un favor –me dijo-: no me volvás a hablar de ella. —Tranquilo –le dije— que ya
no se va a poder: Rosario se fue del todo. —Si se fue, mucho mejor. Yo no
entendí cómo pudo alegrarse, seguramente porque nunca la quiso, al menos no
tanto como yo, que no sabía qué hacer, ni para dónde coger ni cómo seguirla. Me
puse a andar por ahí, sin rumbo fijo, buscando posibles lugares donde podría
encontrarla; recordé ese edificio donde me habían enviado a pedir algún dinero,
las calles empinadas del que fue su barrio y otro par de sitios a donde
misteriosamente iba Rosario con alguna frecuencia. Opté por ir a su propio
edificio, tal vez le hubiera dicho algo al portero. Los porteros siempre saben
algo. —Claro que sí, parcero –me dijo el hombre—. La señorita acaba de llegar.
Subí tranquilo. Subí lo más rápido que pude, por las escaleras, la paciencia no
me dio para esperar al ascensor. Timbré y toqué al mismo tiempo, y después del
quién es, soy yo, abrió la puerta y me le lancé en un abrazo, como abrazaríamos
a un muerto si éstos pudieran resucitar. —¡Me voy con vos! –le dije—. Te voy a
acompañar. Después fue ella la que me abrazó fuerte, aunque me pareció que no
fue por alegría, la sentí temblar, por eso pienso que más bien fue por miedo, y
después cuando me tomó las manos para agradecerme, las sentí más frías que
siempre y tan sudorosas que no era fácil agarrarlas. —¿Dónde andabas? –le
pregunté. —Preparando todo –me dijo—. Vos sabés. Yo no sabía nada y tampoco
quería saber. No le dije las condiciones con las que viajaría. No me atreví,
decidí dejarlo para después, no podía estropear este encuentro que ya me
parecía imposible, claro que cuando vi una maleta lista, empacada y esperando
junto a una puerta, entendí que no podía aplazarle mucho lo de mis requisitos.
—¿Cuándo te vas? –le pregunté. —Cuándo nos vamos –corrigió—. Yo te aviso. Los
momentos que siguieron resultaron tan confusos y tan extraños que todavía me es
difícil precisarlos. No recuerdo exactamente el orden en que ocurrieron ni el
tiempo en que se desarrollaron, era de noche, eso sí, no hacía mucho que yo
había llegado y lo que siguió, creo, fue el estrépito de la puerta abriéndose
de un solo golpe, después el apartamento invadido de soldados armados y
apuntándonos y uno de ellos vociferando órdenes. A mí me arrastraron hacia un
cuarto y a Rosario hacia otro; me hicieron tirar al piso, me pusieron un pie
encima, en la espalda, y frente a mi nariz colocaron unas fotos con unas cifras
enormes que anunciaban una recompensa; eran las fotos de ellos, los duros de
los duros, cada foto acompañada de un interrogatorio, que dónde están, que qué
parentesco tengo con ellos, que por qué los escondo, que cuándo los vi por
última vez, y cada pregunta reforzada con el pie sobre mi espalda. Entraban y
salían hombres, lo único que se escuchaba eran pasos y susurros, a Rosario no
la oía, pregunté por ella y no me contestaron, después entró otro y le mostró
algo al que hablaba más fuerte, «mire lo que encontramos», yo alcé la mirada,
era una pistola, la de Rosario, «no tiene documentos», volvió a decir el otro,
después más silencio, hasta que el que hablaba duro dijo «llévenselos» y pensé
que ahí la vería, que nos llevarían juntos, pero no fue así, no sé si a ella se
la llevaron primero, no la vi cuando me sacaron, tampoco la vi después cuando
mi familia resolvió mi problema, ni cuando yo volví a preguntar por ella y me
dijeron que otra gente le había resuelto el de ella, no la vi más, ni al día
siguiente ni cuando fui a buscarla a su edificio y el portero me dijo que ella
se había ido de viaje, no la volví a ver sino hasta esta noche, cuando la
recogí y la traje, tres años después, cuando ya me había hecho a su
desaparición, cuando ya su recuerdo había sacado callo, hasta hoy, hasta este
preciso instante en que por fin sale un médico, creo que fue el que la recibió,
lo veo hablar con la enfermera, me señala, me apunta con su dedo como si fuera
el tubo frío de una pistola, me apunta, viene, tiene el tapabocas bajo su
quijada, tiene la barba trasnochada, camina despacio con pasos ingrávidos, me
mira mientras se acerca, tiene los ojos rojos y cansados, tiene sangre en su
bata, es él, ahora estoy seguro, él fue quien la recibió, ha dejado de
señalarme, ahora estoy seguro, ahora lo entiendo. Me tapo las orejas para no
oír lo que me va a decir. Aprieto los ojos para no ver dibujadas en sus labios
las palabras que no quiero escuchar.
DIECISÉIS
«Hasta la muerte te luce, Rosario Tijeras», no
se me ocurre nada más al verla tendida para siempre. No fui capaz de levantar
la sábana, alguien más lo hizo. Y si no me lo hubieran contado creería que
estaba dormida, así dormía, con la apariencia tranquila que no tenía mientras
estaba despierta. «Hasta la muerte te luce», no la recordaba así de hermosa, el
tiempo había comenzado a borrármela, tal vez en algún momento me tocará
agradecerle este instante a la vida, si no hubiera estado aquí su cara se me
habría extraviado en la memoria. Me gustaría besarla, recordar el sabor de sus
besos, «tus besos saben a muerto, Rosario Tijeras», ya Emilio me lo había
advertido y yo pude comprobarlo después, se lo dije cuando la besé, cuando no
sé por qué comenzamos a agredirnos, después de querernos, como cobrándonos el
pecado, o porque así era su forma de querer, o porque así es el amor. Hubiera
bastado con echarle la culpa a los tragos, no era necesario ofendernos, ninguno
de los dos tuvo la culpa, o si la hubo la tuvimos los dos, así son las cosas.
—Y vos, parcero, ¿alguna vez te has enamorado? Recuerdo que lo poco que
preguntó lo hizo en un tono infantil, una mezcla extraña de niña y mujer,
utilizando ese tono contemplado con el que las mujeres buscan hacerse querer.
Le respondí. Muy cerca de su cara, porque durante las preguntas ya estábamos
muy cerca, por eso no tuve que hablar fuerte para responderle que sí, que
todavía lo estaba, y ella me preguntó bajito: «¿Y de quién?», y aunque ella sabía
la respuesta, yo le contesté más bajito aún: «De vos». Hubo un silencio en el
que prevaleció la música y se afilaron los sentidos para comenzar a sentir lo
que tanto habían esperado. Cuando abrí los ojos ya no pude mirarla porque
estábamos nariz con nariz, con mi frente apoyada en la suya, con mis manos
sobre sus muslos y ella también acariciando los míos. También sentimos el
aliento a aguardiente y el aire contra las bocas, después el roce de las
mejillas apretando cada vez un poco más la una contra la otra, hasta que se
encontraron los labios, hasta que se buscaron y se encontraron, y cuando ya
estuvieron juntos no quisieron separarse, sino que con más fuerza se pegaron y
se abrieron, y se mordieron y se esculcaron con las lenguas, se pasaron su sabor
a trago y a muerto, «tus besos saben a muerto», recordé, pero también sabían a
ganas de seguir, a ganas de lo que siguió, lo que seguimos con las manos y el
cuerpo mientras nuestros dientes se rayaban entre sí, cómo voy a olvidarlo, si
mis manos se electrizaron cuando las metí por primera vez bajo su blusa, y
después fueron violentas, fuimos violentos, porque así es el amor desesperado,
y nos rasgamos la ropa, de un solo envión le quité su camisa con la agradable
sorpresa de que no tuve que quitarle más, y ella de un solo envión me quitó la
mía, y sin separar las bocas le desabroché el bluyín, y ella paró de arañarme
para desabrocharme el mío, y en un segundo, entre gemidos y mordiscos y las
manos sin dar abasto, quedamos como queríamos. —Parcero... –dijo pegada a mi
boca. —Mi niña... –dije. Después no pude decir más. Lo que siguió ha sido mi
más bello y doloroso secreto, y ahora que ella está muerta, seguirá siendo para
siempre más secreto y, mucho más todavía, entrañable y doloroso. Voy a
repasarlo a diario para que siempre vuelva fresco, como acabado de suceder, por
eso me gustaría besarla ahora, para recordar otra vez su boca, aprovechando que
sus besos siempre sabrán a lo mismo. Besarla ahora con la certeza de que no se
desquitará conmigo el peso de sus culpas. —Emilio lo tiene más grande que vos
–me dijo después, cuando se le empezaron a bajar los tragos y ya no se podía
deshacer lo hecho. Ya no había música ni luz, sólo la que entraba por la
ventana, yo estaba desnudo a su lado y ella medio se cubría con una sábana. Se
quedó en silencio esperando mi reacción, pero como yo no entendí ese paso
intempestivo del amor al odio, tardé en responderle. En lo primero que pensé,
antes que me venciera el dolor, fue en esa manía que tienen las mujeres por
compararlo todo; después, ya destrozado, pensé en lo miserable que sería mi
vida con el recuerdo de una sola noche, porque en ese instante no me cupo la
menor duda de que lo nuestro fue sólo eso, la reacción de Rosario no daba para
pensar en algo más. Sin embargo, no sé cómo saqué fuerzas para lanzarle mi
dardo y no quedar como ella me quería ver. —A lo mejor no es cuestión de tamaño
–le dije—, sino que conmigo te mojás más. Con la mirada me remató. Se cubrió
hasta la nuca y me dio la espalda. Ya comenzaba a amanecer. Yo me le acerqué un
poco más, no estábamos tan lejos el uno del otro, al fin de cuentas
compartíamos la misma cama y me dolía resignarme a que esa fuera la única vez,
por eso me arriesgué a demostrarle una vez más lo que hacía unos minutos le
había hecho saber. Con mis dedos busqué su hombro y tiré un poco de la sábana
para encontrar algo de piel, pero ella se encogió bruscamente y sin mirarme me
devolvió a mi esquina. —Mejor durmámonos, Antonio –me dijo. Me puse la almohada
sobre la cara y lloré, me la apreté con fuerza para que no me entrara aire ni
me saliera llanto, para morirme como quería en ese instante, junto a ella y
después de haber tocado el cielo, muerto de amor como ya nadie se muere, seguro
de no poder vivir ya más con el desprecio. Después aflojé la almohada, quería
que ella se enterara de lo que había hecho, en lo que me había convertido, y a
propósito solté mis sollozos, no tuve que fingirlos porque ahí estaban y los
tuve durante mucho tiempo después, no me importó que me sintiera llorando, ya
no tenía nada que perder. No me miró, ni se dio vuelta ni dijo nada. Sé que
estaba despierta, no era tan descarada como para dormirse, algo en el alma se
le tendría que haber movido también, además se sacudió cuando en voz alta y con
las palabras muy medidas le dije: —Las tijeras son tu chimba, Rosario Tijeras.
«Eso es todo, Rosario», sigo hablándole en silencio, como siempre, «se nos
acabó todo», me muero por besarla, «ya te lo dije: te voy a querer siempre», me
muero por morirme con ella, «y te voy a querer más en cada cosa que te
recuerde, en tu música, en tu barrio, en cada palabrota que escuche y hasta en
cada bala que suene y mate», le tomo la mano, todavía está caliente, se la
aprieto esperando un milagro, el prodigio de sus ojos negros mirándome o un
«parcero, parcerito» saliendo de sus dientes, pero si no lo hubo cuando
pretendí que ella me quisiera, ahora menos, cuando nada arregla lo
irremediable.Todavía tiene sus tres escapularios, no le sirvieron para nada,
«te gastaste tus siete vidas, Rosario Tijeras». Uno siempre se pregunta dónde
anda Dios cuando alguien muere. No sé qué voy a hacer con todas las preguntas
que aparecerán a partir de ahora, ni qué voy a hacer con este amor que no me ha
servido para nada. Tampoco sé qué voy a hacer con tu cuerpo, Rosario. —Lo
siento, pero necesitamos esta sala –me dice alguien con frialdad. Tengo que
dejarla, mirarla por última vez y dejarla, la última vez que estoy con ella, la
última que cojo su mano, la última, eso es lo que duele. No quisiera irme sin
besarla, la última vez, el último beso del último de la fila. Ya no puedo, ya
es tarde como siempre, se la llevan de su último mundo, rodando sobre la
camilla, todavía tan hermosa, «eso es todo, Rosario Tijeras».