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viernes, 24 de febrero de 2023

Cuento Una mesa es una mesa de Peter Bichsel (Lucerna 24/03/1935)

 

Una mesa es una mesa

[Cuento - Texto completo.]

Peter Bichsel

Quiero contarles de un hombre viejo que ya no pronuncia ninguna palabra. Tiene un rostro cansado: cansado de reír y cansado de enfadarse. Vive en una pequeña ciudad, al final de la calle, cerca de la esquina. No vale la pena describirlo, casi nada lo diferencia de otros. Usa un sombrero gris, pantalón gris, una chaqueta gris y en invierno un largo abrigo gris. Tiene un cuello delgado cuya piel está seca y arrugada. Los botones blancos de la camisa le aprietan demasiado.

En el piso inferior de su casa tiene un cuarto; quizás estuvo casado y tuvo hijos, quizás vivió antes en otra ciudad. Seguramente alguna vez fue niño, pero eso fue hace mucho tiempo, allá donde los niños eran vestidos como adultos. Donde se veían tal como en el álbum fotográfico de una abuela.

En su cuarto hay dos sillas, una mesa, una alfombra, una cama y un armario. Sobre la pequeña mesa está un despertador, al lado están los viejos periódicos y el álbum fotográfico; sobre la pared cuelgan un espejo y un retrato.

El hombre viejo tomaba un paseo por las mañanas y un paseo por las tardes; hablaba un par de palabras con su vecino, y por las noches se sentaba a la mesa.

Nunca cambiaba. Incluso los domingos eran así.

Y cuando el hombre se sentaba a la mesa, siempre escuchaba hacer tic tac al despertador.

Pero hubo un día especial: un día con sol, no tan frío ni tan caliente, lleno de gorjeos de pájaros, con gente alegre, con niños que jugaban. Y lo especial fue que, de pronto, todo le gustó al hombre.

Y sonrió.

—Ahora todo cambiará —pensó.

Desabrochó el primer botón de su camisa, tomó su sombrero en la mano; aceleró su paso, se balanceó en sus rodillas al caminar y se puso muy contento. Llegó a la calle donde vivía, inclinó la cabeza para saludar a los niños, caminó hasta su casa, subió la escalera, tomó las llaves de la bolsa y cerró su cuarto.

Pero en su cuarto todo seguía igual: una mesa, dos sillas, una cama. Y cuando se sentó a la mesa, escuchó nuevamente el tic tac y toda su alegría se fue, pues nada había cambiado.

Entonces al hombre le sobrevino una enorme furia.

En el espejo vio ruborizar su rostro: cómo cerraba y abría los ojos; entonces hizo puños sus manos, las levantó y golpeó la mesa; primero un golpe, después otro y empezó a golpear y golpear como si tocara un tambor, al tiempo que gritaba una y otra vez:

—¡Tiene que cambiar, esto tiene que cambiar!

Y dejó de escuchar el despertador.

Pero sus manos comenzaron a dolerle y su voz se cansó; entonces escuchó otra vez el despertador.

Nada había cambiado.

—Siempre la misma mesa —dijo el hombre—, las mismas sillas, la misma cama, el mismo cuadro. Y a la mesa le digo mesa, al cuadro le digo cuadro, a la cama la llamo cama y a la silla la nombro silla. ¿Por qué? Los franceses le dicen a la cama «li», a la mesa «tabl», al retrato lo nombran «tablo» y a la silla «schäs», y se entienden. Y los chinos también se entienden.

—¿Por qué la cama no se llamará retrato? —pensó el hombre y se rio, y se rio tanto que el vecino de al lado golpeó en la pared y gritó:

—¡Silencio!

—De ahora en adelante todo cambiará —dijo, y a la cama la llamó retrato.

—Estoy cansado, quiero ir al retrato —pensó.

Por la mañana, se quedó acostado, como acostumbraba, largo rato en el retrato y pensó cómo podría llamar a la silla: y la nombró despertador.

Por fin se puso de pie, se vistió, se sentó sobre el despertador y apoyó los brazos sobre la mesa.

Pero ahora la mesa ya no se llamaba mesa, ahora se llamaba alfombra.

Por la mañana el hombre dejó el retrato, se vistió, se sentó a la alfombra en el despertador y pensó a quién podría decirle que:

 

a la cama le dice retrato,

a la mesa le dice alfombra,

a la silla le dice despertador,

al periódico le dice cama,

al espejo le dice silla,

al despertador le dice álbum fotográfico,

al armario le dice periódico,

a la alfombra le dice armario,

al retrato le dice mesa

y al álbum fotográfico le dice espejo.

 

Entonces, su misma historia sería:

Por la mañana, el hombre viejo se quedó, como acostumbraba, largo rato recostado en el retrato. Alrededor de las nueve sonó el álbum fotográfico. El hombre se levantó y se paró sobre el armario para que no se le enfriaran los pies. Tomó su ropa del periódico, se vistió, miró la silla sobre la pared, se sentó después sobre el despertador a la alfombra y hojeó el espejo hasta que encontró la mesa de su madre.

El hombre halló tan divertido lo que había hecho que practicó todo el día. Se aprendió de memoria las nuevas palabras. Y renombró todo. Entonces ya no fue un hombre sino un pie, y el pie fue una mañana y la mañana un hombre.

Ahora, ustedes también pueden reescribir la misma historia. Solo tienen que cambiar los demás términos, tal como hizo el hombre:

 

sonar es pararse,

enfriarse es ver,

estar acostado es sonar,

estar de pie es enfriarse,

pararse es hojear.

 

Y entonces así quedaría:

Por el hombre, el viejo pie se quedó, como acostumbraba, largo rato sonando. Alrededor de las nueve se acostó el álbum fotográfico, el pie se enfrió y hojeó sobre el armario para no verse las mañanas.

El hombre viejo se compró un cuaderno y escribió en él hasta llenarlo con sus nuevas palabras.

Tuvo mucho que hacer.

Se veía tan raro en la calle.

Entonces aprendió nuevos términos para todas las cosas, y se olvidó más y más de los nombres correctos. Ahora tenía un nuevo idioma que le pertenecía únicamente a él.

Aquí y allá soñaba el nuevo lenguaje; traducía las canciones de su época escolar a su nuevo idioma y las cantaba en voz baja para sí.

Pero pronto sintió que ya le era más difícil traducir. Casi había olvidado su antiguo lenguaje y tuvo que buscar las palabras correctas en su cuaderno. Sintió miedo de hablar con la gente. Tuvo que pensar largamente cómo dice la gente las cosas:

 

a su foto la gente le dice cama,

a su alfombra la gente le dice mesa,

a su despertador la gente le dice silla,

a su cama la gente le dice periódico.

a su silla la gente le dice espejo,

a su álbum fotográfico la gente le dice despertador,

a su periódico la gente le dice armario,

a su armario la gente le dice alfombra,

a su mesa la gente le dice foto

y a su espejo la gente le dice álbum fotográfico.

 

Y llegó tan lejos que se reía cuando escuchaba hablar a la gente.

 

Por ejemplo, se reía si escuchaba que alguien decía:

—¿Irás mañana también al juego de futbol?

O si alguien decía:

—Llueve desde hace dos meses.

O si alguien decía:

—Tengo un tío en América.


Y se reía porque no entendía.

Pero su rostro no fue de felicidad. Su rostro comenzó a entristecerse   y   así  terminó:  muy   triste.

El hombre viejo con el abrigo gris no entendía a la gente.

Lo que no fue tan grave.

Lo grave fue que la gente no pudo entenderlo.

Y por eso no dijo nada más.

Se quedó callado; hablaba solo con él mismo.

No volvió ni siquiera a saludar.



FIN


“Ein  Tisch  ist  ein   Tisch”,
Kindergeschichten, 1969

Cibergrafía:   https://ciudadseva.com/texto/una-mesa-es-una-mesa/

Fotos sesión del club de lectura colonista . Febrero 24 de 2023














                                      


                                       

viernes, 17 de febrero de 2023

Textos leídos Fragmento final de Alexis o el tratado del inútil combate de Marguerite Yourcenar (1903-1987) y La Noche de los feos Mario Benedetti(1920-2009) Febrero 17 de 2022.

Párrafo   final  de Alexis  o   el  tratado  del inútil  combate de Marguerite   Yourcenar 

  Amiga mía, vivir es difícil. Ya he edificado bastantes teorías morales como para no construir otras y contradictorias: soy demasiado razonable para creer que la dicha sólo yace al borde de la culpa, y el vicio, no más que la virtud, no puede dar la alegría a los que no la llevan dentro, sólo que, incluso prefiero la culpa (si de culpa se trata) a una denegación de mí tan próxima a la demencia. La vida me ha hecho lo que soy, prisionero (si se quiere) de instintos que yo no he escogido pero a los que me resigno, y esta aceptación, espero, a falta de felicidad, me procurará la serenidad. Amiga mía, siempre te he creído capaz de comprender, lo que es más difícil que perdonar. Y ahora, te digo adiós. Pienso con infinita dulzura en tu bondad femenina, más bien maternal: te dejo con pena, pero envidio a tu hijo. Eras el único ser ante quien yo me sentía culpable, pero el escribir mi vida me confirma a mí mismo; termino por compadecerte sin condenarme con severidad. Te he traicionado, pero no he querido engañarte. Eres de las que escogen siempre, por deber, el camino más estrecho y más difícil; no quiero, implorando tu compasión, darte un pretexto para sacrificarte más. No sabiendo vivir según la moral ordinaria, trato, por lo menos, de estar de acuerdo con lamía. Es en el momento en que uno rechaza todos los principios cuando conviene proveerse de escrúpulos. Había contraído contigo compromisos imprudentes y la vida se encargó de protestar: te pido perdón, lo más humildemente posible, no por dejarte, sino por haberme quedado tanto tiempo. 



Cibergrafía:  https://docplayer.es/49713175-Marguerite-yourcenar-alexis-o-el-tratado-del-inutil-combate.html#show_full_text




Mario   Benedetti:  La  noche de  los  feos

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

«¿Qué está pensando?», pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

«Un lugar común», dijo. «Tal para cual».

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

«Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?»

«Sí», dijo, todavía mirándome.

«Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.»

«Sí.»

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

«Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.»

«¿Algo cómo qué?»

«Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.»

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

«Prométame no tomarme como un chiflado.»

«Prometo.»

«La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?»

«No.»

«¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?»

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

«Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.»

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

«Vamos», dijo.

2.

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

© Mario Benedetti: La noche de los feos. Publicado en La muerte y otras sorpresas, 1968


Cibergrafía:  https://lecturia.org/cuentos-y-relatos/mario-benedetti-la-noche-de-los-feos/2506/

Fotos sesión del club de lectura. Viernes 17 de febrero de 2023














 

jueves, 2 de febrero de 2023

Fotos de la sesión del club de lectura. Febrero 2 de 2023




 

Lectura de los cuentos Un marido afortunado de David H Keller (1880-1966) y Pacto de Sangre de Mario Benedetti (1920-2009)

 

UN MARIDO AFORTUNADO.
A Piece of  Linoleum, David H. Keller (1880-1966)



Sin duda alguna se trataba de un suicidio. De tal forma, que el coronel no quera ni oír hablar de otra hipótesis. Y la pobre señora Harker no tenía más consuelo que la compasión sincera de los vecinos.

Las dos amigas, que la acompañaban en el día después del entierro, la encontraban en un estado lamentable.

—Realmente, no comprendo cómo John ha podido hacer una cosa semejante cuando éramos tan felices —sollozaba—. Claro que su muerte hubiera sido menos incomprensible si yo no hubiera sido para él una esposa tierna y complaciente. Mejor que una esposa, un ángel guardián.


Nuestra casa, por ejemplo, ¿creen que sería enteramente nuestra, con la hipoteca reembolsada hasta el último céntimo, si hubiera dejado obrar al buen John? Ni en un siglo lo habría conseguido.

Desde las primeras semanas de nuestra vida en común, cuando me di cuenta de que le gustaba traerme flores, comprendí cual era mi deber: iba a tener que encargarme, yo sola, de la administración de nuestro presupuesto. Naturalmente, le daba cada semana un poco de dinero para sus gastos, y le compraba cada noche el periódico; él hubiera preferido comprarlo él mismo para leerlo en el tren, pero lo habría arrugado demasiado; ya saben, yo guardo todos los periódicos viejos, bien doblados, para venderlos al trapero.



Evidentemente, si hubiéramos tenido hijos, no habría podido ocuparme tanto de él y de la casa. Pero antes de nuestra unión, el médico me había dicho que con mi constitución delicada, haría mejor en renunciar al terrible esfuerzo que puede representar la maternidad. Un hombre delicioso este médico. Como no tendrán bebés, mime usted a su marido, me aconsejó. John, protestó al principio, pero poco a poco se fue resignando. Sin embargo, no conseguía comprender por qué yo insistía en que su habitación estuviera tapizada de color rosa.



Como me quedaba sola todo el día, me había puesto a coser; pronto supe confeccionar vestidos, e incluso camisas para John. Al principio me pedía que las comprara, pero yo le expliqué que me encantaba trabajar para él, puesto que, en suma, era mi bebé; y entonces acabó por no volver a hablarme de ello.



Por supuesto, siempre estaba preocupada por su salud. Había comprado libros que trataban de todos los regímenes a seguir. Créanme, en veinte años de matrimonio, mi John no comió jamás un bocado que no conviniera exactamente a un hombre de su edad, de su peso y de su temperamento.

Asimismo, velaba para que fuese siempre bien abrigado. Por la mañana, cuando el tiempo era lluvioso, le recordaba que tomara su impermeable, y, salvo en pleno verano, vigilaba que llevara su jersey de lana. Y cuando la mañana había sido hermosa, pero por la noche el cielo se había cubierto, iba a esperarle a la estación, con su impermeable, incluso cuando me sentía muy cansada.

No imaginarían ustedes cuanto deseaba yo que todo marchara de modo impecable en nuestra casa. Y, no obstante, no es fácil cuando hay un hombre en la casa, especialmente un hombre como John. Necesité dos años enteros para acostumbrarle a que dejara sus zapatos en la alacena y se pusiera las zapatillas antes de entrar en la cocina. Para proteger la alfombra del salón, coloqué cuadrados de linóleo alrededor de su sillón preferido, y conservaba otros trozos como reserva.

Cuando recibía a alguno amigos, que no tardaban en encender un cigarro, me precipitaba para deslizarles un trozo de linóleo debajo de los pies, por miedo a que ensuciaran la alfombra. Tuve que volver comprar linóleo varias veces.

Yo había pasado de los treinta y empezaba a sentirme cansada, nerviosa; el médico me explicó que era un mal periodo el que debía atravesar, y que tenía que descansar. Así, pues, le pedí a John que refregara los platos en mi lugar, pero se mostraba tan descuidado que me vi obligada a poner trozos de linóleo delante de la fregadera de tanto que salpicaba el suelo.

Ciertamente, yo sabía que él nunca se aburría conmigo, pero comprendía perfectamente que un hombre pudiera experimentar la necesidad de distraerse. Incluso insistí para que asistiese una vez al año a una reunión con sus amigos de regimiento. Cuando volvía, sus ropas olían de tal modo a tabaco que tenía que rociarlas de esencia de lavanda. Pero creo que les hablaba a sus compañeros de la solicitud con que yo le cuidaba. Para el entierro, enviaron una corona con un motivo central de margaritas que formaban las palabras: En paz. Una idea encantadora, ¿no les parece?

Pero, ahora que lo pienso, sin duda les gustaría saber de qué modo ocurrió todo. Primero tengo que explicarles que a causa de mi delicada salud, teníamos habitaciones separadas. Como un esposo tiene, no obstante, ciertos derechos, yo nunca cerraba la puerta con llave.

Debo decir que John era un hombre demasiado galante para aprovecharse de la situación. El mismo día de la boda le confié que, en opinión del doctor, cualquier agitación brutal podría matarme, y, por supuesto, como John conocía mi constitución delicada, no quería tener mi muerte sobre su conciencia.



En su habitación yo haba colocado, a los pies de la cama, un trozo de linóleo, y sobre el linóleo un gran cenicero de porcelana china, blanco, con rosas amarillas. John era, a Dios gracias, demasiado refinado para mascar tabaco, ni siquiera para fumar; pero en cambio, le gustaba el chicle. Cada noche yo le daba uno, recordándole que lo dejara en el cenicero antes de dormirse.

Pues bien, la noche de su muerte, antes de entregarle aquella golosina, le anuncié una buena noticia: reemplazando el café del desayuno por achicoria, había conseguido economizar tres dólares, justo el precio de un linóleo artstico que destinaba a su habitación. Se lo describí: sobre un fondo malva y rosa, un Cupido se disponía a lanzar su flecha sobre una gacela temblorosa de miedo, el símbolo perfecto de la pareja que forman el hombre conquistador y la mujer púdica.

Con una gran decepción de mi parte, John no dijo nada; movió simplemente la cabeza, tomó el pedazo de chicle y fue a acostarse. Un poco más tarde, vi que apagaba la luz. Nuestras habitaciones eran continuas, saben ustedes, y la luz pasaba por debajo de la puerta. Le oí decir que me daba las buenas noches. Comprendí inmediatamente que algo andaba mal.

Yo le haba enseñado a decir: Buenas noches, querida. Y en aquella ocasión dijo solo: Buenas noches.

Luego, un poco más tarde, oí caer gotas. Debía ser la lluvia, o cualquier grifo tal vez. Llamé:

—John, ¿has cerrado el agua caliente del cuarto de baño?



Pero él se contentó con reír, una risa extraña, breve, entrecortada, y me dijo que no me preocupara.

Las gotas seguían cayendo, espaciándose, no obstante, de modo que acabé por dormirme. A la mañana siguiente, cuando entré en la habitación para despertarle —era él quien preparaba el desayuno, con el fin de permitirme que me quedara acostada un rato más— lo encontré muerto.



Se había abierto las venas con una hoja de afeitar. Lo que yo había tomado por la lluvia era el ruido de su vida que se iba, gota a gota.



En mi enloquecimiento, llamé al doctor. Me explicó que John había debido tener una depresión nerviosa, casi una crisis de demencia.



—No hay otra razón en un hombre que tiene la fortuna de tener una esposa tan devota como usted —dijo.



Tenía ciertamente razón; no encuentro otra explicación. Evidentemente, John no había apreciado nunca todo lo que yo haca por él. Se sorprendía incluso, a veces, del trabajo que hacía para que la casa estuviera siempre bien conservada y limpia. Sobre este punto, él fue negligente hasta el fin. Si al menos hubiera pensado en acostarse un poco más hacia abajo, solo unos diez centímetros, su sangre habría caído sobre el linóleo, en lugar de manchar la alfombra.



David H. Keller (1880-1966)

 

Cibergrafía:   http://elespejogotico.blogspot.com/2019/06/un-marido-afortunado-david-h-keller.html





PACTO DE SANGRE MARIO BENEDETTI

 

A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama. No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda. Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubeola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios; varices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la convivencia. Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de misar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad no presunción ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así. También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Ámsterdam y el relato del partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.) Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordás de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes, m'hijita, las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con qué pavadas me venías ahora. a lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decías, entonces vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía pap'. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla pero siente. El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto., que se llama Octavio com oyo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar, y por otro, y ole contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice que lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los cincuenta. No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este placer mío. La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera simples pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas, y entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braulio, y eso que su especialidad ss la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como "I acknowledge receipt of your kind letter", o "Very truly yours", lo suficiente para que los de allá puedan contestar "Dear sirs", o "Gentlemen". También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado. De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braulio, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablas (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quien contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice  un gesto con la mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quien hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no. Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos a otra parte. 

O a ninguna. 



Cibergrafía:

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