UN MARIDO AFORTUNADO.
A Piece of Linoleum, David H. Keller
(1880-1966)
Sin duda alguna se trataba de un suicidio. De tal forma, que el coronel no
quera ni oír hablar de otra hipótesis. Y la pobre señora Harker no tenía más
consuelo que la compasión sincera de los vecinos.
Las dos amigas, que la acompañaban en el día después del entierro, la
encontraban en un estado lamentable.
—Realmente, no comprendo cómo John ha podido hacer una cosa semejante cuando
éramos tan felices —sollozaba—. Claro que su muerte hubiera sido menos
incomprensible si yo no hubiera sido para él una esposa tierna y complaciente.
Mejor que una esposa, un ángel guardián.
Nuestra casa, por ejemplo, ¿creen que sería enteramente nuestra, con la
hipoteca reembolsada hasta el último céntimo, si hubiera dejado obrar al buen
John? Ni en un siglo lo habría conseguido.
Desde las primeras semanas de nuestra vida en común, cuando me di cuenta de que
le gustaba traerme flores, comprendí cual era mi deber: iba a tener que
encargarme, yo sola, de la administración de nuestro presupuesto. Naturalmente,
le daba cada semana un poco de dinero para sus gastos, y le compraba cada noche
el periódico; él hubiera preferido comprarlo él mismo para leerlo en el tren,
pero lo habría arrugado demasiado; ya saben, yo guardo todos los periódicos
viejos, bien doblados, para venderlos al trapero.
Evidentemente, si hubiéramos tenido hijos, no habría podido ocuparme tanto de
él y de la casa. Pero antes de nuestra unión, el médico me había dicho que con
mi constitución delicada, haría mejor en renunciar al terrible esfuerzo que
puede representar la maternidad. Un hombre delicioso este médico. Como no
tendrán bebés, mime usted a su marido, me aconsejó. John, protestó al
principio, pero poco a poco se fue resignando. Sin embargo, no conseguía
comprender por qué yo insistía en que su habitación estuviera tapizada de color
rosa.
Como me quedaba sola todo el día, me había puesto a coser; pronto supe
confeccionar vestidos, e incluso camisas para John. Al principio me pedía que
las comprara, pero yo le expliqué que me encantaba trabajar para él, puesto
que, en suma, era mi bebé; y entonces acabó por no volver a hablarme de ello.
Por supuesto, siempre estaba preocupada por su salud. Había comprado libros que
trataban de todos los regímenes a seguir. Créanme, en veinte años de
matrimonio, mi John no comió jamás un bocado que no conviniera exactamente a un
hombre de su edad, de su peso y de su temperamento.
Asimismo, velaba para que fuese siempre bien abrigado. Por la mañana, cuando el
tiempo era lluvioso, le recordaba que tomara su impermeable, y, salvo en pleno
verano, vigilaba que llevara su jersey de lana. Y cuando la mañana había sido
hermosa, pero por la noche el cielo se había cubierto, iba a esperarle a la
estación, con su impermeable, incluso cuando me sentía muy cansada.
No imaginarían ustedes cuanto deseaba yo que todo marchara de modo impecable en
nuestra casa. Y, no obstante, no es fácil cuando hay un hombre en la casa,
especialmente un hombre como John. Necesité dos años enteros para acostumbrarle
a que dejara sus zapatos en la alacena y se pusiera las zapatillas antes de
entrar en la cocina. Para proteger la alfombra del salón, coloqué cuadrados de
linóleo alrededor de su sillón preferido, y conservaba otros trozos como
reserva.
Cuando recibía a alguno amigos, que no tardaban en encender un cigarro, me
precipitaba para deslizarles un trozo de linóleo debajo de los pies, por miedo
a que ensuciaran la alfombra. Tuve que volver comprar linóleo varias veces.
Yo había pasado de los treinta y empezaba a sentirme cansada, nerviosa; el médico
me explicó que era un mal periodo el que debía atravesar, y que tenía que
descansar. Así, pues, le pedí a John que refregara los platos en mi lugar, pero
se mostraba tan descuidado que me vi obligada a poner trozos de linóleo delante
de la fregadera de tanto que salpicaba el suelo.
Ciertamente, yo sabía que él nunca se aburría conmigo, pero comprendía
perfectamente que un hombre pudiera experimentar la necesidad de distraerse.
Incluso insistí para que asistiese una vez al año a una reunión con sus amigos
de regimiento. Cuando volvía, sus ropas olían de tal modo a tabaco que tenía
que rociarlas de esencia de lavanda. Pero creo que les hablaba a sus compañeros
de la solicitud con que yo le cuidaba. Para el entierro, enviaron una corona
con un motivo central de margaritas que formaban las palabras: En paz. Una idea
encantadora, ¿no les parece?
Pero, ahora que lo pienso, sin duda les gustaría saber de qué modo ocurrió
todo. Primero tengo que explicarles que a causa de mi delicada salud, teníamos
habitaciones separadas. Como un esposo tiene, no obstante, ciertos derechos, yo
nunca cerraba la puerta con llave.
Debo decir que John era un hombre demasiado galante para aprovecharse de la
situación. El mismo día de la boda le confié que, en opinión del doctor, cualquier
agitación brutal podría matarme, y, por supuesto, como John conocía mi
constitución delicada, no quería tener mi muerte sobre su conciencia.
En su habitación yo haba colocado, a los pies de la cama, un trozo de linóleo,
y sobre el linóleo un gran cenicero de porcelana china, blanco, con rosas
amarillas. John era, a Dios gracias, demasiado refinado para mascar tabaco, ni
siquiera para fumar; pero en cambio, le gustaba el chicle. Cada noche yo le
daba uno, recordándole que lo dejara en el cenicero antes de dormirse.
Pues bien, la noche de su muerte, antes de entregarle aquella golosina, le
anuncié una buena noticia: reemplazando el café del desayuno por achicoria,
había conseguido economizar tres dólares, justo el precio de un linóleo
artstico que destinaba a su habitación. Se lo describí: sobre un fondo malva y
rosa, un Cupido se disponía a lanzar su flecha sobre una gacela temblorosa de
miedo, el símbolo perfecto de la pareja que forman el hombre conquistador y la
mujer púdica.
Con una gran decepción de mi parte, John no dijo nada; movió simplemente la
cabeza, tomó el pedazo de chicle y fue a acostarse. Un poco más tarde, vi que
apagaba la luz. Nuestras habitaciones eran continuas, saben ustedes, y la luz
pasaba por debajo de la puerta. Le oí decir que me daba las buenas noches.
Comprendí inmediatamente que algo andaba mal.
Yo le haba enseñado a decir: Buenas noches, querida. Y en aquella ocasión
dijo solo: Buenas noches.
Luego, un poco más tarde, oí caer gotas. Debía ser la lluvia, o cualquier grifo
tal vez. Llamé:
—John, ¿has cerrado el agua caliente del cuarto de baño?
Pero él se contentó con reír, una risa extraña, breve, entrecortada, y me dijo
que no me preocupara.
Las gotas seguían cayendo, espaciándose, no obstante, de modo que acabé por dormirme.
A la mañana siguiente, cuando entré en la habitación para despertarle —era él
quien preparaba el desayuno, con el fin de permitirme que me quedara acostada
un rato más— lo encontré muerto.
Se había abierto las venas con una hoja de afeitar. Lo que yo había tomado por
la lluvia era el ruido de su vida que se iba, gota a gota.
En mi enloquecimiento, llamé al doctor. Me explicó que John había debido tener
una depresión nerviosa, casi una crisis de demencia.
—No hay otra razón en un hombre que tiene la fortuna de tener una esposa tan
devota como usted —dijo.
Tenía ciertamente razón; no encuentro otra explicación. Evidentemente, John no
había apreciado nunca todo lo que yo haca por él. Se sorprendía incluso, a
veces, del trabajo que hacía para que la casa estuviera siempre bien conservada
y limpia. Sobre este punto, él fue negligente hasta el fin. Si al menos hubiera
pensado en acostarse un poco más hacia abajo, solo unos diez centímetros, su
sangre habría caído sobre el linóleo, en lugar de manchar la alfombra.
David H. Keller (1880-1966)
Cibergrafía: http://elespejogotico.blogspot.com/2019/06/un-marido-afortunado-david-h-keller.html
PACTO DE SANGRE MARIO BENEDETTI
A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre:
Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene,
como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo
siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a
estar en la mecedora o en la cama. No hablo. Los demás creen que no puedo
hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche,
monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada
más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo
ir al baño por mí mismo, sin ayuda. Esos siete pasos que me separan del lavabo
o del inodoro, aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda,
pero para mi higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese
más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la
cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además
tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría
por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me
hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando
voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término.
Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría
del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que
me recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito,
flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz
neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que
no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja
Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que
escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo
pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente
cierto. Dos veces sarampión, una vez rubeola y otra escarlatina, difteria,
tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría
problemas respiratorios; varices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena
dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era poseedor
de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui
mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni
matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y
callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es
recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin
embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi
siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis
manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en
la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película
y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) que
siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) que durante un año
entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) que
reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio
al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) que aparecía tanto en
mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch que
me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de
cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un
nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas
mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie
que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato.
En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los
cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios
pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era
cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos
de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía
dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía.
En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe
divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto
a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el
dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo.
Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo
una escena de celos, esas porquerías que corroen la convivencia. Como
contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no
dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es
algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de
alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente.
Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la
llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea
que hace catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con
quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso
muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede
querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un
horno de misar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar.
Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal
abuelo, como si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno
al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de
afecto, que aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide,
italiano tal vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del
nombre completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un
cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero
inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad no
presunción ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente,
sencillamente porque es así. También tengo la impresión de que ellos agradecen
al Señor de que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan:
cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo
pierden. Porque sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son
historia. Qué saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a
bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la
despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario.
Como esto lo converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden
cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de
página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el
ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el
sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha
cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Ámsterdam y el
relato del partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga
uruguaya; Italia cede córner; los italianos presionan sobre la valla defendida
por Mazali; Scarone tira desviado, etc.) Nada saben y se lo pierden. Cuando mi
hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordás de cuando
venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che
negrita y vos creías que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te
explicaba que el hijo del vecino te decía eso porque tenías el pelo oscuro,
pero que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada
vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden
ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en
mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te
preocupes, m'hijita, las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los
otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando
le decías, con todo el desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría
recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con qué pavadas me
venías ahora. a lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese
bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre, se ve que la
imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también.
Pero por qué cuando hablás de ella decías, entonces vivía mamá, y a mí en
cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que
ella, hoy dirías, cuando vivía pap'. La cosa es que, para bien o para mal, papá
vive, no habla pero piensa, no habla pero siente. El único que con todo derecho
me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto., que se llama Octavio com oyo (al
parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba imaginación). Ahí está la
clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser
humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó hace un
año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y,
creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo, me duele el
riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi nieto.
Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le
pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le
propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar,
y por otro, y ole contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero
tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de
afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien
y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones
con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito
minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes como para que salieran
unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos.
Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales
secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su
instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en
casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del
pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi
yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, con un gestito
de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien
se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la
coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos,
que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser
totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la
paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el
próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento
anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda
corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no
tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y
donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había
quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y
en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida
observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del
atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un
ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede
pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni
serás brujo. Y él dice que lástima y tiene un poco de razón, porque si yo
hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio
antes de los cincuenta. No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo
que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es
hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer
proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga.
Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni
le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con
alevosía su muñón en el área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su
valla (claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía)
durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en
Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo
pienso qué suerte todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este
placer mío. La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la
edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue
después de lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa la fecha? Murió y se
acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de mis
lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos
están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A
veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna postal, con un
abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en
la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores. Todavía
la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin pilas y tendría que
pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de
mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me
jodo soy yo, porque si la radio tuviera simples pilas, podría escuchar alguno
que otro partido, no muchos porque los locutores en general me cansan con su
entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre
cuando pasan música clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella
tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a
saber dónde está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi
podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en cumplimiento de
nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi
hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas, y entonces lo mandaran a la
ferretería de la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé
colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna
ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para
las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué
más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio
o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa,
enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también
saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es
menos escribidor que Braulio, y eso que su especialidad ss la literatura, pero,
naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta,
en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas
un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo
mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y
Exportaciones. Digamos, frasecitas como "I acknowledge receipt of your
kind letter", o "Very truly yours", lo suficiente para que los
de allá puedan contestar "Dear sirs", o "Gentlemen".
También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero
suizo de 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en
realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy
aquí semipostrado. De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija,
cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando
al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y
también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto,
que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer
por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver
con el tío Braulio, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no
podía hablas (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta)
ya que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto
íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté
la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que
ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya
que no iba a tener a quien contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o
cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que
Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que
se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una
formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía.
No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre
me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a
decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa.
Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso
al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo.
¿Qué pacto es ese, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre
lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo: cosas de
niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono,
porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quien hablar. Me
tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo
ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi
edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y
a uno lo toma de sorpresa. A mí no. Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo
ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía
preparados para Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay
nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando
realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni
el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) ni el
enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco
minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en
cambio no diré chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau,
para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese
instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos a
otra parte.
O a ninguna.
Cibergrafía:
www.ingenieria.unam.mx/dcsyhfi/material_didactico/Literatura_Hispanoamericana_Contemporanea/Autores_B/BENEDETTI/sangre.pdf