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lunes, 22 de julio de 2024
Lectura del capítulo noveno de la novela Aranjuez, Ironías.
9. Ironía
La vida ampara y propicia las ironías: mi padre está enloqueciendo y a mi su demencia me está matando mientras él deshabita su biografía, yo intento edificar sobre las ruinas que van quedando, juntando los escombros de sus recuerdos para alojarlo en ellos, para tenerlo ahí hasta que también yo me demuela en el olvido. Hay diferentes tipos de locura, está la locura lírica que inspiró a poetas y artistas románticos, deseada por muchos porque veían en tal afectación el manantial de la inspiración, lo que llevó a mas de un insípido trovador a fingirla para indultar la falta de talento y afectar sus ripiosos versos con algo de demencia; está la locura mística, que rapta de furor espiritual a quien la sufre hasta arrebatarlo de excitación beatífica y hacerlo ver y escuchar las voces de los dioses; está la locura egoísta del amor caníbal, que se alimenta del daño ajeno, imputando afuera lo que falla adentro, endosando culpas para falsear faltas, como la de mi amigo Walter, el pastor López; está la locura violenta que desata furias asesinas y cobra víctimas en todos los lugares donde aparece y que conocemos bien en este país; está la locura cotidiana, camuflada en lo habitual, ominosa, constreñida, limitante, absurda y ciega que nos hace votar por los mismos de siempre, que nubla la vista, el entendimiento y la historia; y está la locura de mi padre, que es de todas la mas tonta y mansa, la demencia a traición cuando deserta la razón sin otro motivo que el desgaste, demencia de mierda, cobarde, estafadora y pusilánime, locura asquerosa, mendaz, locura hijueputa, una suerte de venganza pérfida de la vida contra los nobles al no poderlos atacar con el odio, al no ser capaz de sumirlos en la culpa, al no poder llenarlos de resentimiento y mezquindad, porque su nobleza los blinda, les endilga la violencia boba y mala como forma de conclusión vengativa, vida malparida. Soy mejor enfrentando el sufrimiento propio que el de las personas que quiero, este me supera, me sofoca de impotencia, me desequilibra por no poder hacer nada, el dolor propio endurece el carácter, afina la condición y mejora el temple o destruye al que se deje, pero la aflicción ajena cuando el ajeno es tan de uno me entiesa, me pasma, me agobia y me desnutre, nunca he sido capaz de ver sufrir a los míos sin sentir la incompetencia del que se muere de hambre por no tener boca, me invade una culpa sorda y molesta que me susurra mas adentro del oído y del cerebro, imputándome que algo en su dolor es mi culpa no sé por qué, ni de dónde me viene esa carga, pero me sugestiona tanto que logra paralizarme, me deja atónito, debiendo algo que no supe cuando presté, pagando una apuesta que no realicé: así me sentía al llegar a la casa con la botella de guaro recién empezada, pensando en mi padre, en su mala vejez, en su obtusa demencia y en su pasado, en cuando era joven y supongo que nunca se prefiguró que algún día sus músculos iban a menguar y su cabeza a colapsar, cuando asegura mi madre, fumaba y bebía al mismo ritmo que yo, sin embargo yo no lo conocí borracho porque cuando sus hijos empezamos a crecer él abandonó para siempre la bebida; mis recuerdos más antiguos con respecto al alcohol, son del día de mi primera borrachera, esa que ya mencioné y que fue también la última borrachera de él: yo tenía cinco años, y mi padre acostumbraba, cuando tenía un día libre entre viaje y viaje, y esos días eran escasos, a juntarse en su casa con su ayudante, con su amigo Wenceslao y con su hermano menor, mi tío Juaco, quien fue siempre su mejor amigo y el único tío al que crecimos queriendo y que por mi vecindad con la desventura terminó muerto a los tres años de este episodio, en el fatídico 13 de noviembre de 1985 en la explosión del volcán Nevado del Ruiz en Armero, Tolima, cuando cumplía una jornada de trabajo como chofer de una empresa eléctrica, y de quien nunca pudieron rescatar el cuerpo de entre los escombros de ese terrible lodazal de estropicios y deterioros en el que mi padre se internó durante una semana, con el barro en los dientes, intentando arrancarle a la muerte aunque fuera el cuerpo destrozado de su hermano para darle sepultura y cerrar la herida abierta con su desguazo. Cuánto comprendí a mi padre unos años más tarde cuando yo mismo sentí en carne propia la mutilación de la parte más buena y mejor de lo que uno es cuando enterré a mi hermano, es decir a su hijo, pobre mi viejo, tanto dolor, tanta muerte de gente querida; al final su olvido no sea más que una esotérica manera del destino para protegerlo en sus horas postreras de las memorias de sus pérdidas y acercarlo pacíficamente a su fin, aunque eso es un consuelo insulso que me prefiguro en mi mente aturdida e indulgente, porque el destino y la vida son perros y, a más que perros, indolentes; quitarle a un viejo la morada vital que es su pasado, el único lugar que nos convalida, que nos permite pertenecer a algo y llegar al final con una sonrisa por lo vivido, arrebatarle los recuerdos a un hombre es dejarlo estéril de ayeres, insignificante para sí mismo, como un recién nacido de setenta y cinco años pero sin futuro, como si sus esfuerzos, sus batallas, sus dolores, sus alegrías, sus aciertos y sus múltiples errores hubieran sido en vano, tan solo el sueño inane de un esquizofrénico. Me duele universos solo pensar en su muerte y más me duele cavilar en lo que dicen sobre el momento terminal, que nuestra vida se derrama en tropel sobre nuestros ojos como haciendo un recorrido final de lo que fuimos ¿ qué imágenes aparecerán en su mente ahora que está vacío de memorias? El día de mi primera borrachera estaba con sus amigos, animados todos, escuchando tangos en una vieja grabadora, que servía de guarida a una sociedad de cucarachas, mi madre les fritaba chorizos y chicharrones para que acompañaran los tragos de guaro, que cada vez repartían con mayor celeridad y entusiasmo, yo pasaba por su lado y los veía brindar alborozados con copas repletas de un líquido transparente que parecía ponerlos contentos aunque cada vez que lo ingerían hacían gestos de desaprobación con el rostro, pero inmediatamente los componían y remataban el trago con una sonrisa, un abrazo y cerraban tomando de un vaso de agua. En algún momento mi tío se fue al baño y mi padre aprovechó para ir a donde mi madre, a la cocina, a abrazarla mientras los demás salieron a tomar aire al patio, dejando la mesa de la sala sin vigilancia y con tres tragos servidos hasta el borde de las copas, me arrimé a uno de ellos y mirando para todos lados, me animé a cogerlo, al acercármelo a la boca el olor me alteró el estómago y me produjo náuseas, pero esto no hizo que desistiera en mi empeño de tragármelo, me lo mandé de un solo golpe, un trago largo que casi se me devuelve, por lo que tuve que tomarme inmediatamente un vaso de agua y aún así seguí teniendo arcadas, que lograba controlar tragando bocanadas de saliva espesa; apenas tardó dos minutos el aguardiente en hacer efecto en mi cándido e infantil organismo, tirarme en la huerta con el mareo más monstruoso que hubiera tenido en mi corta vida y hacerme trasbocar acuciosamente todo lo que tenía adentro; mi madre acudió diligentemente ante la algazara que producía mi vómito y, al acercárseme y olerme el tufo alcohólico se hizo un manojo de iras que supo descargar en la humanidad de mi padre, a mí me dejó tirado en la huerta y se fue hasta donde estaban reunidos los compinches, y gritando como nunca la había escuchado hacer, les dijo de todo, sinvergüenzas, borrachos, malparidos y los echó a los cuatro de la casa, mientras que mi padre, aturdido por el escándalo y el alcohol, viendo a su mujer posesa de rabia, se quedó atolondrado al igual que sus compañeros, y no supo qué hacer, así que mi mamá volvió a la carga y les dijo que si no se iban ella sí cogía a sus hijos y sus dos chiros y se largaba, a lo que mi padre reaccionó y se fue raudo con sus amigos, mi mamá se quedó llorando y fue por mí a la huerta, me llevó cargado hasta la cama adonde me arrimó al rato un vaso de agua hirviendo con limón; mi papá no volvió a la casa sino hasta tres días después. Mismos días en los que me sentí el ser más culpable y miserable del mundo, porque sabía que algo en mi actuación había provocado la separación y malestar de mis padres. Al retornar al hogar, se encerraron en la alcoba un rato que a mí se me hizo eterno, y cuando salieron sus rostros habían recuperado el color y el brillo de los días habituales, desde ese día mi padre abandonó para siempre la bebida, y yo en cambio, no tenía como saber que esa lejana tarde de borrachera con mi primer guaro habría de ser el inicio de una nutrida y larguísima historia con la bebida, que me abocaría a miles de rupturas y definiría buena parte de mi vida futura, sin embargo lo de ese día respondió a otra sed que intentaba saciar, la de la curiosidad, que me hizo sospechar que en esa copa se escondía algún tipo de secreto arcano y feliz solo develado a los mayores, pero a la larga no pude entender a qué se debía tanto alboroto cuando recordé el sabor infecto y fermentado de ese líquido y el malestar subsecuente a su ingesta .Pasaron cerca de ocho años para que me animara a tomar otro trago de alcohol y ocurrió como casi todo en mi vida a esa edad, cuando quise emular a mi hermano, y me animé a tomar de un mejunje infame con el que él y sus amigos vivificaban la charla que mantenían en el solar de mi casa a escondidas de mi mamá y que llamaban chamberlain, una mezcla de alcohol etílico con leche, huevos, malta y una vigorosa porción de leche condensada que le daba un sabor dulce que remataba agrio, como una malteada de alcanfor; el sabor se quedaba en las paredes de la boca mucho tiempo y tornaba sus dulzores con agrieras que de nuevo trajeron a mi estómago el recuerdo de mi primigenia borrachera e igual que ayer me dieron arcadas, pero como Alquívar y sus amigos parecían estar tan contentos con el trago, yo me tragué mis maluqueras y continué bebiendo con ellos esa bebida tosca. Los pobres suplen con inventiva sus precariedades, aunque a veces los simulacros salen mas caros que los originales, como en este caso, pues el chamberlain requería tantos elementos para encubrir la impresión del alcohol crudo que la receta resultaba mas costoso que el alcohol destilado, lo que obligó con el tiempo a los consumidores a variar la fórmula restando ingredientes, hasta que al final los asiduos de ese trago autóctono barriobajero lo consumían mezclando alcohol etílico con una papeleta de Frutiño, un refresco en polvo barato que no logra disimular ni siquiera el mal sabor de sí mismo, pero que en aquella época se estilaba robusto de ingredientes una suerte de ponche agrio; como van los tiempos tal vez alguien dentro de poco depure la fórmula y lo venda como novedad refinada y legal, ofreciéndolo como cultivo popular perfeccionado, con esa extraña pirueta de vender lo barrial como moda para las élites que gustan de las expresiones y maneras de los pobres pero sin pobres, a la manera de un ron, una bebida exclusiva de bucaneros hasta que un espíritu industrioso lo legalizó y convirtió el agua bendita del mar en agua bendecida, quizás mañana entre los cocteles de las grandes discotecas de la ciudad y el mundo se venda el chámber al lado del Daiquirí, el Mai Thai o el Calypso, sin que nadie se acuerde de que alguna vez endulzó con sus agruras a los nacientes borrachos de Aranjuez, como nosotros esa tarde en que bebimos hasta entrada la noche cuando todos se fueron tambaleantes de la casa y mi hermano y yo tuvimos que hacer esfuerzos inverosímiles para ocultarle la borrachera a mi madre, que con ojo avizor vigilaba nuestros movimientos, y en un descuido producto del aturdimiento se nos metió a la pieza y descubrió en nuestros ojos y en las palabras arrastradas de ambos qué era lo que en realidad ocurría, el regaño fue mayor pero corto, porque vio que con eso no conseguía aumentar sino nuestro malestar, se fue con los ojos filosos de la pieza y no nos habló más en la noche, pero lo duro vino al otro día cuando nos despertó sin los cariños que usaba siempre y nos obligó a barrer y trapear la casa en medio de la peor maluquera que recuerdo de mi vida adolescente, aderezada por la cantinela infatigable de ella que cuando se lo proponía era imparable en los discursos, sobre lo descarados que éramos por habernos puesto a beber mientras ella se mataba trabajando día y noche en la casa para que estuviéramos bien, lo que de paso era verdad, para concluir con lágrimas con las que enfatizaba el lamento por lo perdidos que estábamos sus hijos lágrimas que nos dolían más que el regaño y el castigo, para después hacernos una aguasal de huevo para el malestar; vomité todo el resto del día y terminé enfermo y deshidratado, tirado en la cama con dolor de todo y juré no volver a probar el alcohol en mi vida, pero las promesas que hacemos bajo el influjo de una molestia apenas son operativas durante el tiempo que dure el fastidio; a los pocos meses mataron a mi hermano y nuestra vida se hizo añicos, empecé a beber con firmeza y mis padres estaban tan destruidos por su muerte que no tuvieron fuerza para reprenderme por mis borracheras constantes, supongo que comparados con su muerte mis lábiles excesos les parecían apenas una trastada juvenil, y tal vez al principio fue solo eso, la manera de encubrir una realidad de mierda, pero esas borracheras crearon el hábito nefasto del ocultamiento, esconderme en una botella paliativa cada que la vida desconcertaba se me volvió ritual y como todo rito después de practicarlo por mucho tiempo pierde su valor simbólico trascendente y se convierte en un comportamiento compulsivo que apenas si logra aplacar transitoriamente nuestros demonios, aturdiendo y distorsionando un poco las voces increpantes de nuestra mente, abrigando en el exilio autoimpuesto . Lo malo de vivir tanto tiempo escondido es que fácilmente la trinchera se vuelve morada y ya no importa ser descubierto, sino haber olvidado el camino de regreso a casa, como me pasó cuando dejé a mi padre en el hospital; me pasé una semana larga detrás de una botella, comiendo poco y mal, y apenas fui a visitarlo una vez. Estaba en la cama con su mirada perdida mientras mi mamá le cambiaba el pañal, y al reconocerme sonrío y se dejó hacer como un bebé manso, pero era raro ver un bebé de setenta y cinco años que además era mi papá. Experimenté un escalofrío incómodo y contradictorio, mezcla de ternura y protesta, algo en la escena no cuadraba como observar un arcoíris en medio de un torrencial aguacero o un árbol de navidad en un basurero; me le arrimé él me tomó la mano y no nos dijimos nada. Mi mamá terminó su tarea y salimos al pasillo donde me reconvino por mi incipiente embriaguez, me retiré al final de la visita dejándolos a él sonriente sin motivo y a ella preocupada y molesta conmigo; en el trayecto a mi casa me vine pensando en lo irónico de su final: mi papá en su vida no conoció el descanso, y en la última etapa, cuando su cuerpo lo obligó a tenerlo, no podía reconocerlo, es injusto y denigrante que después de una vida de trabajo rudo y de fuerza terminara en una cama con mierda en los calzones y bañado en meados, asistido por la mujer que amaba. Es extraño el poder femenino ese gesto maternal y amoroso de mi madre con el hombre que despertaba en ella pasiones y que ahora sosegado de impulsos lo tornaba casi un hijo recién nacido, gesto que la dota de grandeza y belleza como si siempre hubiera estado preparada para hacer lo que toca donde y como sea, como si además de mujer, esposa y madre estuviera compuesta para ser centro. A un hombre lo articula su capacidad para enfrentar las contrariedades y sus incertidumbres, yo desde los catorce las he enfrentado aferrado a una botella, que es como tratar de frenar una quema con un bidón de gasolina, alentando siempre la paradoja y la desarticulación, alivianar el dolor por la demencia de mi padre "amparado" en la locura del alcohol; así que antes de llegar me detuve en la tienda, compré media de guaro y me senté frente al computador a recordar estas historias, y mientras enciendo un cigarrillo, me llama mami para decirme que a mi papá le dieron de alta y ya van para la casa, yo suspiro, me tomo un guaro pensando que tal vez nuestros ataques autodestructivos sean el llamado hacia la muerte que nos hacen los muertos que nos precedieron, y que recordándolos acallamos un poco su grito mientras nos engulle el gran boquete de la historia; vuelvo a suspirar y empiezo a escribir: Walter no fue el pastor López toda la vida...