Capítulo Sexto
Adam se quedó dormido tras hacer el amor y Soledad estuvo escuchando durante
un par de horas su respiración suave y tranquila. Ella, en cambio, estaba poseída por
el demonio de las noches, por el ogro de la oscuridad, por un torbellino de
pensamientos martilleantes. Al cabo no pudo más y se deslizó fuera de la cama con
cuidado para no despertarlo. Encerrada en el baño, se miró en el espejo y se encontró
espantosa, la pintura corrida, los ojos hinchados. Se desmaquilló, se lavó la cara con
agua fría y volvió a maquillarse, muy suavemente, que pareciera que no llevaba nada.
Qué malo era ser vieja. Ya no se atrevía a la completa desnudez de la piel.
Y, total, ¿para qué? ¿Por qué se estaba pintando? ¡Es un gigoló, por favor,
Soledad!, se increpó en voz alta, y a continuación se tapó la boca, aterrada de que
Adam la hubiera oído. Entreabrió la puerta una rendija: la respiración del chico
seguía acompasada. Suspiró. Eran las seis de la mañana.
Salió del baño, se dirigió a su despacho y despertó el ordenador, que estaba en
suspensión. Al encenderse, la pantalla mostró una foto de Philip K. Dick. Otro
posible maldito. Entró en la web de ParaComplacerALaMujer y pulsó la pestaña de
tarifas. Uno de los pensamientos que la torturaban era cómo hacer para pagarle. Los
seiscientos euros hasta el final de la ópera estaban claros, pero ¿y lo de después?
Servicio Superior: 8 horas de compañía, 900 euros.
Servicio Good Morning, 12 horas de compañía, 1200 euros.
Servicio Día y Noche, 24 horas de compañía, 1500 euros.
Bien. Le había citado a las siete y media de la tarde, o sea que si le despertaba y le
hacía irse antes de las siete y media de la mañana, estaría dentro del Good Morning.
Soledad tenía las manos sudadas y la boca seca. Qué cosa tan resbaladiza, tan
incómoda, ¿cómo se había podido meter en un lío así? Sólo quería que se fuera. Que
se fuera que se fuera que se fuera.
No tenía dinero suficiente en casa y desde luego no quería darle un cheque. Fue
de puntillas hasta el vestidor, se puso unos vaqueros, unas botas, un jersey y un
plumas, y salió a sacar dinero de un cajero. En el ascensor se sintió dentro de un mal
sueño y al salir del portal sufrió uno de esos breves momentos de extrañeza que a
veces la acometían: durante un par de segundos no reconoció el entorno, su calle, su
barrio. Bien hubiera podido estar en una colonia en el Marte de Philip K. Dick, o en
alguna otra vida paralela. El corazón se le desbocó; luego, Madrid volvió a tomar
forma ante sus ojos y se reconstruyeron las esquinas de siempre. Inspiró
profundamente el aire helado intentando calmarse. Todavía era de noche y las calles
estaban bastante vacías. Caminó hasta el cajero del BBVA sintiéndose frágil y
desvalida. Por fortuna, el banco se encontraba en dirección opuesta a la tienda de los
chinos, no hubiera soportado volver a ver esa mancha negra sobre la acera. Antes de
meter la tarjeta miró hacia todas partes: la ciudad era un territorio oscuro y enemigo.
Tecleó a toda prisa mientras el miedo engordaba dentro de ella. Recordó la figura del
yonqui recortada a contraluz con el cuchillo goteando sangre en la mano y se le
escapó un gemido. Los gorjeos de la máquina se le hicieron eternos: estaba a punto
de tener un ataque de pánico. Por fin el cajero vomitó los billetes y Soledad salió
disparada. Corrió todo lo deprisa que pudo hasta su portal; estaba tan nerviosa que
tardó muchísimo en atinar con la cerradura. Subió en el deprimente ascensor con la
respiración entrecortada. Estoy loca. Estoy loca.
Cuando abrió la puerta de su casa se encontró cara a cara con Adam. Estaba
parado en mitad de la sala, mirándola con una expresión extraña que no supo
descifrar.
—Te has ido —dijo el chico.
¿Era inquietud? ¿Sería quizá una expresión de susto? Seguía descalzo y desnudo,
pero se había puesto los calzoncillos, unos bóxers de algodón azul marino. Sí, uno se
sentía muy indefenso cuando estaba con el culo al aire.
—Ba… bajé a… a sacar dinero en el cajero. Para… pagarte.
Pinzó con dedos inseguros los seiscientos euros que acababa de recoger y luego
buscó en su bolso el sobre blanco.
—He…, ejem, calculado que, como quedamos ayer a las siete y media, pues es la
tarifa Good Morning, ¿no? O sea, mil doscientos euros, ¿no?
Adam la miraba y no contestaba. Soledad se estaba poniendo tan nerviosa que
extrajo los billetes del sobre, los juntó con los que acababa de obtener y empezó a
contarlos. Pero qué estoy haciendo, qué estoy haciendo, se dijo, abochornada. Se
detuvo, sin saber muy bien cómo comportarse, con los euros temblando en la mano.
El chico echó una ojeada a su reloj.
—Son casi las siete. La tarifa de doce horas. Ya veo que quieres que me vaya
corriendo —dijo con media sonrisa, más bien una mueca.
—No, no es eso, es… ¿Quieres desayunar?
—No, gracias —contestó Adam, y le cogió los billetes de las manos—. Good
morning —añadió, alzando el dinero como si hiciera un brindis y con una sonrisa
mucho más amplia—. Gracias. Voy a vestirme.
Soledad fue con él hasta la habitación y le observó mientras se ponía los
vaqueros. Ese cuerpo espectacular, esa carne maravillosa que ella había olido y
lamido y besado.
—No voy a volver a usar la camisa. Está tiesa. Tiesa de sangre seca. Qué horror.
Tírala, por favor. Esto también tiene manchas, pero se nota menos —dijo, poniéndose
la chaqueta sobre el torso desnudo—. Con la parka abrochada no se verá que estoy a
medio vestir.
Soledad lo siguió como un perrito hasta la sala.
—¿De verdad que no quieres un café?
—De verdad, gracias.
Se inclinó hacia ella y le dio dos besos en las mejillas.
—Ha estado muy bien. Salvo lo del chino, claro. Si quieres algo, éstos son mis
datos. Si me llamas a mí directamente no tengo que pagar a la página. Se quedan con
la mitad sin hacer nada.
Soledad cogió el papel que le tendía. Era un pedazo de cartulina barata, una de
esas tarjetas de visita de ínfima calidad que se hacen al momento en las tiendas de
reprografía: ADAM GELMAN, ACOMPAÑANTE. Y un email y un teléfono.
—Ah, sí, claro —farfulló.
—¡Hasta la próxima! —sonrió el gigoló.
Y se fue. Soledad estaba tan paralizada que Adam tuvo que abrir y cerrar la puerta
él mismo.
Permaneció cinco minutos quieta en mitad de la sala, sumida en una especie de
trance o estupor. Como si de repente no supiera gestionar su vida. Como si hubiera
olvidado el modo en que debía desempeñar las tareas más básicas, comer, moverse,
trabajar.
Eran las siete de la mañana y no había pegado ojo. Eso también la tenía
desbaratada. La sangre negra del chino. La muerte de amor de Isolda. El gigoló.
Pensó: mejor me tomo un Valium y me echo a dormir. Una semana durmiendo. Un
mes. Una vida.
Pero no, no, no. Estaba muy atrasada con la exposición. Tenía mucho que hacer.
Basta de tonterías, soliloquió. Se preparó un café, cogió un par de galletas y fue a
sentarse ante el ordenador.
Philip K. Dick también era huérfano, en cierto sentido. O peor que huérfano,
porque, cuando era niño, el padre se marchó un día de casa y ya no volvió. Si desde
que eres bebé estás en la inclusa, como Adam, siempre puedes tener la esperanza de
que tus padres hayan muerto en un accidente. Esos padres que tanto te querían pero
que de repente fueron arrollados por el expreso nocturno a Vladivostok. Sin embargo,
el gesto de un padre que se va y que te abandona para siempre sólo puede entenderse
de una maldita manera: le importas un pimiento, no te quiere, no eres digno de ser
amado.
No fue ésa la única tormenta que atormentó a Dick: su vida fue difícil. Tenía una
hermana melliza, Jane. La madre, novata, ignorante y desatendida por su marido,
quemó a los bebés con la botella de agua caliente con la que quiso entibiar la cuna.
Los llevaron al hospital y descubrieron que ambos estaban desnutridos, porque la
madre no tenía suficiente leche para los dos. Jane murió a los cuarenta días de edad,
más a causa del hambre que de las quemaduras. Dick siempre pensó que él había
comido demasiado, que la había matado. Enterraron a la pequeña y marcaron la
lápida con su nombre; pero además en la piedra estaban tallados el nombre de Philip
y la fecha de su nacimiento, a la espera de que llegara el día en que se reuniera con su
hermana. O sea que durante toda su vida le aguardó pacientemente su sepulcro, como
la boca abierta de la Muerte. La Parca también tenía hambre.
Sí, Dick era un maldito perfecto para la exposición. Sería maravilloso que la
Universidad del Estado de California les prestara su manuscrito de ¿Sueñan los
androides con ovejas eléctricas?, la novela en la que se inspiró la película Blade
Runner… Pero Soledad no quería hacerse muchas ilusiones. Era un libro mítico y
resultaría difícil de conseguir.
Y luego estaba, por supuesto, su esquizofrenia. En un congreso de ciencia ficción
celebrado en Francia en 1977, Philip K. Dick subió al estrado y soltó esta bomba:
«Voy a decirles algo muy serio, muy importante. Créanme, no estoy bromeando. Para
mí, declarar algo así es una cosa terrible. Verán, muchas personas aseguran recordar
sus vidas anteriores. Pero yo afirmo que puedo recordar una vida presente distinta».
Soledad imaginó el pasmo de la audiencia, el escalofrío. Una mente brillante, un
talento tan enorme, deslizándose en público hacia el abismo.
Al fin falleció de un infarto cerebral en 1982, a los cincuenta y tres años, y la
anhelante boca de su tumba consiguió tragárselo. Ahí estarían ahora sus restos —
grandes y pesados, porque Dick era más bien alto y desde luego gordo—, mezclados
con los tenues huesecillos como de pollo de su hermana bebé, de esa Jane que había
muerto para salvarlo.
Un momento, se dijo Soledad: ¿qué pasaba con los huesos de pollo, por qué esas
palabras parecían despertar un borroso eco en su memoria?
Ah, sí. Las tijeras para deshuesar aves con las que Burroughs se amputó la
falange de su dedo como prueba de amor para su amante jovencísimo, posesivo,
chulo y peligroso.
Soledad recordó al gigoló. No fue su cabeza la que recordó, sino su cuerpo. Una
febril y repentina memoria carnal le hizo sentirse de nuevo entre los musculosos
brazos de Adam. En su calor y su poder y su embestida. En el mullido refugio de su
pecho.
Al final, todo acababa por desembocar en el amor.
Y en el daño.
Capítulo Séptimo
—Mira, perdona, Soledad, pero ésta es la típica llamada fastidiosa que no tengo
más remedio que hacer. Esta chica, Marita, que como arquitecta de exposiciones por
lo visto es buenísima, buenísima, pues no sé qué le ha dado, yo creo que está nerviosa
porque lo quiere hacer muy bien o no sé, pero el caso es que me está volviendo loco a
Triple A, cosa que, como puedes comprender, no queremos que ocurra. Entonces
resulta que Antonio me ha escrito un par de veces dejando caer que no veía del todo
clara la muestra, y esta tarde ya me ha llamado y me ha dicho que no entiende el
concepto de la exposición y que Marita, que es un valor indiscutible y en alza y bla,
bla, bla, le tiene comido el coco, chica, pues Antonio ha dicho que Marita tampoco lo
ve. Y como no podemos permitirnos que nuestro benefactor se mosquee antes incluso
de que empiece a ser nuestro benefactor, ja, ja, ja, le he prometido que tú le vas a
enviar un documento en donde le explicarás más ampliamente tu idea…
—¡Pero, Ana, por Dios! Para eso ya está el proyecto.
—Sí, Soledad, querida, pero el proyecto, y en esto tienen algo de razón, es muy
breve y queda un poco oscuro. Así que hazme y haznos a todos ese favor, Soledad.
Escríbele un par de folios, dale algunos ejemplos, no sé, qué te voy a decir a ti, tú
sabes mejor que nadie cómo hacerlo y lo harás estupendo. Te lo pido por favor.
Soledad, que era una misántropa modélica, detestaba hablar por teléfono y casi
nunca cogía las llamadas, pero esta vez había descolgado porque vio que era la
directora de la Biblioteca Nacional. Ahora se arrepentía de haberlo hecho. Aunque
daba igual: Ana hubiera insistido como una termita hasta hablar con ella.
—Está bien. Lo haré. No te preocupes.
Colgó con el estómago encogido por un pellizco de pánico. «En esto tienen algo
de razón, es muy breve y queda un poco oscuro». Soledad no soportaba las críticas
porque no soportaba el fracaso. Era una perfeccionista y el menor fallo suponía el
principio del derrumbe, la llegada de la siempre temida catástrofe. El fracaso era un
lobo hambriento que la había rondado desde la niñez, un lobo que merodeaba por el
páramo de su vida y aguardaba su primer tropezón.
Y Soledad estaba tan cansada… En cambio, Marita era, como decía Triple A, un
valor en alza. A los cuarenta que debía de tener, estaba en la plenitud. Ella, en
cambio, había empezado a descender. O peor que eso: debía de estar ya en caída
libre. Bastaba con ver que, aun siendo la comisaria de la muestra, la capitana del
barco, era ella quien tenía que plegarse a las exigencias de Marita y de Álvarez Arias
y escribir ese estúpido texto. ¿Y si ésta era la última exposición que le encargaban en
su vida? La última vez que nadas en el mar. La última vez que bailas con alguien. La
última vez que haces el amor. Su decadencia había empezado cuando perdió la
dirección de Triángulo, es decir, cuando Miguel Mateu decidió cerrar el centro. Ese
trabajo le había dado visibilidad social, influencia, un lugar. Pero ahora ¿qué tenía?
Tal vez ya no le quedara nada por vivir. Sólo rodar como una bola de nieve cuesta
abajo.
Además le daba miedo que se le acabara el dinero. La vejez era cara. Y la
manutención de Dolores también, aunque contara con la pensión de invalidez. Por
otra parte, casi todo lo que Soledad había ganado lo había invertido en su piso. Tenía
algo ahorrado, pero tampoco era mucho.
Una razón más para olvidarse del gigoló.
Inspiró profundamente para intentar deshacer el nudo de angustia. Bien, escribiría
la dichosa aclaración de una vez: Ana le había dicho que se la mandara a Triple A
cuanto antes. El problema era que, como le solía ocurrir, había dormido fatal; ni
drogándose conseguía más de cuatro o cinco horas de sueño, y esa noche ni eso. Eran
las cinco y media de la tarde y sentía la cabeza pesada, entumecida. Aunque no era
partidaria de las siestas, decidió intentar dormir una hora, a ver si se despejaba. Así
que fue a su habitación, bajó la persiana hasta dejar el cuarto a oscuras y, tras quitarse
los zapatos, se tumbó sobre la cama sin desnudarse.
Nada más apoyar la oreja sobre la almohada supo que algo iba mal, porque
empezó a escuchar un claro campaneo dentro del oído, un tañido por cada latido del
corazón, repetitivo y molesto. Levantó la cabeza y las campanadas se hicieron menos
audibles, pero ahora que ya las había advertido siguió percibiéndolas por ahí dentro,
en los flujos de su sangre, en el rítmico bombeo del corazón. Se dejó caer sobre la
almohada y el tañido arreció, retumbando en el interior de su cráneo. Se asustó: pero
qué estaba pasando, pero qué era esto. Le iba a dar un infarto cerebral, como a Philip
K. Dick. A fin de cuentas, ella tenía siete años más que el autor norteamericano
cuando murió. Dang dang dang, palpitaba ensordecedoramente la sangre en su
cerebro, cada vez más deprisa, a medida que su corazón se aceleraba. Calma, calma,
se exhortó Soledad: ya sabes que eres un poco hipocondríaca. Ya sabes que todas las
semanas te parece descubrir un nuevo tumor. Pero no, no era hipocondríaca: sus
padres habían muerto de cáncer, ¿cómo no tener miedo? Dang dang dang. Y ahora
había que añadir el riesgo del accidente cerebrovascular.
Pensó: ¿y si me tomo un Valium? O un Orfidal. Para bajar la angustia. Pero claro,
si se metía eso después de haber pasado la noche casi sin dormir, le iba a ser bastante
difícil escribir el maldito texto. Y los dos próximos días los tenía llenos de
compromisos. Una cita de trabajo con Bettina, una conferencia, una clase… O
despachaba el texto ahora o Triple A tardaría demasiado en recibirlo.
Se levantó de la cama y, descalza, fue hasta la cocina envuelta en su campaneo y
escudriñó el gran cajón de medicinas para ver qué encontraba. Al final decidió
tomarse un betabloqueante: le bajaría las pulsaciones sin enturbiarle la cabeza, o eso
esperaba. Regresó arrastrando los pies hasta el dormitorio y se volvió a tumbar.
Contando los tañidos, que tocaban a muerto. Pero había hecho bien al tomarse el
betabloqueante: los latidos se fueron atenuando. Quince minutos más tarde, ya sólo
escuchaba un sordo chisporroteo parecido al morse. Quizá fueran los ácaros del
colchón intentando comunicarse con ella. Tras quince minutos más de mensajes
indescifrables, y perdida ya toda esperanza de dormir un poco, Soledad se levantó
definitivamente. Eran las 18.40.
Cuando encendió el ordenador encontró un email de la página de citas. Lo abrió
sobresaltada: «Buenos días, Soledad. Queríamos saber si todo fue bien el otro día en
el encuentro con su acompañante. Un saludo».
No pudo evitar sentir cierta desilusión. Pero ¿qué demonios estabas esperando?,
se dijo en voz alta, irritada.
«Todo perfecto, muchas gracias», tecleó.
«Nos alegra saberlo. Aquí nos tiene para cuando quiera. Un saludo», contestaron
inmediatamente. Debían de tener a alguien atado como un galeote a la pantalla.
Soledad suspiró. El texto. Tenía que concentrarse en escribir el texto. Y ofrecer
algunos ejemplos de malditos, como le había dicho Ana. Todavía estaba
confeccionando la lista definitiva de los escritores, pero ya había algunos que tenía
muy claros. Le hablaría a Triple A de Pedro Luis de Gálvez, que era el escritor
maldito oficial de España. Pobre Gálvez, poeta de la bohemia de principios del
siglo XX, plumilla de la época del hambre, que siempre hizo lo que no debía y que fue
perseguido por una estrella negra. De él se dijo que iba por los cafés con su hijito
muerto en una caja pidiendo para que le ayudaran a enterrarlo. Él negó la historia,
seguramente con razón, pero sí es verdad que el entierro del niño lo tuvo que pagar
otro escritor. Eran tiempos muy duros y a la bohemia le sonaban las tripas. En La
novela de un literato, Cansinos Assens hablaba de cómo los autores revendían
enseguida los libros dedicados que les regalaban los amigos para procurarse algo de
comer: «¿No era ya famosa aquella frase del grave Antonio Machado al recibir Sol de
la tarde, de Martínez Sierra: “Sol de la tarde, café de la noche”?». Gálvez, hijo de un
general carlista feroz y muy religioso, fue enviado de adolescente a la fuerza a un
seminario, del que se escapó. Luego entró por su voluntad en la Academia de Bellas
Artes, pero lo expulsaron por su empeño en seducir a las modelos. Su padre lo metió
en un correccional, un lugar cruel en donde se hizo anarquista y acabó de convertirse
en un rebelde. Al salir del correccional le contrataron como actor en la Comedia de
Madrid, pero su padre subió al escenario y le molió la espalda a bastonazos, cosa que
provocó que también lo echaran del teatro. Mendigó, escribió, empezó a sablear a
todo el mundo. Le detuvieron por injurias al rey y al Ejército y lo condenaron a seis
años y seis meses. Tras salir de prisión, nueva condena a cuatro años y dos meses por
un hurto de ciento setenta y cinco pesetas con cincuenta céntimos. Mucha cárcel
parecía por tan poco delito, sobre todo teniendo en cuenta que se moría de hambre.
En la Guerra Civil, anarquista como era y fantasmón, se pavoneó de haber matado a
miles de fascistas. En realidad acogió clandestinamente en su casa a un escritor
perseguido, ayudó a escapar a otros, intercedió para que no ejecutaran a un tercero.
Al acabar la guerra le hicieron un juicio sumarísimo, tan rápido y tan irregular que no
dio tiempo a que la gente a quien había salvado lo salvara. Fue fusilado en la cárcel
de Porlier en abril de 1940. Tenía cincuenta y ocho años y murió por sus
fanfarronadas. Por la invención literaria que había hecho de sí mismo. Desde luego,
se ganó un lugar preferente entre los malditos. Y la escena que resumiría toda esa
vida descabellada y dislocada sería, por supuesto, el pelotón de fusilamiento. ¿En qué
momento habría descarrilado Gálvez? ¿Cuándo se cerró su destino de ese modo? ¿Al
huir del seminario? ¿Al radicalizarse en el correccional? Aunque no: la culpa era del
padre. Ese padre era insalvable. Había padres que eran la perdición.
El chino, Soledad se había informado, continuaba en estado muy grave, pero
había esperanzas de que saliera adelante. ¿En qué momento se perdió el hombre que
lo apuñaló? En el pasado de ese yonqui infame había un niño inocente, tal vez incluso
amado. ¿Qué decisiones, qué elecciones lo llevaron a convertirse en esa fiera?
La mano magullada de Adam tras golpear al asaltante. Los nudillos hinchados.
Las manos de Adam, la sana y la herida, descendiendo por la espalda desnuda de
Soledad y atrayéndola hacia él, hasta fundir vientre contra vientre.
Llamaron a la puerta. Las ocho y media. Qué raro. Espió por la mirilla: Matilde,
la conserje.
—Buenas tardes, doña Soledad, es que me voy a marchar ya y como no la he
visto pasar, pues le traigo esta carta que ha dejado un chico hace un par de horas. Le
he dicho que creía que estaba usted arriba, pero no ha querido subir.
Sintió un golpe de calor en la cara y frío en la nuca. La conserje la observaba con
ladina fijeza de cotilla. Seguro que se me ha notado algo, pensó Soledad con
irritación.
—Sí, gracias, Matilde, es una cosa de trabajo que estaba esperando.
Cerró la puerta y se apoyó en ella. Pero ¿para qué tenía que darle explicaciones?
Así parecería aún más raro. Era una estúpida.
Resopló y regresó a su despacho con la carta en la mano. Era un sobre cuadrado
de color crema, pequeño, como de felicitación navideña. Estaba cerrado y venía sin
remite, sólo su nombre en el exterior. Soledad Alegre. Bolígrafo azul, letras
mayúsculas. Se sentó y rasgó el sobre. Dentro, una cuartilla blanca doblada.
Hola Soledad, espero no ser inprudente, solo que la noche fue muy rara y
muy intensa y he estado acordandome de ti, desde la opera hasta el atraco
angustioso que vivimos juntos y luego lo demas, todo fue especial. Solo
queria que lo supieras. Gracias.
Un beso,
Adam
PD: Espero que el chino no halla muerto.
Ni un solo acento y dos faltas de ortografía, «inprudente» y «halla». De manera
que su magnífico español debía de ser de oído. Ni lo habría estudiado ni leería
mucho.
¿Y para qué me manda esto?, se preguntó en voz alta.
Era una carta comercial. Lo único que quería era seguir dando cuerda a una buena
clienta que se había gastado con él mil doscientos euros.
O no. Era una carta emocionada, turbada. Ni él mismo sabía muy bien por qué la
escribía. Quizá ella le gustara. ¿Y por qué no? Soledad había encandilado a Mario,
joven y guapo.
O quizá: era una carta inprudente, en efecto, muy inprudente. Una carta que daba
un poco de miedo. Qué buscaba, qué esperaba conseguir al acercarse tanto.
Virgen de Lourdes, 26, 1.º F. Ella también sabía dónde vivía él. Se acordaba de
cuando el policía lo dijo. Dejó la cuartilla sobre la mesa, se sentó ante el ordenador y
tecleó la dirección en Google Maps. Cuando apareció la vista de satélite reconoció
enseguida el lugar: era una de las feas casas-colmena del barrio de la Concepción.
Una zona popular de Madrid y unos edificios masificados que el cineasta Pedro
Almodóvar había hecho famosos en sus películas. No le extrañaba que viviera ahí,
siendo como era un chico joven, extranjero y sin mucho dinero. Pero desde luego su
modesto apartamento debía de distar bastante del bonito y elegante piso antiguo de
Soledad. ¿Por qué había tenido que meterlo en su casa? Adam podía creer que ella
tenía mucho dinero, cosa que no era cierta. Podía pensar que ella era una mina.
¿En qué momento se perdía un ser humano?