Entró en el café con diez minutos de retraso y lo reconoció enseguida; era el más alto y el más guapo. Estaba de perfil, acodado en la barra, distraído, sin mirar a la puerta, como si no le importara. Aunque, de todas formas, él ignoraba su aspecto, así que casi daba igual que vigilara la entrada o no. Sólo sabría que era ella cuando lo saludara. Que fue lo que hizo Soledad en ese momento, con el corazón un poco acelerado. Le tocó en el hombro para que se volviera:
—Eres Adam, ¿no? Supongo que lo digo bien, con el acento en la primera A…
—Sí, sí, Adam… Y tú eres Soledad… Había dado su verdadero nombre y un apellido falso. Ancha sonrisa del chico, simpática, preciosa. Se inclinó y la besó con naturalidad en ambas mejillas.
—Encantado.
Chaqueta gris plomo, camisa azul, fina corbata de cuero, buenos mocasines, vaqueros oscuros. Tenía el pelo un poco más largo y más espeso que en las fotos: melena de león negro. Sin enseñar pecho también parecía más delgado. Más pianista y menos trapecista.
Perfecto para la ópera. Soledad había llegado tan tarde que apenas si disponían de tiempo para hablar.
—Te he contratado porque quiero que una persona me vea acompañada. Estaría bien que te mostraras cariñoso, pero no demasiado. Algo muy sutil, que dé la impresión de que te gusto, pero sin pasarse —le pidió.
—Será muy fácil hacerlo, no te preocupes —galanteó él. Hablaba muy bien el español pero tenía acento. ¿Alemán, quizá?
Salieron del café e inmediatamente se encontraron metidos en el remolino de gente que entraba al Real. Ya en el vestíbulo, Adam la ayudó a quitarse el abrigo con caballerosa atención. Soledad saludó a dos o tres personas de pasada y se detuvo a hablar un momento con Anichu Arambarri y Alberto Corazón, una comisaria de exposiciones y un famoso artista plástico a quienes conocía de sus años en Triángulo. Les presentó a Adam y vio la mirada apreciativa que Arambarri le lanzó. En realidad le miraba todo el mundo: casi todas las mujeres y bastantes hombres. Soledad se esponjó de orgullo: se sentía como Cenicienta al ser escogida la noche del gran baile por el príncipe. Ella, que casi siempre iba sola porque las relaciones con hombres casados eran clandestinas, ahora formaba parte del vastísimo universo de las parejas. ¡Y qué pareja, la suya! Era llamativamente guapo. El plan estaba saliendo muy bien; lástima que, por más que oteara con discreción, no consiguiera ver a Mario por ningún lado.
Transcurrieron el primer acto y el primer descanso sin novedades, con Adam representando su papel a la perfección. En el segundo acto, sin embargo, tuvo que darle un codazo porque se estaba quedando dormido. El chico se turbó graciosamente y juntó las manos pidiendo excusas; pese a su aspecto de músico solista, no debía de gustarle mucho Wagner. Llegó el último intermedio y tampoco vio a Mario. El gigoló se disculpó:
—Perdón por lo de antes. Casi no he dormido.
—No pasa nada. ¿Estuviste de juerga anoche? —dijo Soledad sin dejar de vigilar el vestíbulo, y se arrepintió enseguida de su pregunta: como si a ella le importara si salía o no.
—No. Me levanté muy pronto porque tenía que trabajar… Otro tipo de trabajo, no éste.
Estuvo a punto de preguntarle cuál, pero se contuvo. En vez de eso, dijo:
—De todas maneras, me parece que la ópera no es lo tuyo…
—No, lo que pasa es que no estoy acostumbrado a esta música… Pero aprendo muy rápido —contestó, y lanzó una sonrisa coqueta y deslumbrante.
Dos mujeres mayores y cargadas de joyas le miraron como lobas famélicas.
¿Serían así sus clientas? Soledad también lo observó, un poco a hurtadillas. Tremendamente seductor. ¡Y pensar que, por el dinero que iba a pagarle, podría acostarse con él! Por un momento se imaginó besando esa boca, pero arrancó la idea de su cabeza a toda velocidad. Incómoda, confusa.
—Además Wagner es bastante duro… Hay óperas más fáciles —dijo, mordiéndose la lengua para no añadir: ya te las enseñaré.
Por qué le gustarían tanto los hombres guapos. Por qué tendría esa maldita debilidad, esa fijación. Y por qué no le gustaban los hombres de su edad. Quizá porque no quería reconocerse mayor, o quizá porque necesitaba vivir aún lo que no había conseguido vivir en su juventud. La tiranía de su deseo hacía que todo fuera más difícil. Envidiaba a los hombres, cosa que no le solía suceder, por la naturalidad con la que la sociedad aceptaba las parejas desiguales en edad, siempre que la menor fuera la chica. En realidad también había mucha atracción entre mujeres mayores y hombres más jóvenes, Soledad lo sabía bien; pero la mayoría de los varones se sentían incómodos ocupando públicamente ese lugar, temían ser vistos como unos anormales o unos oportunistas, y por lo general sólo daban rienda suelta a su deseo si era adúltero, si era clandestino. Sin riesgo de ser vistos. Como Mario. Que seguía sin aparecer por ningún lado.
Sonó el aviso del comienzo del último acto y ocuparon de nuevo sus butacas.
Soledad estaba tan tensa y tan nerviosa que no había sido capaz de disfrutar de la función. Pero la representación era buenísima, el montaje excelente, los cantantes espléndidos, y el hermoso tercer acto empezó a apoderarse de ella. Cuando llegaron al aria final, el sobrecogedor Liebestod de Isolda, Soledad estaba tan atrapada, tan conmovida, que, para su horror, rompió a sollozar desconsoladamente. Intentó parar, pero no pudo. Todo el dolor de la vida le oprimía el pecho; era una pesada lápida, la tumba del futuro que soñó cuando tenía dieciocho años. Así que lloró y lloró, desesperada, rabiosa, consciente de que se le estaba corriendo el rímel y de que debía de tener una pinta horrible. Las ovaciones fueron amainando, las luces se encendieron y ella aún seguía con hipidos. Adam la miraba intrigado, quizá un poco asustado. Le pasó un brazo por los hombros mientras abandonaban la sala.
—¿Estás bien?
—Sí —moqueó Soledad—: Es que es tan bonito. Y tan triste.
Ya estaba empezando a recomponerse: por lo menos las lágrimas habían parado.
Pero seguro que tenía la nariz roja, los ojos hinchados.
—Debo de estar espantosa…
—Estás igual de guapa, pero con cara de llorar. La gente va a creer que soy un maltratador.
¿Lo sería?, se inquietó por un instante Soledad, lanzándole una brevísima ojeada. La sonrisa del chico seguía pareciendo igual de adorable. Y en este momento, claro, justo en este momento, la ley de Murphy mostró una vez más su implacabilidad y, entre el tumulto de gente que salía del teatro, vio a Mario. Estaba a tan sólo dos o tres personas de distancia y el movimiento de la masa los arrastraba más o menos en paralelo. Mario la saludó con una sacudida de cabeza apenas perceptible; ella se lo quedó mirando, pero no contestó. Para eso tanto cambiarse de ropa, para eso tanto maquillarse, para que ahora la viera llorosa y con churretes. Al lado de su examante estaba Daniela, la esposa. Sí, tenía que ser ésa. Guapa, y ya se le notaba la barriga. Soledad se sintió resbalar de nuevo hacia las lágrimas, pero consiguió controlarse. Un golpe de suerte, o quizá una formidable intuición profesional, hizo que en ese justo instante el gigoló le pasara el brazo por los hombros con gesto natural y afectuoso.
Vio la mirada de Mario, vio cómo inventariaba a Adam con rapidez y cómo se encendía en esos ojos algo parecido a un pequeño rescoldo de disgusto. Luego llegaron a la puerta y la pareja desapareció de su vista.
Cogieron por uno de los laterales del Real. Soledad pensaba acompañar al escort hasta el metro de Ópera y dejarlo ahí. No quería despedirse en la misma puerta del teatro, por si Mario los veía. Además tenía que pagarle. Llevaba los seiscientos euros en el bolso, en billetes de cincuenta y dentro de un sobre blanco. Le turbaba un poco el gesto, el hecho de tener que sacar el sobre y dárselo, pero suponía que a Adam no le incomodaría en absoluto. Dejando aparte lo de su cara llorosa, todo había salido bastante bien. Mario los había visto, y se había fijado en el chico, y desde luego no le había complacido su presencia, de eso Soledad estaba segura, lo conocía lo suficiente. Prueba superada y seiscientos euros bien invertidos. Pero si las cosas habían salido como ella quería, ¿por qué no se sentía más feliz?
Estaban ya en la calle Vergara y advirtió con desagrado que la tienda de los chinos seguía abierta y que la mujer estaba en la puerta, como a menudo hacía para fumarse un cigarrillo o para curiosear a los viandantes. Soledad solía comprar ahí casi todo, porque vivía muy cerca, comía poco en casa y le daba pereza ir al mercado. Los chinos, marido y mujer de indeterminada edad entre los cuarenta y los sesenta, debían de llevar media vida regentando su pequeñísima tienda de abastos, pero seguían sin hablar español, cosa que compensaban con radiantes sonrisas y con una anticuada y enorme calculadora de mano en la que mostraban las cuentas. Lo malo era que se trataba de una pareja encantadora que cada vez que la veían la saludaban con un alegre «Talóóóó Soláááá», que debía de ser una versión con acento cantonés de «Hasta luego, Soledad». Y esa noche el saludo evidenciaría que eran conocidas y daría a entender al gigoló que ella vivía por los alrededores, una información que no deseaba proporcionarle en absoluto. Sin embargo ya estaban demasiado cerca, y cruzarse de acera o cambiar de dirección hubiera resultado chocante. Soledad intentó disimular y mirar hacia otro lado, como si estuviera distraída; pero, en cuanto llegaron a la altura de la puerta, la mujer se apresuró a saludar con solicitud:
—¡Talóóóó Soláááá! No hubo tiempo para responder. Un chillido escalofriante, puro miedo y peligro, rasgó la noche y les hizo encogerse instintivamente sobre sí mismos. Todo fue rapidísimo; la puerta de cristal cubierta de pegatinas se abrió hacia la acera y apareció el chino tambaleante con la boca abierta a medio grito y los ojos vidriosos. Cayó sobre Adam, que, de manera refleja, lo sujetó en sus brazos. El hombre soltó un vómito de sangre que empapó el pecho del gigoló, y en ese mismo instante salió de la tienda un tipo barbudo con una navaja goteando en la mano. El mundo se detuvo, todos se miraron, sobre ellos cayó una especie de silencio blanco, un manto de estupor. Y luego, de golpe, el paroxismo.
Horas después, gracias a haberlo contado una y otra vez, Soledad pudo ordenar de una manera comprensible el aluvión de imágenes que la saturaron en un minuto. Porque eso fue lo que debió de durar toda la acción. El primero en moverse fue el agresor, que intentó salir huyendo pegado a la pared en dirección a la plaza. Pero entonces, sorpresivamente, Adam dejó caer al chino, que se desplomó a sus pies, y, doblando el espinazo, embistió el costado del tipo con la cabeza. Los dos hombres rodaron por el suelo, enredados con el cuerpo desmadejado del tendero, y a los pocos segundos Adam estaba sentado a horcajadas sobre el barbudo, agarrándole del cuello con una mano y atizándole con la otra feroces puñetazos en la sien. Un policía salido de repente de no se sabía dónde sujetó al gigoló por los hombros.
—¡Quieto! ¡Quieto!
Adam se detuvo, el rostro todo manchado de sangre, con ese gesto ausente y aturdido de quien sale de una vorágine de violencia. El asaltante había perdido el sentido. La china chillaba y lloraba con un balbuceo de palabras incomprensibles mientras intentaba taponar con la mano el tajo que su marido mostraba en la garganta. Aparecieron más policías, un revoloteo de curiosos, coches de luces parpadeantes y al poco un SAMUR: menos mal que estaban en pleno centro. Se llevaron a la víctima y al agresor, que ya había vuelto en sí, en dos ambulancias diferentes. La china se fue con su marido; necesitaban a un traductor para poder tomarle declaración. Adam y Soledad relataron a la policía lo sucedido. Costaba ordenar el vértigo de los hechos, poner las palabras.
—Conocemos bien a ese mierda. Es un yonqui. Peligroso cuando está con el mono. Asaltó hace unos años una farmacia en la calle Arenal. Lo hemos detenido ya un par de veces, pero ya ven, enseguida los ponen en la calle —gruñó el que debía de estar al mando—. Aunque esta vez quizá lo tenga más difícil. Porque la herida del chino me parece muy fea.
Soledad miró con incredulidad el charco negro de sangre en el suelo.
Le castañetearon los dientes.
—¿Vive usted en la calle del Espejo, 12, 4.º B? —confirmó el agente que estaba copiando los datos de sus documentos de identidad.
Vaya. Y ella que no quería que se enterara el escort.
—Sí. —Y usted… Adam Gelman… ¿En Virgen de Lourdes, 26, 1.º F?
—Sí. —Muy bien. Pues ya está todo. Tengan —dijo el policía devolviéndoles los carnets—. Mañana tienen que ir ustedes a ratificar la declaración a la comisaría de Centro, en la calle Leganitos, 19. A cualquier hora a lo largo de la mañana, por favor.
—Está bien.
Los coches centelleantes empezaron a irse, aunque algunos vecinos seguían comentando el asunto en corrillos. Soledad advirtió que estaba temblando. Hacía frío. En la calle y en las tripas. Miró a Adam: tenía un aspecto terrible, todo cubierto de sangre. De repente sintió miedo y un desconsuelo infinito. Le resultaba angustiosa la idea de caminar en la noche oscura hasta su portal.
—Estás todo manchado. Sube a casa, si quieres. Es aquí al lado. Podrás lavarte. Prepararé un café. O mejor una tila. O mejor un coñac.
El gigoló asintió con la cabeza. Echaron a andar hacia Espejo. En ParaComplacerALaMujer.com advertían repetidas veces que era mejor no recibir en casa a los «acompañantes» —siempre empleaban ese eufemismo—, sino utilizar un hotel para los encuentros. Y allí estaba ella, Soledad, metiendo a ese chico en su piso. Claro que, de todas formas, el escort ya sabía dónde vivía. O sea que daba igual.
En el ascensor, Adam se tocó el puño con gesto de dolor. Tenía los nudillos enrojecidos, hinchados, tumefactos. Esa mano martillo cayendo sobre la sien del tipo una y otra vez. Si el policía no lo hubiera detenido, podría haberlo matado. Soledad no le criticaba, al contrario, todo había sido tan rápido, tan violento, y el asaltante daba tanto miedo. Adam había sido muy valiente. Pero, por otra parte, ¿quién le mandó lanzarse contra el hombre? El tipo sólo quería huir. Y además llevaba una navaja. El suceso entero le producía náuseas.
—Tienes la mano fatal. Lo mismo te has roto algún hueso. A lo mejor deberíamos ir a urgencias.
—No. No es nada.
—Te pondré hielo.
Mientras el chico se lavaba, Soledad preparó tila y llevó a la sala una botella de coñac y otra de whisky.
Se sirvió uno sin hielo para ella con pulso tembloroso y puso música. Ludovico Einaudi. Un piano limpio y tranquilizador. Ah, si ella pudiera ordenar el mundo, el caótico, abigarrado y aterrador mundo, de la misma manera que ordenaba sus exposiciones.
Adam salió del baño sin haber mejorado mucho. Con la limpieza de la cara y el cuello, las magulladuras habían quedado al descubierto. Tenía un feo golpe en un pómulo que probablemente se hincharía, y un corte superficial bajo la oreja izquierda.
—He tirado la corbata en tu basurero… En el cubo del baño… Está tan manchada que creo que está beyond repair. Que no tiene arreglo… Buf, ahora ya no me sale ni el español…
Se había quitado la chaqueta y llevaba la camisa medio abierta, aún teñida de sangre. Le sirvió una tila y le dio a escoger entre coñac y whisky. El escort se llenó media copa del primero y lo apuró de un trago.
—No te preocupes, hablas muy bien nuestro idioma. ¿De dónde eres?
—Soy ruso. Pero llevo ocho años en España.
—¿Ruso? Pues en la página de la agencia no mencionabas esa lengua… Sólo español, francés e inglés…
—Es que, si pones ruso, las clientas se asustan. La gente nos tiene miedo a los rusos.
—Pues a mí me lo acabas de confesar.
Adam sonrió. De nuevo ese gesto adorable y aniñado, irresistible.
—¡Después de lo que hemos pasado juntos! Además, está claro que tú eres una mujer de mundo. Tú sabes más que esos estereotipos.
—Vaya. Gracias.
Era halagador, pero lo cierto era que a ella también le daban un poco de miedo los rusos. Se preguntó si le hubiera escogido de saber su procedencia.
—Espera un momento. Voy a traer hielo para esos golpes.
Fue a la cocina, un poco mareada por el whisky, por la adrenalina del susto y por la presencia embriagadora de Adam. ¿Qué edad decía que tenía? ¿Treinta y dos? Sacó del congelador dos bolsas de gel que a veces utilizaba contra las migrañas y las envolvió con los paños de secar los cacharros. Regresó a la sala. La belleza del chico la impactó, como si no la hubiera visto en todo su esplendor hasta ahora. Se puso nerviosa.
—Toma, sujétate esto contra la mejilla con la mano buena y dame la otra.
El contacto con su piel le erizó el vello. Tenía una mano preciosa, incluso magullada. Le colocó la bolsa de gel alrededor de los nudillos con cuidado. Con tanto cuidado, de hecho, que sus movimientos parecían caricias. Cuando terminó de atar el paño levantó la cabeza: Adam la miraba con tal intensidad que parecía querer verle el interior del cráneo.
—Estás loco. Mira que lanzarte sobre él. ¡Llevaba una navaja! Podría haberte matado. Pero está muy bien que lo hayan cogido. Eres muy valiente. Y sabes pelear.
Qué reflejos tan buenos. Me has dejado admirada —dijo, aturullada.
El hombre suspiró y depositó sobre el sofá la bolsa que se había estado poniendo en la cara. El pómulo herido le hacía más atractivo. A muchas mujeres les gustan los héroes un poco rotos.
—Soy de Niagan. Una pequeña ciudad en los Urales. Hace cincuenta años era un centro matadero. Imagínatelo. Ahora viven del petróleo y del gas. Bueno, en realidad soy de Janty, un pueblo al lado de Niagan. Ahí está el orfanato en el que me crié. Hay por ahí cientos de niños que nos llamamos Gelman, como el judío ucraniano que dirigía ese sitio. Era un lugar muy pobre. Como no había gente suficiente para cuidarnos, colgaban los biberones de un… ¿Cómo se llama? De una cuerda, no, ¡de un muelle!, eso, los colgaban de un muelle encima de nuestras cunas. Tenías que conseguir agarrarlo y metértelo en la boca o te morías. Así que no había más remedio que aprender a sobrevivir y desarrollar buenos reflejos.
—Suena terrible —musitó Soledad, sobrecogida.
—Sí. Supongo. Pero de niño, sabes, cuando no has conocido otra cosa, te crees que el mundo es así. No te parece tan terrible.
Estaban muy cerca. Soledad se había sentado en el sofá, junto a él, para colocarle la bolsa en la mano. Podía olerle. Un tufo metálico a sangre y, por debajo, el poderoso aroma de su carne. Un olor caliente, almizclado, masculino. Le miró sintiéndose pequeña y perdida. Esos ojos color caramelo ardiendo bajo las gruesas cejas, esa melena negra nimbando su rostro de piel blanca. Le deseaba, pero no debía. Se sentía caer fatalmente hacia él, pero era una locura. Y, sin embargo, podía. Era un gigoló, maldita sea. No tenía ni que preguntarse si él estaría dispuesto. Bastaba con que se inclinara y le comiera la boca. Sin embargo, Soledad era incapaz de moverse. Estaba paralizada. Abrasándose y convertida en piedra.
Entonces Adam alargó la mano y le pasó el canto del dedo índice por la mejilla.
De arriba abajo, muy despacio. Después acarició con el pulgar sus labios y los entreabrió y metió el dedo dentro. El cuerpo de Soledad perdió el esqueleto de repente, toda ella se ablandó, se licuó, se deshizo. Ni un solo hueso le quedaba. El gigoló agarró su nuca con la mano abierta, esa mano que sujetaba poderosamente la cabeza de la mujer, y la atrajo hacia sí. Muy cerca ya, a punto de caer en su boca, Soledad se detuvo.
—¿Por qué me has contado lo del orfanato?
—¿Y por qué no?
No era la respuesta que esperaba. Ella, estúpida, quería también una caricia en el alma, no sólo en la cara. Quería que le dijera: porque te he sentido muy cerca. No era la respuesta adecuada, pero las compuertas ya estaban abiertas, la inundación era imparable. Probó la lengua y la saliva de Adam y sintió vértigo. Y empezó a desnudarlo con lentitud, a quitarle poco a poco la ropa ensangrentada, como en un bárbaro ritual de iniciación, una liturgia primitiva de muerte y de gozo, de sacrificio y de sexo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario