3. La Llamada
El sonido del teléfono me despertó a las 7:34 a..m, entredormido observé el nombre de mi hermano en la pantalla y me levanté de un salto, él rara vez me llama y menos a esa hora, lo que indicaba que había ocurrido algo grave en la casa de mis padres, al contestarle me encontré con su gélida voz de siempre, imperturbable me dijo A mi papá le dio un infarto, estamos saliendo para Urgencias , me quedé callado un segundo por la impresión, al cabo del cual intenté decirle que ya salía para la casa de ellos, ubicada a dos cuadras de la mía, pero él me cortó tajante. No hay tiempo, ya estamos saliendo, vaya a las Urgencias de Córdoba y allá nos vemos, cuando le iba a preguntar por el estado de mi papá. colgó, paré de golpe, me eché agua en la cara y me vestí con la ropa del día anterior que había dejado tirada al pie de la cama, encendí un cigarrillo y cogí las llaves de la moto antes de salir atribulado con la noticia palpitándome aún en los oídos, cuando llegué al hospital me encontré a mi mamá en la sala de espera hecha un manojo de nervios, la abracé y entre llanto y llanto me dijo: Reinaldo está muy mal, no era la primera vez que me encontraba con mi madre en una sala de espera de un hospital, hacía mas de tres años que mi papá había iniciado la espiral horrenda de la demencia que se lo estaba tragando. Empezó con pequeños olvidos, casi parecían descuidos, al manejar no recordaba para dónde iba y se quedaba horas dando vueltas por la ciudad sin saber a dónde dirigirse, después fueron varios los extravíos de los recados que nos dejaban al teléfono o de los quehaceres diarios, hasta que un Día de la Madre en que nos fuimos los cuatro miembros de la familia a almorzar a Las Palmas, él iba manejando y de repente frenó en seco entre dos carriles y después de diez segundos que parecieron horas se quedó lelo mirando al frente y nos dijo Yo creo que se me olvidó manejar, la alerta cundió, mi hermano, mi mamá y yo nos miramos desconcertados sin saber qué decir, ante el aturdimiento me bajé del carro y dije Venga, Rey, yo manejo que usted lo que está es cansado, él se dejó llevar mansamente a la silla trasera con la mirada perdida. .Durante el trayecto que faltaba para el restaurante no volvió a mencionar palabra, yo lo buscaba por el retrovisor y notaba en su cara que algo muy adentro de él se había fugado, sus ojos traslucían la angustia del que ha perdido algo valiosísimo, preciado pero secreto, y no quiere que nadie se entere de su ruina, pero su esfuerzo por ocultar la inquietud solo logra precipitarla a la superficie y hacerla visible para los demás, fue el Día de la Madre mas triste de nuestra historia, los cuatro compartiendo una mesa llena de soledades, cada uno cavilando por su lado lo que estaba pasando e intentando desviar la atención con temas vanos y dispersos en el discurso, hablábamos de cualquier cosa con tal de tapar con palabras la realidad que se nos había hecho palpable de golpe. Desde ese día en adelante todo fue debacle, mi padre cada vez estaba más desacertado, no volvió a manejar, un oficio que había ejercido por más de cincuenta años, y la falta de actividad aceleraba más su deterioro, un hombre como él, que había empezado a trabajar a los siete años sin detenerse nunca, porque fue de esa generación de hombres bravíos de campo que aprendieron solo a trabajar como mulas sin descanso desde chiquitos, sin vacaciones y sin conseguir nunca nada mas allá del sustento diario, hombres que nunca se quejaron y que encontraron en el trabajo rudo su sostén y hasta su diversión, a los cuales este país goza produciendo porque sabe que con ellos tiene garantizado el trabajo bruto y barato, por eso no los educa, no los alienta, ni los impulsa, antes los frena, los ata a trabajos miserables y condicionados, haciéndoles creer que deben estar agradecidos porque no se están muriendo de hambre, pero sí lo están, solo que les dosifican el hambre en porciones mezquinas y los mantienen a punto de desfallecer sin conseguirlo del todo, salvados del borde del colapso por el enjuto jornal que porta entre sus pliegues una nueva promesa de mejoramiento que nunca se cumple, hasta que llegan a la edad en que mi padre empezó a colapsar, sin haber hecho fortuna ni nada valioso con su vida, sin pensión, sin ánimos y sin pretensiones, apoyados en los hijos que fue lo único que alcanzaron a hacer y que en este país cicatero son la única recompensa de los padres y su jubilación; después del almuerzo del olvido, mi hermano y yo decidimos que era hora de que mi papá dejara de trabajar, los dos nos habíamos graduado de sendas carreras y ambos trabajábamos, yo hacía algún tiempo vivía solo, de manera que me encargaría del mercado y las cosas varias de la casa, mientras que mi hermano que vivía con ellos, pagaría el arriendo y los servicios, de todas maneras los aportes que mi papá venía haciendo en los últimos años eran mermados y no alcanzaban para casi nada, pero lo mantenían ocupado y activo, manejando un carro particular que yo había comprado para ir a trabajar y que viendo cómo le iba de mal manejando taxi, que no alcanzaba para liquidar el salario diario y nosotros teníamos que cubrírselo las mas de las veces, decidí dejárselo a él para que lo "chiviara", que es como se conoce en esta ciudad al transporte informal, y que los listillos de las estadísticas tasan como empleo genuino, justificando con números la ineptitud del sistema; mi papá se apostaba fuera del Comfama y hacía carreritas pequeñas en el mismo barrio, lo que si bien no representaba ganancia amplia, lo entretenía y le hacía creer que seguía trabajando y aportando para la casa como lo había hecho toda la vida, y lo más importante, no trastocaba la rutina diaria de tantos años, que es lo único que garantiza una convivencia armónica entre un matrimonio viejo como el de mis padres; pero en cuanto dejó de trabajar la vida se les hizo confusa, mi padre se levantaba temprano, y después de hacer los mandados para el día- pues en mi casa nunca se mercó para el mes, ni siquiera para la semana, porque los sueldos de mi padre siempre fueron diarios y nunca se acostumbraron a nada distinto, ni siquiera ahora que les daba la plata del mes y podrían mercar de una vez para los treinta días haciendo rendir más el dinero y evitarse correrías y acarreos diarios, mi mamá se empecinaba en sostener que así le rendía más la plata, yo sospecho que ese ritual lograba ocuparlos al menos un rato cada día y eso en una vida quieta de viejos es invaluable-, mi papá se quedaba sin nada que hacer el resto del día y se ponía a ayudar a mi madre en los quehaceres de la casa, y lo que al principio parecía un gesto de solidaridad y apoyo terminaba siendo un desastre a manos de quien nunca en su vida había realizado el más mínimo oficio doméstico, carecía del orden, la disciplina, y el tacto que a esas labores atañen, por lo que terminaban embrollados en soberanas discusiones porque al trapear no escurría la trapeadora y dejaba la casa anegada, o lavaba los platos con jabón de baño, o colgaba la ropa al derecho y no al revés como le gustaba a mi madre, yo los visitaba al menos una vez al día y siempre los encontraba sumergidos en galimatías de órdenes incumplidas y reclamos por negligencias ordinarias sobre cualquier nimia labor, yo le decía a mi mamá que entendiera que mi papá de seguro la estaba pasando mal, que necesitaba estar mas ocupado, que le delegara funciones básicas que no implicaran un método particular y ella me decía por lo bajo Me va a enloquecer su papá, pero no, el que estaba enloqueciendo a pasos acelerados era él, no lo decía pero se le notaba el desacierto, no es que antes fuera ducho en las funciones domésticas, nunca lo había sido, pero sus disparates obedecían a su olvido, no a su falta de destreza: empezaba cualquier función y la dejaba a medio camino porque no recordaba lo que estaba haciendo y empezaba con otra tarea diferente que su mente menguada y sin orden le dictaba que hiciera y no volvía a acordarse de la primera, lo supe con certeza una mañana en que me quedé viéndolo extender una ropa en la terraza, subió con el atado de ropa recién lavada y la descargó en un muro, puso en los alambres lo que se llevó en la mano y se quedó parado frente a un bluyín extendido mirando con los ojos fijos en la nada, después agachó la cabeza como buscando algo en su interior y al no encontrarlo miró a los lados confundido y se fue a la huerta a buscar unas cebollas y dos tomateras que tenía sembradas, y nunca más volvió sobre el atado de ropa.
A la media hora salió mi hermano del recinto de Urgencias y se nos unió en la sala de espera. Mi madre y yo le preguntamos por el estado de mi papá y sin dejarnos terminar nos dijo que le había dado un infarto agudo al miocardio y que al parecer tenía obstruidas tres arterias, mi mamá se puso a llorar con mayor efusión mientras yo le preguntaba qué seguía, nos dijo que tenían que dejarlo en observación y que habían pedido una ambulancia para trasladarlo a un hospital con médicos y equipos especializados en enfermedades cardiovasculares, pero que se tardaría al menos una hora porque todas estaban ocupadas, le pregunté si lo podíamos ver y me contestó que sí pero solo dejaban pasar a uno, le dije a mi mamá que entrara y ella me cedió su puesto porque no quería que mi padre la viera llorosa y triste. Me les despegué y entré a la sala de Urgencias buscando al hombre que me produjo y que solo una vez en la vida me dio algo parecido a un consejo: Yo tenía doce años y me fui con él en su camión destartalado a un viaje hasta Montería en unas vacaciones- era lo más parecido a vacacionar que teníamos en la casa, acompañar a mi papá en su trabajo- íbamos hasta una hacienda en la costa, cargábamos ganado en el camión y nos devolvíamos de inmediato, era una excursión de un día para otro, pero para un muchacho inquieto y encantado con la calle como yo en esa época parecía un viaje de meses, salimos de Medellín y todo el camino me debatí entre el mareo y el aburrimiento, llegando a Barbosa habíamos agotado los temas entre un padre serio y austero en el trato y un hijo tímido y callado, repasados los tópicos del colegio, los amigos y los deberes de ser una buena persona y salir adelante, que era siempre la manera en que mi padre cerraba las conversaciones, pero esa vez al acercarnos a la loma del Hatillo se volteó y me dijo, señalando lo que parecían las ruinas de una fábrica, En ese sitio trabajó su abuelo durante treinta años, esa frase dicha por llenar el silencio incómodo, no sé por qué impulso raro, permitió que se le soltara la lengua y empezó a contarme de su infancia en Hoyorrico, una vereda de Santa Rosa de Osos que yo conocía bien ya que cada diciembre nos llevaban donde la abuela, que aún vivía allí, a comer natilla fría y arepas de chócolo gordas y heladas que terminé detestando porque ella nos obligaba a comerlas, so pena de no darnos comida de verdad si no aceptábamos esas porquerías, me contó esa historia que relaté antes sobre como había abandonado la escuela a los siete años, sin saber leer ni escribir bien, porque se cansó de que la maestra le pegara con una regla de madera en las manos ante la más mínima indisciplina o la menor rebeldía, y su padre después de zurrarlo le dijo que si no iba a estudiar tendría que trabajar, y eso hizo desde el siguiente día y para siempre en su vida, empezó arriando leña, el único trabajo que podía hacer un niño de siete años en un pobladito como el suyo, se levantaba a las cuatro de la mañana y se internaba en el monte para juntar palos y chamizos hasta volverlos un atado, cuando juntaba cuatro atados, que era todo lo que podía cargar, salía y los llevaba hasta su casa y repetía la operación tres veces hasta tener doce atados de los cuales vendía la mitad y dejaba la otra mitad para el consumo diario en su casa, y por las tardes lidiaba marranos en el chiquero familiar y atendía la huerta de la casa.
En esas bregas estuvo un año largo hasta que un médico de Medellín consiguió una finca cerca de Hoyorrico y anunció que necesitaba trabajadores, mi padre fue de los primeros en ser seleccionados por su energía y pujanza, empezó siendo peón y en cinco años llegó a ser el mayordomo de la finca con escasos trece años, en ese tiempo empezó a lidiar con otros animales, a plantar y recoger cosechas y a sortear trabajadores díscolos y montaraces, incluso creó una especie de incubadora para criar algunos polluelos a quienes se les murió la madre, se inventó un artilugio con el motor de una licuadora descompuesta que diera vuelta a los huevos y les puso un par de bombillos alrededor que los calentara y logró sacar las crías, el aparato hacía años estaba inventado, pero él no lo sabía, es decir que a su manera fue pionero de tamaña tecnología, me lo contó sonriendo y sin aspavientos como todo lo que decía; él de verdad solo se enorgullecía de haber trabajado sin descanso todos los días de su vida y de la mujer y de los hijos que tenía. Su destino parecía ligado a las fincas y la vida de campo, hasta que su labor incrementó la producción de la finca al punto de que las cosechas sobrepasaron la capacidad de las mulas cargueras e hicieron necesaria la contratación de un camión de los llamados 3⅟2 para transportar las cosechas hasta el pueblo, cuando mi padre vio arribar el vehículo a la hacienda la cabeza le voló en mil pedazos, se quedó extasiado contemplando su desplazamiento, nunca nada lo había arrebatado de tal manera, ni el trabajo, ni un buen animal, ni siquiera las mujeres que a la edad que tenía es lo que a todos los hombres nos trastorna el juicio, cuando el conductor se apeó, mi padre casi lo atropella con la pregunta en vilo ¿ Me puede dar una vuelta en ese carro?, el hombre al verlo tan entusiasmado le inquirió por el mayordomo, mi padre le respondió que era él mismo y el hombre sin creerle desconfiado de su aspecto juvenil le dijo que no jodiera que venía a recoger la cosecha, mi papá se empoderó de su cargo y en un santiamén despachó los asuntos del cargue y descargue, así que el chofer al ver la obediencia de los peones comprobó que era verdad que el adolescente era el jefe y con una sonrisa le dijo Si quiere damos una vuelta ya mismo antes de irme, a mi padre le brillaron los ojos cuando se montaron y arrancaron, el corazón que hoy le falló bombeó con toda la alegría que había acumulado en años de vida pobre y trabajada, sin dejarse ver tuvo que enjugarse una lágrima furtiva que se le escapó de lo puro contento, todo en el carro le gustaba, el sonido, el diseño, su fuerza, lo intrincado de los mecanismos que lo hacían posible; al volver del recorrido su vida se convirtió en una obsesión por conseguirse un carro, soñaba dormido y despierto con eso, se sentaba en el borde de su catre y con la tapa de una olla se hacía el que manejaba, en cualquier tiempo libre que tuviera caminaba los tres kilómetros que lo separaban del único trazado vial que comunicaba Medellín con la costa y se apostaba a su vera a ver pasar carros, en poco tiempo aprendió a distinguir las marcas, los modelos y sus características, estaba enfermo de ardor automotor. La vida que es tan perra a veces se conmueve con los deseos auténticos y pone al deseoso en la vía de su destino, valiéndose de tretas calculadas y precisas que los más optimistas llaman casualidades y que no son más que la manera con que esta condena al ser humano a morir por sus deseos; un día que estaba a la orilla del camino remascando una arepa fría con panela vio que a menos de cien metros un camión estaba varado y que el hombre que lo conducía parecía encartado tratando de sostener la tapa del motor con una mano, mientras con la otra hurgaba en su interior, de manera que se aprestó a ayudarlo, y el hombre, que se llamaba Orlando, agradeció la ayuda y mientras se desvaró entablaron una charla sobre sus oficios y gustos que terminó con una invitación para que lo siguiera en ese viaje porque iba para Cartagena, que allí trabajaba en una empresa que requería personal urgente. Mi padre al principio declinó el convite porque aunque deseaba viajar y coger mundo, la idea de servirle a un patrón con horario fijo y capataz no le sonaba en absoluto, pero cuando el hombre le dijo que, si se decidía, en los momentos libres le podía enseñar a manejar, no necesitó más, con esa sola promesa bastó para que se olvidara de su promisoria carrera como mayordomo campesino y abandonara trabajo y familia, en media hora estaba listo con un costal al hombro y dos mudas de ropa que era todo lo que tenía, y en camino al desconocido futuro; me contó ese día en el carro cuando pasábamos por los llanos de Cuivá que esa lejana tarde, mientras atravesaban los mismos paisajes, iba sonriendo. En Cartagena estuvo tres años, trabajando todos los días de sol a sol cargando barriles de concreto pesadísimos para la construcción de una presa por un salario mínimo, pero en las madrugadas y en las noches de vez en cuando el hombre que lo encaminó a su destino le hacía el favor de entrenarlo en el manejo de volquetas, fue trabajoso porque a Orlando le implicaba levantarse supertemprano o acostarse muy tarde, por lo que muchas veces se hacía el bobo, pero finalmente cumplió su promesa y le proporcionó a mi padre trece clases después de las cuales le dijo entre risas Rey, usted ya se defiende con los carros, ahora le toca arriarse el bulto solo, siga practicando cuando y donde pueda y déjeme dormir, así que mi padre, que tenía la fiebre de los bisoños y quería estar sentado al volante todo el tiempo, le rogó al capataz para que lo transfiriera a ser ayudante de volqueta porque sabía que a estos les daban lo que en lenguaje de choferes se conoce como "caimaniadas", es decir pequeños chances para mover los carros, lo complicado de la petición era que en ese oficio se ganaba la mitad del sueldo de lo que ganaba un cargador como mi papá, pero él le dijo al capataz que no importaba, estaba seguro de que después de unos días, en que se practicara bien, iba a convertirse en chofer y así lo hizo, a la vuelta de cuatro meses ascendió a chofer con volqueta asignada, la manejó hasta que después de dos años de retostarse al sol, con los hombros y las manos peladas de cargar y manejar, logró juntar cinco mil pesos que valía la cuota inicial de un camión y fue donde el doctor Alquívar, el gran jefe de la empresa y una figura tan admirada por mi padre que a su hijo mayor le puso ese mismo nombre, condenándolo a una vida de burlas y confusiones mayúsculas, el doctor después de escuchar el entusiasmo con que mi padre hablaba de su sueño de tener un camión propio lo dejó partir con una bonificación de mil pesos por ser buen trabajador, que sirvieron para pagar las tres primeras cuotas del camión mientras consiguió un encargo fijo. Cuando se montó en su flamante International 180 y lo arrancó me contó aquella que le temblaban las piernas más que cuando conoció a a mi mamá, que es otra historia que relataré en otro momento, nunca antes había sentido tanta felicidad, era un camión verde oscuro que fue el único que tuvo en su vida, su única posesión material, y que cuando yo lo conocí no era más que un amasijo de chatarra vieja y destartalada que producía más gastos que ganancias. Su primer viaqje fue a Necoclí, lugar al que muchos años después, teniendo yo seis años, en un viaje a cargar ganado con él y mi madre, me llevaron a conocer el mar, y de ahí en adelante su vida fue viajar conduciendo su camión, todo lo que había soñado se le estaba haciendo realidad y aquel día de nuestra charla me decía que era un hombre afortunado porque gracias a su carro en un viaje a Ituango había conocido a mi mamá, con la cual nos había tenido a nosotros que éramos su mayor alegría en la vida, mientras lo decía le daba golpecitos al volante como agradeciéndole a su cacharro, mientras yo sorprendido entendía que esa tartana de carro en que nos desplazábamos había sido nuevo alguna vez y había constituido la máxima aspiración de alguien a quien yo quería y admiraba tanto, pensé en preguntarle a mi padre qué había salido mal para que fuéramos los mas pobres del barrio y su carro el más feo de los que cabalgaban en la carretera, pero no fui capaz, viéndolo sonreír de lado, orgulloso de lo que era en la vida, de pronto separó los ojos del camino para mirarme de frente y decirme la sentencia que no entendí en su dimensión total y que en su momento me pareció una obviedad, pero que ahora con cuarenta años y con el hombre que la profirió en una camilla con el corazón colapsado cobró una importancia y una significación capital: Sin dejar de sonreír me dijo" No se le olvide nunca mijo que un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer como hombre", en ese escueto aforismo sintetizaba lo que había sido su forma de estar en el mundo: un "Hombre", así genérico, era para él y los de su clase aquel que respondía a lo que le tocara sin miramientos, que daba la cara a los problemas haciendo lo que tuviera que hacer por los suyos, echándose al hombro la responsabilidad de sus actos y la de los suyos. Años después pude comprobarlo cuando yo me choqué en un taxi con su camión, y que me prestaba a ratos los domingos para que me hiciera los pasajes de la semana para ir a estudiar, en ese entonces yo no era muy ducho en direcciones y un trío de personas me pidió que los llevara al barrio Las Palmas, les dije que si me indicaban como llegar los llevaba y ellos me fueron dirigiendo y me hicieron meter por Girardot, al llegar a la esquina que cruza San Juan me detuve al lado de la volqueta y arranqué amparado en ella, y mientras yo cambiaba el dial del pasacintas porque había empezado "Gitana" de Willie Colón, y estaba harto de escuchar esa canción que hasta el día de hoy me asfixia con su tono chillón y festivo irritante, la volqueta frenó en seco mientras yo sin percatarme seguí derecho, lo próximo que recuerdo es el estruendo de la embestida de otro taxi que me arrojó contra una casa, la que terminó por destruir con el impacto el lado del carro que no se había estropeado con el choque del taxi, el resto fue confusión y sangre, gritos de gente herida que salía trastabillando del carro y yo aprisionado por el volante contra mi pecho, como pude me zafé y sin saber qué hacer corrí hasta una casa en donde una pareja de señores se asomaban a contemplar lo que había pasado, y les pedí prestado el teléfono, mi padre acudió en veinte minutos y se hizo cargo de todo, echándose la culpa del accidente cuando fue interrogado por el oficial de tránsito, sin embargo uno de los pasajeros delató el timo y le dijo al interrogador que ese señor no era el chofer sino que yo y me señaló, mi padre sin inmutarse un ápice le dijo al oficial con calma Sí, señor, así fue, pero ese muchacho es el hijo mío y nadie me lo toca, si quieren háganme a mí lo que quieran, pero a él lo dejan quieto, yo les pago con la poca plata que tengo los daños hasta donde me alcance y les voy pagando el resto a cuotas o me cobran todo con cárcel, pero con mi hijo nada, si no les parece díganme a ver cómo hacemos porque más fácil me hago matar que dejar que alguno de ustedes le toque un pelo a mi muchacho, el oficial observó tal determinación en su gesto y su voz que hizo caso omiso del comentario del sapo, y mientras continuaba llenando los papeles del accidente como si mi padre hubiese sido el chofer le dijo Tranquilo, señor, en la audiencia podrá decir eso mismo, pero hoy nadie le va a hacer nada a usted y a su hijo, ese día lo volví a ver enorme colosal como lo contemplaba cuando yo era un niño y todo en él sobresalía, tan distinto al enjuto cuerpo al que ahora me arrimaba. Al verme esa mañana en Urgencias esbozó una sonrisa lela, perdida entre contemplaciones de objetos y gente que no entendía ni conocía, al cruzarse con mi mirada fue como si encontrara una palabra familiar en medio de un escrito en una lengua desconocida, me le arrimé y le tomé la mano, él me la apretó y sentí su tacto helado, le froté la mano entre las mías buscando darle calor y me dijo Mijo ¿ Por qué estamos aquí?, ¿ Esto es la casa de quién ?, le respondí poniendo la mejor voz que pude No, Pa, estamos en un hospital, te dió una vaina ahí en el corazón, una bobada, él me miró e hizo una mueca con la boca como de preocupación, yo continué Pero fresco, vamos para otra clínica donde te van a quitar eso, vas a estar en una pieza sola y en una cama buena, él me dijo No, mijo, vámonos ya para la casa, le expliqué que eso no se podía y que lo mejor era aguantar tranquilos, no volvió a hablarme hasta pasados un par de minutos cuando volvió a preguntarme Mijo, ¿dónde es que estamos?, no pude responder nada, me quedé mirándolo, viendo cómo su mirada se perdía en un limbo de incomprensiones y desvaríos.
Nadie está preparado para ver enloquecer a su padre, no puedo contemplar su locura sin enloquecer yo un poco, pero mi locura es de rabia, de dolor y de impotencia y esa mezcla engendra amarguras que no logro conjurar, quisiera partirme el cuerpo y dejarle un pedazo que le ayude a cargar sus dolencias, que le repare sus daños, ¿ para qué habitar un cuerpo estable cuando no sirve de soporte para los cuerpos de los que amamos? , quisiera ensanchar mi mente para que quepan sus recuerdos junto a los míos y así él no los pierda; no lo sabe y nunca lo sabrá, pero su locura me está enloqueciendo de impotencia, no es algo que se elabore, es elemental, casi telúrico, que me lleva a pensar imposibilidades para embolatar la angustia, pienso en sus amigos que murieron sin perderse en sus propios olvidos como Wenceslao, o si él pudiera decidir si quisiera haberse muerto con su cabeza intacta o llegar a este punto, nunca lo sabré porque no se lo pregunté, y ya no puedo hacerlo porque no tiene con qué responderme, es extraño cómo necesité tenerlo a las puertas de la muerte para darme cuenta de que debí preocuparme por saber cómo hubiera preferido morir, nunca nos damos cuenta de las cosas importantes hasta que dejan de serlo, ya qué me puede importar el cómo cuando me urge el cuándo, y solo quisiera que al final de sus ojos le llegara un mínimo destello de los míos que le hiciera saber cuánto lo quiero, por eso me le acerco y sin decirle nada pongo mi frente encima de la suya.