2 Jaime y Marianita
Jaime nunca fue de los Sanos, antes bien su inminente conversión en bandido fue lo que propició su suerte y la de su hermana Mariana. Ambos eran hijos de don Enrique un despedido de Colanta, que una vez cesante se dedicó a capitanear el hogar mientras preparaba una demanda contra la empresa, que según el, injustamente prescindió de sus servicios y que años después de la tragedia de Mariana supe había ganado agenciándose un montón de plata; el despachaba a los muchachos para el colegio y a su mujer doña Alicia para el trabajo en una policlínica donde ella era la enfermera jefe y en donde lograba ganar el sueldo para mantener económicamente a la familia, e incluso le sobraba para ciertos lujos que al resto de muchachos no podían darnos en nuestras casas; ellos tenían las mejores bicicletas, nuevas y bonitas, también fueron los primeros y durante mucho tiempo los únicos en tener un Nintendo en la cuadra. Apenas despedía a su familia don Enrique se dedicaba a los oficios domésticos, barría, trapeaba y lavaba la ropa y concluidas estas funciones se aplicaba con dedicación de devoto a su verdadera afición: absorber ingentes cantidades de alcohol, empezaba con cervezas una tras otra mientras arreglaba el almuerzo, aprovechando que siempre estaba solo en casa puesto que no le gustaba beber frente a sus dos hijos, una vez listo el alimento, bebía la última cerveza del día mientras ojeaba el periódico más amarillista de la ciudad al cual estaba suscrito y que todos los días traía historias crudas e inverosímiles para cualquier parte del mundo menos para esta donde lo imposible es cotidiano, y que el hombre consumía casi con la misma fruición que desplegaba con la bebida; recibía a sus hijos cuando venían del colegio, les servía el almuerzo y conversaba con ellos sobre el diario, a lo que ellos respondían seguros de que su padre no les paraba bolas porque aunque no tomara frente a ellos los dos notaban la disminución constante de las botellas de cerveza en la nevera y sentían su tufo alcohólico apenas traspasaban el umbral de la cocina; finalizando el almuerzo don Enrique los dejaba ocupados en sus tareas para el siguiente día o entretenidos en algo y tomaba una siesta que se extendía hasta el final de la tarde cuando después de darse una ducha recibía a su esposa con la comida caliente y hablaban un poco de todo luego él se iba para la cantina de Lucio a beber media de aguardiente que pagaba su mujer, en tanto ella se tiraba frente el televisor a consumir golosa las telenovelas de la noche, cuyas historias cursis y almibaradas la hacían sentir miserable con la vida romántica que llevaba, y la embutían en un túnel de desesperanza bien parecido al fracaso por las cosas que soñó en su juventud, pues la aventura salvaje de amor brutal e incontenible con los hijos poco a poco se fue tiñendo del gris melancólico de la costumbre y en el beso diario de despedida al aire en que terminaban las relaciones de jóvenes bestiales e irracionales cuando se convierten en esposos y padres que sufren una suerte de transfusión afectiva al trasladar el afecto que en ellos amaina para nutrir el que entregan a sus hijos; no era vieja pero ya no era joven y veía como las miradas de médicos y pacientes que antes se posaban en sus nalgas y su cara habían pasado a la siguiente generación de enfermeras y el morbo y la ansiedad con que la observaban dieron paso a la reverencia y el respeto por ser la jefe, sus pupilas le decían doña Alicia y la adoraban pero no suscitaba envidias como antes sino acatamiento; en su esposo solo quedaba un rastro tenue del tipo viril y apuesto que había sido, se le venía cayendo el pelo a raudales y le había crecido el abdomen, además desde que lo echaron del trabajo la sombra pesada del fracaso lo había cubierto afeando su semblante y aunque era útil en la casa y cumplía con los oficios su actitud hacia ella se había vuelto tímidamente hostil, cada que tenían que enfrentar algo relacionado con el dinero, él se ponía a la defensiva y se malhumoraba, así que ella entendió lo sensible del tema y dejó de traerlo a colación en parte porque el hombre había sido amplio y responsable cuando tuvo un buen sueldo fijo y en parte porque no quería trastocar su rutina que, si bien no la complacía, al menos no la atormentaba, y tener como compañero a un borracho consuetudinario pero manso le permitía tener tiempo para ver sus telenovelas y soñar con las vidas amplias que nunca conoció; en cuanto a don Enrique, a los tres meses del despido su hombría y su carácter se vinieron abajo, encontró en el aturdimiento alcohólico un sostén pasajero para su debacle que en poco tiempo se volvió permanente como su desempleo, bebía con la disciplina y el rigor de un trabajo, con lo que pronto desistió de mandar hojas de vida a trabajos que estaba seguro las desechaban sin mirarlas y se empecinó en la demanda como enfática y afanosa forma de esperanza igual que el condenado con una apelación; su mujer empezó a verlo con otros ojos, al principio sintió rabia que fue transformando en tristeza y finalmente en lástima que es el peor de los sentimientos en que muta el amor porque desvirtúa todo lo que alguna vez fue encanto en la otra persona, trasmuta en sobrados lo que fue pasión y convierte la madera fecunda del deseo en viruta inservible y fútil que se lleva el viento del desprecio y la desgana. Desde que ella notó el esfuerzo antinatural que hacía su marido para pedirle la plata del diario, cómo se le arrugaba la cara al proferir el monto, y como después de recibirlo quedaba hecho un guiñapo, empezó a dejar la plata encima de la nevera aprovechando una entrada suya al baño o una salida al patio para extender la ropa, y sin hacer énfasis, casi con desgano le decía al despedirse Ahí queda para la comida, mi amor, en lo que él tragaba una saliva espesa como el rencor que sentía aunque no sabía contra que, y fue aprendiendo a no pensar en su fracaso cada que ella le repetía la frase, se fue adaptando a ser un amo de casa como le decían entre risas sus hermanos en las visitas que congregaban a toda la familia en la casa materna cada mes, y ella encontró la fórmula para no verle la expresión con que reclamaba el dinero y que le partía el corazón y le dañaba el día laboral; a los dos hijos los querían en serio y de verdad, aunque se veían poco, apenas unos minutos en la mañana antes de despacharlos para el colegio y acaso unos cuantos mas a la hora de la cena en encuentros afanados y de memoria, en los que se hacían preguntas sobre el día por cumplir de ambos lados, sin escuchar las respuestas; a ellos como al resto de nosotros, les tocó ser criados entre la casa obligatoria y la calle marginal, mamando de seniles tetas y aprendiendo de los dos lados, aunque mas seducidos por el entorno libertario e infinito del asfalto, donde todos los días eran una aventura. Después de compartir una cena en familia recién despuntada la noche, cada uno cogía para su propio lado e interés: doña Alicia, a sus telenovelas, los hijos para la calle y don Enrique rutinariamente para la cantina de Lucio, donde bebía todos los días sin excepción una media de aguardiente estimada dentro del monto que su mujer dejaba encima de la nevera y que le bastaba para emborracharse porque, a pesar de beber diario sin falta, tenía muy poca resistencia al trago, con cinco aguardientes estaba listo, ebrio hasta las ñatas, los hacía rendir dejando los seis restantes de la media como exabrupto, o como decían entre los borrachines habituales del sitio, por compromiso con la causa, para llegar rendido de rasca a su casa y no tener que enfrentar el desinterés de su mujer. Continuamente esos últimos tragos lo sumían en un sopor que lo obligaba a dormitar sobre su antebrazo en la mesa donde se apostaba siempre la del rincón contrario a la puerta de entrada, hasta pasadas las diez de la noche, cuando en los marcos de las puertas de cada casa iban apareciendo las figuras de nuestras madres con idéntico tono y el mismo matiz en la voz para gritarnos Para adentro, carajo, que ya está muy tarde, la madre de Jaime se asomaba al balcón de su casa y con un gesto mínimo le indicaba a su hijo que era hora de ir por el papá a la cantina y traerlo a rastras, él siempre miraba con desconsuelo, a veces me convidaba, supongo que para escudarse en la compañía de un amigo y esquivar los ojos inquisidores de los vecinos, que es para lo que servimos en momentos de angustia, para apoyar las vergüenzas que al otro le cuesta cargar solo; caminábamos con desgano a la cantina, después de despertarlo y reconvenirlo llamaba la atención de todos los habituales del bar y de los pobladores que seguían con chismosa mirada el trayecto hasta la casa, la permutación de roles en donde el padre parecía el hijo recibiendo un regaño en silencio y Jaime descompuesto parecía un padre malhumorado, a mi sin embargo, lo que siempre me cautivó fue el hecho de que cuando don Enrique despertaba en la cantina y levantaba su mirada viendo a su hijo molesto, esgrimía una sonrisa franca de alegría original por ver a su muchacho al lado, supongo que en su manía alcohólica sentir a su hijo cerca, así estuviera enojado, le servía de aliciente y le hacía pensar que no estaba solo en el mundo con su fracaso, en medio del gesto afable que el otro respondía con aspereza y mala cara, lo llamaba higo, con g y no con j, no sé por qué lo hacía, nunca se lo pregunté, pero esa modificación lingüística obraba iras cáusticas en Jaime, que apenas lo escuchaba decirle así se precipitaba a corregirlo Hijo con J, al menos hable bien, home usted no es así, y lo levantábamos entre los dos para conducirlo a la casa en un viaje manso y pausado, que don Enrique interrumpía cada tanto para darle una pitada al cigarrillo que encendía a penas se levantaba de la mesa mientras se despedía de sus compañeros borrachines con un gesto de la mano al aire; el señor era un ebrio, indudablemente, pero muy amable y buena persona, por eso no me gustó lo que le pasó, pero en un barrio como el nuestro con tan poco que hacer y con tanta maldad agazapada, hasta las bromas y los juegos conllevan perversidad y sevicia en su concepción y desarrollo.
La cantina de Lucio quedaba en la calle adyacente a la esquina, diagonal a donde se mantenían los Pillos, siendo estos los primeros en percatarse de todo lo que allí sucedía; un domingo de mitad de año, don Enrique comenzó a beber desde temprano sin hacer la pausa obligatoria de entre semana para atender a su familia, su esposa descansaba y por costumbre no cocinaban, pedían un domicilio o encargaban cualquier comida rápida, un pollo asado, una pizza o hamburguesas, se trataba de un paréntesis compensatorio al reiterativo menú cotidiano, pasado el mediodía después del almuerzo el señor de la casa se despedía de todos con la efusividad que la prenda le brindaba y se iba temprano a ocupar su mesa en la cantina, empezaba jugando un "apuntado" que pasaba con cerveza para no quedar rendido por la borrachera y que casi nunca ganaba pero servía de preámbulo amistoso y alegre para pedir su media de guaro y aplicarse a beber con la eximia soltura que le daba su mínimo aguante, dormitaba un poco sobre la mesa y se levantaba temprano para dirigirse a su casa haciendo eses pero sin ayuda; era también el día de descanso para Jaime que al no tener que estar pendiente de su papá se dedicaba a jugar con nosotros escondidijo, yeimi, o el malvado romilio, despreocupado y contento, pero ese domingo los compañeros de juego de don Enrique no aparecieron y este solo pudo jugar dos tandas de "llegando" con el dueño que no jugaba muy bien, ante la aburrición de un juego soso, pasó al guaro, adelantando los procesos de su embriaguez, se bebió de largo su media sin dormir los minutos recuperadores y apenas entrando la noche salió del bar, cuando en la esquina contraria se aglomeraba todo el pillerío de la cuadra, el señor no daba pie con bola y en un montículo de grama tropezó y su cuerpo fue a dar a tierra. tal vez fue por el golpe o quizás por la borrachera, pero no quiso pararse, antes bien se acomodó y se soltó a dormir lo que no había podido en la mesa del bar, y los Pillos, que a pesar de su obrar de hampones son sumamente solidarios con la gente del barrio corrieron hasta donde había caído pensando en auxiliarlo en caso de haberse hecho daño, pero al comprobar que solo era el sueño del alcohol lo que lo mantenía en el suelo, en la mente de alguno de ellos brotó la idea, clara, poderosa y oportuna y le dijo al resto Vamos a echarle al viejo una sábana encima y le rociamos salsa de tomate para que parezca un chulo, los demás se miraron riendo y se disolvieron en busca de lo requerido; en cinco minutos don Enrique estaba cubierto por un mantón blanco y los muchachos le esparcieron salsa de tomate encima y se retiraron a su esquina de siempre, en breve la gente se arremolinó a su lado, y el chisme se hizo, yo estaba con Jaime y otros amigos en la manga donde Chela jugando turra cuando vimos aparecer corriendo y con caras de susto a Pepe y a Clarens que hacían parte del complot, al encontrarnos le dijeron a Jaime a boca de jarro Hermanito, su papá está tirao en la esquina en medio de un charco de sangre, el muchacho les pidió que repitieran lo dicho mientras la cara se le volvía de cal y su gesto revelaba un espanto soberano, la repetición de la frase lo congestionó de lágrimas y salió corriendo en la dirección que le indicaron, nosotros lo seguimos a prudencial distancia, un segundo después estábamos frente al cuerpo cubierto por la manta ensangrentada, Jaime se paralizó solo fue capaz de llevarse la mano a la cara y enjugarse las lágrimas que brotaban a borbollones, en menos de un minuto que para él debió ser la eternidad consiguió las fuerzas para llegar al cuerpo, se agachó y con una mano temblorosa levantó la punta de la sábana para contemplar el rostro que se figuraba destruido por los disparo, pero al descorrer el trapo se llevó el mayor susto de su vida que pronto se convirtió en su peor desengaño y en la rabia mas profunda que he visto experimentar a un ser humano, cuando su padre alertado por el bullicio y la presencia de extraños abrió los ojos y con sonrisa lela le dijo desde el piso Higo, qué bueno que estás aquí, higo, Jaime cayó de espaldas por el espanto y en un segundo entendió la charada, se levantó del suelo por la ira traslúcida en el gesto torcido de su boca antes de proferir en voz baja pero llena de inquina ¿Cuál Higo viejo hijueputa? levántate a ver, malparido, y agarró a su papá a patadas mientras le decía toda clase de insultos inundado por las lágrimas que esta vez brotaban de lo mas profundo de su rencor, fue tal la paliza que le estaba dando que los mismos Pillos desternillados de risa tuvieron que intervenir y apartarlo del cuerpo magullado de don Enrique que resistió la tunda doblándose sobre su costado en posición fetal, mientras los pillos en medio de carcajadas sostenían a Jaime para detener su ímpetu y no herir a mi amigo, y contemplé en su expresión que algo adentro de él había cambiado, que algo muy profundo se había roto para siempre, sus ojos reflejaban una mezcla mala de rabia, indignación y dolor, pero mas al fondo casi imperceptible para alguien que no haya contemplado de cerca al desengaño se notaba una renuncia irrevocable, se veía como la humillación se iba transformando en maldad, después de un breve lapso se soltó a la brava del abrazo en que lo tenían sometido y escupiendo al piso se dirigió a su casa en silencio. Desde ese día nuestras vidas y nuestra relación cambiaron, él empezó a buscar cercanía con la esquina, pasaba por allí saludando a los bandidos y se quedaba cerca revoloteando, haciéndose notar, hasta que un día se compró un bareto e intentó fumárselo, sin saber cómo, a la vista de todo el mundo, atrayendo la atención de todos porque cada que le daba una pitada su cuerpo ingenuo en humos se la devolvía en un incontenible ataque de tos que lo retorcía hasta las lágrimas, él, terco, se empecinaba en meter de nuevo el humo y el cuerpo volvía a refutar, así estuvo unos cuantos minutos hasta que uno de los bandidos se allegó a donde estaba y le dijo Pelo, usted nunca ha fumado ¿verdad? , no sea guevón, y le explicó cómo se fumaba y se quedó con él un rato, cada vez se le veía mas cerca de los contornos del combo, le empezaron a encomendar mandados y vueltas pequeñas, perfilándose como un óptimo aspirante a pillo; como ocurría con todo el que empezaba esa metamorfosis, su actitud cambió, se fue haciendo mas hostil adoptando lenguaje y maneras mas rudas. En tanto yo, el día de la broma a su padre fui hasta su casa tarde en la noche para ver cómo seguía y me abrió su hermanita Mariana para decirme que Jaime estaba encerrado y que no quería hablar con nadie, le dije que bueno y cuando me aprestaba a dar media vuelta y devolverme por donde había llegado algo adentro me hizo decirle a la niña ¿ y usted cómo está? fue extraño porque hasta ese momento ella no había existido para mi, se sonrió al contestarme que bien y entablamos una conversación fluida y cordial de mas de dos horas en la que nos conocimos mas y mejor que en los casi cerca de doce años que llevábamos viéndonos casi a diario sin observarnos, porque fuimos vecinos de toda la vida y habíamos nacido con apenas un par de semanas de diferencia siendo ella la mayor de los dos, desde esa noche mis visitas a esa casa cambiaron de objetivo, mi interés se volvió Marianita, verla, conversar con ella, cada que se acercaba la hora de ir se me hacía un nudo en la garganta y se me abismaba el estómago, y solo lograba componerme después de verla y hablarle; su hermano notó mi interés y aunque al principio le chocó un poco, pronto se fue olvidando del asunto imbuido cada vez mas en sus aspiraciones bandidescas, al punto que ya casi ni hablábamos, a lo sumo me levantaba una ceja o la mano cuando entraba o salía de su casa mientras yo le hacía visita a su hermana en la puerta. En mes y medio le pedí oficialmente a Marianita "La arrimada"que era la manera como se conocía en el barrio en esa época de términos confusos- cuando todo tenía otros códigos mas enrevesados pero también más inocentes- a la legalización del noviazgo, lo hice trenzando una cabriola durante una balada en un baile de garaje en la cuadra, en donde no solo conseguí hacerme a mi primera novia sino juntarme de nuevo con los Sanos, que eran sus amigos, y a quienes había conocido en mi niñez, pero había abandonado por interesarme en otros rumbos y otras amistades. Fue un viernes de principios de marzo, ella me invitó y yo fui mas por verla lejos de la entrada de su casa que por verdadero interés en sus actividades, pues esos bailes los organizaban los pelaos sanos, los que no tenían nada que ver con la esquina ni frecuentaban los sitios de nosotros, la manga donde Chela o la calle de la soledad donde nos parchábamos los sábados en la noche a escuchar salsa, fumar y hablar bobadas de muchachos, porque era un parche rudo en donde la presencia de una chica ni se podía insinuar, además de que ninguna mamá hubiera dejado a su hija acercarse a nosotros, tampoco hubiera podido pues estábamos en la época en que las mujeres representaban espanto y aversión para los chicos. Los Sanos en cambio siempre fueron alejados del agite pero cercanos a las mujeres, sabían cómo y qué decirles, y sus amistades mixtas nos repelían, se nos hacían muy blandas, algunos eran Scouts,otros deportistas, y todos sin excepción eran buenos estudiantes y medio engreídos por ello, Sin embargo para nosotros solo eran los agüevados a los que había que poner en ridículo siempre, cuando no atacarlos directamente como les ocurrió a muchos en el colegio cuando fueron víctimas constantes de tandas de coscorrones que se conocían como "gorriadas" o de cascadas simples y llanas porque se tropezaron con un aspirante a bandido, o no le soplaron en un examen, yo intentaba ser del combo contrario inmerso en el encanto y fascinación que ejercían mi hermano y sus amigos, aunque justo por él nunca pude pertenecer a ese grupo y me quedé en el brumoso terreno de los que rondábamos la esquina aguardando con ansiedad el momento de validar nuestra hombría con algún acto temerario y empezar a pertenecer en serio a la banda, pero la espina del cariño que me inspiraba Marianita me hizo tragarme la repulsa y acudir con ella al baile que hicieron sus amigos, allí conocí a Walter, a quien años después conocerían en la ciudad como el pastor López que era el dueño de la casa y el encargado de poner la música unas edulcoradas baladas en inglés que se bailaban tan lentamente que daba sueño ese movimiento soso y reiterativo en los que se aprovecha la luz parcial del sitio, amenguada a propósito para darles besos a las niñas y hablarles al oído, como yo no estaba acostumbrado a eso Mariana me indicó cómo debía comportarme para no desentonar, también me presentaron a John Wilson, a quien yo conocía por ser hermano de un compañero mío del colegio, pero que me negaba a saludar por considerarlo un "boqueco",una suerte de apócope de bobo grande, que era como les decíamos a los grandotes que jugaban mal al fútbol y que poníamos siempre de arqueros, este no era del combo pero había acudido esa noche como yo por invitación de una muchacha, y al Chino, un muchacho achinado que parecía tener un leve retardo mental porque a toda comprensión llegaba tarde, pero era divertido con su sonrisa lerda instalada a perpetuidad en la cara, también estaban esa noche en el baile Byron un joven inteligente y amable en el trato, Hamiltong, que en ese momento nadie conocía como Mambo, apodo al que llegaría a los pocos días cuando su vida diera un vuelco total hacia la desgracia, y Toto un chiquitín hermano de una de las niñas mas lindas y mas pobres de la cuadra llamada Dina y que siempre estaba en esos parches para vigilar a su hermana, forzado por su madre, una señora aterradora, la única capaz de alterar a mi padre, al que nunca antes ni después escuche putear a una mujer, que le dijo vieja hijueputa el día que descubrió el nefando castigo al que sometió a su hijo menor por cualquier estupidez o trastada infantil: Lo obligaba a vestirse con las prendas de su hermana y lo mandaba a la tienda bajo el atisbo pávido de toda la cuadra, el niño caminaba desde su casa con la mirada rota y el alma en reproche, sin detenerse ni contemplar a nadie, germinando infiernos en su interior durante esas marchas de humillación que hasta los Pillos consideraban desmesuradas como escuché comentar en varias ocasiones, haciéndolo tristemente célebre en la cuadra. El niño de tanto acompañar a su hermana como albacea menor, terminó haciéndose amigo de los Sanos, lo que sin proponérselo le salvó la vida el día en que llegaron a su casa a matar a su hermano mayor que se había puesto a robar en el barrio acosado por las afugias, y los Pillos no le perdonaron la heterodoxia, en una época en que el barrio era territorio vedado para crímenes de ese tipo, se podía repasar todo el historial delictivo e inventarse otro nuevo pero nunca en el barrio, era un código que todo el mundo conocía y respetaba pero el muchacho desesperado un mal día entró a la casa de la tía de un Pillo y se robó una cadena y un dinero, y la ley implacable de la calle se las cobró, entraron a su rancho de noche y le vaciaron una pistola mientras dormía tirado en un colchón en el piso que siempre compartía con su hermanito menor, quien por suerte esa noche estaba acompañando a Byron, que se había quedado solo en casa y lo había invitado a ver películas de Freddy Krueger, aqunque hablando con él muchos años después, cuando ya se había convertido en un bazuquero asiduo y contumaz, me decía que mas le hubiera valido quedarse en su casa y morir al lado de su hermano porque nunca pudo superar su muerte y eso a la postre lo arrastró al precipicio destructivo y evasor de la droga. Esa tarde conocí a todas las niñas sanas de la cuadra, las que sus madres cuidaban de los predadores de la esquina, las que eran lindas sin aspavientos, las que sus familias prefiguraban como mejores y mas aptas para un mañana venturoso y elevado, y por eso les vigilaban las amistades y las reuniones; algunas no sobrevivirían intactas a la rudeza del barrio y serían atacadas en el nefando revolión, otras tendrían que huir, sacadas a la fuerza por sus familias para que no corrieran un destino fatal como el caso de mi primera novia, y unas cuantas terminarían enredadas con los Pillos, como Clara, convertidas en viudas jóvenes con el cuerpo y la vida estropeadas; cuando entré esa noche a la fiesta los concurrentes me miraron con recelo, conocedores de mis incipientes aspiraciones y mi aprensión por lo que ellos representaban, sin embargo gracias a la influencia de Mariana y al apremio del tiempo, me fueron dejando de lado, más interesados estaban en aprovechar cada segundo para entrelazarse con las muchachas que les gustaban que en rencillas puntuales, fuera como fuera habría tiempo de zanjar luego, o ni siquiera, porque después del baile todos sabíamos que cada cual volvería al lugar que le correspondía, encarnando en un antagonismo tan antiguo como los hombres y que desde siempre los ha distanciado a punta de clasificaciones, los buenos y los malos, el maniqueísmo histórico que reduce todo a la simpleza de dos esquinas contrarias y dos tonos únicos, cuando la realidad nos demuestra con hechos cada vez mas radicales que la vida está hecha de grises de diferentes tonos y que nada es como parece, ni se puede encasillar, y los buenos engendran maldades mas tóxicas que las que operarían por definición en los malos y viceversa; así que después de esa noche mi relación con los Sanos se transformó, seguimos estando en márgenes inversos empecé a saludarlos en el colegio y en la calle, y dado que mi amigo Jaime empezó a frecuentar la esquina junto a mi hermano y a los muchachos un poco mayores, y yo tenía vetado ese territorio por mi edad y por el parentesco familiar, me fui alejando de los aspirantes a bandidos y me dediqué a Mariana; todos los días la visitaba en la puerta de su casa, con ella nos dimos los primeros besos y jugué mis primeras suertes en el amor, nunca antes había experimentado el abismo en el estómago ni la ansiedad por ver a alguien, también sufrí los primeros tropiezos de los celos la noche en que antes de acudir a su entrada me crucé por casualidad con Patricia, una niña vecina hermana de un bandido amigo de mi hermano, al que ella estaba buscando, y en su pesquisa me detuvo para preguntarme por él aprovechando para extender el saludo que llevábamos días sin darnos, después continué mi camino solo para encontrar a Mariana distante e irritable, contestándome con monosílabos hasta que apurada por mis preguntas me dijo que la respetara, que ella no iba a ser plato de segunda mesa de nadie y que si tanto me gustaba esa niña que me quedara con ella, yo que siempre he sido demorado para comprender las increpaciones me quedé aturdido sin entender a qué se refería, hasta que caí en la cuenta de mi comportamiento anterior con la vecina y tuve que pasarme el resto de la visita ratificando exclusividades, posicionando prelaciones y jurando amores eternos, que solo al final de la noche encontraron reposo cuando me hizo prometerle que hablaría con Patricia y le diría que ella y yo éramos novios oficiales, recelos que no vi inmoderados sino como la confirmación del amor grande que nos teníamos que es la manera como esta sociedad de desqueridos y excedidos nos ha enseñado a demostrarnos el afecto, obligándolo y alardéandolo, pero mi embeleco duró poco.
A los cuatro
meses de noviazgo
oficial me notificó
con llanto en
los ojos que
sus padres habían
decidido mudarse del
barrio, la noticia me tomó
por sorpresa, no podía
entender, le pedí que me
repitiera mientras le
retrucaba porqués, ella decía
que por
su hermano, que sus padres
estaban muy preocupados porque le
habían encontrado un
fierro debajo del colchón y
al inquirirlos les
dijo que se
los estaba guardando
a los manes de la esquina,
y les habían llegado con el chisme de que Jaime estaba fumando marihuana y que era
cuestión de días para que estuviera
por ahí
robando o delinquiendo, de manera que habían decidido
irse para otro barrio alejado
del mundo del
hampa, un barrio sin
Pillos y sin
asesinatos constantes, para
salvar a
su hermano, mientras que
yo me negaba
a la realidad con
argumentos que ni a mí me
parecían válidos le
decía que en
todos los barrios
había Pillos y
muertos, que además ellos
tenían algo que ninguno de nosotros
poseía, una casa propia, y
ella llorando me
decía que su
mamá había rentado una
casa en Belén, que
al parecer era
un barrio bien y
que la casa
de Aranjuez la
iban a alquilar
para ajustar el
arriendo nuevo y los habían
escuchado decir que no importaba
si se morían de hambre, pero
como fuera se
iban a ir del barrio,
y que el trasteo era
ese fin de semana, nos
despedimos con tristeza
en la piel y amargura en
la mirada. Quedé devastado
con las desmesuras
propias de nuestras tragedias adolescentes, por primera vez
en mi vida
sentí el vacío
cortopunzante de la
pérdida que me iniciaba en
el dolor que se me avecinaría unos pocos años después, busqué una
acera donde sentar
mi frustración, y después de
pensarlo un rato,
aturdido, fui en
busca de Jaime, lo
encontré en la
esquina rodeado de
sus nuevos amigos, me
miró con desgana cuando lo llamé
con la mano, salió del círculo que formaba con su
corrillo y acercándose me
dijo ¿Qué querés, home, no
vez que estoy
ocupado ?, le dije
Parcero ¿ me
acaba de decir Marianita que
se van a
trastear? Ah si,
me respondió los
cuchos andan azarados
conmigo, dicen que me estoy
metiendo en problemas, quieren irse
del barrio pero
es una güevonada
porque voy a
seguir viniendo, así
como hacen Lleras
y Anderson hasta que corone algo grande y me pueda
venir a vivir
solo por aquí, yo
lo observaba en
silencio y veía en su mirada algo que
apenas ahora, casi treinta
años después, cuando yo mismo la veo en
el espejo, logro entender: la
mirada de la orfandad, Jaime
estaba perdido en el
mundo, porque era un huérfano
con el padre
vivo, además se
le había instalado
esa actitud hostil de
lucha incesante y
voraz que había visto tantas veces en
mi hermano por
ser alguien, por convalidar
su existencia en un mundo
atrabiliario y discrepante, una rabia sorda manifestada en lo
afilado de su
atisbo de soslayo, le había
crecido la mirada
esquiva, aguzada y filosa de
la esquina que
trastocaba su mirada angelical,
me miraba esquinado desde
esa mezcla extraña
de superioridad y
humildad que ostentan los
que están a
las puertas del
porvenir, enfrentando el
abismo o la
cumbre sin saber que
camino coger, me dijo
Yo me voy
a ir con
los cuchos porque no quiero vivir
de arrimado de nadie, pero cada ocho días voy
a venir por aquí,
hasta que me
plantee, estuve hablando con
el patrón, le dije que me
pusiera a voltear
que necesito billete
para vivir solo,
en el silencio que
siguió entendí
que mi suerte
estaba echada y
que Mariana al igual
que Jaime se
iban a ir par
a siempre, pero le
seguí la
corriente y le
dije Vos sabés
que mi casa
es tu casa, si
querés quedarte cuando vengás,
mi mamá no
dice nada y
te dormís con
Alquívar y yo ¿
Y qué
te dijo el
patrón? , la desilusión
le trepó al
rostro antes de
contestarme Que no fuera
guevón y que aprovechara
que mi familia
tenía como sacarme de aquí y
que me volviera
juicioso, que yo no
tenía madera de
pillo, se quedó
en silencio un
momento y luego con rabia en
los ojos me
dijo Pero le
voy a demostrar a él,
a mi
papá y a todo
el mundo que lo
que tengo es güevas,
se remascó los
dientes antes de continuar más
tranquilo Y fresco
que yo te cuido a mi
hermanita, y podés ir a
visitarla cuando querás, vos le
caés muy
bien a mis
papás, le dije que gracias
y que seguro
iba a visitarlos, nos despedimos
cada uno cargando su fracaso a cuestas, él se
devolvió a la
esquina y yo
me dirigí a mi
pieza a rumiar
mi desventura, fumándome
un cigarrillo que le robé a mi
papá y que me supo a gloria amarga, enarbolaba las
banderas del dolor en
volutas grises que
chocaban contra el techo
alto en donde
se desbarataban como mi cariño
con Mariana, dándole al
sufrimiento el efecto
de una mala película haciéndome
sentir el ser
más doliente sobre
la tierra, volviéndome actor
de mis impúberes
sentimientos, ennoblecidos
estos hasta el
heroísmo; el sábado
temprano, todos los amigos
de Mariana y yo
como novio oficial
además de amigo
de Jaime, nos
encontramos en su
casa para ayudar
con el trasteo, don Enrique dirigía
las operaciones desde
la cocina mientras se aplicaba a la
cerveza que pronto cambió
por el
guaro porque le gustaban heladas y
la nevera fue
lo primero que empacamos en
el camión de
mudanzas, doña Alicia que había
pedido ese día libre, apenas lo vio dicharachero y desacertado
le dijo que parara con el trago o no
iba a
llegar despierto a la
nueva casa y
él le hizo
caso, Jaime, que solo se
preocupó por empacar y marcar sus
cosas y una
vez las montó
al carro se dedicó a
molestar con comentarios burlones a
los amigos de
su hermana y a
mirar mal al papá que ya
había empezado a llamarlo
higo delante de
todos, en un descuido de la
gente me
llamó a mi
solo, pues era el único
amigo que tenía
a mano, aunque nuestra relación
ya no fuera
la de antes. Fuimos
agazapados a la
terraza en donde
sacó seis cervezas
al clima que se
había trasteado de
la cocina, las tomamos
acompañadas de medio paquete de
cigarrillos que yo le había cogido a
mi hermano, y fue
la última vez que hablamos
largo y tendido; me
dijo muchas cosas
que no recuerdo
exactamente, aunque sé que
todas giraban en
torno a lo
grande que iba
a ser, quería conquistar las
cumbres de la
delincuencia y ser
respetado y temido como los patrones, o
mas, se figuraba como la
mayoría de los
muchachos de la cuadra un futuro
venturoso en el
crimen, lleno de
plata y de
lujos, carros, motos, fincas y
mujeres para colmar esos
espacios, pero en el fondo
tenía un vacío
enorme como el
de todos que
pretendía llenar de
artículos, réditos y obediencias, precaria
aspiración con la que
nos llenaba la cabeza nuestra
exigua realidad; si
algo hicieron bien
los bandidos en
nuestra ciudad fue
que nos endilgaron su
modo de vida
y su desparpajo como aspiración
hasta hacerlo cultura, dejaron ese brote
que fue convirtiéndose en maleza e inundó todas las capas de la sociedad hasta hacerse paisaje, tejieron con
su ejemplo un manto con que todos
nos cubrimos desde esa época y para
siempre, volviéndonos una colectividad deseante, impenitente, que vuelve
cualquier forma de ascensión social
la única razón de la existencia,
sin importar a quien tengamos que empujar, tumbar, embadurnar o quitar del
medio para conseguir esa promoción. Terminamos dándonos un abrazo
Jaime y
yo y brindando por el porvenir
con las últimas dos polas, antes de
bajar y emparapetarnos en el camión que nos conducía a su nuevo barrio, fue la primera vez que
salí de la cuadra sin mi mamá, y también fue esa mi novel
incursión en un barrio menos popular que
el nuestro, hoy sé que solo
fueron unos cuantos kilómetros pero ese
día me parecieron miles y que su posición social es la misma clase media que
Aranjuez, solo que mejor disimulada, con un número mayor en el estrato,
que es
la manera como el sistema nos hace creer
más o menos
pobres, compitiendo entre nosotros cuando en el fondo somos las mismas
cifras huecas y descartables con que juegan los verdaderos dueños de los
guarismos universales, porque como dice un gran amigo mío, “ Hay cosas para ricos o para pobres, no para todos” solo que las
de los pobres
los ricos las
pueden tener y
no quieren, y las
de los ricos los
pobres las quieren tener y
no pueden, pero en esa época la novedad se traducía en mejoramiento imponderable;
la casa era un
tercer piso con balcón, grande y bonita,
descargamos y pusimos las cosas siguiendo la disposición que dictaba doña Alicia, porque don Enrique, apenas apeados del camión, volvió al guaro y en media hora estaba noqueado en el sofá. Al terminar de acomodar
las cajas y demás cosas adentro de la casa, doña Alicia nos mandó a
Marianita y a mi por un par de pollos asados y tuvimos tiempo de prometernos
amores eternos y continuas visitas que terminaron siendo una sola, incómoda hasta la náusea porque me
demoré casi dos meses en juntar la plata para el pasaje y para un peluche que
le llevé de regalo. Aunque hablábamos de continuo por teléfono, con el correr de los días sentía que su trato se
agriaba un poco conmigo, lo que atribuí a la lejanía sin sospechar siquiera las
verdaderas razones, pero cuando llegué
a su casa la encontré más
esquiva y afanada que en nuestras llamadas, me recibió
el regalo sin la alegría que yo esperaba y que
habría valido las penurias y ahorros que me costó conseguirlo, hasta que
después en medio de un nerviosismo extraño
me llevó a la
sala y sin preámbulo ni tacto me soltó que
terminábamos, que nuestro amor
era imposible por la
distancia y un
montón de excusas
que yo no supe entender hasta que tocaron la
puerta y ella palideció de
golpe antes de
decirme que quien tocaba era su
novio; me quedé impávido sin saber qué hacer, sentí una mezcla extraña de
rabia y de ridículo, durante un segundo me
debatí entre partirle
la cara al nuevo amor, o salir
corriendo de allí con la pena entre
las patas, y al fin de ese
agónico momento ganó
lo último y
salí sin despedirme, chocando con el hombro
al sujeto que aguardaba en la
puerta con una
sonrisa imberbe en
la cara y
sin saber quién
era yo, no
quise mirarlo bien
para no compararme arranqué
raudo de vuelta
a mi barrio
y a vida de
naciente despechado, decidí
caminar hasta que
me daban las
piernas y en el
camino encontré una
cantina escondida y
de mal aspecto
en donde encontré
un aguardiente doble que
me tomé de
dos sorbos mientras
me inventaba ofensas que no
sentí como tales y
descubría en mi
primer desamor una
excelente excusa para
beber.
Faltarían
algunos años y
otros tantos daños para
entender que la
malquerencia es una
muerte en vida
y que es
peor porque el
asesino y la
víctima siguen vivos y
cocinándose en odios
implacables y mortales
idénticos al amor
que se tuvieron,
pero era joven
y encontré en el desprecio
una forma de dolor
dulce que incentivaba
mi apetito vital; en
pocos días el
rencor se fue
volviendo olvido hasta que no pensé,
mas en Marianita
ni en Jaime,
no supe que
pasó entre él
y su familia, pero
nunca los volvimos
a ver en el
barrio, ni volvimos a saber
de ellos, hasta
el día en que
un año y
medio después de
su partida sonó
el teléfono de mi
casa, y al contestar
escuché a Jaime
me saludó escueto
como si nos hubiéramos visto
el día anterior,
aunque su voz
sonaba bronca y
distante como si
hablara desde una lejanía muy
remota, inaccesible, no me dio
tiempo de adaptarme a la
sorpresa cuando me
contó de golpe
y casi sin
respirar que su
hermanita había muerto.
Me helé , le
pregunté si estaba
borracho o trabao
o si estaba
charlando, él, haciendo un
esfuerzo por manejar
el quiebre de
la voz por
entre la distorsión
de la línea
telefónica, me contó que Mariana
se había suicidado,
y sin dejarme
inquirir nada se
soltó a contarme:
El novio que yo
había conocido se
llamaba Daniel, y
era dos años
mayor que ella, al mes
de pasarse empezaron
a charlar en
el colegio, el muchacho
era compañero de
curso de Jaime y
por él se conocieron, se
volvieron novios casi
al instante y
a los tres
meses Marianita anunció
en la casa que
estaba embarazada, para sus
padres fue una desilusión
tenaz, la niña
acababa de cumplir trece
años y estaba
en séptimo de
bachillerato don Enrique
con la noticia se
amargó del todo entregándose por
completo a la
bebida descuidó hasta
las más simples
funciones domésticas por
estar tirado en
el sofá todo
el día pasando
canales y dándole al
guaro, pues en ese barrio
no pudo encontrar
una cantina amigable y las borracheras se
trasladaron a la sala
de su casa en donde sus hijos lo encontraban
al llegar del colegio tirado en calzoncillos
babeando el reposabrazos
del mueble y con media botella de
guaro a punto de caérsele de
la mano, doña
Alicia se entristeció
con la noticia, y durante el embarazo se le
escuchó llorar a
cada rato encerrada
en el baño,
aunque con el
tiempo se fueron
acostumbrando y después de
seis meses las
cosas retornaron a una aparente
tranquilidad; el muchacho
quería responder por el
bebé, y hacía parte
de lo que se
considera en esta sociedad pacata y
elitista una buena familia, sus
padres eran profesionales, y
tenían una agencia
de viajes que les permitía
vivir cómodamente, sin embargo,
el embarazo sumió
a Marianita en un torbellino
de emociones encontradas, no
había empezado a disfrutar
el enamoramiento cuando
ya estaba encinta, transformándose de
suave y amorosa
y tierna en
celosa e intensa hasta
la exasperación, el muchacho era
un adolescente común y corriente,
a veces se
olvidaba de ir a
visitarla o se
entretenía jugando fútbol
o viendo un
partido con sus
amigos y la
niña se hacía
un cúmulo de
furias e increpaciones, le
inventaba romances y lo trataba de mal
padre
y abusivo llegó a
herirlo en una
ocasión en que
se demoró jugando
videojuegos, donde una prima, al llegar
a casa de
Marianita, ella lo recibió con las
uñas en alto como puñales que envainó
en el rostro del
contrito muchacho, que
reconoció este episodio como la
gota que colmaba
el vaso de su
paciencia y decidió
que por más
papá que fuera
de la creatura, no
tenía por qué aguantarse
esos abusos, le comunicó que
desde ese momento
él se haría
cargo de la responsabilidad con el
bebé como le
correspondía, pero que no tendría
nada que ver con
ella, la decisión del muchacho y el consejo de doña Alicia hicieron
entrar en razón a Mariana, que
fue hasta la casa de Daniel
a pedirle perdón y él también siguiendo el consejo de sus padres
terminó aceptándola por el bien del
hijo que iban a tener, pero creo
que en el fondo de su corazón ya no sentía nada distinto a la conmiseración, se
mantuvieron unidos como un matrimonio viejo o de adolescentes hasta que
tuvieron a una niña a
la que llamaron Daniela y fue la luz que iluminó los hogares grises de ambos
abuelos y alegró las vidas de todos, excepto
la de Marianita que apenas recuperada de la
dieta retornó con más fuerza a los
celos endemoniados y la paranoia
manifestados en un genio de mil diablos que
no podía contener, una noche de viernes después de haber volteado toda la semana con Mariana y
Daniela, Daniel se quedó dormido cuando regresó del colegio, agotado con los
chequeos de rutina, donde le habían recetado a ella unas sondas para que
amamantara más y mejor, que lo hicieron recorrer todo el centro en su búsqueda y congestionado
con los exámenes de mitad de año, la
siesta que tomaba de media
hora antes de
ir a donde su hija, se le
alargó cinco horas y al
despertar salió corriendo para
donde Mariana, pero ya
era tarde, las calenturas de su genio atrabiliario habían hecho estragos en la cabeza de la muchacha,
al llegar se encontró con una bestia bravía que
le hablaba entre llantos de
infidelidades y destrozos y le decía que le iba a quitar a la niña, el muchacho que traía el genio
negro por el mal sueño y el cansancio le
contestó que comiera mierda y lo
dejara en paz, ella respondió golpeándolo en repetidas
ocasiones en la cabeza y la cara,
el pelado no aguantó más y la
empujó contra la
cama antes de
salir de la
pieza, bajó los
tres pisos a los
saltos y dio a la
calle, apenas estuvo en la
acera, un grito llamó su
atención desde el balcón, al
levantar su cabeza escuchó Te odio, perro
hijueputa me voy
a matar por
vos, antes de ver a
Marianita lanzarse al
vacío por el lado contrario adonde estaba y estrellarse contra el piso
con un ruido
seco y torvo que
lo dejó atónito
de sorpresa. Jaime
me contó después
cómo había sido
el velorio y
el entierro, y
me obligó a jurarle
que no le
diría a nadie esta
versión, pues le habían
hecho creer
a don Enrique, que
ese día estaba
en mi barrio
visitando a su
madre y al resto de sus
familiares, que Mariana se había
caído del balcón en un descuido,
porque no sabían cómo reaccionaría el
viejo ante la verdad
y ya estaban
hasta el borde de los
destrozos para sumar
uno más, antes de
despedirnos trató de explicarme por
qué me había llamado a
confiarme ese secreto,
pero yo ya no
le escuchaba bien,
dejé de oirlo
sumido en el
desconcierto por la noticia
y recordando a Marianita como la niña
afectuosa a quien besaba en las escalas
de su casa
de Aranjuez, sin más
problemas que las
borracheras de su
papá y las
amistades de su
hermano, colgamos al
cabo de diez
minutos y nunca más
volvimos a hablar
solo vine a
comprender su afán
por detallarme lo
sucedido y el
desespero en su
voz tres meses
después cuando yo
perdí a mi
hermano e intenté
pasar la pena hablando con quien quisiera escucharme hasta
que advertí que
las penas nunca
pasan, solo se estancan en una quietud
lóbrega cebada en silencio porque ellas son
en sí mismas estridencia
ensordecedora, grito total y acuciante
que no debe
contaminarse con otras voces,
como la
mudez cálida de
la pena por
la ausencia de mi
padre que de nuevo
instala su grito en
mi oído para ser escuchado
en la soledad
en que me
dejó. La muerte
de mi primera
novia me dolió además de
por lo que
habíamos sido en esa
edad en que el desamor
no es tal
y las heridas no son con puñales voraces sino con agujas
de inyección, por como pude ver que
la muerte se
empecina en su deseo y
triunfa; esa familia
se fue del
barrio esquivando la posibilidad real de
que la esquina
matara a su hijo
y encontraron el
sacrificio de la hija. Mi
papá me contó muchos
años después que
se encontró con
don Enrique de
casualidad, un día que lo recogió en
el centro para
una carrera, estaba muy borracho
cuando se montó en el taxi y se
demoró en reconocerlo, después
hablaron de todo, del barrio y de sus
hijos y antes de bajarse
él le dijo
Cómo es que se
me cae la niña, hombre
Rey, muerte hijueputa, nos vinimos
del barrio huyéndole
y la hijueputa
nos alcanzó. Al final ese
padre que nunca
supo del suicidio de
su hija entendió una verdad
más importante y
universal, que la
muerte es caprichosa, perra y mala en
sus actuares, que cuando
afila su
guadaña se lleva lo
que tenga por
delante sin importar
qué se haga
para evadirla porque
somos los juguetes
con que embolata su
tenebrosa perpetuidad inmortal.
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