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viernes, 31 de mayo de 2024
lunes, 27 de mayo de 2024
viernes, 24 de mayo de 2024
Lectura del capítulo séptimo Colombia y los Piojos, de la novela Aranjuez de Gilmer Mesa
7. Colombia
y los Piojos
En el barrio
todos éramos pobres,
unos hijos de
obreros , algunos, de
padres con trabajos
esporádicos y mal pagos, y
otros, sin padres,
sostenidos los hogares por
mujeres laborantes en
casas de familias
ricas o lavanderas a domicilio;
Aranjuez barrio pobre
lleno de gente menesterosa
e insatisfecha. Sin embargo,
al crecer fui
entendiendo que hasta la
pobreza tiene gradaciones: están los
menos pobres que logran
tener las tres
comidas diarias, una de las cuales
tiene carne en el
menú; están los que a duras penas llegan a fin
de mes y tienen que hacer
piruetas con el esmirriado sueldo para poner arroz con huevo y
aguapanela todos los días en el plato; están los pobres vergonzantes, que
son la
mayoría, los que sin tener un centavo aparentan plétoras y se endeudan por mantener una posición
en la
que solo ellos creen, puesto que
todo el mundo sabe que están vaciados, que mantienen reventadas las diversas libretas del fiado en las
tiendas cercanas, les cortan la
luz y
el agua cada tanto y tienen que
inventar cada día una nueva
excusa para salvaguardar su
marginalidad evidente- en esta categoría estamos casi todos en
el barrio- y salidos de la
pirámide social de pobreza que
constituyen nuestros barrios populares, están los pobres extremos que rayan
en la indigencia, aquellos para quienes no alcanzó siquiera una sucia esquina
de la cobija zarrapastrosa con la que
cubrimos nuestras miserias, los que pasan hambre pura y dura, frío y mal sueño
día a día, los que hasta nuestras escaseces envidian
porque las ven como opulencia, los que no pueden ni imaginar el derroche, aunque sea de energía, y
por eso se exilian de los juegos callejeros, apenas se los nota por los bordes
de la cuadra, como ratitas agazapadas mirando con rencor cómo jugábamos
fútbol o escondidijo, los desterrados de
siempre, los agónicos mendigos, desheredados hasta de nuestras llevaderas
estrecheces; a este infeliz grupo pertenecían los Piojos, una familia numerosa y extraña.
El padre era un tipo huraño y agrio
que paseaba su pobreza astrosa por el barrio todos los días, tirando de un
descompuesto carro de rodillos que
chillaba dolores en cada avance y anunciaba su presencia desde lejos,
recogiendo cartones y hurgando basura sin hablar
nunca con nadie, sus hijos eran tres hombres y dos
mujeres intercalados, todos sucios, feos y malolientes, que no estudiaban y
recogían aguamasa en las casas vecinas
para alimentar unos marranos famélicos que tenían en el solar de su casa y unas
impertinentes gallinas que deambulaban por los alrededores del hogar y
asustaban a la gente con sus correteos inesperados en donde menos se pensaba; y
la esposa una anciana desdentada, mugrosa y
chocante, que fumaba todas las tardes la acera un oloroso
tabaco que infectaba el ambiente con su pestilencia, antes de entrar de nuevo en su casa, una caverna horripilante que producía
naúseas al pasar por
el frente y que todos los muchachos esquivábamos
al cruzar de
paso a la tienda, o
a la escuela, completaba la familia un tipo igual
de extraño, o más,
si se pudiera, además de
andrajoso como el resto.
Tenía lo que después supe era un leve retardo mental y miraba a la gente sin verla, con ojos idos y rojos porque, si bien nunca supimos que hiciera nada productivo, todos los días tenía con qué comprar mariguana y se la fumaba sin recato en la puerta de su casa recién empezaba la noche. Como nunca nadie supo su nombre, los pillos de la esquina que eran quienes se encargaban de rebautizar a todo el barrio, lo llamaron Colombia, porque siempre tenía puesta una camiseta original de la Selección Nacional que nunca supimos cómo consiguió, ni cómo pudo durarle tanto, puesto que apenas se notaba que había conocido poca agua y jabón y no hubo un solo día en que no la tuviera puesta, y como no hablaba casi nada la gente se acostumbró a llamarlo con el apodo que llevaba puesto encima cuando escasamente lo requerían, así lo nominaba incluso su familia. Para nosotros cuando niños los Piojos y en especial su tío eran una entelequia que nuestras madres urdían para que hiciéramos caso, nos decían que el Piojo o Colombia nos iba a llevar y a encerrar en su casa, de manera que terminamos considerándolos el epítome de la perversidad y el más alto motivo de horror y a su casa una sucursal del infierno. De hecho lo parecía, porque lo que se alcanzaba a ver desde lejos era una boca oscura con una hoguera grande al fondo y otras varias hogueritas, con el tiempo supe que nunca tuvieron luz eléctrica y cocinaban y se alumbraban con leña, por eso las paredes estaban cubiertas de hollín y los fuegos eran pequeñas teas o fogones con los que suplían sus precariedades, pero para unos niños como nosotros que teníamos el imaginario cristiano heredado de los padres y éramos afectos a los cuentos de terror, su casa era lo más parecido al Averno que pudiéramos contemplar; es extraordinario cómo la gente crea ensalmos y leyendas en las qué creer para tener cómo despreciar al diferente solo por serlo y eso le otorga una suerte de superioridad en la inferioridad que es de por sí la vida. Y con estas invenciones torpes y vulgares disimulan el mal verdadero que los habita y corroe, así convalidan sus vilezas y las hacen imperceptibles porque están dirigidas solo al que la mayoría señala como el hórrido, y en nuestro barrio pobre los Piojos fueron siempre los depositarios de esas invenciones, tal vez porque el mal real, físico para alimentarse de ellos, que engordaban marranos con ratas y cosas de similar laya. Cuando fuimos creciendo nos fuimos acostumbrando a su presencia turbia, a su estar difuso como de sombras, hasta que finalmente dejaron de espantar y se hicieron comunes aunque molestos – con esa molestia que suscita la mugre, pues nos espanta la suciedad como si fuéramos una sociedad limpia, pero quizás ahí está la cuestión al ser una comunidad mugrienta y podrida por dentro nos gusta aparentar limpiezas y nos aplicamos con ahínco a disimular cualquier trazo de roña, sin querer aceptar que somos cuando más una sociedad lavada pero nunca limpia y comprometidos como estamos con esa simulación, la mugre nos fastidia y le endilgamos todos los males del mundo, convirtiéndonos en una sociedad estética antes que ética, por eso es tan importante nuestra apariencia, cómo nos vemos y cómo nos ven, imperando en todo las superficies y desechando las profundidades; aparentar, como método de vida, ha venido creando los seres frívolos y gélidos que somos, donde no importa en el otro más que su aspecto, su ver y su tener, pero nunca su ser, de ahí que cuando uno no se ve como el resto quisiera, pasa a ser despreciado y excluido; los Piojos a las claras hacían parte de la mugre mas vistosa de nuestra limpiada sociedad mugrienta, por eso nos eran molestos como una media puesta al revés, a la que uno se acostumbra pero que nunca deja de molestar y uno no ve la hora de quitársela de encima-. Con la edad y los cambios de actitud del barrio y la cuadra nuestros juegos también fueron mutando, se hicieron más feroces, tal vez para estar acordes a la ferocidad que se estaba imponiendo en la sociedad: pronto la persecución infantil que todos conocíamos como chucha se nos hizo insuficiente y le fuimos adicionando castigos y penas indómitas a los que fueron atrapados, algo que empezó sin querer para darle mas picante al recreo, al principio eran cosas cándidas darle tres vueltas a la manzana en menos de tanto tiempo o cargar piedras pesadas de un lugar a otro pero estas incipientes sanciones iban doblegando al penado, acercándolo a la humillación no tanto por el rigor de la pena como por las burlas que surgían de los jueces quienes fácilmente de una ronda a otra intercambiaban posiciones y los que fueron penados ahora penaban, así que el juego en poco tiempo se transformó en una excusa para venganzas circulares y pasó de la diversión al terror con el agravante de que nadie podía negarse a participar so pena de ser tomado por un cobarde, y hasta demudó el nombre del juego; nunca supe quien lo llamó así por primera vez ni cual fue el origen del calificativo, pero todos empezamos a decirle a ese compendio de sordideces Romillo y fue gracias a ese impetuoso juego que conocí un abismo oscuro y confuso de la vida de los Piojos y en particular de su tío Colombia que aún hasta hoy me perturba y que a la postre sería el motivo de su desplome.
viernes, 17 de mayo de 2024
miércoles, 8 de mayo de 2024
Lectura de la segunda parte del capítulo Sexto de la novela Aranjuez: Clara y el Chino
El alumbramiento llegó un miércoles de marzo a las siete y treinta de la noche, nació un niño sano y rosado al que llamaron Miguel, apenas lo tuvo entre sus brazos, Clarens, un pillo duro de los de antaño, supo que su rabia había terminado, sintió el desahogo profundo de algo oscuro que venía cargando toda la vida, respiró un aire limpio por primera vez como el secuestrado que asoma la nariz por una hendija, y lloró como nunca antes lo había hecho, con un llanto diáfano que brotaba sin control, esa pequeñísima masa de carne que era su hijo lo embriagaba de algo que no conocía, era como una luz que iluminaba su interior y se extendía cubriendo con su brillo todo a su alrededor. Lo levantó en brazos y desde abajo lo miró a sus ojos y se sonrió en paz, entre llanto y sonrisas supo que ya no podía hacerle mal a nadie, y al miedo que mantenía se le sumó la empatía por sus semejantes, representados en el rostro tranquilo y afable de su hijo, que lo contemplaba con ojos ávidos, eliminando toda la agresividad que había albergado y que le fuera tan útil en su vida delincuencial. Para Clara el nacimiento de Miguel también fue un vaciarse de cosas, apenas salió de su vientre sintió un desprenderse de cadenas, quedó liviana de pesos literales y figurados y desde la cama donde reposaba su desgonce observó a su hijo en brazos de su marido y no pudo reconocerlos como propio, veía la escena como quien contempla una película en un lenguaje extranjero, no sentía emoción ni afecto, ni vínculo alguno con esas personas que tenía enfrente, no experimentó semejanza alguna con su hijo, cuando el padre se lo entregó para que lo acunara; fue como recibir un paquete de manos de un extraño. Sin embargo hizo su mejor esfuerzo para fingir alegría que era lo que los demás esperaban de ella, miró a su hijo y le pareció una tortuga de las que había contemplado en los cromos del álbum de chocolatina que había coleccionado en su no tan lejana niñez y por el cual sentía mas apego que por ese recién nacido, Clarens descubrió la vacancia en la mirada de su esposa, malinterpretada como cansancio, y se le arrimó para darle un beso no correspondido mientras le decía Gracias, ella, sin contestar, se quedó mirando al vacío sintiendo por dentro que nada sentía por ese hombre que la acababa de besar ni por ese niño que tenía entre brazos. La llegada al barrio fue la vuelta a la realidad: en la casa de los suegros los amigos de Clarens lo esperaban con aguardiente y fritanga para celebrar el advenimiento del primogénito. Apenas salieron del taxi sonó a todo taco "El nacimiento de Ramiro" de Rubén Blades, y los parceros del padre salieron a su encuentro con una algarabía tal que despertaron al recién nacido, que inauguró su llegada a la cuadra con un berrido glorioso, juntando los gritos del miedo con los de la celebración ,amalgama de alaridos que han definido este barrio donde se celebra la vida y la muerte al unísono con las mismas voces que se confunden e intercalan en su plasticidad sombría. La fiesta se prolongó hasta tarde en la noche cuando Clarens despidió a sus amigos aduciendo cansancio, aunque en el fondo estaba harto, estragado con todo a su alrededor, él mismo se desconocía por momentos, cómo era que lo que hacía hasta hace poco era su hábitat ahora le parecía turbio, le repelía, le molestaban los chismes, la música y la presencia de los que consideraba su familia en la calle, su mujer, en cambio, apenas entró a su casa, se retiró a su habitación con la excusa de descansar y no volvió a salir en todo el rato que duró la fiesta. Clarens le llevó a su hijo cuando este se cansó de recibir halagos, abrazos y caricias de un montón de bandidos enmariguanados y periquiados y manifestó su cansancio con un llanto agudo; al traspasar la puerta de la recámara encontró a Clara mirando de nuevo al vacío y quiso sonsacarle una sonrisa indicándole que el niño la requería, ella apenas salió de su mutismo para señalarle con su boca la cuna mientras le decía Déjalo ahí que ya lo voy a alimentar, mientras que él , confundido por la respuesta gélida de ella, y exhausto por la parranda inesperada de un barrio que sentía tan alejado de él como a su esposa de su hijo, se recostó sin tener mas cabeza que para su hijo, a quien después de acostarlo se quedó contemplando largo rato, tampoco sabía por qué ese niño lo emocionaba a tal punto que no resistía su presencia más de un minuto sin que sus ojos empezaran a desprender lágrimas, lo conmovía como nunca nada lo había hecho. En la cuadra todos nos enteramos del nacimiento por la fiesta y nos dimos mañas para rodear la casa y contemplar a la distancia al niño o para arañar algún guaro que alguno de los bandidos nos convidaba en medio de la algazara, todos menos el Chino que vio llegar a la familia, agazapado en la esquina contraria disimulando su desconsuelo, con una botella de gaseosa que bebía a sorbos lentos y pensativos, la gente no se percató de su presencia abstraídos como estaban por la novedad del nacimiento y la novelería de la fiesta, pero yo lo vi con un dulce abrigo al hombro mirando sin ver la casa de la mujer que tanto le gustaba, y que cada día se le hacía más inalcanzable, se lo notaba lejos, como ido en pensamientos largos como plazos de preso.
Los días que siguieron fueron monstruosos y dilatados, el niño demandaba atención recurrente de una madre distante, dormía poco y mal, lo que mantenía a Clarens indispuesto y ofuscado, además de que con los días crecía su amansamiento, no le provocaba salir y le molestaba enterarse de cualquier cosa que tuviera que ver con su vida de hampón, pero la calle es celosa e imperiosa y pronto fue requerido para trabajos propios de su oficio, que realizó a las carreras y de mala gana, también Clara cumplía con sus funciones de madre a regañadientes; ambos vivían duplicados pero con objetivos contrarios: Clarens era uno en la calle, o al menos lo aparentaba, rudo, serio y resuelto, y otro en la casa en donde no salía de una sola dulzura para con su hijo, Clara en cambio tenía que fingir cariños y realizar oficios de madre que no sentía, pero cuando se quedaba sola se entregaba a su desidia, a sus ensimismamientos, donde no pensaba nada en concreto, solo divagaba en nadas y acunaba el desprecio contra todo y todos haciendo énfasis en su marido, y a veces pensaba qué le habría ocurrido para entrar en terrenos tan áridos, sin ningún estímulo por nada pero pronto renunciaba a la indagación y volvía a las poquedades en donde solo la tranquilizaba contemplar las cosas sin verlas y despreciar a Clarens. La relación entre ambos se limitaba a conversaciones pocas sobre el crecimiento y desarrollo del niño y a compartir una cama fría y distante, como dos vecinos de un barrio de ricos, por eso agradecían que Miguel los levantara cada noche con un llanto y los obligara a abandonar el lecho , más parecido a una trinchera que a una cama matrimonial; así vivieron un año en que cada uno habitaba un mundo distinto aunque contiguo. Clarens consiguió mantener su posición en el combo haciendo trabajos suaves y puntuales y esquivando los que implicaran mayor riesgo o aquellos en que tuviera que matar a alguien, pues desde el nacimiento de su hijo le había prometido, aunque este no lo comprendiera, que nunca más iba a quitar una vida, en su moral propia y en su ética amañada entendía este como el mayor crimen superior en daño a los múltiples que realizaba a diario, y de los cuales no veía la hora de desprenderse; a sus colegas les parecía raro, Clarens que había sido siempre el primero en entucar, como le dicen en el barrio al arresto, a la hora de los asesinatos y las fechorías, se mostraba desacertado, esquivo y hasta temeroso en los pocos trabajos que realizó y de los que no pudo zafarse, pero lo toleraban por su historial, pero sin embargo, ya se suscitaban comentarios sobre lo mucho que había cambiado desde que vivía con Clara, a la que culpaban de la falta de bríos y de agallas de su camarada. Durante ese año el Chino al fin realizó su sueño de ser chofer, se empleó en un taxi que mi papá le ayudó a conseguir; cuando lo vi aparecer en la cuadra montado en un Chevette, él no cabía en la ropa de la felicidad, saludó a todo el mundo tocando pito, cuando parqueó y se bajó fue hasta donde estábamos y nos convidó a ocuparlo cuando necesitáramos trasporte, asegurando entre sonrisas que sería un viaje inolvidable; su vida mejoró ostensiblemente y no lo volvimos a ver con su eterno dulce abrigo rojo al hombro y sus bluyines mal cortados y en chanclas, sino que ahora se mantenía arreglado, bien afeitado y acicalado, trabajaba desde bien temprano en la mañana hasta entrada la noche, cuando arribaba a la cuadra después de guardar su carro en el parqueadero y se quedaba hablando con nosotros en la acera de su casa o en la tienda de Chela, donde muchas ocasiones pagó la tanda de cervezas de todos con un gesto de orgullo en su rostro que no le había visto nunca antes. Pero la vida a veces precipita siniestros y en cuanto ocurren entendemos que las pistas estaban dadas durante el proceso y al final solamente se unieron como las fichas de un rompecabezas macabro: la tensión de Clarens, la desazón y antipatía de Clara y el gusto del Chino por ella aunados a la mala suerte que juntó estos factores en un día y en una situación concretas desataron la tragedia.
Una mañana de octubre después de una noche turbulenta, en la que Miguel chilló sin parar, manteniendo en vela a los padres, que se culpaban recíprocamente por el llanto del niño, les amaneció en rumor de contienda; Clara se empezó a arreglar desde temprano para bajar al centro a recoger un paquete que unos familiares le enviaban cada año a su padre desde el exterior, Clarens por el mal sueño y la molestia de su cotianidad había olvidado la comisión de su mujer y cuando salió del baño por qué se estaba arreglando, lo hizo sin malicia y casi al descuido, por tener alguna palabra en la boca que le permitiera tragar el mal sabor con que se había levantado, esa consulta simple destrabó la ira tosca que su esposa venía represando, y se le fue en ristre con su lengua como sable, diciéndole que era un inconsciente, que se había cansado de repetirle que tenía que ir al centro a recoger el encargo, que él solo se preocupaba de sus asuntos pero los de ella y su familia lo tenían sin cuidado, y a medida que hablaba se acaloraba más su discurso y crecía en furias que desvirtuaban sus argumentos y los entremezclaba sin lógica, diciéndole que si no quería que fuera entonces, por qué no iba él o al menos la acompañaba, que de seguro es que no quería quedarse con el niño, o a lo mejor tenía una cita con alguna de esas zorras con que se mantenía, o se estaba haciendo el marica para quedarse en la esquina fumando mariguana que era para lo único que servía, Clarens escuchó la soflama con molestia creciente pero en silencio, hasta que algo adentro se le incendió con las chispas que arrojaba su mujer, y le dijo vaciando lo que por temor y cariño a su hijo había mantenido envasado, Ve, Clara, no seas descarada que desde que nació el niño no me he vuelto a quedar en la calle y antes corro temprano para acá a ver que no les falte nada a Miguel y a vos, no vengás a hablar de desatenciones mías cuando sos vos la que hace todo de mala gana y a las carreras, sin mencionar que parece que no te importara el niño y que ni siquiera lo quisieras, y no me digás que solo sirvo para fumar mariguana que hace más de un año que ni la pruebo, no seas hijueputa, ella ripostó con odio y malas palabras endilgándole culpas por todo, le decía malparido, que le había quitado la juventud y la belleza y la había preñado a propósito para tenerla amarrada a él de por vida, e improperios y acusaciones de similar jaez, él rebatió en tono equivalente y con imputaciones semejantes, tanto se calentó el alegato que él estuvo a punto de meterle la mano y solo se abstuvo porque su suegra intervino y su hijo lloró por el alboroto. Clara lagrimeaba de rabia y miraba a su marido con resentimiento franco, y él cargando al niño le respondía con miradas malignas, no se dijeron mas nada, pero se aborrecieron con los ojos; Clara, aplacada por las palabras que su madre le musitaba al oído y por el agua de toronjil que le arrimó, se terminó de arreglar y salió para la calle tirando la puerta de su recámara, dejando a Clarens atajando iras y violencia con los ojos de su hijo que lograban llenarlo de paz.
Esa mañana el Chino pensó durante el trayecto de su casa al parqueadero que iba a ser un buen día, el sol de la mañana y el cielo claro reafirmaron su actitud; se montó en su taxi y puso un poco de música mientras se observaba en el retrovisor, y se aprestó a salir, cuando vio a Clara, en la esquina contigua que estiraba la mano para coger un taxi, le pitó y le hizo señas para que lo observara, ella se percató y esperó que él diera la vuelta para montarse en la parte trasera del vehículo; el Chino no podía creer su suerte, en efecto este sería un buen día, la saludó amable y serio ¿ Cómo está, Clara? ¿ Adónde la llevo? Ella, que mantenía la ira intacta con que salió de la casa, le dijo desde atrás sin contestar el saludo: A la playa con la oriental, el Chino arrancó sacando rápido el pie del embrague por los bríos que le suscitaba su compañera y el carro trastabilló y se apagó, en un segundo que se le hizo eterno, volvió a darle estarte, y arrancó despacio pidiéndole perdón a Clara por el impase, a lo que ella tampoco respondió, cuando tomaron la 49, el Chino estaba hecho un manojo de nervios y no paraba de observar a Clara por el retrovisor, que no se percataba de nada por estar absorta en la contemplación del paisaje que desfilaba por la ventanilla del carro, el chofer pensaba en hablarle, pero la actitud de la pasajera no admitía espacios de diálogo, y al ingresar a Prado Centro, el Chino se dijo a sí mismo, Es ahora o nunca, sabía que no volvería a tener la posibilidad de hablarle a solas, de manera que se decidió por lo más simple, aminoró la marcha y le preguntó ¿ Y cómo está el niño? Debe estar regrande, a Clara la pregunta la sacó de su letargo amargo de rabia sorda, y lo miró extrañada de que el Chino no le hablara, se demoró todavía un par de segundos para contestar Bien, el niño ahí va creciendo, al Chino esas palabras le sonaron a gloria, y se desató a hablar, le dijo que los niños son una maravilla, que él esperaba tener varios alguna vez y un montón de frases de cajón que utiliza la gente para hablar por obligación con desconocidos y que versan sobre cosas que a ninguno de los dos participantes interesan en absoluto, el clima, los trancones y lo cara que está la vida, a todos los temas Clara le respondía con una interjección que denotaba su falta de atención e interés, cuando el Chino sintió que la estaba perdiendo, en un intento desesperado por encauzar de nuevo el diálogo que hacía rato había mutado en monólogo, le dijo sin saber muy bien por qué ni cómo Clara, usted es una mujer muy bonita, en cuanto terminó la frase y al ver la reacción alterada que provocó en su interlocutora quiso corregir su rumbo y adicionó, Y muy buena persona, ese niño y su esposo deben sentirse muy afortunados de tenerla, pero ya era tarde, la rabia que Clara sentía por esos dos personajes que el Chino acababa de mencionar, se le subió de nuevo a la cabeza y se transformó en repugnancia por el conductor que osaba mencionarlos como si los conociera o como si fuese su amigo Y le dijo Usted es muy atrevido, el hecho de que vivamos por la misma cuadra no le da derecho a decirme piropos ni a mencionar a mi familia, respete no sea igualado, el Chino se conturbó a tal punto que estuvo cerca de estrellarse por pasarse un semáforo en rojo, y tuvo que frenar en seco acabando de sacar a Clara de sus cabales y de la silla, quien con un grito le dijo Déjeme aquí, pendejo, mientras el Chino abrió la puerta del taxi, le gritó que lo sentía, pero ella ya había cruzado la calle y no lo escuchó o fingió no hacerlo, él se quedó pasmado sin saber qué hacer, pensó en irse detrás de ella y disculparse, pero un coro de cláxones lo sacó de sus pensamientos y tuvo que avanzar; contempló devolverse para su casa y esperarla para hablar con ella, pero se dio cuenta de que no sabía a qué horas volvería, o si lo haría siquiera, de manera que luego de manejar casi por instinto en medio de los trancones del centro se dijo que no podía perder un día de trabajo por lo que él consideraba una estupidez, mejor sería esperar hasta la noche y después de guardar el carro ir hasta su casa a pedirle perdón por su atrevimiento. En cuanto tomó esta decisión, con la cabeza todavía caliente por el impacto que le produjeron la reacción y palabras de Clara, sintió que la imagen que tenía de ella se le iba difuminando en su mente, se le iba borrando como una fotografía antiquísima, ya no sabía qué sentía hacia esa persona, que lejos la sintió con una lejanía distinta a la que siente el que tuvo y perdió, la del que nunca ha deseado tener, una lejanía de siglos, de eras, de orbes. En cambio a Clara todo parecía conspirarle ese día para enredársele, a veces atraemos los problemas por presentarnos a la vida con pendencia, y cualquier situación por simple que sea termina embrollada porque la contrariedad la llevamos nosotros; al llegar al sitio de encomiendas estaba sudada y furiosa por su esposo, por el Chino, por el calor del centro, por tener que caminar siete cuadras y encima encontrar una fila larga, que no avanzaba y que la mantuvo rumiando cóleras por una hora, al cabo del cual llegó frente al mostrador para descubrir que por las prisas había olvidado la cédula de su padre y sin ella no le podían entregar el paquete, intentó convencer al dependiente de que ella era la hija, pero solo consiguió que la trataran despectivamente y le pidieran el retiro de mala manera, salió bullendo bilis, tomó un taxi y llegó a su casa hirviendo por dentro y por fuera; apenas se encontró con Clarens en su habitación renovó su furia y reanudó el tropel que habían dejado en miradas suspensivas de odio antes de marcharse, le reiteró sus quejas y revivió insultos y maltratos que el otro atajó con improperios y reclamos varios, la contienda escaldó peor que antes y en el zenit de la discusión, cuando estaban a punto de argumentar a golpes lo que los gritos no alcanzaban, por la mente abotagada de Clara cruzó la imagen y las palabras del Chino en la mañana, y le dijo rugiendo a su esposo A vos ya nadie te respeta en este barrio, hasta un malparido como ese Chino te irrespeta a tu mujer y vos no sos capaz de hacer nada, poco hombre, maricón, Clarens atendió ese reclamo parando en seco la tronamenta de insultos para decirle Cómo así, de qué estás hablando, Clara sonriendo de medio lado, dibujando un arco hacia abajo con la comisura, le contestó Esta mañana el maldito ese me llevó en el taxi al centro y me tiró los perros de frente diciendo que yo era una mamacita y vos un güevón por no pararme bolas, dando una versión distorsionada de la información que le permitiera ganar la discusión y haciendo ademanes de burla que a Clarens le llegaron como puñaladas al orgullo, Sin embargo encontró el aplomo de nuevo en la mirada de su hijo y quiso saber más a la vez que intentaba ganar algo del terreno que había perdido en la última arremetida de su mujer y le dijo Seguro que vos le coqueteaste al mongolo ese, bien güevón que es, no iba a salir con esas de la nada, ¿ qué le dijiste perra hijueputa?, a lo que su mujer contestó con una carcajada irónica Yo no necesito coquetearle a nadie, maricón, y menos a un retardado como ese, pero vos sos tan poca cosa que ni ese bobo hijueputa se le da nada decirme cosas, ni tratarte mal porque todo el barrio cree que sos un marica, un poca cosa al que cualquiera le puede mangonear la mujer y no dice nada, mariquita, payaso, eso es lo que sos, un payaso que no hace respetar la familia, Clarens sintió que todo se le volvía rojo y negro y se le fue encima para quitarle con un sopapo la sonrisa de la boca ,y ella afiló las uñas no valieron los gritos de la madre ni los aullidos del hijo, durante un minuto y medio se prodigaron golpes y arañazos sin contemplación hasta que el escándalo convocó a los vecinos y entre varias señoras lograron separarlos, ambos botaban sangre del rostro y bufaban como perros después de un combate. Clarens se zafó de las señoras y le dijo a Clara Esto no se queda así, perra hijueputa, mientras su suegra le gritaba que se fuera; él salió a la calle limpiándose la sangre con uno de los jirones de la camisa estropeada que se arrancó de un jalón, y a medio camino para la esquina se encontró con dos amigos que venían atraídos por la algarabía, se fueron a la tienda y pidieron cerveza, estuvo apostado en la esquina tomando hasta la noche, momento en el que decidió ir a su casa a ponerse una camisa nueva para irse a amanecer en la casa de alguno de sus compañeros, pero cuando intentó abrir la puerta vio que tenía seguro, desde la acera gritó Malparida, no creas que una puerta te va a proteger toda la vida, no te la tumbo a bala porque adentro tenés a mi hijo, y se sentó en la acera. Adentro, apenas sintieron los gritos, apagaron las luces y reinó el silencio, por eso el Chino que venía de guardar el carro con la intención de hablar con Clara cuando empezó a bajar las escalas no vio el bulto semidesnudo que estaba apostado afuera, Clarens al verlo reaccionó de un salto y lo encaró, sin mediar palabra, le encajó un puñetazo en la cara, el Chino alcanzó a levantarse del suelo adonde había ido a parar y alcanzó a correr en dirección contraria a la casa, Clarens se fue detrás de él alcanzándolo en la esquina en donde sus amigos le habían salido al paso y lo derribaron, en el suelo Clarens lo molió a golpes, cada puñetazo que le daba lo hacía pensando en su mujer, veía sobrepuesta la cara de ella en la de él como cuando situaba la cara de su padre en la de sus víctimas .Cada puño que soltaba le recordaba la desgracia de haber tenido un hijo con ella, en cómo lo trataba y en su indolencia, mientras que el Chino que podía defenderse y que con la fuerza que tenía hubiera podido matar al otro de un golpe, aguantaba la tunda en silencio, pensando que algo muy malo había hecho y que merecía la golpiza; la gente atraída por la pelea no entendía por qué Clarens le estaba dando esa maderiada al Chino, que era un tipo sano y nunca se había metido con los de la esquina; pero yo recordé el gusto de Chinini por su mujer y me imaginé que algo tenía que ver, cuando se agotó de darle puños, Clarens se retiró y el Chino se incorporó hecho un amasijo, con parsimonia, en silencio y cojeando se fue para su casa, seguido de casi todo el mundo de la cuadra, dejando atrás la pelea y a Clarens que no tenía adonde volver, entonces se quedó este bebiendo y volvió a fumar mariguana con sus amigos a los que después de indagarlo por la golpiza les contó la historia alterada del Chino que había escuchado de Clara, ahora más distorsionada por el alcohol y por el perico, que también había empezado a meter, sus amigos le dijeron que una cascada era poco, que a ese pirobo irrespetuoso tenía que matarlo, provocándolo con cada guaro y con cada güelazo, le decían que si no lo hacía, lo que decía su mujer, se iba a cumplir, que nadie lo iba a respetar, le confesaron las cosas que decían a sus espaldas y cómo todo el mundo sospechaba de su falta de güevas; el Chino por su lado no pudo dormir, su madre se quedó limpiándole las heridas con Mertiolate, mientras se enteraba del por qué del incidente, toda la familia estaba de acuerdo en que se tenían que ir del barrio para evitar un ataque mayor; en la madrugada los demás se fueron a dormir y el Chino se recostó a pensar en Clara, no encontraba más su cara en la memoria, no sentía nada por ella, ni gusto ni rabia, era como si nunca hubiese existido, su mente que tantas veces la había labrado, se higienizaba de su familia con el olvido, y él no entendía la ingratitud del recuerdo, quería evocarla como antaño para que valiera la pena lo que acababa de ocurrirle, pero no lo conseguía, deseaba aunque fuera la ira, el desprecio, cualquier cosa que le permitiera vincularse con el suceso ocurrido, del cual se sentía forastero, ajeno, recordaba la golpiza como si la hubiera visto desde afuera como un espectador, no la sentía propia y por eso buscaba desenterrar en su memoria algo que lo atrajera de nuevo a su vida en la que acababan de golpearlo, pero solo obtenía desdén y culpa por algo que no entendía bien, pensaba que un piropo al descuido no era para tanto, pero sabía quien era Clarens y cómo el barrio no perdonaba ligerezas de ningún tipo con esa clase de personas, sin embargo su culpa iba más del hecho en sí, se sentía culpable de ser él, de haber nacido lento y manso en un mundo veloz y fiero, en donde imperan la violencia rauda, la rabia agria y rápida, y todo lo que contradiga su despliegue vertiginoso es atacado para provocar una reacción de la que él carecía; apenas aclaró el día se levantó entre dolores y le dijo a su mamá desde la puerta de la alcoba que iba por el carro y que esa noche iba a ver para dónde pegaba mientras encontraban una casa en otro barrio o algo, pero que él no quería quedarse más ahí, su madre desde la cama le echó una bendición que empató con un rezo por su hijo, él se despidió y salió.
La sociedad nos asigna unos roles dependiendo de nuestras capacidades aparentes, no de nuestras aptitudes reales, a la manera de los que reparten a los jugadores en los picaos del barrio que los escogen atendiendo únicamente a lo que resalta a simple vista:los altos y de mejor talla van a la defensa, los minúsculos y rápidos, a la delantera, los más cerebrales, al medio campo, y el gordo siempre de arquero, algunos asumimos que ese era nuestro destino y por pura comodidad nunca probamos una posición diferente, la realidad es un repartidor infame que siguiendo esta misma lógica nos asigna unos roles aleatorios, y que asumimos por la facilidad de ser aceptados de antemano para tales encargos, y por esa misma aceptación jamás nos planteamos abandonar ese designio ni probar otro, lo malo es que en algún momento ese papel nos supera y no sabemos cómo entender enfrentar ese desborde, por lo que se nos hace más fácil y cómodo seguir actuando hasta las últimas consecuencias que devolvernos a ser nosotros mismos: Clara asumió su papel de mujer notable y celosa que una vez tuvo a su hijo dejó de serlo; Clarens el de hombre malo con el que había crecido y que después del nacimiento de Miguel ya no quería asumir, y de este estúpido sainete imposible de parar, el Chino, que a lo sumo era un mal actor de reparto, casi un extra con un mínimo parlamento, terminó pagando caro el atrevimiento de su cameo. Clarens amaneció azorado, empericado y borracho, sintiéndose inferior a sus colegas que toda la noche, ayudados con la bebida, se sinceraron y le dijeron que lo consideraban un blando, que su hijo lo había ablandado y que si no se ponía las pilas hasta la mujer lo iba a poner a sobrar, cuando menos pensara se abría con otro y se le llevaba al pelao, él escuchaba con la mente congestionada sin decir nada, pero deseando destruir a sus amigos, a su mujer, a su vida de hampón que detestaba, en esas apareció en la esquina cojeando el Chino, que iba en dirección al parqueadero. Todas las miradas de los bandidos se dirigieron a él y luego se posaron en Clarens, eran miradas punzantes, de navajas, de vidrios rotos, de esmeriles y punzones afilados, de rigor y reclamo, uno de los amigos le pasó a Clarens un revólver, que al recibirlo sintió como un fardo pesado y obligatorio, incómodo e inevitable; los segundos eran vidas en una escena surreal donde los protagonistas de un lado y otro levitaban sobre un tiempo que no era de este mundo, ambos jugándose la vida, la que tenían y la que no, espesó el silencio cuando Clarens rompiendo la quietud del momento sin otra cosa en su cabeza que la destrucción, levantó el arma, el Chino se encontró con su mirada turbia y alcanzó a decir Perdón, antes que sonaran tres disparos que cortaron la sordina del amanecer en un Aranjuez que de nuevo despuntaba en muerte.
Ahora que escribo esto no dejo de preguntarme otras cuestiones sin respuesta, ¿con qué pensamientos se levanta un hombre el día de su muerte? ¿Qué esperanzas proyectarán sus ideas? ¿Hacia qué futuro? ¿Pensará en lo mismo su asesino? Para embolatar a mi cabeza hurgando en el pasado es necesario hablar de los otros desadaptados que también conocieron al Chino: los Piojos.