7. Colombia
y los Piojos
En el barrio
todos éramos pobres,
unos hijos de
obreros , algunos, de
padres con trabajos
esporádicos y mal pagos, y
otros, sin padres,
sostenidos los hogares por
mujeres laborantes en
casas de familias
ricas o lavanderas a domicilio;
Aranjuez barrio pobre
lleno de gente menesterosa
e insatisfecha. Sin embargo,
al crecer fui
entendiendo que hasta la
pobreza tiene gradaciones: están los
menos pobres que logran
tener las tres
comidas diarias, una de las cuales
tiene carne en el
menú; están los que a duras penas llegan a fin
de mes y tienen que hacer
piruetas con el esmirriado sueldo para poner arroz con huevo y
aguapanela todos los días en el plato; están los pobres vergonzantes, que
son la
mayoría, los que sin tener un centavo aparentan plétoras y se endeudan por mantener una posición
en la
que solo ellos creen, puesto que
todo el mundo sabe que están vaciados, que mantienen reventadas las diversas libretas del fiado en las
tiendas cercanas, les cortan la
luz y
el agua cada tanto y tienen que
inventar cada día una nueva
excusa para salvaguardar su
marginalidad evidente- en esta categoría estamos casi todos en
el barrio- y salidos de la
pirámide social de pobreza que
constituyen nuestros barrios populares, están los pobres extremos que rayan
en la indigencia, aquellos para quienes no alcanzó siquiera una sucia esquina
de la cobija zarrapastrosa con la que
cubrimos nuestras miserias, los que pasan hambre pura y dura, frío y mal sueño
día a día, los que hasta nuestras escaseces envidian
porque las ven como opulencia, los que no pueden ni imaginar el derroche, aunque sea de energía, y
por eso se exilian de los juegos callejeros, apenas se los nota por los bordes
de la cuadra, como ratitas agazapadas mirando con rencor cómo jugábamos
fútbol o escondidijo, los desterrados de
siempre, los agónicos mendigos, desheredados hasta de nuestras llevaderas
estrecheces; a este infeliz grupo pertenecían los Piojos, una familia numerosa y extraña.
El padre era un tipo huraño y agrio
que paseaba su pobreza astrosa por el barrio todos los días, tirando de un
descompuesto carro de rodillos que
chillaba dolores en cada avance y anunciaba su presencia desde lejos,
recogiendo cartones y hurgando basura sin hablar
nunca con nadie, sus hijos eran tres hombres y dos
mujeres intercalados, todos sucios, feos y malolientes, que no estudiaban y
recogían aguamasa en las casas vecinas
para alimentar unos marranos famélicos que tenían en el solar de su casa y unas
impertinentes gallinas que deambulaban por los alrededores del hogar y
asustaban a la gente con sus correteos inesperados en donde menos se pensaba; y
la esposa una anciana desdentada, mugrosa y
chocante, que fumaba todas las tardes la acera un oloroso
tabaco que infectaba el ambiente con su pestilencia, antes de entrar de nuevo en su casa, una caverna horripilante que producía
naúseas al pasar por
el frente y que todos los muchachos esquivábamos
al cruzar de
paso a la tienda, o
a la escuela, completaba la familia un tipo igual
de extraño, o más,
si se pudiera, además de
andrajoso como el resto.
Tenía lo que después supe era un leve retardo mental y miraba a la gente sin verla, con ojos idos y rojos porque, si bien nunca supimos que hiciera nada productivo, todos los días tenía con qué comprar mariguana y se la fumaba sin recato en la puerta de su casa recién empezaba la noche. Como nunca nadie supo su nombre, los pillos de la esquina que eran quienes se encargaban de rebautizar a todo el barrio, lo llamaron Colombia, porque siempre tenía puesta una camiseta original de la Selección Nacional que nunca supimos cómo consiguió, ni cómo pudo durarle tanto, puesto que apenas se notaba que había conocido poca agua y jabón y no hubo un solo día en que no la tuviera puesta, y como no hablaba casi nada la gente se acostumbró a llamarlo con el apodo que llevaba puesto encima cuando escasamente lo requerían, así lo nominaba incluso su familia. Para nosotros cuando niños los Piojos y en especial su tío eran una entelequia que nuestras madres urdían para que hiciéramos caso, nos decían que el Piojo o Colombia nos iba a llevar y a encerrar en su casa, de manera que terminamos considerándolos el epítome de la perversidad y el más alto motivo de horror y a su casa una sucursal del infierno. De hecho lo parecía, porque lo que se alcanzaba a ver desde lejos era una boca oscura con una hoguera grande al fondo y otras varias hogueritas, con el tiempo supe que nunca tuvieron luz eléctrica y cocinaban y se alumbraban con leña, por eso las paredes estaban cubiertas de hollín y los fuegos eran pequeñas teas o fogones con los que suplían sus precariedades, pero para unos niños como nosotros que teníamos el imaginario cristiano heredado de los padres y éramos afectos a los cuentos de terror, su casa era lo más parecido al Averno que pudiéramos contemplar; es extraordinario cómo la gente crea ensalmos y leyendas en las qué creer para tener cómo despreciar al diferente solo por serlo y eso le otorga una suerte de superioridad en la inferioridad que es de por sí la vida. Y con estas invenciones torpes y vulgares disimulan el mal verdadero que los habita y corroe, así convalidan sus vilezas y las hacen imperceptibles porque están dirigidas solo al que la mayoría señala como el hórrido, y en nuestro barrio pobre los Piojos fueron siempre los depositarios de esas invenciones, tal vez porque el mal real, físico para alimentarse de ellos, que engordaban marranos con ratas y cosas de similar laya. Cuando fuimos creciendo nos fuimos acostumbrando a su presencia turbia, a su estar difuso como de sombras, hasta que finalmente dejaron de espantar y se hicieron comunes aunque molestos – con esa molestia que suscita la mugre, pues nos espanta la suciedad como si fuéramos una sociedad limpia, pero quizás ahí está la cuestión al ser una comunidad mugrienta y podrida por dentro nos gusta aparentar limpiezas y nos aplicamos con ahínco a disimular cualquier trazo de roña, sin querer aceptar que somos cuando más una sociedad lavada pero nunca limpia y comprometidos como estamos con esa simulación, la mugre nos fastidia y le endilgamos todos los males del mundo, convirtiéndonos en una sociedad estética antes que ética, por eso es tan importante nuestra apariencia, cómo nos vemos y cómo nos ven, imperando en todo las superficies y desechando las profundidades; aparentar, como método de vida, ha venido creando los seres frívolos y gélidos que somos, donde no importa en el otro más que su aspecto, su ver y su tener, pero nunca su ser, de ahí que cuando uno no se ve como el resto quisiera, pasa a ser despreciado y excluido; los Piojos a las claras hacían parte de la mugre mas vistosa de nuestra limpiada sociedad mugrienta, por eso nos eran molestos como una media puesta al revés, a la que uno se acostumbra pero que nunca deja de molestar y uno no ve la hora de quitársela de encima-. Con la edad y los cambios de actitud del barrio y la cuadra nuestros juegos también fueron mutando, se hicieron más feroces, tal vez para estar acordes a la ferocidad que se estaba imponiendo en la sociedad: pronto la persecución infantil que todos conocíamos como chucha se nos hizo insuficiente y le fuimos adicionando castigos y penas indómitas a los que fueron atrapados, algo que empezó sin querer para darle mas picante al recreo, al principio eran cosas cándidas darle tres vueltas a la manzana en menos de tanto tiempo o cargar piedras pesadas de un lugar a otro pero estas incipientes sanciones iban doblegando al penado, acercándolo a la humillación no tanto por el rigor de la pena como por las burlas que surgían de los jueces quienes fácilmente de una ronda a otra intercambiaban posiciones y los que fueron penados ahora penaban, así que el juego en poco tiempo se transformó en una excusa para venganzas circulares y pasó de la diversión al terror con el agravante de que nadie podía negarse a participar so pena de ser tomado por un cobarde, y hasta demudó el nombre del juego; nunca supe quien lo llamó así por primera vez ni cual fue el origen del calificativo, pero todos empezamos a decirle a ese compendio de sordideces Romillo y fue gracias a ese impetuoso juego que conocí un abismo oscuro y confuso de la vida de los Piojos y en particular de su tío Colombia que aún hasta hoy me perturba y que a la postre sería el motivo de su desplome.
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