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viernes, 24 de mayo de 2024

Lectura del capítulo séptimo Colombia y los Piojos, de la novela Aranjuez de Gilmer Mesa

 

7.  Colombia  y  los  Piojos

 

En  el  barrio  todos  éramos  pobres,  unos  hijos  de  obreros ,  algunos,  de  padres  con  trabajos  esporádicos y  mal  pagos,  y  otros, sin  padres, sostenidos  los  hogares por  mujeres  laborantes  en  casas  de  familias  ricas o  lavanderas  a domicilio;  Aranjuez  barrio  pobre  lleno  de gente  menesterosa  e  insatisfecha. Sin  embargo,  al  crecer  fui  entendiendo que  hasta  la  pobreza  tiene  gradaciones: están  los  menos  pobres  que  logran  tener   las  tres  comidas  diarias, una de las  cuales  tiene carne  en  el  menú; están los  que  a duras penas llegan a  fin  de  mes y tienen que  hacer  piruetas con  el  esmirriado sueldo para poner arroz  con  huevo  y  aguapanela todos los  días  en  el   plato; están los pobres vergonzantes, que son  la  mayoría, los que sin tener un centavo aparentan  plétoras y se endeudan por mantener una posición en  la  que  solo ellos creen, puesto que todo el mundo sabe que están vaciados, que mantienen reventadas las  diversas libretas del   fiado en las  tiendas  cercanas, les cortan la luz  y  el agua cada tanto y tienen que  inventar cada día una nueva  excusa para  salvaguardar su marginalidad evidente- en esta categoría estamos casi  todos en  el  barrio- y salidos de la pirámide social de  pobreza que constituyen nuestros  barrios  populares, están los pobres extremos que rayan en la indigencia, aquellos para quienes no alcanzó siquiera una sucia esquina de la cobija zarrapastrosa con la  que cubrimos nuestras miserias, los que pasan hambre pura y dura, frío y mal sueño día  a  día, los que hasta nuestras escaseces envidian porque las ven como opulencia, los que no pueden ni  imaginar el derroche, aunque sea de energía, y por eso se exilian de los juegos callejeros, apenas se los nota por los bordes de la cuadra, como ratitas agazapadas mirando con rencor cómo jugábamos fútbol  o escondidijo, los desterrados de siempre, los agónicos mendigos, desheredados hasta de nuestras llevaderas estrecheces; a este infeliz grupo pertenecían los  Piojos, una  familia  numerosa  y  extraña.

El padre era un tipo   huraño y agrio que paseaba su pobreza astrosa por el barrio todos los días, tirando de un descompuesto  carro de rodillos que chillaba dolores en cada avance  y  anunciaba su presencia desde lejos, recogiendo cartones y hurgando basura  sin  hablar  nunca  con  nadie, sus hijos eran tres hombres y dos mujeres intercalados, todos sucios, feos y malolientes, que no estudiaban y recogían aguamasa   en  las  casas  vecinas para alimentar unos marranos famélicos que tenían en el solar de su casa y unas impertinentes gallinas que deambulaban por los alrededores del hogar y asustaban a la gente con sus correteos inesperados en donde menos se pensaba; y la esposa una anciana desdentada, mugrosa y  chocante, que fumaba  todas  las  tardes    la  acera  un  oloroso  tabaco que infectaba el ambiente con  su  pestilencia, antes de entrar de nuevo  en  su  casa, una caverna horripilante que producía naúseas  al  pasar  por  el  frente y que todos los muchachos esquivábamos al   cruzar  de  paso   a    la   tienda, o  a  la  escuela, completaba la familia un tipo igual de  extraño, o  más,   si  se pudiera, además de andrajoso como el resto.

Tenía lo que después supe era   un  leve retardo  mental  y  miraba a  la  gente  sin  verla, con ojos idos y rojos porque, si bien nunca supimos que hiciera nada productivo, todos los días tenía con qué comprar mariguana y se la fumaba sin recato en la puerta de su casa recién empezaba la noche. Como nunca nadie supo su nombre, los pillos de la esquina que eran quienes se encargaban de rebautizar a  todo el barrio, lo  llamaron  Colombia, porque   siempre tenía puesta una camiseta original de la  Selección Nacional  que nunca supimos cómo consiguió, ni cómo pudo durarle tanto, puesto que apenas se   notaba que había conocido poca  agua  y  jabón y no hubo un solo día  en que no la tuviera puesta, y como no hablaba casi  nada  la gente se acostumbró a llamarlo con el apodo que llevaba puesto encima cuando escasamente lo  requerían, así  lo  nominaba  incluso  su  familia. Para nosotros cuando niños  los  Piojos  y  en  especial  su  tío  eran  una  entelequia  que nuestras  madres  urdían  para  que  hiciéramos  caso, nos decían  que  el  Piojo o  Colombia nos  iba  a  llevar  y a  encerrar en  su  casa, de  manera que  terminamos considerándolos  el epítome de  la perversidad  y  el  más  alto motivo de horror y  a  su   casa  una  sucursal   del   infierno. De hecho lo parecía, porque lo que se alcanzaba a ver desde lejos era una boca oscura con una hoguera grande al  fondo y otras varias  hogueritas, con el tiempo supe que nunca tuvieron luz  eléctrica y cocinaban y se alumbraban con leña, por eso las paredes estaban cubiertas de  hollín y los fuegos eran pequeñas teas  o  fogones con los  que  suplían  sus  precariedades, pero para unos niños como nosotros que teníamos el imaginario cristiano heredado de  los  padres  y éramos afectos a los cuentos de terror, su casa era lo  más parecido al  Averno que pudiéramos contemplar; es extraordinario cómo la gente crea  ensalmos  y  leyendas en  las  qué  creer  para  tener  cómo despreciar  al  diferente solo  por  serlo  y eso le otorga una suerte de superioridad  en  la   inferioridad que es  de  por sí   la  vida. Y con estas invenciones   torpes  y   vulgares  disimulan el mal verdadero que los habita  y  corroe, así convalidan sus vilezas  y  las  hacen  imperceptibles porque están dirigidas  solo  al  que  la mayoría  señala    como   el    hórrido, y  en nuestro  barrio  pobre  los  Piojos  fueron siempre los  depositarios de  esas invenciones, tal  vez  porque  el  mal  real,  físico  para alimentarse de ellos, que engordaban marranos con  ratas y cosas de  similar  laya. Cuando fuimos creciendo nos  fuimos acostumbrando  a  su  presencia turbia, a  su  estar  difuso  como  de   sombras, hasta que finalmente  dejaron  de  espantar y  se  hicieron  comunes  aunque  molestos – con  esa  molestia  que  suscita  la  mugre, pues  nos  espanta  la  suciedad  como  si  fuéramos  una  sociedad  limpia, pero quizás  ahí  está  la  cuestión  al  ser  una comunidad mugrienta  y   podrida por  dentro  nos  gusta aparentar limpiezas  y  nos  aplicamos  con  ahínco a disimular cualquier trazo de  roña, sin querer  aceptar que somos cuando  más  una sociedad lavada pero nunca limpia  y  comprometidos  como estamos con  esa  simulación, la  mugre nos  fastidia  y  le  endilgamos  todos  los  males del mundo, convirtiéndonos en una sociedad estética antes  que  ética, por eso es  tan  importante nuestra apariencia, cómo nos vemos y cómo nos ven, imperando en todo las superficies  y  desechando las  profundidades; aparentar, como método de vida, ha venido creando los seres  frívolos y gélidos que somos, donde no importa en el otro más  que  su  aspecto, su  ver  y  su  tener, pero nunca  su  ser, de ahí que cuando uno no se ve como el resto quisiera, pasa a  ser  despreciado  y  excluido; los  Piojos a las  claras  hacían parte de la mugre mas vistosa de nuestra limpiada sociedad mugrienta, por  eso  nos  eran molestos como una  media  puesta al  revés, a la que uno se acostumbra pero que nunca deja de molestar  y  uno no ve la hora de quitársela de encima-. Con  la  edad  y  los cambios  de  actitud del  barrio y la cuadra nuestros juegos también fueron mutando, se hicieron más feroces, tal vez para estar acordes a la ferocidad que se estaba imponiendo en la sociedad: pronto la persecución infantil que todos conocíamos como chucha se nos hizo insuficiente y le fuimos  adicionando castigos  y  penas  indómitas a los que fueron atrapados, algo que empezó sin querer para darle  mas  picante  al  recreo, al  principio eran cosas cándidas darle tres vueltas  a  la  manzana en menos de tanto tiempo o cargar  piedras   pesadas de un lugar  a otro pero estas incipientes sanciones iban doblegando al penado, acercándolo a  la  humillación  no  tanto por el rigor de la pena como por   las  burlas que surgían de los jueces quienes fácilmente de una ronda a otra intercambiaban posiciones y los que fueron penados ahora penaban, así que el juego en poco tiempo se transformó en  una  excusa  para  venganzas circulares  y pasó de  la  diversión  al   terror con el agravante de que nadie podía  negarse  a  participar  so pena de ser tomado por un cobarde, y hasta demudó el  nombre del   juego; nunca supe quien lo llamó así por primera vez ni cual fue el origen del calificativo, pero todos empezamos a decirle a ese compendio de sordideces  Romillo  y fue gracias  a ese impetuoso juego que conocí un abismo oscuro  y  confuso  de la vida de los Piojos y en particular de su  tío Colombia que  aún  hasta   hoy  me  perturba  y que  a  la  postre sería  el motivo de  su  desplome.

 






 

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