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jueves, 27 de febrero de 2025

Continuación de la lectura del capítulo 12 los Monos. Febrero 28 de 2024

 

en tanto rato de conversación cómo no se le había ocurrido preguntarle si tenía una relación. No pudo ocultar su molestia  y, embrollado  con  la  voz  cortada, se  despidió  tosco  y de afán, y  se  metió  en  su  alcoba con  la  cara  rabiosa dando un porrazo tras de sí. Desde esa noche Simona se le volvió una obsesión; la  llamaba, le  llevaba  regalos, e incluso la invitó a comer a su casa y  la  esperó  afeitado  y  recién  motilado, de  veras  le  quería  agradar, y ella  pasando por  alto su noviazgo parecía corresponderle, pues también lo  llamaba y lo invitaba a los parches con  sus amigos  de  Facultad, lo que al parecer no hacía con su novio. Aunque oficialmente eran solo amigos, nosotros que sabíamos de sus desafueros, desde que lo vimos tan entusiasmado con ella, le empezamos a decir que era la novia, y cada que se lo mencionábamos él  se  sonreía tímidamente y contestaba Ojalá, maricas, ojalá. Cuando la conocimos el  día de  la  cena, teníamos una expectativa tan  alta  de sus  atributos que nos decepcionamos un poco al  verla  llegar  con  él  del  brazo:  en definitiva,  era una mujer guapa pero sin aspavientos, no obstante,  al poco tiempo de saludarnos nos  tejió con  su  charla amena  y  franca  un  manto con el que todos nos arropamos; hasta la madre de mis amigos,  que nunca opinaba de las compañeras de sus hijo, dijo en medio de la cena cuando la acompañé por el postre Qué muchacha tan agradable parece limpia de espíritu, como franca en todo lo que hace y dice, y lo era, pero,  por más claridad que alguien despida todos tenemos un pasado lleno de oscuridades que  siempre  enturbian  el  diáfano y  luminoso  presente, y esa nebulosa en la vida de Simona estaba relacionada directamente con sus padres y su novio, un tipo mayor, casi de la misma edad que su padre, amigo y contertulio de este, que no bien hubo conseguido plata de la noche a la mañana, y de forma harto sospechosa, se encaprichó con la hija mayor de su amigo en una visita a su casa para llevarles una nevera y un mercado, cuando Simona contaba apenas con trece años recién cumplidos.

La empezó a asediar con regalos que ella ni comprendía siquiera- una vez le regaló un gallo de pelea que según él  era campeón de las   galleras  más  virulentas y exitosas del país, y ni ella ni sus padres supieron qué hacer con ese  animal y terminaron regalándoselo a una señora que él mismo mandaba por  días  para  ayudar  en  los  quehaceres  de  su  casa y  que  tenía  un  corral  de  gallinas a donde fue  a  parar  el  campeón, después de llenar de rila el pequeño apartamento de la muchacha- , y gracias  a  su  apoyo,   el  padre pudo levantar un almacén de venta de ropa en el centro que al poco tiempo y   por  el  patrocinio  de   Sigifredo, como se llamaba su amigo, se volvió un negocio próspero que  les daba con que vivir holgadamente, pero los  ataba  al   favorecedor. Para la fiesta de quince de la niña prácticamente los obligó a celebrarla en su finca de Llanogrande  e  hizo que la  quinceañera desfilara en medio de la reunión montada en un caballo blanco, que adornó con farales nacarados que continuaban su cola y   tapaban sus  patas para  dar  la  sensación de vuelo. Mientras ella forzada por sus padres tuvo que llevar un vestido inmaculado y volantozo, que la hacía ver más parecida a una novia en el día de su boda que a una señorita recién salida de  la   niñez.

La fiesta fue fastuosa y machacona, con mariachis, bebidas y comidas típicas y empalagosas, al final Sigifredo  remató  el  jolgorio entregándole a su padre la llave de un apartamento en un barrio de ricos, que le había puesto a nombre  de   la  hija  y  al  cual  se  mudaron  a la semana. No bien habían desempacado apareció Sigifredo diciéndole a la chica que le tenía reservado cupo en una agencia de modelos donde  le  iban  a  pulir  la  belleza natural que tenía y además le enseñarían algunas cosas propias de la profesión; sus padres estaban tan deslumbrados por los regalos  y  las invitaciones que  apenas pudieron mover la cabeza en señal de aprobación y la conminaron a agradecerle  por  la  oportunidad, así fue como Simona llegó a su profesión siguiendo los designios que  Sigifredo  trazó  y  sus  padres  aceptaron  de  buena  gana. Los tres  años  que  la  separaban  de  la  mayoría  de  edad  los vivió entre desfiles de modas, la mayoría patrocinados u organizados directamente  por  Sigifredo, y  algunos  viajes,  unos relacionados con su ocupación y otros, como acompañante del  hombre  al  que todo el mundo en la familia y en los círculos de conocidos llamaban su  novio, aunque el tipo nunca la había tocado y su relación se basaba en muchos regalos y  en  disposiciones de él que ella cumplía obediente, más que nada porque el hombre se valía siempre  de  sus  padres para que  la  presionaran  a  aceptar, pero que cuando estaban solos al tipo le costaba encontrar palabras para   hablarle  y  se  embrollaba  en  tartamudeos   y  desaciertos  cuando  quería  galantearla. Ella terminó aceptando que era su novio, aunque no supiera qué significaba  eso  exactamente,  y lo decía como todo el mundo de manera nominal, pero al cumplir los dieciocho algo cambió  para  todos: ella  que  siempre  había  sido  dócil  y  sumisa impuso su voluntad de estudiar en la universidad  pública la carrera que quería, contrariando a sus padres y a su  benefactor, que le insistían que estudiara algo con más proyección y en una universidad privada, acorde con la forma de vida adoptada gracias  a  su  patrocinio, pero de nada valieron esos argumentos. Su férrea determinación la condujo a  la  de  Antioquia y de mayor rebote en los brazos de John Wilson. Para Sigifredo la mayoría de edad  de  la muchacha derribaba  las  barreras que se había autoimpuesto y empezó a cortejarla en serio, tratándola con más confianza y familiaridad. En esta sociedad las  mujeres han sido vistas desde siempre como una posesión, tratadas como objetos, subestimadas como entidades de uso y a veces de intercambio, manoseadas, agredidas, burladas, ridiculizadas y despreciadas, conformando una amalgama de maltratos y un despropósito que para cualquier otro grupo serían inaceptables, pero que en este caso no solo se aceptan por lo bajo en las instituciones familiares, gubernamentales y  religiosas, sino que para colmo se normaliza esta barbaridad llamándola tradición, costumbre, cultura, o se convalida llamándola derecho.

Sigifredo llevaba casi cinco años esperando e invirtiendo en ella y en su familia, y creía ganado el derecho a percibir ganancia, por lo que se inventó un viaje  a  San Andrés para  ellos  solos. De este viaje  le  quedó  a  Simona  la  pérdida  de   la   virginidad en una noche turbia, y la transformación del agradecimiento y algo de cariño que le tenía a Sigifredo en un sentimiento de temor venido de la  manera en que empezó a tratarla apenas concluido el  coito  inicial  con  que  él sintió abonada en  parte  su  inversión. El  acto en     fue  torpe y  más  molesto que gozoso para ambos pero de maneras distintas; para ella,  que venía instruida  por  su  madre – una mujer interesada y ambiciosa que vio en su yerno  la posibilidad del ascenso social que su esposo a  quien trataba de pusilánime y  resignado, le había negado--, representó la visión desnuda de la realidad  en la que se había sumergido desde que su familia y ella aceptaron las  dádivas del hombre, entonces, sentirlo cerca, respirar su aliento, acariciar su cuerpo y entregar el  suyo  fue  un  sofoco que fue mutando en aversión hasta  transformarse  gradualmente   en  aborrecimiento  y  fue bullendo en su interior tal repugnancia que estuvo a punto de vomitar, y para repeler ese impulso tuvo que permanecer quieta y  pensar que todo era un mal sueño hasta que el hombre fragoso y repulsivo se desmadejó a su lado, pesado y asqueroso, y ella, mientras se asfixiaba con los vapores mezclados de ambos, deseó por  vez  primera  en  su  vida  la  muerte, la  de  él  o  la  suya, no importaba, tan solo quería que todo se borrara de golpe, que al abrir los ojos despertara en su casa sola;  para él, acostumbrado a tratar mujeres fáciles y con experiencia, la vivencia resultó espinosa, pues desconocía por completo lo que era desflorar a una señorita  y  se había figurado su cuerpo como algo inmaculado pero diestro en  el  sexo, anhelaba la imposible mixtura de un ser virginal con la experticia  de una prostituta bragada, empero Simona, a pesar de conocer lo que cualquier muchacha de su edad sabe sobre el sexo, y de vivir en un entorno en que esta práctica era moneda corriente, era rematadamente virgen, nunca había tenido siquiera cercanía a una experiencia sexual y llegó a su primera relación con un montón de imágenes atropelladas vacilando en su cabeza que, sumadas a lo que iba contemplando en el desarrollo de  la  misma, la tornaron en una mujer indócil, acoquinada, inexpresiva y sufriente que no expresaba el más mínimo interés en lo que sucedía, antes bien, parecía despreciar todos los intentos del hombre por llevar a buen puerto lo que estaban viviendo, y las caricias sin encontrar asidero se fueron haciendo brusquedades y lo que debía ser reguero fue desierto, y lo que debía ser comunión fue desolado paisaje, hasta que del acto solo quedó un despliegue de fuerzas malhechas y torpes y la desazón de ambos por el otro. No volvieron a tener  contacto  en el viaje y de vuelta a la ciudad su relación se transformó en una extensión del tórrido episodio, y en ambos crecían los sentimientos despertados esa noche; él se volvió dominante, pesado  y  grosero, y ante el más minúsculo estímulo la trataba mal y cada vez la requería más como acompañante en sus reuniones sociales, aunque no volvió a tocarla y evitó quedarse a solas con ella. La tenía como un adorno que le gustaba mostrar pero que después de usado le estorbaba, sin embargo, esto no impidió que se volviera impulsivo y celoso, no porque en verdad le importara la muchacha, que para él no fue más que un mal polvo carente de  sentido  e  interés, sino por lo que dijera la gente, ya que todo el mundo sabía que era su novia, y por más tiesa y recatada que le pareciera, no iba a permitir que anduviera con otros o que levantara cualquier sospecha que lo hiciera quedar como un cornudo y un gevón. Había terminado así preso en un hermoso castillo que él mismo levantó pero que le parecía solitario y aburrido. Antes del viaje utilizaba  a sus padres para comunicar cualquiera de sus eventualidades; pero ahora lo hacía en persona y de mala manera: le dirigía el horario y le decía cómo vestirse, qué comer y hasta cuanto tiempo  debía dormir, y ella obedecía porque le temía, y aunque tarde, había entendido que Sigifredo más que su novio era su dueño, pues al aceptar sus dádivas y regalos ella y sus padres no habían hecho otra cosa que poner precio a un destino que no le pertenecía más, salvo en el  ínfimo  reducto de su vida que representaba la universidad, en donde lejos de la nefasta influencia de sus padres y  del  horror que le suscitaba el  novio podía ser ella y recabar algo de la rebeldía natural que tenía mutilada. A pesar de que muchas veces tuvo que  faltar a  clases  para  fungir  de  satélite  de  Sigifredo en sus eventos sociales, logró  mantener a flote  la  carrera, como único resquicio de confianza  y  libertad en medio de  la  incertidumbre  que  era  su  vida. En el campus era ella, las clases le encantaban, los profesores y los compañeros eran personas alejadas de su mundo, gente con la que le gustaba estar y conversar, con la que lograba proyectar un clima de seguridad y esperanza que nada tenía que ver con el resto de su vida, y a esa, a la chica luminosa y rebelde de la universidad, fue a  quien  conoció  y  de  quien  se   enamoró  John Wilson. Ella vio en él  a  un muchacho sencillo, algo indolente y apático, pero noble y guapo hasta decir basta. Al principio solo fue un interlocutor interesante que proponía  temas  graciosos  y  frívolos que fluían sin afán y divertían, todo lo contrario al monólogo inclemente y la obediencia debida  de  su  trato  con    Sigifredo,  pero a  medida que pasaban tiempo juntos y se  adentraba en la vida del Mono fue surgiendo  el  amor  y  ella  lo  dejó ser; por no haber conocido antes  ese sentimiento no supo cómo detenerlo y tampoco quiso hacerlo, le hacía bien, la reivindicaba consigo misma, la hacía sonreír  frente  al espejo y le daba los mejores momentos de paz con solo traer su imagen a  la memoria. A pesar de haber tenido novio desde los trece años nunca había querido a  un hombre, y algo similar le ocurrió a él, había tenido muchas mujeres pero nunca un amor, por eso su encuentro fundó en ambos el afecto auténtico y la pasión de doble vía  que legitima el verdadero amor; después de estar juntos supieron que nunca más necesitarían a nadie. La primera tarde después de la llenura amorosa, se  quedaron  dormidos soldados en un abrazo que quería trasmitir que los puntos suspensivos en sus ayeres habían llegado a su punto final. Pero al  despertar volvieron al  dictado  de  la  realidad y ella se hizo punto aparte, se despertó del abrazo y se levantó afanada sacudiéndose con pesadumbre los últimos restos del amor, y mirando fijo a los ojos del  Mono le dijo: Me tengo que ir, mis papás deben estar como locos porque no he llegado, él le dijo restregándose los ojos ¿Tu papá o tu novio?  A ella la pregunta la oscureció por dentro y con tristeza en  la  mirada le respondió Los dos, y se puso a llorar sentada, medio desnuda en el borde de la cama, John Wilson la abrazó y le dijo sereno  Mona, mi  amor, tranquila eso lo solucionamos, hay que hablar con el  man y decirle que encontraste a alguien, que esas cosas pasan y que tienen que terminar, ella, correspondiendo el abrazo, le dijo Vos no entendés nada, después de un corto silencio le contó entre sollozos toda su historia, le dijo quién era su novio y cómo estaba  amarrada a él  por  lazos  imposibles que trascendían la propia voluntad, al final los dos guardaron silencio, no  había  palabras para desenredar  la  abigarrada  incertidumbre que bullía en sus infiernos interiores: el  de  él  compuesto de celos, indignación  y  rabia, el de ella, de tristeza, temor  y  amor.  Se apartaron dejando en el otro la insuficiencia necesaria para que ninguno pudiera dormir, se pensaban con tanto dolor y angustia que no pudieron resistir más de un día de ausencia,  y  al  volverse  a  ver,  ambos traían el corazón de la intemperie de una noche de lluvias íntimas, y después de comerse a besos,  los dos estaban resueltos a estar juntos al coste que fuera; lo que no sabían es que ese coste estaba tasado por el destino y su cobro involucraba un monto que no iban a  alcanzar  a  pagar en el resto de sus vidas.  Simona  le  dijo  que  iba a  hacer lo que fuera necesario para  recuperar  su  libertad, hablaría con sus padres y  con  Sigifredo, le devolvería o le pagaría lo que fuera, los convencería  de  que ya era hora,  de  darle  fin a  ese  enredo, cosa que dijo pensando con el deseo, concibiendo que la historia que estaba construyendo con John Wilson era posible y válida; eso que estaba sintiendo le daba los arrestos para  enfrentar a  su  familia  y  a  su  novio. Él le dijo que enderezaran todo juntos  y  por  primera vez le dijo a una mujer que la amaba, pero ella contestó que debía hacerlo sola. Se despidieron calmando angustias, ella se  fue  a   su  casa, reunió a  sus  padres  y  cuando les iba  a  decir que había conocido a alguien y que tenía que terminar su relación con Sigifredo sintió una punzada aguda  en  el  pecho  y  le  faltó  el  aire. La madre la observó extrañada  y  el  padre  se  apresuró   a   ayudarla, ella  se  sentó, y   sin   poderse contener  se   deshizo  en  llanto, los padres expectantes la atropellaron a  preguntas por  su  estado, que ella no lograba hilvanar atacada en lágrimas, hasta pasado un momento, cuando su madre soltó una pregunta abrupta y cortó la escena:  Simo  ¿ Vos  estás  embarazada? Ella reaccionó y aplacando el sollozo le contestó ¿Cómo se te ocurre,  mamá?  Qué  embarazada  voy  a  estar, lo que estoy es enamorada. La madre hizo un mohín de vacilación sin comprender muy  bien lo que escuchaba y ella continuó Es un muchacho de  la  Universidad, se llama  John Wilson  y nos amamos, la madre mirando al padre con rigor dijo  Qué tontería  es  esa, si vos tenés  novio, y ella volviendo a llorar pasito le dijo Ese señor no es mi novio, yo no lo quiero, me he mantenido con él por ustedes y porque le tengo miedo, la mamá, tomándose la cabeza dijo  Qué  vas  a   saber  vos  del  amor, y mirando al papá,  lo retó diciéndole Abelardo, decile algo vos, esta muchacha nos  va  a  desgraciar  la vida, el padre incómodo no sabía qué decir y la mamá continuó  Vos no podés dejar a Sigifredo por un capricho, Simona le replicó con fuerza creciente No es un capricho, nos amamos  Y, ¿ por qué no puedo dejar a ese viejo maldito  a  ver? El papá dijo bajito, como hablándose a sí  mismo, Porque nos condenás  a todos, la muchacha escuchó las palabras de su padre y fueron suficientes para que sintiera un reflujo de ira que le subía desde el estómago y se le instalaba en la frente para filtrarse por su boca, cuando le contestó casi gritando Se condenaron ustedes, viejos hijueputas, dizque papás, ustedes lo que son es vendedores, y los dejó trepidando angustias, incertidumbres, vacilaciones  y  odios para encerrarse en su habitación de donde no volvió a salir en toda la noche. Al  siguiente día fue  hasta  la oficina de su novio  y  lo encontró sonriente  hablando con sus ayudantes, al verla parada en la puerta la miró con desprecio, gesto que corrigió de inmediato diciéndole  a  sus acompañantes que vaciaran el  lugar. Ella   entró  y  se  sentó,   y  al  verlo notó en su  mirada  algo  extraño,  un gesto que no le había  visto en tantos años de conocerlo, una mezcla de  soberbia  y  de  perversidad que armonizaba con una sonrisa afilada y que dejaba entrever unos dientes como uñas, una sonrisa rara, cortante, que mantuvo intacta durante la charla que tuvieron. Ella  palideció  y  temblaba mientras encontraba la manera de suavizar  las  palabras que quería trasmitirle, él la miró acechándola y torciendo  la  boca en una sonrisa fingida, la llamó mi amor por primera vez en la vida, y le preguntó con suavidad  irreal ¿ Qué  querés  decirme?, ella venciendo el nudo que se le había instalado en la garganta, sacando las  palabras lijadas,  con  un  hilo  de  voz  le contestó Es que tengo que decirle algo importante, él alargando la agonía le ripostó, mientras se acomodaba  en  una  silla, Dígame  no  más,  y  ella  suspirando le dijo Yo quiero que me deje ir, no quiero seguir con usted porque conocí a alguien. Él la miró por fin limpio de simulaciones, feroz, como si alguien adentro de su rostro hubiera apagado una lámpara y solo  quedara  el candil de sus ojos con filos de silicio que brillaban más por contraste ante tanta oscuridad, mientras le decía, enfatizando las sílabas  Eso no va a  ser posible,  mi  amor.

Lo que ella no sabía ni podía  siquiera  imaginar, era que el hombre que tenía enfrente sabía todo de ella, desde que entró a la Universidad la había hecho seguir por uno de sus hombres y supo antes que ella del muchacho hermoso que la miraba con ojos ávidos y estuvo al corriente cuando ella empezó a verlo. Después del viaje pensó en dejarla en libertad, pero cambió de parecer al verlo en vivo un día en que lo esperó afuera de la Universidad; la contemplación de la estampa del hombre con quien creía competir lo llenó de rabia y nulidad, se sintió agredido por la belleza ajena, como si no tenerla fuera una ofensa. Entre más  lo examinaba más crecía el resentimiento, desde que lo vio pensó cada día en matarlo, pero se contuvo sin saber por qué,  había algo en ese muchacho radiante que le impedía agredirlo, pero lo obligaba a odiarlo en igual proporción.  Muchas veces fue hasta su casa con la firme intención de acabar con él, pero al último instante desistía y se iba furioso consigo mismo, sintiéndose en deuda con algo que no podía definir, y solo conseguía calmarse siendo un déspota con Simona, como si tiranizándola pudiera trastornarlo a él, disminuirlo, afearlo, hacerle algo que le permitiera respirar sin sentirse inferior.  Al no conseguirlo se aferraba a  la  idea de que él la tenía y el otro no; intentó superar a su competidor con el dinero, con el poder, con la obediencia, pero a cada propiedad le encontraba insuficiencias: el dinero podría conseguirlo el otro algún día y por lo que veía no lo necesitaba, y por lo que conocía de John Wilson deducía que el poder no lo necesitaba y menos la obediencia, en cambio tenía juventud y belleza, dos cosas que no se  podían  comprar  y  que  solo  el   tiempo podía corromper, como le había pasado a él. Muchas veces se debatió entre dejarlos libres o matarlos, finalmente la muerte acortaría el trabajo del tiempo, pero se sentía indigno de apelar a eso por no ser capaz de equiparar al otro, y mientras tanto seguía pensando en ellos día  y  noche y, sin hallar mejor forma de significarse, se apegaba a su codicia como un avaro a un costalado de plata. Aunque no la quisiera, ni    ella   a   él, tenerla era mejor que dejarla, y eso le daba un margen  aparente  de   ventaja, así no le importara el amor de ella, ni  siquiera la transacción con que la había conseguido, solo quería ganar una apuesta de una sola vía que su oponente desconocía y en la que su único as era retenerla y con esa carta enfrentar el  full  house  de  su contrincante. Hasta que su amigo, el padre de Simona, lo llamó para contarle la charla que había tenido con  su  hija  y  prevenirlo  de  su  decisión de abandonarlo. Apenas colgó,  un manto negro se  le  instaló  en  el  cerebro y no pudo pensar sino en destruir a  su oponente, llamó a  sus hombres y les dio la orden tanto tiempo dilatada y que  todos estaban esperando Vayan y maten a ese hijueputa, los hombres salieron y  él  se  quedó  pensando Que va ni que hijueputas, al final la casa gana, la casa siempre gana, se te acabó el reinado mariconcito bonito. Y encendió un cigarrillo que solo fumaba cuando las cosas  le  salían bien en los negocios, se lo fumó despacio contemplando abstraído como las volutas de humo se difuminaban en el espacio, sintiendo la calma del fullero cobarde que sabe que venció con trampa, se  golpeó  las  sienes con ambas manos como sacudiéndose los pensamientos increpantes que reverberaban en su cabeza  y que le hablaban de flaqueza  y  pavura. Se levantó y  sirvió un guaro doble que se tomó de un tirón mientras decía en voz alta  A  la mierda esta maricada, lo que fue, fue, la belleza mata, encendió otro cigarro que fumó dando vueltas en su oficina, hasta que sintió llegar el carro de sus mandaderos y salió a recibirlos. Lo que Simona vio al llegar fue la rendición de cuentas que le daban sus hombres y que le afiló su sonrisa que ella no supo descifrar hasta que, después de su plática ella hizo, él  hizo un gesto y tres de los muchachos que habían salido hacía un momento entraron por ella para conducirla a una de sus fincas mientras él  le repetía con ironía No mamita lo que usted dice no es posible y menos ahora que su noviecito se murió, y volvió a poner la razia en su sonrisa que ella entre gritos de dolor supo descifrar como la imagen del cinismo.

Lo que ninguno de los dos supo nunca fue que  a  quien  alcanzaron las balas mortales  no fue  a  John Wilson sino a   su  hermano  menor, Giovany, que ese día  y  finalmente gracias  al  empuje que todos los Sanos le hicimos, había aceptado salir con una compañera del colegio que botaba la baba por él. Hacia la casa de ella se dirigía ataviado con una chaqueta Epifanio que le había pedido prestada a su hermano mayor, cuando se encontró en la esquina contigua a su casa con el convoy asesino, que, confundiéndolo, disparó a la cabeza sin percatarse, por  el  afán  con que el matador efectúa su actuar, cómo se apagaban sus ojos verdes como esmeraldas. Al velorio que realizaron en el coliseo del colegio, después de que todos los compañeros convenciéramos al rector, solo asistió su madre. Su hermano,  al  deducir  su  culpabilidad cuando no  encontró  a  su  novia, fue obligado por su novia a abandonar el  país. En la ceremonia le entregaron los grados póstumos de bachiller a Giovany, ya que solo nos faltaba un mes y medio para salir de once, mientras que su hermano deshecho de dolor se paró frente a  la puerta de vidrio del aeropuerto y contempló cómo se había hecho feo de golpe. Esa muerte reconfirmó una vez más que la muerte es la negación absoluta de la belleza, y  que la belleza en una sociedad  tan  fea  es  una  maldición.

 

 

 

 

 


martes, 25 de febrero de 2025

viernes, 21 de febrero de 2025

Fotos del club de lectura círculo ateneo sesión del viernes 21 de febrero de 2025








 

Lectura del capítulo 12 Los Monos de la novela Aranjuez de Gilmer Mesa. Viernes 21 de enero de 2025

 

12. Los  Monos

 

Hay  personas  a  quienes  el  destino  trata  bien  de  entrada; vienen ganados desde el vamos, traen algo así como una buena estrella genética, que no responde a la lógica, sino más bien a un azar lustroso que consiguió cruzar en el camino a dos especímenes corrientes y opacos, como la mayoría de la población, pero otorgó al producto de este empalme, a los hijos, lo más potente y sobresaliente de cada uno, convirtiéndolos a estos en  ejemplares notables  e  insólitos dentro de la menesterosa fisionomía general en un país de gente genérica y estándar. En una sociedad donde abunda la asimetría y  la  tosquedad, los Monos destacaban con facciones pulidas y armónicas, sus cabellos y sus dientes eran rubios  y  los ojos claros como agua de borrascas, ponderando el ideal estético europeo que ha  imperado en Occidente como epítome de belleza, solo que los ojos de John Wilson, el mayor, eran azules como el zafiro crudo, y los de Giovany, el menor, verdes como esmeraldas. Se llevaban apenas un año de diferencia y eran altos como dos cariátides en medio de una comunidad de bolardos y para nosotros siempre fueron raros esos muchachos dorados; eran como dos pececillos de oro  en el arrecife brumoso que es un barrio popular, un triunfo de la genética en un mundo de derrotas biológicas. Resaltaban con su belleza limpia, lo que, además de extrañar, molesta a quienes no la tienen; es como un juguete caro con el agravante de que no se puede comprar y además es perenne en  la  juventud. Nosotros los veíamos con  una mezcla de admiración y rencor, por eso nunca los sonsacamos para el combo, porque tácitamente sabíamos que tenerlos cerca era opacarnos, de manera que desde niños se hicieron inseparables como dos islas contiguas que a falta de compañía se van juntando hasta hacerse casi una sola, y así crecieron alejados del resto pero fundidos entre ellos, pese a  sus  diferencias,  que  eran  muchas, y de las que supe cuando, por cuestiones académicas, terminé siendo amigo de Giovany y los conocí en su intimidad. Mientras que John Wilson era vivaz y entrador con todo el mundo y en especial con las mujeres, su hermano era incapaz de modular palabra en su presencia, tenía una timidez rayana en lo patológico que le impedía hacer amigos y sobre todo amigas. Cuando las mujeres lo buscaban o se le insinuaban, él se apocaba y huía; tenía belleza pero carecía de encanto, que es de alguna manera la revancha de los feos y lo único que equilibra un poco el universo seductor de la adolescencia; un feo encantador incrementa las posibilidades y en ocasiones arrasa contra un bonito lerdo, que no era el caso de Giovany, porque  no  era  torpe sino  más  bien miedoso; en tanto su hermano era, además de atractivo, un feroz conquistador, porque tenía encanto  y  buena parla, gracia y simpatía: era lo que en lenguaje popular se dice un bombón con el paquete completo, además sabía usarlo;  desde muy joven supo que su belleza era un instrumento, que con ella podía conseguir muchas cosas y abrir muchas puertas, desde  el  favor de  las  mujeres al  que se hizo adicto, hasta preferencias sociales. En los momentos cruciales sabía utilizar su gracia, ponía la sonrisa perfecta en el  instante  indicado y como por ensalmo se le daba el sí. La belleza trae consigo poder, un poder no pedido ni merecido, que no responde al esfuerzo ni  a  la  maquinación, pero poder al  fin  y  al  cabo, y como tal trae compromisos y, estos, aunque tampoco fueron pedidos, hay que cumplirlos porque el poder es implacable con  el  anarquista  y  el  desobediente, y siempre cobra los dones conferidos.

Apenas siendo un adolescente John Wilson supo de su inusitado magnetismo con el sexo contrario cuando, sin mediar palabra, una vecina amiga de su mamá. Se le abalanzó encima y le arrancó a tarascazos  la ropa  y  con  ella  su   virginidad. El muchacho después del  susto  inicial  se  dejó conducir por  la    voraz  mujer  y  al  cabo de  un  par  minutos quedó exhausto  y  vaciado, mientras su asaltante gemía  en  mitad de  un espasmo inconcluso, pero a pesar de lo furtivo del encuentro, y  de que el  acto le produjo más dudas que satisfacción, logró despertar en él una sed de placer que crecía día con día; a  la  vecina  la  siguieron  las compañeras  del  colegio,  las muchachas del vecindario y una profesora que no pudo resistir la tentación de ese muchacho glorioso, que después de una clase inventó una excusa cualquiera para hacerse invitar a su casa y se volvieron amantes al instante, así empezó un trepidante recorrido por las camas más pretendidas del barrio y sus alrededores y con esto creció la ojeriza que nosotros le teníamos y que por extensión e injustamente cobijaba  a  su  hermano, quien  no  solo  era  tímido  sino  muy   buena  persona, como pude comprobarlo el  día en que por no asistir  a clase  quedé emparejado con  él  en  una  exposición en la que los presentes no quisieron acompañarlo y  por  la  que  tuve  que  ir  a  su  casa  a  prepararla el  fin  de  semana. Ahí  supe  que  su  padre  estaba  en  otro  país  y  que  no  lo  conocían  y que su madre  los  había  criado  sola, que  su  hermano era su mejor amigo y a quien más quería en el mundo e intentaba imitarlo en todo, lográndolo  apenas  parcialmente. Mientras a todos los muchachos del  barrio  nos  interesaba el fútbol, ellos habían optado por el básquetbol, siguiendo la inicua ecuación que dice  que todo aquel que sea alto es por decreto apto para este deporte; gracias a  su  hermano  lo  practicaba  y  les  iba  bien,  además quería estudiar Administración como él. Me confesó también que no era capaz de emularlo en las conquistas porque no se le daba bien vincularse con las mujeres, y como yo padecía  la misma afección, pero en mi caso no por timidez sino por haber sido mirado con rabia por la belleza, nos entendimos de entrada y después de esa primera  reunión  nuestros  caminos  se  juntaron  y  nos  hicimos  amigos. Por él empecé a jugar su deporte y  llegué a tener un nivel aceptable, y desde ese día en el colegio y en la calle empezamos a compartir el tiempo que su hermano le negaba por andar de conquista en conquista, y así en pocos días estaba yo yendo a sus partidos, haciendo barras con él en el parque  en los tiempos libres  que nos  dejaba  el  colegio  y  sus   entrenamientos, y  de  a  poco  lo fui vinculando con los sanos, quienes al principio no podían ocultar su  recelo  y  su  envidia, pues mientras nuestras pieles mostraban los trazos infames del acné, la  de  él  rebosaba  tersura, y hasta las  cicatrices,  que en nosotros eran remiendos mal  cosidos que recordaban al observador la enfermedad o el daño que las produjeron, en él, que solo tenía una que le atravesaba la ceja izquierda, incrementaba su guapura y enmarcaba su mirada verde con un bisel pícaro y artero. Los feos, por ser mayoría, aprendemos a tolerarnos e incluso llegamos a encontrar lindezas en medio de la fealdad o las inventamos para podernos soportar y persistimos tanto en aceptarnos que al final nos gustamos y por eso la belleza gratuita nos incomoda, y nos fastidia su presencia porque delata nuestras miserias. Giovany tuvo que resistir afrentas y desprecios para ser admitido en el combo, pero estaba tan contento de permanecer a algo distinto a los gustos de su hermano que con estoicismo y paciencia se convirtió en uno de los Sanos, con igualdad de derechos y deberes, mientras que John Wilson, cada vez más absorbido por su vida seductiva y mujeriega, fue abandonando a su hermano, y solo se veían en los entrenamientos y en su casa, eso sí, se seguían adorando con  contundencia, solo que estaban atravesando una edad difícil en donde las distancias se abisman por incompatibilidades nimias, las sensibilidades se agudizan y las aficiones vinculan o aleja, y en ellos, salvo el deporte, los gustos eran diferentes y en ocasiones hasta antagónicos. John Wilson había empezado a relajar la disciplina en los entrenamientos mientras Giovany, justo lo contrario, había  encontrado que la dedicación era lo único que  le  permitía desarrollarse  y  sobresalir  en  el  equipo, iban en barcos distintos al acercarse a  la  orilla  final de  la  adolescencia. Pese a esto,  juntos  llegaron a la liga semiprofesional de básquet de la ciudad, pero les tocó disputar el torneo en equipos diferentes, que más temprano que tarde tuvieron  que  enfrentarse. Yo estaba en  la  tribuna  del  coliseo  el  día  en  que  esto  sucedió, pues Giovany era  mi  amigo y  yo  su  fanático  más  consistente, no solo porque disfrutaba verlo  jugar sino porque tenía mucho tiempo libre y los Sanos ya empezaban a trabajar o hacían sus vidas cada cual  por  su  lado, unos con novia, otros en la universidad y otros dejaron de ser Sanos  y se tiraron al otro lado, de manera que, ahí estaba observando un partido que en el segundo cuarto estaba parejo y en el que los Monos estaban haciendo un buen papel, cada uno en su equipo, cuando de pronto un compañero de John Wilson en un salto voleó  los codos con mala intención y le zampó tremendo  golpe  a   Giovany  en  la   cara   dejándolo sin sentido por  unos   segundos.  El  partido se  detuvo hasta  que  él  recuperó  el  conocimiento  y  apenas  abrió los  ojos pudo contemplar cómo en  medio  del  barullo  que  se  había  formado  a   su   alrededor su hermano se levantó al verlo repuesto y, sin  que  el  agresor  lo  sospechara  por  ser  su  compañero, le metió una puñiza histórica que nadie se esperaba y de la que solo pudo zafarse porque todo  el  equipo con el entrenador a bordo se le abalanzaron a John Wilson para quitárselo de encima antes de que lo acabara a golpes. Desde ese día el mayor de los Monos abandonó para siempre el deporte de la cesta.

Ya  desvinculado  de  la  rutina  y  la  práctica  diaria  de  ejercicio y con tiempo y energía de sobra se aplicó con denuedo y bastante éxito a la coquetería y los asaltos amorosos.

Nunca conocí a nadie con tantas mujeres prendadas, y como empecé a pasar tiempo en su casa me tocó ser testigo de las largas horas que pasaba    al  teléfono atendiendo una tras otra las llamadas de sus pretendientes, parecía la secretaría de una empresa en quiebra, su hermano y yo nos burlábamos  y  él  nos  hacía  gestos  con  el  dedo  desde el teléfono para luego decirnos que si conociéramos a las chicas con que se  estaba metiendo se nos acabaría la risa, porque eran según él unas mamacitas. Al caer el día salía de visita donde una distinta y muchas noches mientras él estaba en casa de alguna, en la puerta de la suya se daban cita dos o tres preguntando por él, y los fines de semana se hacía negar al teléfono y en vivo porque no daba abasto con la cantidad de muchachas requiriendo su presencia: era un conquistador nato pero descuidado, porque no sabía mantener el interés mucho tiempo, se cansaba rápido de las atenciones de una chica y sin mediar palabra la abandonaba  y  punto, lo que transformaba a la desatendida en una alma en pena para siempre en su procura, entonces lo llamaban insistentemente, lo buscaban, le mandaban  recados con su hermano o conmigo, e incluso en el máximo del desespero acudían ante su madre, quien con suavidad pero implacable, las despachaba argumentando que en los enredos de sus hijos ella no se metía, que si él no quería nada con ellas,  era  únicamente su  problema. Nosotros dos las veíamos irse cabizbajas y desilusionadas calle abajo, con una pena tan grande que se les arrastraba detrás como  si  llevaran colgada una cola de novia abandonada en el altar.  Lo más increíble es  que a todas las que vimos desfilar eran mujeres despampanantes, hermosas hasta la molestia, jóvenes y amables que  cualquiera de nosotros hubiéramos querido querer o que al menos nos pararan alguito de bolas, pero a John Wilson no lograba conmoverlo ni su belleza ni mucho menos su dolor, porque una vez que había perdido  el   interés no había forma de  que  lo  recuperara. No lo hacía de mala gente ni porque quisiera dañar, sino porque como todo gran conquistador una vez ha tomado posesión de lo deseado y lo siente propio pierde rendimiento, porque en  el  fondo la aventura está en la conquista, no en lo conquistado, el vértigo lo da la búsqueda, es el camino lo que aporta, no su llegada, y por eso creo que cuando alguien es consciente del poder que tiene sobre los demás se vuelve un aspirador impenitente; siempre quiere algo más de lo que tiene, nunca le es suficiente lo poseído y va por más, pero lo extravagante es que ese más es difuso, pues no está definido en cláusulas racionales, ni en fundamentos estáticos y alcanzables, con lo que al  lograr un fin se difumina de nuevo el propósito y tiene que volver a  empezar  la pesquisa de lo ignoto, cada nuevo avance es un bucle de incertidumbre que a la larga solo conduce a una incesante desestabilidad y un irremediable desencanto y vacío. Eso era precisamente lo que empezaba a  manifestar John Wilson, un desaliento gradual por todo lo concerniente a su apostura; creo que en el fondo él sabía que su belleza era solo una cubierta llamativa y empezó a tratar de ensuciarla, se dejó crecer el pelo y la incipiente barba, relajó su vestimenta y comenzó a fumar, pero hay personas que nacieron para bonitas sin enmienda y todos sus esfuerzos por afearse redundaban contrariando su deseo en mayor gracia; su nueva pinta lo dotó de un donaire distinto pero igual de atractivo o más, porque sumó a su físico pulido un rasgo de rudeza que le quedaba muy bien al decir de las observadoras. No había remedio, como John Wilson se quisiera mostrar era  bello en serio, y en esta sociedad se admira lo bello por  escaso, intentando una especie de sinécdoque del deseo, en la que la parte sea el todo y cobije con su belleza lo que toque y a quienes toque, así que sin otra salida aceptó su designio y se repartió entre cuantas mujeres pudo. Su hermano y yo lo envidiábamos mientras lo ayudábamos en lo que podíamos: lo negábamos al teléfono, inventábamos enfermedades, sosteníamos mentiras o íbamos por él donde alguna novia con un   falso  recado de la mamá cuando necesitaba ausentarse para asistir a otro encuentro. Sin embargo, y a pesar de que para nosotros era casi un superhéroe, el cansancio de tanto trajín le iba agriando el humor y se mantenía azorado y malgeniado. Nosotros no podíamos entenderlo, y menos en ese momento porque era como quejarse de llenura, pero una insaciable demanda es la cuota de superficialidad que la vanidad cobra por haberte arropado.

Apenas salió del colegio, ingresó de inmediato a la Universidad de Antioquia a estudiar Administración de Empresas y no fue sino pisar las aulas para extender sus dominios seductores. En el primer semestre conquistó a dos compañeras de carrera y a otras seis de otras facultades, más una secretaria; todas fueron mujeres de ocasión no por deseo expreso de ellas que hubieran querido amarrarse a él, sino porque estaba visto que él no era un hombre de una sola relación y menos después de comprobar el poder de su belleza, también en canchas forasteras. Cuando entendió que su atractivo no estaba delimitado por las fronteras del barrio, sino que en todo lugar  revolcaba con su presencia, se convirtió en un galán obsequioso pero exiguo, no se daba más de una vez y solo a las mujeres que él considerara interesantes porque tuvieran  algo que hubiera tenido antes, un color de ojos extraordinario, una piel más oscura o más clara, una profesión sugestiva, una nacionalidad diferente o un rasgo distintivo, cualquiera que las separara del ordinario redil asequible. Sin decirlo y  sin  ostentarlo se había vuelto un coleccionista de mujeres, y como en cualquier compilación que se precie siempre habrá una pieza que haga falta, que es casi imposible de conseguir y que por su escasez  conseguirla se vuelve el motivo principal de la colección; esta pieza en el repelente muestrario de John Wilson fue Simona, la modelo medio  hippie, como  le  decíamos  Giovany   y  yo.

La había conocido en el gimnasio de la Universidad un día que los dos hacían ejercicio y coincidieron en una máquina que iban a usar, John Wilson, galante como siempre, le cedió el aparato a ella pero aprovechó la oportunidad para escamotearle el nombre y el número telefónico. Era una mujer extraña  para  su  edad  y  su  entorno, pues trabajaba como modelo pero  su  aspiración  profesional era ser socióloga, mientras que sus compañeras de oficio escogían carreras más afines a su ocupación como Publicidad o Comunicación Social para empatar los dos oficios o al menos mantenerse al tanto de las novedades de las industrias de la moda y el espectáculo, pero ella no quería eso, sabía que su carrera era efímera y  como  tal  la  tomaba, como un tránsito que le permitiría agenciarse unos pesos mientras terminaba la carrera y podía dedicarse de lleno a ejercer la  profesión estudiada, la que además tuvo clara desde muy chica y por eso se esforzó por pasar a la universidad pública, sin importarle que tuviera los medios económicos para pagar una privada, pues  había  investigado y sabía que el más alto nivel académico estaba en la universidad de Antioquia. Tal  vez  esto  fue  lo  que  cautivó  a  John  Wilson, que  Simona  era  una  chica  con  una claridad  sorprendente, que parecía saber con certeza todas las cosas que quería y la manera de alcanzarlas, y que se interesó en él  y le dio el teléfono porque le pareció buena onda, como se lo manifestó, y no porque quisiera revolcarse con él, como le había sucedido siempre a este. A veces lo único que desea una persona es que le conmuevan el mundo sin tocarlo, porque cuando se ha ido el conmovedor universal, que el entorno pese más que el epicentro en un cataclismo no deja de ser  fascinante. Con su frescura en la cabeza y  una sonrisa  imborrable llegó a su casa a pensar en la mujer que acababa de conocer y esa misma noche, después de pensarla todo el día, la llamó y hablaron de todo y de nada durante más de dos horas.  Nosotros, que vigilábamos todos sus movimientos, lo veíamos sonreírse con ganas  y de un momento a otro mudar su mueca en una de seriedad que estuviera acorde con lo que estaba escuchando; nunca lo habíamos visto poner atención en una charla telefónica. Antes de colgar, mientras sentía un calor desconocido en el pecho, como un azul nítido que pintaba cosas bonitas en su interior, escuchó a Simona decirle que debían colgar porque  su  novio había llegado a recogerla. La palabra novio le sonó como una cachetada;