
14. Leonor
Su vida fue una lucha desde el origen: en su pueblo estando en el vientre de su madre, una mano negra la enlistó como subversiva antes de nacer. Sus padres, labriegos pobres, habían tenido la mala suerte de encontrarse un día con un comando guerrillero que iba de paso y, obligados por su presencia armada e intimidante, les brindaron un par de litros de leche que acababan de ordeñar y que los hombres se comprometieron a pagar en un próximo encuentro. Esta desafortunada casualidad sirvió para que en menos de un mes, cuando el pueblo fue tomado por los paramilitares, fueran considerados como auxiliadores de la guerrilla y tuvieran que salir huyendo con lo que tenían puesto, sin mirar atrás y con el futuro en ascuas. Llegaron sin un peso en el bolsillo y con siete meses de embarazo encima a una ciudad desafiante, enorme y ajetreada, y ante la incertidumbre del paso del tiempo que en esas circunstancias de apremio se agigantaba y carcomía, no tuvieron más remedio que apelar a la mendicidad; la abultada barriga ayudaba a que la gente al pasar se conmoviera y soltara de vez en cuando una moneda al desgaire, que juntas al final del día alcanzaban apenas para malcomer, también para la dormida improvisada cada noche en un cambuche distinto. Sin saber muy bien cómo, goteando cada jornada, arañando rincones cada noche, lograron sobrevivir un mes largo, cuando en un mediodía de agosto, después de pasar una noche de perros sin casa, y una mañana de hambre, su madre sintió las punzadas que anunciaban el inminente alumbramiento, y su padre, sin saber qué hacer, gritaba como loco pidiendo auxilio. Dos vendedores ambulantes y una señora que pasaba se acercaron a ver qué ocurría y como pudieron levantaron a la madre en ciernes y la llevaron hasta una residencia cercana, la acostaron en una cama terca de promiscuidades, en donde luego de pujar por más de dos horas, socorrida por la dueña del lugar; una mujer robusta curtida en las bregas de partos repentinos pues había atendido tantos como muchachas de la vida habían transitado por su pensión, dio a luz a una niña clara y rosada que arribó a la vida entre llantos prefigurando angustias. Sus padres la tomaron en brazos sin mas argumentos que las lágrimas, y sin otro regalo que darle, le echaron la bendición y le entregaron su nombre: Leonor. La dueña de la pensión al contemplar a la niña se emocionó y les dijo que podían quedarse un tiempo, al menos mientras el padre conseguía trabajo, y así fue como, al primer mes de vida la niña se pasó de brazo en brazo de todas las muchachas que habitaban la residencia, mujeres de la noche que llegaban destruidas cada mañana y encontraron en la niña un motivo de alegría para restituir un poco la integridad arruinada en noches sórdidas de malos tratos y embestidas brutas; todas se turnaban para comprarle la leche y nunca le faltó nada; su padre entretanto había empezado a trabajar en la residencia cambiando tendidos, barriendo, trapeando y limpiando los baños como una manera de compensar la atención de la dueña con él y su familia, y como hacía bien su trabajo y era bastante acomedido se ganó el aprecio y la confianza de todos. Pasado un tiempo, una de las muchachas le dijo que un cliente suyo tenía un taller de mecánica y necesitaba un ayudante, el hombre casi le arranca la propuesta de la boca, era la oportunidad de tener un trabajo de verdad. Al otro día conoció a su futuro jefe y para la noche era parte de la nómina. El taller quedaba en Aranjuez y sus labores consistían en hacer los mandados, asear el local, servirle de asistente a todos los mecánicos y los sábados cocinar unos sancochos poderosos con los que remataba la semana, que corrían por cuenta del jefe y que además servían de marco al pago de los empleados. Su presencia afable y su disposición inquebrantable hicieron que los muchachos del taller le cogieran cariño y en corto tiempo todos lo consideraran indispensable y cercano. Con su primer sueldo canceló los días de pieza que debía en la pensión y que la dueña recibió a regañadientes cuando el hombre se puso serio y le dijo que una cosa era aceptar los favores que él nunca iba a olvidar y otra cosa era la conchudez, que con el pago él y su familia se sentirían mejor y que unos pocos pesos no cubrían lo mucho que ella y las muchachas habían hecho por ellos, y con el resto compró algo de mercado y la primera muda de ropa nueva y propia para su hija que hasta el momento se había vestido con trapos que su mujer acondicionaba para que parecieran vestiditos y con una que otra blusita que las muchachas le regalaban o que se encontraban en la pensión de otro colega que había dejado el oficio después de parir.
A los dos meses de estar trabajando se enteró sin quererlo de la realidad que rodeaba al taller: una mañana temprano recién llegado al trabajo fue a la tienda a comprar café porque había encontrado el tarro vacío cuando lo iba a montar al fogón, y al regresar vio una patrulla y tres motos de la policía afuera del local; al acercarse contempló como su jefe, con cara resignada le entregaba un paquete grande a uno de ellos, el policía revisó el contenido y el hombre pudo ver con ojos asombrados el fajo de billetes más grande que había visto en su vida. El oficial devolvió el fajo al paquete y se marchó sonriendo. Su jefe al ver la cara de espanto, con que quedó, lo sentó y le contó que el taller funcionaba como fachada para empapelar carros robados, y que el negocio tenía diferentes modalidades: en una cogían el carro nuevo y le cambiaban los números del motor y del chasís y le conseguían papeles nuevos en el tránsito con agentes infiltrados que cobraban solo un poquito más por hacer la vuelta que por un trámite legal; otra era comprar siniestros, autos destruidos en un accidente, por el precio de una bicoca, y robarse uno igual pero nuevo y montarlo en el coco del chocado, y también crear carros gemelos, es decir, montarles las mismas placas y los mismos papeles a dos carros iguales y venderlos por separado, en ciudades distintas. Cuando el hombre acabó de escuchar la historia se quedó callado y pensativo, su jefe le dijo Vea, hermano, ya que sabe la verdad, yo entiendo que usted es un hombre legal y si quiere irse está en todo su derecho, solo le pido que esto que acabamos de hablar no se lo diga a nadie. Hay momentos en la vida en los que pesan más las emociones que las razones y el buen juicio, y el hombre había encontrado en esta gente, que ahora sabía ilegal, tanto cariño y aceptación que se sentía parte del taller, le habían dado un lugar en el mundo convalidándolo consigo mismo, y por eso levantó la cabeza y en vez de respuesta elaboró una pregunta ¿ Y qué pasa con la policía? el jefe le contestó Cada vez están más hambrientos esos hijueputas, antes había que darles su tajada cada seis meses para que nos dejaran camellar tranquilos. pero desde que llegó ese nuevo comandante, hay que liquidarlos mensualmente y eso está putiando el trabajo, hay que trabajar más para ellos y eso así no sale, el hombre se quedó pensando y luego dijo Jefe verdad es que a mi sí me da un poquito de miedo jalarle a cosas ilegales porque nunca he estado metido en nada de eso, pero si usted me garantiza que no me va a pasar nada, yo sigo trabajando con usted como hasta ahora y le aseguro que no he visto ni veré nada y nunca tuvimos esta ni ninguna otra conversación al respeto, el jefe le dijo sonriendo Sí, mijo, yo sabía que usted era de los míos, fresco que aquí el único enredo es con esos hijueputas tombos, pero desde que se arregle con plata tampoco es un problema, hágale, mijo, siga en lo suyo, que a mi no se me olvida la gente leal, vaya mejor y ponga a hacer ese tinto y me trae uno, y le dio la mano antes de despedirse. El hombre quedó asustado pero contento de sentirse más cercano al jefe y de hacer parte de algo, a la semana su jefe le dijo Vea, mijo yo estoy necesitando un celador para esta vaina que ya se nos está creciendo mucho y usted sabe que las herramientas y los repuestos son caros y yo aquí pensando que en vez de contratar a alguien más por qué usted no se viene y se instala aquí atrás del taller, en la pieza que hay, donde está la cocina, levantamos con los muchachos un par de piezas y usted se instala con su mujer y su hija, y se viene de ese cuchitril de pieza en el centro y de una vez me cuida el chuzo. El hombre no lo podía creer de la emoción, este era un sueño hecho realidad tener una casa para él y su familia y además ahorrándose el arriendo y los pasajes pensaba que iban a conseguir plata, por eso le dijo casi llorando al jefe que aceptaba su propuesta y a los dos meses con las piezas recién levantadas llegaron su esposa y su hija para habitar la casa detrás del taller, y así fue como con un año largo arribó Leonor al barrio de Aranjuez. La esposa se volvió la cocinera oficial del taller y les vendía los almuerzos a los trabajadores, que dejaron de cargar coca cuando probaron la sazón de la mujer, el hombre en menos de un año ya se defendía en el oficio de mecánico, amén de sus labores de mandadero y celador, y en poco tiempo era la persona más importante del taller después del jefe, porque conocía todos los oficios y todo lo que allí se hacía pasaba por sus manos en algún momento; su hija fue creciendo entre mecánicos y grasa y aprendió a desarmar un alternador antes que a leer y escribir.
Cuando Leonor contaba con seis años, la madre quedó encinta de nuevo, sin que sus padres supieran cómo porque después de mucho intentarlo, habían desistido, ambos creyendo por su lado que la culpa era propia, él porque pensaba que se había secado de alguna manera y ella porque pensaba que la niña la había estropeado, sin embargo, milagrosamente, a los nueve meses nació su hermano Albertico, y este al parecer renovó la fertilidad de los padres porque al año exacto nació Julián, el último de la camada y quien a la postre sería un gran fotógrafo maravilloso, mi amigo y uno más de los Sanos. A Leonor el nacimiento de sus hermanos le trastocó su realidad a cercen. Pasó de ser el centro de atención de sus padres y del taller a ser una niña inquieta y estorbosa, que en poco tiempo se encerró en sí misma y comenzó un habitar de rincones que le duraría toda la vida; aprendió a esconderse, a estar sin estar, pasando desapercibida, cercana a las sombras, y se aficionó a juegos sombríos y a ejercicios huraños; por suerte un taller es un sitio espléndido para alguien que repele la figuración, pues todo el mundo anda ajetreado y está ocupado con algo, además está lleno de aparatos, de herramientas, de tuercas y tornillos, que sirven para armar cosas, por lo que sus juguetes eran más precisos y más variados que los de todo el mundo; mientras nosotros nos soñábamos con un lego, ella tenía un arsenal de piezas que aprendió a montar y desmontar de todas las maneras posibles, por eso al llegar la época escolar no se sintió atraída por los números o las letras, y apenas pasó raspando la primaria, pero cada vez era más diestra en el uso de las herramientas; a los doce era capaz de montar sola la llanta de un carro pequeño y conocía casi todas las piezas de un motor y su uso y reparación. El bachillerato, que fue cuando nosotros la empezamos a notar antes de ser amigos de sus hermanos, fue aún más tedioso para ella por lo que perdió séptimo grado, y cuando se aprestaba a repetirlo, la desgracia se le atravesó en el camino y cambió para siempre sus planes y la dinámica cotidiana de su vida. Una noche su padre se quedó trabajando hasta tarde, cuando pasadas las doce sintió que unos carros se detenían afuera del local y que varios hombres se bajaban de ellos, cuando fue a comprobar de qué se trataba se encontró de frente con una ráfaga de metralleta que no tenía intención de herirlo ya que se trataba de una amenaza para el dueño del local de parte de los Policías por no cumplir con los pagos a tiempo, y habían escogido la medianoche por creer deshabitado el sitio. Murió instantáneamente y cuando su esposa y los niños pequeños acudieron a socorrerlo encontraron el cuerpo ensangrentado con una mueca de espanto que no se le borró más. Después del entierro el jefe y dueño del local llamó a la esposa y, como forma de limpiar su culpa o a manera de cesantías por los servicios del hombre, le dijo que se podía quedar en la casa, se la iba a escriturar para que no tuvieran problemas nunca más, independientemente de lo que pasara con el taller, y así lo hizo.
La amenaza surtió efecto y el jefe decidió trasladar el taller a otro barrio al mes siguiente, dejando a la madre y los hijos con la propiedad, pero sin la fuente primaria de ingresos, así que de un momento a otro la señora quedó viuda, con tres hijos y sin con qué mantenerlos; la vida se le volvió una brega constante por agenciarse el sustento, con un líchigo que le dejó el jefe el día de la mudanza se compró una tanda de gallinas ponedoras para asegurar el huevo diario, pero en menos de lo que canta un gallo se comió el negocio, de manera que se ofreció como cocinera entre los vecinos o como ayudante de oficios varios en las casas, pero en nuestro barrio esas profesiones no se usan y cada quien hace su trabajo; pensó en ofrecerse en otros barrios, pero no podía dejar a sus hijos solos, así como última opción puso en venta un pedazo de su casa, la parte más grande en donde había funcionado el taller. La venta de la mitad del local fue el peor negocio del mundo porque firmó las escrituras confiando en la palabra de los compradores cuando todavía le adeudaban la mitad de lo pactado, dinero que recibió en ínfimas cuotas que se gastaba en cuanto las recibía debido al esmirriado monto. Con el abono primero pudo montar una tienda sin futuro, pues quedaba escondida detrás del local que había vendido y apenas tenía como clientes a cuatro o cinco vecinos que sabían de su existencia, y en menos de un año se comió casi por completo el surtido y para la época en que Leonor consiguió trabajo de sirvienta apenas tenía una chaza donde vendía tintos, cigarrillos y papas rellenas en las afueras del centro de salud. Leonor que andaba cercana a los quince años, contempló con espanto y pesar a su madre deshacerse en luchas por conseguirse lo mínimo para vivir, y como pudo se consiguió la dirección del dueño del taller y le contó todo lo que estaba sucediendo mientras se le ofrecía como mecánica, diciéndole que ella sabía reparar casi todo, pero al hombre que era decente pese a la ilegalidad de su haber, le pareció que una mujer adolescente como ella no debía andar entre mecánicos zafios y malhablados y que el oficio no era para damas, porque en cualquier momento las cosas se podían ir al traste y una cosa era manejar y responder por hombres hechos y derechos que sabían en qué se habían metido y otra muy distinta era una niña a la que además estimaba mucho por haberla visto crecer, de manera que en vez de eso le ofreció el puesto de ayudante de oficios varios en su casa, pues su mujer acababa de dar a luz y la muchacha podría servir como asistente, aunque la verdad era que no necesitaban a nadie porque su esposa tenía de todo sirvientas, chofer y hasta un jardinero para cuatro matas que había en el jardín, pero era mejor tenerla allá que en el taller; Leonor sin mucho entusiasmo aceptó, no tenía de otra, a pesar de que su vida y su deseo era más de afueras que de adentros, era la oportunidad de ayudar a su madre y sus hermanos, de esa manera, en plena adolescencia la muchacha se volvió la proveedora y el sustento de los suyos y en menos de un año aprendió sobre todo el oficio a la par que se le iba opacando el genio; llegaba a su casa sin ánimo y cansada, dormía poco y su único aliciente eran los aparatos que seguía construyendo- se gastaba el escaso excedente de su sueldo, después de sacar la comida de su familia y las mesadas de sus hermanitos en repuestos viejos con los que construía toda suerte de armatostes, carritos de juguetes, muñecos mecánicos, carretillas y robots inservibles que regalaba a los hermanitos y a nosotros sus amigos, que en parte tuvimos una infancia lúdica gracias a ella y sus creaciones-. Para ella nunca se compró una camisa ni un par de zapatos, ni maquillaje, todo lo poco que tenía era porque la mujer del jefe se lo obsequiaba de segunda mano; aunque la suya no era una hermosura de destacar; sí tenía un porte y unas facciones nobles que bien llevadas pasarían por belleza, pero la falta de gusto por su oficio, su descuido natural y el genio opaco la fueron afeando, además, porque después de la adolescencia se engordó, y esto sumado al desinterés por lo mundano la condujeron a ser una veinteañera que parecía mucho mayor
13. Rasquiña
Después de cumplir los cuarenta años todo me empezó a picar. Una rasquiña persistente me agobia en todas partes, la espalda, las piernas, el culo, la cara; debe ser que a mí los años en vez de pesarme me pican e intento quitármelos a los arañazos y cada vez me fastidian más. Lo extraño es que me busco y me rebusco y no encuentro ninguna roncha, ningún brote, nada, es un escozor fantasma que además se desplaza por todo el cuerpo, ora pica allí, ora allá, pero nunca deja de picar. He llegado a ulcerarme la espalda de tanto rascarme la espalda con una de esas manos de madera que venden en los remates para tales fines y alguna vez he tenido que buscar desesperadamente el poste o el filo de una pared frotarme de arriba abajo, rascándome en algún sitio al que no llegan mis brazos, mientras la gente me contempla con ojos de sorpresa e intentando disimular la sonrisa; otras veces la piquiña es interna: siento una molestia que no logro inhibir y no hay palo ni pared que sirva para rascarme, como una rasquiñita de la vida, que he intentado aplacar con trago, pero desde que cumplí cuarenta, este en vez de rascarme profundiza la punzada; durante muchos años el alcohol tuvo el mismo efecto que en la epidermis, después de un ligero ardor aplacaba la piquiña, pero ya en vez de aliviar incrementa la molestia, privándome del único lenitivo que amainaba mis rasquiñas, y si persisto en tomarlo cada vez que me pica es por costumbre, aunque soy consciente de su efecto placebo y lo ineficaz de su alivio. Debe ser esta edad en que las pérdidas se acumulan y pasan factura y los vicios se hicieron viejos con uno y castigan, o no divierten porque se volvieron resabios, o lo que es peor, se convirtieron en conductas. Los amigos de la infancia se murieron o se fueron; los de la adolescencia o el deporte se casaron, solo viven para sus familias y descartan la amistad como si una cosa implicara irremediablemente renunciar a la otra; otros también se marcharon, emigraron a otros países u otras ciudades; el último fue Daniel que se mudó a Australia porque no se aguantaba esta ciudad, su mala educación, su viveza. Yo tampoco me las aguanto pero no me voy, yo soy de aquí creo que podría estar bien y vivir tranquilo en cualquier lugar del mundo, y aunque no me gustan los cambios, me adapto fácilmente, pero a esta edad he llegado a la conclusión de que uno vive de pequeñeces y esas son las que se extrañan y por las que uno se queda, las que hacen que un sitio tenga valor emocional para uno y crean pertenencia porque completan; fuera del barrio estaría incompleto, incluso, y esto es lo más raro, echaría en falta sobre todo lo que me molesta, porque estas molestias son tan mías que reivindican, el no tenerlas paradójicamente me desacomodaría. En otro sitio me faltaría la bulla, la mañana caótica en que a lo lejos suena algún radio trasnochado de la farra amanecida que me hizo pasar una noche de mierda, la incertidumbre de la calle con la desconfianza sigilosa de todos y todo, la tienda abierta hasta tarde, la locura de la gente, las peleas entre vecinos, la indisciplina del transporte, cosas que podría encontrar en otro barrio popular de la misma ciudad o de otra, pues todos se parecen, pero a mí me hacen falta los míos, no otros por idénticos que sean, es extraño pero así es. Sin embargo, con los años que porto encima aprendí a comulgar con mis propios achaques y a respetarlos, por eso no jodo al que tenga otros y entiendo al que se va. Creo que los que se van lo hacen buscando esa pega que el país no les da ni les permite buscar, sino que antes les frena los deseos que palpitan en sus almas; si ansían cultura se van a encontrarla en Italia o Francia, si anhelan civilización se van a Australia o Nueva Zelanda, si ambicionan aventura, África o Asia, si ambicionan consumo se van para la USA; yo en cambio, ya no busco esas cosas, ahora mis búsquedas y deseos son simples porque no dependen más que de mi cabeza, un lápiz y un papel, y a la vez complejos porque lo que busco está adentro y ese terreno es sinuoso y difícil, de ahí que no quiera ni necesite irme. Mi corazón rebosa calle y mi alma esquinas, si el país y el Gobierno no me brindan la saciedad de mis ansias, mi barrio sí; Aranjuez es el dispositivo que hace funcionar mis mecanismos internos, además creo que uno debe estar donde perdió lo querido y donde quiso lo perdido, y aquí están mis muertos que son lo que más quise y perdí, de manera que debo quedarme donde mis muertos sepan donde hallarme, irme sería cambiar de geografía pero mantener la mente y el corazón en estas esquinas a las que extrañaría a diario, y soy malo extrañando, ya con extrañar a mis amigos, a mis muertos y la juventud perdida es suficiente como para adicionarle extrañarme a mi mismo. Estoy en la época de mi vida en que lo mejor de viajar es regresar y al único sitio adonde quiero volver es aquí, edad en la que los padres se hacen viejos y cansados, y los amigos nuevos y jóvenes son eso, jóvenes, y tienen otras preocupaciones, otros gustos y otros quereres y que por más que uno se sienta joven y bregue por estar a la altura hay abismos insondables cosas que ya no despiertan el interés de uno y que hacerlas es forzar demasiado la ya de por si incómoda existencia, de manera que uno se va quedando solo irremisiblemente, con la música y los libros y las series y el cine y el alcohol que ya ni abriga ni acompaña, pero mantiene, y con un montón de recuerdos a cuestas, que también se han aislado y envejecido con uno y ni siquiera se parece a los recuerdos jóvenes de cuando ocurrieron; hay una suerte de escala temporal en los recuerdos, al principio solo reproducen idénticos los sucesos que acabaron de acontecer, siendo tan similares a los hechos que ni recuerdos son, más parecen repeticiones proyectadas de estos, como ver la misma película dos veces seguidas en la época del cine continuado, luego a medida que se alejan del suceso van adquiriendo un regusto a felicidad ida que se incrementa con el tiempo y ahí empiezan a agarrar carácter, pero también se van llenando de tristeza, puesto que evocan algo que fue y ya no es, de manera que todo recuerdo es antes que nada añoranza, pues está habitado de luto por lo perdido, entre más pasa el tiempo, más triste se hace la memoria porque está más lejos y más extraviado lo que la suscita y es ahí donde empieza la distorsión del hecho, cada nueva revisión adiciona valor a lo acontecido para validarnos nosotros como memoriosos válidos, y entre más viejo sea el recordador más heroico será su recuerdo porque en el fondo no se extraña el recuerdo vivido sino la juventud con que se vivió. Todas nuestras memorias son el lamento intenso por la juventud perdida, y su deformación o enmohecimiento es el nuestro, como nuestra es la vejez que pretendemos enaltecer con una historia portentosa. Tanta precariedad esconde esa distorsión de nuestra memoria, que solo con la soberbia del presente logramos disimularla, considerando a nuestra generación anterior como inepta y a la posterior como tonta, cuando lo único que se está es viejo y la vejez trae consigo la impotencia que solo se conjura con la arrogancia o la resignación, y nadie quiere resignarse a que fracasó, a que su vida empezó una recta final sin atenuantes, y a que el pasado por notorio que sea es insignificante porque ya pasó, otra opción es guardársela, que es lo que uno debe hacer con la impotencia y el miedo, resguardárselos bien adentro y con doble llave para atajarles la salida altanera o resignada, pero la impotencia es tenaz e intenta escaparse cada tanto, con un hormigueo profundo, afinado; la rasquiña inoportuna que mantengo. Muchos años me rasqué tomando porque los fracasos se deslíen mejor con alcohol, ahora me rasco escribiendo sobre lo que me trajo hasta aquí; porque los recuerdos se diluyen mejor en tinta; hoy que el tiempo muele los minutos y los segundos que le quedan a mi padre, mientras yo intento recoger los regueros de lo que he sido, estoy seguro de que solo el amor y la amistad trascienden la insignificancia de la vida, le dan sentido, cuadran, rascan, soban, todo lo que avizoro del porvenir es de nuevo el pasado recordado en renglones una y otra vez, como la historia de mi querida Leonor. Mi futuro es aplicarme la mitad de la vida que me queda a recordar la mitad que ya viví.