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viernes, 11 de noviembre de 2022

Lectura de los capítulos decimotercero y decimocuarto de Rosario Tijeras de Jorge Franco Ramos. Noviembre 10 de 2022

 TRECE


Un poco antes de que mataran a Ferney lo vimos merodeando

por el apartamento de Rosario, pero sin atreverse a entrar.

Parqueaba su moto como a dos cuadras y después se camuflaba

en unos arbustos más cerca del edificio, pero con todo y eso lo

vimos. La primera vez pensamos que apenas viera salir a

Emilio él entraría, pero no fue así; durante los días que

siguieron se ubicó en el mismo sitio y Rosario nos contó que se

quedaba ahí hasta altas horas de la noche.

-¿Y por qué no bajás a ver qué quiere? –le sugerimos.

-¿Y por qué? –dijo ella-. Si me necesita que suba.

-Eso está muy raro –dijo Emilio.

Después decidió salir de los arbustos y se sentó en la acera

del frente. No supimos si se mostró al verse descubierto o era

parte de alguna estrategia, el caso es que llegaba muy de

mañana, antes que Rosario se despertara –que de todas

maneras no era muy temprano que digamos-, y se quedaba

hasta que ella apagara la luz de su cuarto. Se la pasaba el día

entero mirando hacia su ventana, igual a como lo hacía en la

discoteca viendo bailar a Emilio y Rosario, cuando ya

definitivamente la había perdido.

-¿Y a ese qué le pasa? –preguntaba Emilio inquieto-. ¿Se

volvió a enamorar o qué?

Más iluso Emilio, pensé. Como si uno pudiera sacarse a

Rosario del corazón y después volver a metérsela. Una vez que

uno empezaba a quererla ya la quería para siempre, o si no ¿por

qué otra razón estoy aquí en este hospital? De lo que yo sí

estaba seguro era de que sólo por amor Ferney hacía lo que

hacía, porque no existe otra razón para quedarse al sol y al agua

debajo de una ventana.

-No me gusta. No me gusta lo que está haciendo ese tipo –

insistía Emilio.

-Pero si no está haciendo nada –dije en su defensa, movido

por una complicidad explicable.


-Precisamente –dijo Emilio-. Eso es lo que no me gusta.

La que no se aguantó fue Rosario, ya estaba cansada de

sentirse vigilada, ya se sentía culpable por la situación de

Ferney; intrigada, no entendía por qué no subía si muchas veces

lo había invitado con su mano desde la ventana, por qué le

rechazaba la comida que le mandaba con el portero, por qué si

ya una vez que estaba sola le había gritado desde arriba: «¡Subí,

Ferney, no  seás  güevón!». Pero él seguía impávido, como si

fuera sordo y ciego y el hambre no lo tentara.

-Voy a bajar –dijo ella al fin.

Emilio se desencajó, empezó a manotear antes que le pudiera

salir alguna palabra, y cuando le salieron más le hubiera valido

no haber dicho nada.

-¡A él sí, claro, pero cuando yo estaba jodido por culpa tuya,

ni me llamabas, ni me visitabas, ni preguntabas por mí, pero

claro, a él sí!

-Mirá, Emilio –le dijo con una llave tan cerca de su cara que

pensé que estaba decidida a cortársela-. Mirá Emilio: a vos

nadie te jodió, vos naciste así y si me vas a hacer escenitas te

largás.

-¡Listo! –dijo él-. Si lo que querés es quedarte con ese casposo,

listo, yo me largo, pero lo que es a mí no me volvés a ver ni en

las curvas.

Antes que Emilio hubiera terminado con sus amenazas, ya el

ascensor se había cerrado con Rosario adentro. Él optó por las

escaleras y yo corrí hacia la ventana para no perderme el

desenlace. Primero salió ella y la vi cruzar la calle,

disminuyendo su paso a medida que se acercaba a Ferney.

Después salió Emilio, se montó en su carro, cerró de un portazo

y arrancó en pique. Yo abrí la ventana para escuchar pero me

pareció que no hablaron, o si se dijeron algo fue en susurros, o

mirándose, como se hablan los que se quieren. La vi sentarse

junto a él, hombro con hombro, lo vi recostar la cabeza sobre el

regazo de ella, como si llorara, y la vi a ella cubrirlo con su

cuerpo, como protegiendo a un animal pequeño de la

intemperie, los vi quedarse así mucho tiempo; entonces pensé

en lo difícil que era la vida y en la fila india de los enamorados

y en el último de esa fila, el que nadie quiere, y me pregunté si

sería Ferney o sería yo. Después vi que lo tomó de la mano, lo

ayudó a levantarse y sin soltarlo lo condujo hasta al

apartamento y seguir a la cocina, escuché ruido de platos y

cubiertos y un silencio incómodo que me hizo recordar que

donde hay tres sobra uno.

-Cómo es la vida, parcero –también recordé lo que una vez

me había dicho Rosario-. El día en que Ferney coronó su mejor

trabajo, ese día me perdió.

-Fue por ellos, ¿no cierto?

-Ajá –dijo-. Ese día los conocí.

-Todavía no me has contado cómo los conociste –le reclamé.

-Claro que te conté.

Fue cuando Johnefe y Ferney viajaron juntos a Bogotá para

hacerle un trabajo a La Oficina. A ellas las había llevado a una

finca mientras los muchachos hacían el encargo y allí quedaron

en encontrarse después. La finca era de ellos.

-Allá aparecieron como a la medianoche –me contó Rosario-.

Johnefe y Ferney ya habían llegado. Estábamos muy

enrumbados y parecía que ellos también querían celebrar.

Llegaron muy contentos, con música, pólvora, vicio, más

mujeres, en fin, vos sabés. De todas maneras muy queridos y

muy simpáticos, especialmente conmigo.

Pude imaginármelos, pude verlos dando vueltas como

gallinazos sobre la mortecina, y no es que Rosario fuera eso,

pero sentí rabia al saberlos mirándola con ganas, con la lujuria

que se refleja en sus enormes barrigas, en sus risitas malévolas,

y no me equivoqué, porque ella misma me contó lo que alcanzó

a oír.

-¿Y esa muchacha tan bonita quién es? –había dicho el más

duro de todos-. Tráiganme para acá a ese bizcochito.

Y como el «bizcochito» sabía de quién se trataba, ni corta ni

perezosa se dejó llevar, y seguramente cambió el caminado

como cuando quiere mostrarse, y seguramente lo miró como

cuando quiere algo, y le sonrió, seguramente, como me sonrió

esa noche en que quiso algo.

-¿Y Erley? –le pregunté-. ¿Qué cara puso?

-Ferney –corrigió-. No le vi la cara.

«No fuiste capaz de mirarlo, Rosario Tijeras»; no se lo dije

pero sé que fue así, porque a nosotros tampoco nos miraba

cuando se iba con ellos y porque a mí no pudo mirarme cuando

se vio desnuda conmigo al lado, sin siquiera una sábana que

nos cubriera.

-¿Y Johnefe? –volví a preguntar.

-Que la niña decida –me dijo Rosario que lo había oído decir.

Todavía no la conocía pero sé que ese día la perdimos todos.

Y hasta ella misma perdió lo que antes era y todo lo que había

sido quedó convertido solamente en el sumario de su

conciencia. A partir de ese momento su vida dio el vuelco que

la sacó de sus privaciones y la lanzó junto a nosotros, a este

lado del mundo, donde aparte de la plata no existen muchas

diferencias con el que ella dejaba.

-A partir de ese momento me cambió la vida, parcero.

-¿Para bien o para mal? –le pregunté todavía con rabia.

-Salí de pobre –me dijo-. Y eso ya es mucho cuento.

Después que Rosario subió a Ferney al apartamento, éste se

quedó ahí por lo menos una semana más. Yo me alejé un poco,

no tanto como Emilio, que se perdió del todo, pero al menos

mantuve nuestro diario contacto telefónico y una que otra

visita. No le pregunté nada, ni qué estaba pasando con Ferney,

ni por qué se había quedado con ella, no quise saber nada, ni

siquiera suponer qué estaría pasando entre ellos, si estarían

durmiendo juntos, si ella habría decidido volver con él; nada,

tampoco le reclamé, con qué derecho, si una sola noche juntos

no me dio derecho de nada. Lo que sí resultó cierto fue el

presentimiento que tuve de que Ferney estaba quemando sus

últimos cartuchos en esta vida, pero también confirmé que aquí

nadie tiene nada asegurado, y lo digo porque en una de las

visitas que le hice por esos días la salvé de una tragedia, o de un

susto, porque la mayoría de las veces sólo basta un segundo

para que el destino decida si es lo uno o lo otro. El caso es que

Rosario tenía como costumbre, aprendida de los suyos, hervir

las balas en agua bendita antes de darles un uso premeditado.

Esa vez había olvidado bajarlas del fogón, y el agua, por

supuesto, ya se había evaporado. Las encontré bailando dentro

de una olla y no sé cómo ni con qué valor me apresuré a

retirarlas y a ponerlas bajo el chorro de agua fría. Fueron un par

de segundos en los que alcancé a pensar en todo, en Rosario

entrando a la cocina y las balas alcanzándola en una loca

explosión, en mí mismo con la olla hirviendo y de pronto un

¡pum! antes de llegar al agua, en Rosario y en mí baleados

desde una estufa, tendidos sin vida en el piso de la cocina.

Llegué a donde ella con las manos ampolladas y pálido como si

la explosión hubiera sido un hecho.

-¡Rosario, mirá! –le dije con la voz apretada.

-¿Qué te pasó?

-Las balas.

-¿Cuáles balas? –preguntó, pero enseguida los proyectiles le

volvieron a la memoria-. ¡Hijueputa, las balas! –Y en una

carrera salió para la cocina sin preguntarme qué había pasado

con ellas. Seguramente se tranquilizó al verlas sumergidas en

agua hasta el borde de la olla. Cuando regresó me encontró

echado en su cama, con las manos abiertas y hacia arriba, como

si estuviera esperando a que alguien me lanzara un balón del

cielo.

-No sé dónde tengo la cabeza –dijo, sin ponerle atención a

mis manos.

-¿En qué estás metida, Rosario? –le pregunté.

-En nada, parcero. Esas balas no son para mí –dijo-. Yo te

prometí que iba a cambiar.

Después hubo un silencio y nos miramos directamente a los

ojos, yo para buscar la verdad en ellos y ella para mostrármela.

Sin embargo, a pesar de su mirada limpia, yo seguía sin

entender la presencia de esas balas en su cocina. Finalmente,

Rosario no aguantó el peso de mis ojos.

-Son para Ferney.

Cambió su gesto. Me pareció que iba a llorar. Buscó con  la

mano dónde sentarse hasta que encontró la esquina de la cama.

La oí tomar aire, se agarró una mano con la otra, como

aferrándose a una mano ajena, sólo para decirme lo que nunca

decía.

-Tengo miedo, parcero.

Yo me apoyé en los codos para incorporarme, todavía sentía

mis manos como dos brasas, todavía estiradas, pero no lo

suficiente como para sacar a Rosario de su miedo.

-¿Qué es lo que pasa, Rosario?

Vi sus dedos juguetear con el escapulario de su muñeca, la vi

mirar hacia otro lado para darse tiempo para hablar, cogiendo

fuerzas para que su voz no se quebrara, esperando a que el

corazón bajara su ritmo.

-Tengo miedo de que maten a Ferney, parcero. Lo

encochinaron y me lo quieren matar.

No pude decirle nada. Me quedé callado buscando una frase

rápida para ayudarla en su temor. No encontré palabras para

desafiar la inminencia, nada que alimentara la esperanza, ni

siquiera una mentira.

-Ferney es lo único mío que me queda.

«Tal vez lo único que te queda de tu pasado, Rosario, porque

si quisieras, yo te quedaría para siempre y no necesitarías nada

más», me dije en silencio, dolido por su exclusión. Pero tengo

que admitir que busqué reconfortarme con mi egoísmo y mis

celos, porque me era imposible evitar sentir algún alivio al

imaginármela sola, desprotegida, sin ninguno de los que

pretendieron apropiársela. Sola, únicamente conmigo como isla.

-¿Por qué estás así? –me preguntó de pronto, cambiando el

tema.

-¿Cómo que así?

-Con las manos así –explicó imitándome-, como si te fueran a

tirar un balón.

-Me quemé las manos. Con la olla.

Una carcajada le borró su tragedia, le devolvió la belleza y el

brillo en los ojos.

-A ver, yo veo –me dijo y se acercó. Me tomó las manos con

una suavidad que no parecía suya. Me las acercó a su boca y las

sopló, me las refrescó con un aire frío que me hizo pensar que

era cierto que Rosario tenía un hielo por dentro, un hielo que ni

su pasión ni su voltaje derretían y que mantenía su sangre

helada para que nunca le flaqueara la voluntad de hacer lo que

hacía.

-Vos sí  sos  güevón, parcero –dijo y me dio un beso en el

dorso de las manos-. Por eso es que te quiero.

«Por güevón». No sabía si ponerme a reír o a llorar.

«Maldita», la insulté en mi pensamiento, pero ella en cambio

siguió con mis manos entre las suyas, soplándolas sin mirarme,

regocijándose con una risita burlona que me hizo sentir más

güevón de lo que ella me había dicho. Pero después, cuando

cerró los ojos y puso mis dedos en su mejilla y comenzó a

acariciarse con ellos, a mimarse con esa suavidad que seguía

pareciéndome ajena, pensé que valía la pena seguir

sintiéndome así.



                         CATORCE


De todas maneras lo mataron. No supe cuándo se fue del

apartamento de Rosario, ni en qué estaba metido. No habíamos

vuelto a hablar de él. Nuestras vidas parecían haber retomado

su curso normal y pasamos un par de semanas más bien

tranquilos. Emilio había regresado a pedir cacao y se lo dieron,

a mí sin pedirla me sirvieron la mierdita diaria y me la comí, y a

Rosario la veíamos pensativa mientras Emilio pasaba bueno y

yo maluco. Una mañana en que habíamos amanecido en su

apartamento, llegó el periódico con la foto de Ferney en las

páginas judiciales. Yo lo vi primero, Rosario y Emilio todavía

no se habían levantado. Leí la noticia que acompañaba a la foto,

se referían a él como un peligrosísimo delincuente que había

sido dado de baja en un operativo de la policía; volví a mirar la

foto para confirmar lo leído, era él, con nombre y apellido y con

un número en su pecho para que no quedaran dudas de que era

peligroso y tenía antecedentes. Corrí hacia el cuarto de ellos

pero la sensatez me detuvo, tenía que pensar en Rosario, cómo

darle la noticia, cuál sería su reacción. Primero tendría que

hablar con Emilio, planear algo entre los dos, pero él seguía

durmiendo, pegué mi oreja a la puerta por si escuchaba algún

indicio de que ya estaban despiertos, pero nada, y el tiempo

pasaba y nada, ellos sin despertar. Cuando no me aguanté más

fui y les toqué la puerta, Emilio contestó con una palabra a

medio decir.

-Emilio –dije desde afuera-: te necesitan al teléfono.

Apenas hablé corrí hasta la sala y levanté la extensión, justo a

tiempo de que Emilio colgara al no haber nadie en la línea, lo

cogí en su último «aló».

-¡Emilio! –le dije ensordeciendo mi voz-. Salí que necesito

que hablemos.

-¿Y dónde estás? –dijo casi dormido.

-¡Aquí, güevón! –El tono del teléfono no me dejaba hablar-.

Pero no digás que soy yo.


¿Y por qué no entraste? –volvió a preguntar.

-No puedo, marica. Salí que necesito hablar con vos.

-Dejame dormir.

-¡Emilio! –el tono comenzó a sonar ocupado, enloquecedor

para mi desesperación-. ¡Emilio! Mataron a Ferney.

En un par de segundos, como si la conversación no se

hubiera interrumpido, Emilio apareció en la sala, despelucado y

con los ojos muy abiertos a pesar de la hinchazón.

-¡¿Qué qué?!

-Mirá.

Emilio cogió el periódico antes que yo pudiera poner el dedo

sobre la foto. Se fue sentando en cámara lenta mientras leía, se

estregaba los ojos para quitarse la borrosidad que deja el sueño,

y cuando terminó me miró con estupefacción.

-Andá, vestite que la cosa es grave –le dije.

-¿Y quién le va a contar?

Esa pregunta ya me la había hecho yo. Para nosotros lo grave

no era la muerte de Ferney sino la reacción de Rosario. La

conocíamos bien, sabíamos que una muerte de ésas

desencadenaría muchas más y que no era raro que ahora nos

incluyera a nosotros dos.

-Pues vos –le dije-. Vos sos el novio.

-¡¿Yo?! A mí es capaz de caparme. No ves que yo a ese tipo

no lo quería. Contale vos que a vos te tiene más confianza.

Otra vez el mismo cuento. «A vos te tiene más confianza»,

como si esa confianza me hubiera servido para algo, todo lo

contrario, me estorbaba, me ponía en el lugar de las amigas;

además, este imbécil me la ponía y me la quitaba cuando le

convenía. ¡A la mierda con ese cuento!

-¡Claro! –le dije iracundo-. ¡Para comértela sí le tenés

confianza, pero para enfrentártele, no!

-¡Pero ¿vos sos güevón o qué?! –Ahora él comenzaba a

calentarse-. ¡No ves que ella es capaz de pensar que yo lo

mandé matar, ¿no ves?!

-¡Claro! Si es que se me había olvidado que aquí el güevón

era yo. ¡Yo soy el que me tengo que quedar callado, el que traga

entero, el que se tiene que contentar con ver, al único que le dan

confianza pero para que coma mierda!

-¿Cómo así? –preguntó Emilio-. ¿Qué es lo que estás

diciendo?

Me quedé sin saber qué contestar, esperando a que si la rabia

ya me había metido en esto, ahora me ayudara a salir. Pero para

bien o para mal, en ese instante no lo supe, tuvimos que

quedarnos mudos los dos y ante la sorpresa, olvidarnos de los

gritos.

-¿Qué es lo que está pasando, muchachos? –preguntó

Rosario, mirándonos al uno y al otro.

-¡Rosario! –dijimos en coro.

Del calor pasamos al frío y de la agitación a la rigidez. Nos

miramos buscando una respuesta, una señal, una luz, un

milagro, cualquier cosa que nos zafara del repentino nudo que

se había armado. Pero nada ocurrió, salvo un incómodo silencio

que Rosario volvió a romper con su pregunta.

-¿Qué es lo que pasa, muchachos?

Con mis ojos le hice una seña a Emilio para que le mostrara

el periódico. Como se había arrugado bastante durante nuestra

discusión, Emilio trató de alisarlo un poco con sus manos y

después, sin decirle nada, se lo entregó. Ella lo tomó sin

entender muy bien de qué se trataba, aunque yo pienso que

algo intuyó, porque antes de fijarse en él, se sentó, se acomodó

el pelo detrás de la oreja y carraspeó. Emilio y yo también nos

sentamos, era mejor estar apoyados en algo para aguantar lo

que vendría, pero lo que vino no fue la detonación que

esperábamos sino la reacción que cualquiera hubiera tenido

ante tal noticia. Bajó la cara, se la cubrió con las manos y

comenzó a llorar, primero bajito, controlando su llanto, pero

después fuerte, con gritos ahogados, vencida por la noticia.

Emilio y yo seguíamos mirándonos, hubiéramos querido

abrazarla, ofrecerle nuestro hombro, pero sabíamos lo

susceptible que era Rosario frente a cualquier demostración

inoportuna.

-Yo sabía –dijo con palabras cortadas-. Yo sabía.


Pero por más que uno lo sepa nunca se acostumbra. Todos

sabemos que nos vamos a morir y sin embargo... Todavía más

singular en el caso de Rosario en que la muerte ha sido su pan

de cada día, su noticia más persistente, y hasta su razón de

vivir. Varias veces la escuchamos decir: «No importa cuánto se

vive, sino cómo se vive», y sabíamos que ese «cómo» era

jugándose la vida a diario a cambio de unos pesos para el

televisor, para la nevera de la cucha, para echarle el segundo

piso a la casa. Pero al verla así entendí lo democrática que era la

muerte cuando se ponía a repartir dolor.

Sin levantar la cabeza Rosario estiró su mano que quedó

exactamente entre Emilio y yo, ni más cerca de él ni más cerca

de mí, justo en el medio, pero fue Emilio quien hizo uso de su

derecho de novio y se la tomó; sin embargo, ella necesitó más

que eso.

-Vos también, parcero – me dijo, y sentí que era imposible

quererla más.

Nos apretó duro. Tenía su mano mojada de lágrimas, fría

como su aire y temblorosa a pesar del apretón. Con la otra se

limpiaba los ojos, que no paraban de llorar, se corría el pelo que

caía sobre su cara, se tocaba el corazón que se le quería salir, y

con esa mano también recogió el periódico que había caído y lo

acercó a su boca, para besar con un beso largo la foto de Ferney.

Después apareció la que estaba oculta, la que el impacto no

había dejado salir, la verdadera Rosario.

-Los voy a matar –dijo. Emilio y yo dejamos de apretar. Me

invadió un malestar que me dejó inerte sobre mi silla, con una

sensación de derrota de la que sólo me sacó Emilio con su

pregunta.

-¿A nosotros? –preguntó.

Rosario y yo lo miramos, ahora sí con ganas de matarlo, pero

al ver su pinta de galán desfigurada por el miedo sentí en

cambio ganas de reír, no lo hice porque la situación no

aguantaba revolverle más sentimientos, aunque Rosario no

evitó decir lo que Emilio se merecía.

-Güevón –le dijo, y después volvió a meter la cara entre sus

manos, volvió a llorar y a repetir «los voy a matar», y aunque

no se le entendía porque su voz se le apagaba apenas salía de

sus labios, uno sí podía entender que Rosario los quería matar.

Nos pidió que la dejáramos sola, que quería descansar, que

necesitaba pensar, poner sus sentimientos en orden. Las excusas

que uno siempre dice cuando lo estorban los demás. Era

comprensible que no quisiera tenernos a su lado, pero también

era peligroso, sabíamos lo que había hecho antes en situaciones

similares. Sin embargo nos fuimos, no le dijimos nada, no había

nada que decir cuando a Rosario se le metía algo en la cabeza.

Esa noche, antes de acostarme, la llamé con el pretexto de

preguntarle cómo seguía, pero en realidad lo que quería

comprobar era si Rosario ya había comenzado a ejecutar su

plan vengativo. Efectivamente no estaba, me contestó la

máquina de mensajes y le dejé uno pidiéndole que me llamara

con urgencia porque tenía algo importante que decirle, cuando

la verdad lo único que yo tenía era miedo por ella, por eso se

me ocurrió interesarla con una información que no existía. Esa

noche no me llamó, ni la mañana siguiente ni los que siguieron,

solamente cuando fui a su edificio a preguntar por ella, con la

esperanza de que estuviera ahí y que simplemente no estaba

contestando el teléfono, solamente en ese instante, cuando el

portero me informó que Rosario había salido ese día poco

después que nosotros lo hicimos, sentí el corrientazo que

verifica los presentimientos.

-Me pidió que le echara ojito al apartamento porque se iba a

demorar –remató el portero.

Me fui directo a la casa de Emilio, el único con quien podría

compartir, aunque fuera a medias, mi incertidumbre. Pero en

lugar de encontrar apoyo, me gané un sartal de injurias para

Rosario que él no pudo esperar a decirle y que en cambio me

vació a mí.

-¡Yo no entiendo esa puta manía de perderse sin avisar! ¡Qué

trabajo le da coger un puto teléfono y decirme que se va a

largar!

-Yo no... –intenté decir.

-¡Claro! ¡Si vos  le  alcahueteás  todo! Apuesto que a vos sí te

llamó y hasta se despidió. ¡Cómo yo no he podido entender ese

cuentico que hay entre ustedes!

-Yo no... –volví a intentar.

-¡Pero frescos! Cuando te llame decile que ahora sí va a saber

quién soy yo, y decile también que yo le mando decir que se

puede ir yendo para la puta mierda.

No me dio tiempo de nada, ni de callarle la boca con un

puño, que era lo que se merecía; me dejó parado en la puerta de

su casa con toda mi angustia intacta, sin saber qué hacer ni para

dónde coger, totalmente despistado, con ganas de saber al

menos qué horas serían.


-Qué raro –dijo el viejo enfrente de mí-. Ya es de día y ese

reloj sigue marcando las cuatro y media.

Su voz me hizo abrir los ojos y volver. Tenía razón, ya era de

día, muy de día, algo tendría que haber sucedido ya, ha pasado

mucho tiempo y algo tendría que saberse, el problema era que

ahora no había nadie a quien preguntar, la enfermera había

desaparecido y aunque los pasillos y la sala comenzaban a

llenarse de gente, no encontré quien pudiera informarme sobre

Rosario; era extraño, no había nadie de uniforme, aunque no se

me hace raro que en estos hospitales los médicos se les

escondan a la gente.

Cuando me iba a parar, el viejo se adelantó y me detuvo:

-No se preocupe, voy a averiguar por los muchachos.

A lo mejor sabe lo importante que es este ejercicio de

recordar. Sentí que me pedía que volviera a cerrar los ojos y

regresara a donde había dejado a Rosario cuando él me

interrumpió. Pero ya lo he olvidado. Fueron tantos nuestros ires

y venires que es difícil precisar los recuerdos. Ahora sólo quiero

verla de nuevo, volver a mirarme en esos ojos intensos que

hacía tres años había dejado de ver. Quiero apretarle su mano

para que sepa que yo estoy ahí y que ahí siempre voy a estar. Si

volviera a cerrar mis ojos no sería para recordar sino para soñar

con los días que vendrían junto a Rosario, para imaginármela

viviendo esta nueva oportunidad que le daba la vida, para

imaginarme a mí viviéndola con ella, entregados a culminar lo

que no hubo tiempo de terminar en una sola noche, esa sola

noche que amerita cerrar siempre los ojos para recordarla con la

misma intensidad.

-No me has contestado, Rosario –creo que así empezó todo.

Estaba dulce, tierna, no sabía si era por el alcohol o porque

así era ella cuando quería enamorar. O porque así la veía yo

cuando la quería más. Estábamos muy cerca, más que siempre,

no supe si también era por el alcohol, o porque yo creía que ella

me estaba queriendo más, o si era porque yo la quería

enamorar.

-Contestame, Rosario –insistí-. ¿Alguna vez te has

enamorado?

Aunque su sonrisa podría ser su más bella respuesta, yo

quería saber más, quizás buscaba en sus palabras el milagro que

tanto esperaba, mi nombre escogido entre los tantos que tuvo y

que en ese instante tenía, pero elegido entre todos como un

reconocimiento al más grande amor que le hubieran profesado,

o si por obvias razones mi nombre no se encontraba ahí, por lo

menos saber quién pudo haberle despertado ese sentimiento

que a mí me mataba pero que en ella no parecía existir.

Esa vez tampoco me respondió como yo quería, no con mi

nombre ni con ningún otro. Su respuesta fue en cambio una

pregunta asesina, como todo lo suyo, que si no me mató sí me

dejó mal herido, y no por la pregunta en sí, sino porque estaba

borracho y fui sincero y saqué valor para responderle, para

mirarla a los ojos cuando me preguntó:

-Y vos, parcero, ¿alguna vez te has enamorado?

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