DIEZ
Medellín está encerrada por dos brazos de montañas. Un
abrazo topográfico que nos encierra a todos en un mismo
espacio. Siempre se sueña con lo que hay detrás de las
montañas aunque nos cueste desarraigarnos de este hueco; es
una relación de amor y odio, con sentimientos más por una
mujer que por una ciudad. Medellín es como esas matronas de
antaño, llena de hijos, rezandera, piadosa y posesiva, pero
también es madre seductora, puta, exuberante y fulgorosa. El
que se va vuelve, el que reniega se retracta, el que la insulta se
disculpa y el que la agrede las paga. Algo muy extraño nos
sucede con ella, porque a pesar del miedo que nos mete, de las
ganas de largarnos que todos alguna vez hemos tenido, a pesar
de haberla matado muchas veces, Medellín siempre termina
ganando.
-Nos deberíamos ir de aquí, parcero –me dijo Rosario un día,
llorando-. Vos, Emilio y yo.
-¿Y para dónde? –le pregunté.
-Para cualquier lado –dijo-. Para la puta mierda.
Lloraba porque la situación no daba para menos. Estábamos
los tres en la finquita, encerrados desde hacía mucho tiempo,
metiendo todo lo que se pudiera meter, lo que se pudiera
conseguir. Emilio dormía los efectos del abuso y Rosario y yo
llorábamos mirando el amanecer.
-Esta ciudad nos va a matar –decía ella.
-No le echés la culpa –decía yo-. Nosotros somos los que la
estamos matando.
-Entonces se está vengando, parcero –decía ella.
Rosario había llegado muy irritada después de un fin de
semana con los duros y nos pidió que nos fuéramos de la
ciudad por unos días. No nos contó lo que le había pasado, ni
siquiera después, ni siquiera a mí, pero como sus deseos no
daban otra opción, la complacimos y nos fuimos para la
finquita. Durante el trayecto yo pensaba que la irritabilidad de
Rosario no era nueva, ya llevaba mucho tiempo así, y aunque
ella era una consumidora ocasional -«social», dicen algunos- de
droga, relacioné su estado con el aumento de su hábito. Yo me
había alejado un poco, como a veces lo hacía, porque esa vez su
relación con Emilio parecía estar en uno de esos momentos de
auge que exaltaban con mucha rumba y mucho sexo. Por eso
preferí alejarme un poco. Pero fue precisamente esa euforia la
que los fue sumiendo en estados irascibles y tempestuosos que
nos distanciaron todavía más, hasta el punto de que pasaron un
par de meses y yo no sabía nada de ellos. Hasta una noche en
que me llamó Emilio y me pidió que le hiciera compañía en el
apartamento de Rosario.
-Está con ellos –fue lo primero que me dijo, pero parecía no
importarle. Estaba ido, cuando hablaba se veía que pensaba en
otras cosas, si es que podía pensar.
-No te imaginás por las que hemos pasado –me dijo, pero no
me contó. Sentí que se le había pegado mucho de Rosario, su
misterio, su presunción por el peligro, su necesidad de mí.
-No me dejés solo, viejo –me suplicó-. Quedate conmigo
hasta que ella vuelva.
No me quedé de muy buena gana. Emilio estaba
insoportable, cualquier detalle lo exasperaba, no llevaba el hilo
de ninguna conversación, me pidió plata prestada para comprar
droga, me tocó acompañarlo, no se podía quedar un segundo
solo, tenía que estar con él hasta en la ducha.
-Estás hecho una mierda, Emilio –no me aguanté para
decirle-. Por qué mejor no nos vamos para tu casa. Allá vas a
estar mejor.
Me contestó con un par de patadas, pero después se me
colgó abrazado, llorando, suplicando, pidiéndome perdón, que
por favor lo acompañara hasta que ella llegara, y yo no fui
capaz de dejarlo, me dolía verlo así. Además, yo también tenía
miedo, presentía, y no me equivoqué, que más temprano que
tarde yo acabaría como él.
Como a los tres días llegó Rosario pidiéndonos que nos
fuéramos de la ciudad. Estaba iracunda pero nos ordenó que no
le preguntáramos nada, nos montamos en su carro y nos
fuimos. Como Emilio andaba muy nervioso prefirió subirse
atrás, yo me fui delante con Rosario, y a pesar de que le pedí
que me dejara manejar, ella insistió en hacerlo, y si en sus
cabales ella era una loca al volante, esa vez perdió toda noción
de velocidad, control y respeto. Emilio tuvo la osadía de
reclamarle.
-¡¿Nos vas a matar o qué?! –dijo él-. Dale despacio que
últimamente ando muy nervioso.
Yo me escurrí en el asiento, me agarré de los bordes y estiré
las piernas como si pudiera frenar con ellas. Pero no hubo
necesidad, porque Rosario frenó en seco, tan en seco que Emilio
fue a parar a la parte de delante, en medio de ella y yo, tan en
seco que el carro de atrás nos chocó, pero a Rosario pareció no
importarle el estruendo de vidrios y latas, sino Emilio, el pobre
de Emilio.
-¡Con que estás muy nervioso, maricón! –le gritó en la cara-.
¿Por qué no te vas caminando a ver si te relajás?
-¡¿Caminando?! –dijo Emilio-. No te pongás así.
-No –dijo ella-, es que yo no me pongo así, ¡vos me ponés así!
¡Te bajás ya, hijueputa!
-No es para tanto, Rosario –dije yo de metido.
-¡Vos no te metás o te bajás también! –amenazó.
A todas éstas apareció el dueño del carro de atrás dándole
unos golpecitos a la ventanilla de Rosario y mientras ella bajaba
el vidrio yo le hice señas al hombre para que se fuera. El
hombre no sabía con quién se había chocado.
-A ver señorita cómo arreglamos –dijo de buena manera-,
porque me parece que usted frenó como intempestivamente, ¿o
no?
-¡¿Intempestivamente?! –dijo Rosario-. Mire señor, yo frené
como me dio la gana, ¿o es que hay algún reglamento para
frenar?
-El que da por detrás paga –dijo Emilio todavía incrustado
entre nosotros dos, mientras yo le seguía haciendo señas al
hombre para que se fuera.
-¡Vos no te metás, Emilio, que el carro es mío! –dijo ella-
¡Vamos a ver qué es la güevonada suya, señor! –le dijo al
hombre y se bajó del carro con su bolso, no sin antes cerciorarse
de que la pistola estaba ahí.
-¡Rosario! –le gritamos inútilmente los dos.
Lo que pasó atrás no lo pudimos ver bien porque el vidrio,
aunque en su sitio, quedó roto. Apenas la imagen de Rosario
pegada a la del tipo. Lo que sí escuchamos después fue un tiro
que nos dejó perplejos, imaginándonos lo peor. Ella se subió
rápido y cerró de un portazo.
-¡Pasate para atrás, güevón! –le dijo a Emilio, que seguía
adelante.
Ella arrancó en pique, haciendo sonar las llantas y a una
velocidad más alta de la que veníamos.
-¿Qué pasó, mi amor, qué hiciste? –preguntó Emilio, pero
ella no contestó.
-¿Arreglaste con él? –le pregunté yo.
-¿Arreglé? Claro que arreglé –contestó por fin.
-¿Y cómo? –volvió a preguntar Emilio, temeroso.
-Intempestivamente –dijo, más para ella que para nosotros y
no volvió a abrir la boca hasta que llegamos.
En la finquita las cosas no cambiaron mucho, o tal vez
empeoraron. Apenas entramos, Rosario sacó cantidades de
cuanto pueda uno meterle al cuerpo: coca, bazuco, marihuana y
hasta tabletas de farmacia, las esparció sobre la cama y las
separó en grupos. Emilio y yo pensábamos que si lo que
Rosario le había hecho al hombre del carro era cierto,
probablemente se dedicaría a comer, a engordar para castigar
su crimen, pero en ningún momento pidió comida.
-Cambió de menú –me dijo Emilio al oído.
-O a lo mejor no le hizo nada al hombre –dije-. Solamente lo
asustó.
Nunca lo supimos. Durante los días que estuve con ellos
Rosario habló poco, como poco comió y poco durmió. Tampoco
hubo sexo entre ellos, no que yo me diera cuenta. De lo que sí
hubo exceso fue de droga, hasta yo me propasé. Nos volvimos
como tres suicidas compitiendo por llegar primero a la muerte,
tres zombis frenéticos, cortándonos con nuestras rabias afiladas,
con nuestros sentimientos punzantes, hiriéndonos a punta de
silencio, acallando lo que sentíamos con droga, solamente
mirándonos y metiendo. Después, no recuerdo al cuánto
tiempo, lloró Rosario, lloró Emilio y cuando ya no pude
aguantarme, lloré yo también, sin saber por qué precisamente, o
si hubo un motivo uno diría que fue por todo, porque es
cuando todo rebosa el alma que uno llora. Después, tampoco
recuerdo cuándo, en un instante de lucidez, tiré la toalla y me
devolví.
Los dejé solos. Por un mes no supe de ellos, ignoraba si
seguían en la finquita y en qué estado; yo por mi parte me
dediqué a recuperarme, había encontrado a mi familia hecha un
manicomio por mi culpa, todavía más cuando me vieron entrar,
cuando me vieron caer arrodillado pidiéndoles ayuda, aunque
ellos no me entendieron, pensaron que yo quería salvarme de la
droga que contamina el cuerpo y las venas y no de la otra, la
que entra por debajo y por los ojos, la que se enquista en el
corazón y lo corroe, la maldita droga que los más ingenuos
llaman amor, pero que es tan nociva y mortal como la que se
consigue en las calles envuelta en paqueticos.
-¿Cómo se quita esto? –le supliqué a mis padres, pero no me
entendieron.
Un día muy temprano, Emilio y Rosario me llamaron por
teléfono. Seguían donde yo los había dejado y en peores
circunstancias. Me pidieron que subiera, que me necesitaban
urgentemente, cosa de vida o muerte. Rosario fue quien habló.
-Si no venís me muero –me dijo con una voz distinta a la de
siempre, con un «me muero» agonizante pero sobre todo
ambiguo, con un «si no venís» suplicante y obligatorio. No dijo
nada más, solamente esa frase, no necesitó de más para que yo
estuviera con ella, con ellos, al instante. Aunque sabía que era
ella cuando la vi, se me escapó su nombre en forma de pregunta
como si no la hubiera visto nunca antes.
-Parcero –me dijo apretando su cara contra la mía-, parcerito,
siquiera viniste.
Emilio me recibió como un loco, me abrazó y me dio una
serie de inexplicables palmaditas en la espalda, aunque en su
cara no se le notó alegría por verme, más bien horror, no supe si
por mí o por lo que vivían, pero el miedo lo tenía desfigurado,
también irreconocible. En ese instante entendí a mi familia
cuando me vio llegar, y, al igual que yo hice con Rosario, me
llamaron con mi nombre en forma de pregunta como si no
hubieran reconocido a su hijo. Esa vez fue cuando Emilio me
salió con el cuento de que había matado a un tipo, y que ella
después aclaró que no había sido él sino ella y él después de
que habían sido los dos, en fin.
-Fui yo, parcero –insistió Rosario-. Yo soy la que mato.
No pude saber si era cierto. Si el crimen no sería más bien
producto de sus delirios, de sus excesos de droga, de su
encierro. También dudé si se referían al hombre que nos había
chocado en el carro, tal vez ella sí lo había matado, o quizás era
otro nuevo, no sé, era tal la confusión y el desorden de sus ideas
que nunca pude saber lo que había pasado en mi ausencia.
Incluso después, cuando volvieron a estar en sus cabales, les
pregunté por el incidente, pero ninguno de los dos recordaba
nada, a duras penas una vaga idea del infierno que habíamos
vivido en la finquita.
La razón por la cual me habían llamado me hizo
arrepentirme de haber ido a su encuentro. Me dijeron que
necesitaban plata y yo generosamente les ofrecí la poca que me
quedaba. Pero eso no era lo que buscaban.
-No, parcero –me dijo Rosario-, es que necesitamos mucha
plata.
-Pero ¿cómo cuánta? –insistí.
-Como mucha, viejo, como mucha –dijo Emilio.
Pero lo grave resultó no ser la cantidad sino el origen, el sitio
donde yo, el elegido unánimemente por ellos, debería reclamar
esa plata y la forma como tenía que reclamarla.
-Solamente deciles que vas de parte mía –dijo Rosario.
-Pero ¿por qué yo? –pregunté angustiado-. ¿Por qué no van
ustedes?
-Porque por ahora no me quieren ver –explicó Rosario.
-Entonces ¿por qué te van a dar plata?
-Porque se la voy a pedir –dijo ella-. Acordate muy bien:
tenés que decir que yo se la mando pedir por las buenas,
acordate: por las buenas.
-¿Cómo así? –volví a preguntar todavía más angustiado-.
¿Cómo así que por las buenas?
-Ellos entienden, parcero, limitate a hacer lo que te digo.
-¿Y por qué no vas vos? –le dije a Emilio.
-¡¿Yo?! –contestó la gallina-. No ves que yo soy el novio.
-Mirá, parcero –me dijo Rosario tratando de ser paciente-, si
en algo me querés, haceme ese favor.
«Si en algo me querés... –pensé yo-, el amor esgrimiendo una
de sus peores armas». Pues claro que la quería, pero ¿qué tanto
ella a mí para meterme en ésas? ¿Hasta dónde tendría que bajar
yo para justificarle o justificarme su «si en algo me querés»?
¿Qué validez tiene el chantaje en el amor, donde todo se vale?
¿Será que alguien quiere a los cobardes? ¿Al último de la fila?
-Pero ¿para qué tanta plata? –me resolví por otro tema.
-No preguntés güevonadas –me dijo Emilio-. Vas a ir ¿sí o
no?
-Pues claro que va a ir –dijo ella y me tomó la mano con
cariño-. Claro que vas a ir.
Su juego sucio me hizo descubrir el tope del amor por
alguien, el punto crítico donde ya no me importaba morir por
Rosario. La veía con mi mano entre las suyas, con sus ojos
tiernos así fuera mentira su mirada, con su lengua mojando
inútilmente sus labios secos y no podía, no quería decirle que
no. No me importaba su descaro al utilizarme, ni el falso amor
de esas manos, de esos ojos y de esa lengua. Si ya estaba
perdido nada perdía con perderme.
-Entonces ¿qué tengo que hacer?
-Nada –dijo ella como si fuera cierto-. Solamente preguntá
por él.
-¿Y cómo le dijo? –pregunté-. Señor, doctor, don...-Como vos querás –dijo ella, dulcemente.
-¿Y si me matan? –pregunté embrutecido por su dulzura.
-Pues te enterramos –contestó Emilio cagado de la risa.
Ella me apretó la mano más fuerte, y me miró engañándome
más amorosa y su lengua asesina volvió a salir esta vez un poco
más húmeda.
-Si te matan yo los mato y después me mato yo misma.
A «él» no llegué a conocerlo. Para mi suerte, la misión resultó
un fracaso, un intento que no traspasó la portería del edificio
donde supuestamente se refugiaban porque ya les habían
montado la cacería. Lo único que conseguí fue que cinco
monstruos acorazados me llevaran arrastrando hasta un garaje
para someterme a un interrogatorio de una hora, intimidado
por sus armas, insultos y risitas tenebrosas. Pero lo peor es que
todo había sido en vano: cuando volví a donde Rosario y
Emilio, todavía sin poderme sostener por el temblor en las
piernas, los encontré más ausentes y más extraños que nunca.
-¿Cuál plata? –me preguntó Emilio.
-¿De dónde es que venís? –me preguntó Rosario.
-Te la fumaste verde, viejo –me dijo él.
-Estás en la puta olla –me dijo ella y no volvieron a tocar el
tema.
Rosario tenía razón respecto al sitio donde yo estaba. A mí,
solamente a mí se me pudo haber ocurrido hacerle caso a ese
par de degenerados que no sabían ni en qué sitio del planeta se
encontraban. «Si en algo me querés...» pensé, «me pudieron
haber matado y a estos dos nadie los hubiera bajado de su
nube» pensé con rabia, «estoy en la puta olla» pensé con rabia y
tristeza.
ONCE
Yo, aquí en el hospital, esperándola a ella, recordándola y hasta
haciendo planes y preparando frases para cuando resucite,
tengo la sensación de que todo sigue igual. Que estos años que
estuve sin ella no han pasado y que el tiempo me ha llevado al
último minuto que estuve con Rosario Tijeras. Ese último
instante en que, a diferencia de otros, no me despedí. Varias
veces le había dicho «adiós Rosario» vencido por el cansancio
de no tenerla, pero a esos adioses siempre les seguían muchos
«he vuelto» y para mis adentros los eternos «no soy capaz». Y
aquí sentado me doy cuenta de que ese adiós definitivo
tampoco fue el último, otra vez he vuelto, otra vez a sus pies
esperando su voluntad, otra vez pensando cuántas otras veces
me faltarán para llegar a la definitiva y última vez. Quisiera
irme, dejarla como en tantas otras ocasiones, ya he hecho lo
suficiente, ya he cumplido, está en buenas manos, en las únicas
que pueden hacer algo por ella, ya no tiene sentido que yo siga
aquí, volviendo a lo de antes, es Emilio quien debería estar con
ella, él tiene más compromiso, pero yo, ¿qué diablos hago yo
aquí?
-Parcero –recordé-. Mi parcero.
Mis pies no atienden la voluntad de mis intenciones. A duras
penas me levanto, solamente para ver que todo sigue igual, la
enfermera, el pasillo, el amanecer, el pobre viejo dormitando, el
reloj de la pared y sus cuatro y media de la mañana. Por la
ventana, una niebla madrugadora nos deja sin montañas, borra
el pesebre y los barrios altos de Rosario, probablemente
también nos dejará sin sol este día y hasta traerá algún
aguacero, de esos que arrastran lodo y piedras y que le dejan a
uno la sensación de que ha llovido mierda.
-No me gusta cuando llueve –me había dicho una vez
Rosario.
-A mí tampoco. –Y que conste que no lo dije por complacerla.
-Parece que arriba estuvieran llorando los muertos, ¿no
cierto? –dijo.
Me la habían devuelto media después de la temporada de
drogas en la finquita. Emilio la había dejado en su apartamento
y me llamó para advertirme. Él no andaba en mejores
condiciones, pero al menos tenía un sitio donde llegar y no
sentirse solo.
-Cuidala vos, viejo –me dijo-. Yo ya no puedo.
Me volé para donde ella. Había dejado la puerta abierta y
cuando entré la encontré mirando la lluvia, desnuda desde la
cintura para arriba, sólo con sus bluyines y descalza. Al
sentirme se volteó hacia mí y me miraron sus senos, sus
pezones morenos electrizados por el frío. No la conocía así, tal
vez parecida en la imaginación de mi sexo solo, pero así, tan
cerca y tan desnuda...
-Por Dios, Rosario, te vas a enfermar –le dije.
-Parcerito –me dijo ella y se me arrojó en un abrazo, como
siempre que se veía irremisiblemente perdida.
La cubrí, la llevé hasta la cama, la arropé con las cobijas,
busqué con la mano algún rastro de fiebre en sus mejillas, le
acaricié el pelo hacia atrás, le hablé dulcemente, con el tono
maricón que ella tanto odiaba, pero que yo no podía evitar al
verla así, derrumbada, abatida, demacrada, pero sobre todo, tan
sola y tan cerca de mí.
-Estoy mamada, parcero, mamada de todo –apenas si le salía
la voz.
-Yo te voy a cuidar, Rosario.
-Voy a dejarlo todo, parcero, todo. Voy a dejar esto que me
está matando, voy a dejar esta vida maluca, los voy a dejar a
ellos, voy a dejar de ser mala, parcero.
-Vos no sos mala, Rosario. –Le dije convencido.
-Sí, parcero, vos sabés que sí.
Le pedí que no hablara más, que descansara, que tratara de
dormir. Entonces cerró los ojos obedeciendo, y la vi tan pálida,
tan consumida, tan escasa de vida que no pude evitar
imaginármela muerta, me recorrió un pavor inmenso que me
hizo apretarle las manos y después inclinarme, para darle sin
inhibición un beso en la frente.
-Yo te voy a cuidar, Rosario.
En un suspiro botó parte de su cansancio, sentí que tomó aire
nuevo, el buen aire con el que soñaba, el de sus nuevos
propósitos, sentí que soltó mi mano y que descansaba, la arropé
hasta el cuello, cerré las cortinas, caminé sigiloso hasta la
puerta, pero no fui capaz de dejarla sola, me senté a su lado, a
mirarla.
-Te quiero mucho, Rosario –lo dije en voz alta, pero con la
seguridad de que estando profunda ya no me escuchaba.
Me quedé en su casa durante los días siguientes para
cuidarla y acompañarla en su estado. Fueron días muy difíciles.
Rosario se hundía vertiginosamente en su depresión y de paso
me arrastraba. Trataba de dejar infructuosamente la droga, en
las noches me tocaba salir, presionado por su desesperación, a
buscarle algo en las «ollas» más tenebrosas. Pero a la mañana
siguiente volvía a llorar la culpa de su recaída, maldecía la vida
que vivía y nuevamente juraba sus buenos propósitos.
-No sé qué será mejor, si morirme o quedarme así.
-No hablés bobadas, Rosario.
-Es en serio, parcero, es una decisión muy difícil.
-Entonces quedate así.
De lo que sí estaba seguro era de que su angustia no se debía
exclusivamente a la droga. Fueron las circunstancias que la
llevaron a ella, las que precisamente sumergieron a Rosario en
el fondo de lo que ya se había llenado. La droga fue el último
recurso para paliar el daño que la vida ya le había hecho, la
cerca falsa que uno construye al borde del abismo.
-Tiene que haber una salida –le decía yo-. La famosa luz al
final del túnel.
-Es lo mismo.
-No te entiendo, Rosario.
-Que la famosa luz no alumbra nada nuevo, nada distinto a
lo que había al entrar al túnel.
Va uno a ver y es cierto. No hay gran diferencia entre los
paisajes de entrada y de salida. Entonces sólo queda la mentira
como única motivación para vivir.
-Si el túnel es largo como el tuyo, podés entrar con lluvia y
salir con sol, eso sí se puede.
-¿Y a mí quién me garantiza, parcero, que no vuelve a llover?
Me hizo recordar a las ballenas testarudas que no quieren
regresar al mar. Por más que yo intentaba arrastrarla hacia la
luz, ella ayudada por mi peso buscaba hundirse más, como si
fuera un propósito. Finalmente acepté que yo no podía hacer
nada por ella, que mi única alternativa era estar a su lado y
esperar a que al menos rebotara en su caída.
-Si no te mentís y no te ilusionás, nunca vas a lograrlo,
Rosario –fue lo último que le dije antes de mi resignación.
Yo por mi parte opté por esa fórmula. Soñé con una Rosario
recuperada, llena de vida, y la mentira en su punto extremo:
llena de amor por mí. Una ilusión que duró lo que dura una
pregunta.
-¿Qué has sabido de Emilio?
Le respondí la verdad, que nada. Pero no le conté por qué no
sabía nada de él. En mi respuesta le debí haber hablado de mi
encierro y mi dedicación a ella, de las noches que me pasé
mirándola dormir, de las alternativas que busqué para sacarla
de su hueco, del placer que me producía saberme a solas con
ella, así fuera en la agonía. Por eso y por mucho más –porque
no le mencioné mis celos- no sabía nada de Emilio ni del
mundo de afuera, ni siquiera el mes, el día y la hora, ni siquiera
mi nombre porque lo único que escuchaba era su « parcero,
parcerito» sonando a súplica y a lamento.
Después de un tiempo abrimos las ventanas. Fue un buen
síntoma de nuestra mejoría. El apartamento se llenó de una luz
que entonces nos pareció más fuerte de lo normal. Ya nos
habíamos habituado a la oscuridad día y noche, al encierro de
los desahuciados, a no tener tiempo ni lugar en este mundo.
Pero de pronto sentí el correr de una cortina y después de otra y
después del resto. Era ella quien las abría, de un solo jalón, con
un fuerte impulso. Yo salí con los ojos apretados por la luz del
sol o tal vez porque la esperanza volvía a brillar en esas
ventanas.
-A este apartamento no le cabe el polvo –dijo ella-. Hay que
hacerle una limpieza general. Como dice doña Rubi: que la
pobreza no se confunda con el desaseo.
-Perdoname, Rosario –le dije-, pero ¿de qué pobreza estás
hablando?
-Todo esto es prestado, parcero –dijo-. El día menos pensado
les da la ventolera y me lo quitan.
Se metió a la cocina y la vi salir al instante con la aspiradora,
trapos, escobas y balde, se recogió el pelo, se tiró un trapo sobre
el hombro, se dispuso a enchufar el aparato pero se percató de
mi asombro.
-¿Qué estás haciendo ahí parado? –preguntó.
-¿Qué vas a hacer, Rosario?
-Querrás decir qué vamos a hacer –dijo-. Vamos a limpiar,
parcerito, y no te hagás el güevón, vení y cogé.
-¿Y por qué no llamás a la señora que te hace el aseo?
-¡Qué señora ni qué mierda! –dijo-. Yo me encargo del salón
y la cocina y vos de los cuartos. ¡Pero hacele que no es para
mañana!
Me entregó los utensilios, conectó la aspiradora, pero me
pareció que la máquina era ella y que era a ella a la que le
llegaba la energía del tomacorriente. «¿Rosario limpiando? –
pensé cuando entré a las áreas que me había asignado-, no sé si
es para preocuparse o para cagarse de la risa». Pero sí me
preocupé cuando me vi cargando los bártulos que Rosario me
había entregado y que apenas sospechaba cómo se usaban. «Si
Emilio me viera», pensé y después no pude evitar pensar
seriamente en Emilio.
Después, él mismo me había de contar por todas las que
había pasado. O en sus propias palabras: cómo lo pasaron,
porque su familia lo movió entre médicos, psicólogos,
terapeutas, buscando que alguno le ordenara un tratamiento
fuera del país o, de acuerdo con las intenciones de su familia,
fuera de Rosario; sin embargo él, a pesar de su estado de
aparente ingravidez, sacó siempre alguna fuerza para
pronunciar un definitivo «no me voy y no me voy», lo cual
llevó a su familia a mover su propuesta al otro lado, es decir, a
sacar a Rosario. Las consecuencias, como era de suponer, no
pudieron ser peores. Cuando la vi salir de su cuarto pensé que
había recaído, yo todavía no sabía que había contestado una
llamada de la familia de Emilio. Salió envuelta en llamas.
-¡Partida de hijueputas!
-¡¿Qué pasó, Rosario?!
-¡Los voy a matar! ¡Me los voy a tumbar a todos, maldita sea!
-Pero qué, ¿qué pasó?, ¿quién era?, ¿eran «ellos»?
-¡¿Ellos?! ¿Cuáles «ellos»? ¡Estos hijueputas son peores que
«ellos»!
En medio de su diatriba pude descifrar de qué y de quiénes
se trataba. Estaba como una loca, pasaba el tiempo y no se
calmaba, al contrario, parecía ponerse peor; sentí miedo por su
salud, por su estado, por su recuperación, pensé que
perderíamos todo el trabajo que con tanta dificultad habíamos
hecho. Traté inútilmente de tranquilizarla, pero ya la conocía,
sabía que era cuestión de esperar, pero ella no paraba.
-¡Malparidos hijueputas!
-No les parés bolas, Rosario.
-¡¿Bolas?! ¿Sabés qué les dije? ¿Qué les contesté a esas
gonorreas? Que cogieran su plata, sus buenos propósitos, su
«sólo queremos ayudarte», su «es por el bien de todos», su
«somos gente bien», sus apellidos, su reputación, que cogieran
todo eso y que hicieran un rollito y se lo metieran por el culo,
¡ah!, y también les dije que si les quedaba espacio, también se
metieran a Emilio.
-¡¿Vos les dijiste todo eso?!
-¡Todo eso y mucho más!
Solté una carcajada tan grande que Rosario no pudo evitar
contagiarse y cuando la vi reírse me tranquilicé, el fuego
comenzaba a apagarse, aunque estaba seguro, y no me
equivoqué, de que la casa de Emilio comenzaba a arder, pero
me seguí riendo al imaginarme sus caras y el revuelo que la
irreverente lengua de Rosario estaría causando, o tal vez, y esto
lo pensé después con algo de remordimiento, mi placer tendría
que ver más con Emilio en los intestinos de su familia que con
los improperios de mi Rosario.
Sin embargo, el incidente tuvo repercusiones en su
comportamiento. Desde el día en que ella decidió abrir
ventanas, hasta la llamada de la familia de Emilio, el estado
anímico de Rosario era floreciente y por lo tanto el mío también.
Nos dedicamos exclusivamente a nosotros mismos, todavía
aislados del mundo pero saliendo a flote desde la oscuridad.
Nunca antes, ni después, habíamos estado el uno con el otro, ni
siquiera en esas horas de nuestra noche juntos, esa maldita
noche que vendría después y que me hizo creer que por tener a
Rosario desnuda debajo de mi cuerpo yo ya era feliz. No, ahora
que miro hacia atrás no me cabe la menor duda de que mis
mejores momentos con ella fueron cuando juntos buscamos la
luz en ese túnel en el que Rosario no creía. No alcanzamos a
llegar hasta el resplandor, pero el trayecto que logramos
recorrer fue suficientemente luminoso para dejarme
encandilado de por vida. Poco a poco Rosario había pasado de
la ansiedad a la ternura, me sorprendió con nuevas facetas que
aunque yo intuía nunca pensé que iba a conocer, y mucho
menos a saborear. Si alguien la hubiera conocido en esos días,
jamás hubiera imaginado su agresividad, su violencia, su pelea
con la vida. Hasta yo llegué a ilusionarme con la idea de
Rosario curada de su pasado. Usaba un tono más dulce al
hablar que hacía juego con su mirada, con palabras tranquilas
me contaba sus planes, lo que sería su nueva vida, lo que
dejaría definitivamente, lo que borraría de su historia para
empezar de nuevo.
-Ése va a ser mi último crimen, parcero –me decía.- Voy a
matar todo lo de antes.
Había recuperado su belleza brusca y nuevamente la palidez
le dio paso a su color mestizo. Había vuelto a sus encantos, a
sus bluyines apretados, a sus camisetas ombligueras, a los
hombros destapados, a su sonrisa con todos los dientes. Había
vuelto a lo que era antes, pero distinta, más exquisita, más
dispuesta para la vida, más deliciosa para quererla, pero ése
era, precisamente, el único aspecto que no cambiaba, cómo no
quererla si cada día la quería más, si con su nueva actitud se
parecía más a lo que yo soñaba, a lo que siempre esperé de ella.
Cómo quererla y no perderme, cómo dejar de ser su «parcero»
y volverme exclusivo, imprescindible, parte, motivo, necesidad,
alimento para Rosario. Cómo hacerle saber que mis abrazos
tenían ganas de quedarse cerrados para siempre, que mis besos
en su mejilla querían deslizarse hasta la boca, que mis palabras
se quedaban a medias; cómo explicarle que ya la había tenido
muchas noches y que la había paseado por mi existencia,
imaginándomela en mi pasado y contando con ella para el resto
de mi vida. Sin embargo, aún viéndola nueva, con planes y
propósitos, aún sabiendo a Emilio culo arriba, a Ferney cada
vez más lejos de sus intenciones y a los duros de los duros
escondiéndose del gobierno, aún así el dilema seguía, y así todo
cambiara, todo para mí seguía igual, como el primer día en que
me desperté asustado, dizque enamorado de Rosario Tijeras.
Lo que al comienzo fue un encierro tormentoso, se convirtió
en unas vacaciones que uno hubiera querido para siempre. Sin
salir del apartamento, sentía que salía a pasear con Rosario de
la mano, me sentía, al escuchar su voz con su nuevo tono, en
medio de una pradera verde con brisa fresca, con los brazos
abiertos y al igual que una cometa esperando viento. Quería
que así siguiera la vida, sin intrusos, sin los inoportunos
habitantes que vivían en Rosario. Llegué hasta perdonarme por
desear perdido a mi mejor amigo, por descuidar a mi familia,
por haber abandonado todo por una mujer, pensaba que valía
la pena toda mi entrega, antes que traidor e ingrato me sentía
redentor, que por obrar en nombre del amor se me perdonarían
todos los daños. Después supe que el perdón había llegado por
conmiseración, porque a quienes les fallé entendieron el error
que yo no veía por ser parte de él, pero que no tardé mucho en
ver, porque después de tantas noches boquiabierto escuchando
a Rosario deleitarse con sus propias historias, con sus planes y
sus sueños, después de muchos abrazos para comprometerme
en sus buenos propósitos, después que la creía recuperada de
sus males, después, una noche nos despertó el teléfono y yo
contesté, precisamente yo para que no quedara ninguna duda
de mi error, contesté y fui a su cuarto a despertarla.
-Es una mujer –dije todavía esperanzado en que fuera una
equivocación-. No dijo quién era.
-Rosario encendió su lámpara de noche y se quedó pensativa;
yo creí que se estaba dando tiempo para despertarse, pero su
entumecimiento tenía que ver exclusivamente con la llamada.
-Pasámela –dijo finalmente, y después, lo peor-: Cerré la
puerta.
Yo colgué mi extensión con ganas de no hacerlo, quería
corroborar el motivo de mi zozobra, pero no me permití algo
tan directo; me decidí por algo menos atrevido y me paré al
lado de su puerta a escuchar, pero no fue mucho lo que capté,
solamente una serie de «sí... sí...sí» que a medida que escuchaba
me deslizaban hacia el piso, donde terminé, a ras con mi ánimo,
después de tantos síes y después de un fulminante «deciles que
ya voy para allá». La sentí prender luces, abrir cajones y puertas
y hasta escuché la llave del baño. No recuerdo cuánto tiempo
pasó antes que saliera en carrera con su bolso de viaje, con las
llaves del carro en su mano, tan distraída y presurosa que no
me vio echado a su puerta como un perro. No se despidió ni
dejó nota, de todas maneras no me hicieron falta esos detalles,
no necesitaba ninguna explicación, la vida había retomado su
curso.
-Otra vez –me dije, sin poderme parar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario