La noche del
eclipse
GABRIEL gARCÍA mÁRQUEZ
Otros
misterios de aquel hotel extravagante no fueron tan fáciles para Ana Magdalena
Bach. Cuando encendió un cigarrillo se disparó un sistema de timbres y luces, y
una voz autoritaria le dijo en tres idiomas que estaba en una habitación para
no fumadores, la única que encontró libre una noche de ferias. Tuvo que pedir
ayuda para aprender que con la misma tarjeta de abrir la puerta se encendían
las luces, la televisión, el aire acondicionado y la música de ambiente. Le
enseñaron a digitar en el teclado electrónico de la bañera redonda para regular
la erótica y la clínica de jacuzzi. Loca de curiosidad se quitó la ropa
ensopada de sudor por el sol del cementerio, se puso el gorro de baño para
protegerse el peinado y se entregó al remolino de la espuma. Feliz, marcó a
larga distancia el teléfono de su casa, y le gritó al marido la verdad:
"No te imaginas la falta que me haces". Fueron tan vívidos los fieros
que le hizo, que él sintió en el teléfono la excitación de la bañera.
Ella sintió entonces en su muslo lo que
él había querido que sintiera para marcar su territorio, y se maldijo por el
batir de su sangre en las venas y el fogaje de su respiración, pero supo
oponerse a la segunda botella de champaña
Loca de curiosidad se quitó la ropa
ensopada de sudor por el sol del cementerio, se puso el gorro de baño para
protegerse el peinado y se entregó al remolino de la espuma
La asombró la maestría de mago de salón
con que la desnudó pieza por pieza, casi hilo por hilo, con la punta de los
dedos y sin tocarla apenas, como deshollejando una cebolla
Moderó las luces, puso la música de
ambiente y sirvió dos copas de champaña del minibar con la maestría de un
director de orquesta
-Carajo
-dijo- éste me lo debes.
Ella
había pensado pedir al cuarto algo de comer para no tener que vestirse, pero el
recargo por el servicio de habitación la decidió a comer como pobre en la
cafetería. El vestido de seda negra, tubular y demasiado largo para la moda, le
iba bien con el peinado. Se sintió medio desvalida con el escote, pero el
collar, los aretes y las sortijas de esmeraldas falsas le subieron la moral y
aumentaron el fulgor de sus ojos.
-¿Bailamos?
Estaban
tan cerca, que ella percibió el tenue olor de su timidez detrás de la loción de
afeitar. Entonces lo miró por encima del hombro, y se quedó sin aliento.
"Perdone", le dijo aturdida, "pero no estoy vestida para
bailar". La réplica de él fue inmediata:
-Es
usted la que viste el vestido, señora.
La
frase la impresionó. Con un gesto inconsciente se palpó los pechos intactos,
los brazos desnudos, las caderas firmes, hasta comprobar que su cuerpo estaba
en realidad donde lo sentía. Entonces miró de nuevo por encima del hombro, ya
no para reconocerlo, sino para apropiárselo con los ojos más bellos que él
vería jamás.
-Es
usted muy gentil -le dijo con encanto-. Ya no hay hombres que digan esas cosas.
Entonces
él se puso a su lado y le reiteró en silencio la invitación a bailar. Ana
Magdalena Bach, sola y libre en su isla, se agarró de aquella mano con todas
las fuerzas de su alma como al borde de un precipicio.
Bailaron
tres valses a la manera antigua. Ella supuso desde los primeros pasos, por el
cinismo de su maestría, que él era otro profesional alquilado por el hotel para
animar las noches, y se dejó llevar en círculos de vuelo, pero lo mantuvo firme
a la distancia de su brazo. Él le dijo mirándola a los ojos: "Baila como
una artista". Ella sabía que era cierto, pero sabía también que él se lo
habría dicho de todos modos a cualquier mujer que quisiera llevarse a la cama.
En
el segundo valse, él trató de apretarla contra su cuerpo, y ella lo mantuvo en
su lugar. Él se esmeró en su arte, llevándola por la cintura con la punta de
los dedos, como una flor. A la mitad del tercer valse ella lo conocía como si
fuera desde siempre.
Nunca
había concebido a un hombre tan anticuado en un empaque tan bello. Tenía la
piel lívida, los ojos ardientes bajo unas cejas frondosas, el cabello de
azabache absoluto aplanchado con gomina y con la línea perfecta en el medio. El
esmoquin tropical de seda cruda ceñido a sus caderas estrechas completaba su
estampa de lechuguino. Todo en él era tan postizo como sus maneras, pero los
ojos de fiebre parecían ávidos de compasión.
Al
final de la tanda de valses él la condujo a una mesa apartada sin anuncio ni
permiso. No era necesario: ella lo sabía todo de antemano, y se alegró de que
él ordenara champaña. El salón en penumbra era bueno para vivir, y cada mesa
tenía su propio ámbito de intimidad.
Ana
Magdalena calculó que su acompañante no pasaba de los treinta años, porque
apenas si daba pie con el bolero. Ella lo encaminó con tacto sereno, hasta que
él encontró el paso. Lo mantuvo a la distancia, para no darle el gusto de que
sintiera en sus venas la sangre enfebrecida por la champaña. Pero él la forzó,
primero con suavidad, y después con toda la fuerza de su brazo en la cintura.
Ella sintió entonces en su muslo lo que él había querido que sintiera para
marcar su territorio, y se maldijo por el batir de su sangre en las venas y el
fogaje de su respiración, pero supo oponerse a la segunda botella de champaña.
Él debió notarlo, pues la invitó a un paseo por la playa. Ella disimuló su
disgusto con una frivolidad compasiva:
-¿Sabe
qué edad tengo?
-No
puedo imaginarme que usted tenga una edad -dijo él.
-Sólo
la que usted quiera.
No
había acabado de decirlo cuando ella, hastiada de tanta mentira, le planteó a
su cuerpo el dilema terminante: ahora o nunca. "Lo siento", dijo,
poniéndose de pie. Él se sobresaltó.
-¿Qué
ha pasado?
-Tengo
que irme -dijo ella-. La champaña no es mi fuerte.
Él
propuso otros programas inocentes, sin saber quizás que cuando una mujer se va
no hay poder humano ni divino que la detenga. Por fin se rindió.
-¿Me
permite acompañarla?
-No
se moleste -dijo ella-. Y gracias, de veras, fue una noche inolvidable.
En
el ascensor estaba ya arrepentida. Sentía un rencor feroz contra sí misma, pero
la compensaba el placer de haber hecho lo que correspondía. Entró en el cuarto,
se quitó los zapatos, se tiró bocarriba en la cama y encendió un cigarrillo.
Casi al mismo tiempo llamaron a la puerta, y ella maldijo el hotel donde la ley
perseguía a los huéspedes hasta su intimidad sagrada. Pero el que tocó no era
la ley, era él.
Parecía
una figura del museo de cera en la penumbra del corredor. Ella lo comprobó con
la mano en el pomo de la puerta, sin una pizca de indulgencia, y al fin le
cedió el paso. Él entró como en su casa.
-Ofrézcame
algo -dijo.
-Sírvase
usted mismo -dijo ella-. No tengo la menor idea de cómo funciona esta nave
espacial.
Él,
en cambio, lo sabía todo. Moderó las luces, puso la música de ambiente y sirvió
dos copas de champaña del minibar con la maestría de un director de orquesta.
Ella se prestó al juego, no como ella misma, sino como protagonista de su
propio papel. Estaban en el brindis cuando sonó el teléfono, y ella contestó
alarmada. Un oficial de la seguridad del hotel le advirtió muy amable que
ningún invitado podía permanecer en una suite después de la medianoche sin
registrarse en la recepción.
-No
necesita explicármelo, por favor -lo interrumpió ella, abochornada-. Perdone
usted.
Colgó
con la cara congestionada por el rubor. Él, como si hubiera oído la
advertencia, la justificó con una razón fácil: "Son mormones". Y sin
más vueltas la invitó a contemplar un eclipse total de luna desde la playa. La
noticia era nueva para ella. Tenía una pasión infantil por los eclipses, pero
toda la noche se había debatido entre el decoro y la tentación, y no encontró
un argumento válido para no aceptar.
-No
tenemos escapatoria -dijo él-. Es nuestro destino.
La
invocación sobrenatural la dispensó de escrúpulos. Así que se fueron a ver el
eclipse en la camioneta de él, a una bahía escondida en un bosque de cocoteros,
sin huellas de turistas. En el horizonte se veía el resplandor remoto de la
ciudad, y el cielo era diáfano y con una luna solitaria y triste. Él estacionó
al abrigo de las palmeras, se quitó los zapatos, se aflojó el cinturón y abatió
el asiento para relajarse. Ella descubrió que la camioneta no tenía más que los
dos asientos delanteros, que se convertían en camas con sólo apretar un botón.
El resto era un bar mínimo, un equipo de música con el saxo de Fausto Papetti,
y un baño minúsculo con un bidé portátil detrás de una cortina carmesí. Ella
entendió todo.
-No
habrá eclipse -dijo-. Sólo pueden ser en luna llena, y estamos en cuarto
creciente.
Él
se mantuvo imperturbable.
-Entonces
será de sol -dijo-. Tenemos tiempo.
No
hubo más trámites. Ambos sabían ya a lo que iban, y ella sabía además qué era
lo único distinto que podía esperar de él desde que bailaron el primer bolero.
La asombró la maestría de mago de salón con que la desnudó pieza por pieza,
casi hilo por hilo, con la punta de los dedos y sin tocarla apenas, como
deshollejando una cebolla. Con la primera embestida del minotauro ella se
sintió morir por el dolor con una humillación atroz de gallina descuartizada.
Quedó sin aire y empapada en un sudor helado, pero apeló a sus instintos
primarios para no sentirse menos ni dejarse sentir menos que él, y se
entregaron juntos al placer inconcebible de la fuerza bruta subyugada por la
ternura. Ana Magdalena no se preocupó por saber quién era él, ni lo pretendió,
hasta unos tres años después de aquella noche inolvidable, cuando reconoció en
la televisión su retrato hablado de vampiro triste, solicitado por todas las
policías del Caribe como estafador y proxeneta de viudas alegres y solitarias,
y probable asesino de dos.
© GABRIEL GARCÍA
MÁRQUEZ, 2003
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