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jueves, 9 de marzo de 2023

Lectura del capítulo primero de la novela La carne, de Rosa Montero

Capítulo  1

 La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir. Y el momento justo de la acción es tan confuso, tan resbaladizo y tan efímero que lo desperdicias mirando con aturdimiento alrededor. 

Esa madrugada de octubre, sin embargo, Soledad estaba mucho más furiosa que aturdida. Demasiada ira es como demasiado alcohol, produce una intoxicación que te hace perder lucidez y criterio. Las neuronas se funden, la razón se rinde a la obcecación y sólo cabe un pensamiento en la cabeza: venganza, venganza, venganza. Bueno, tal vez quepan un pensamiento y un sentimiento: venganza y dolor, venganza y mucho dolor. 

Imposible pensar en acostarse en ese estado, aunque a las nueve de la mañana tenía una cita muy importante en la Biblioteca. Pero en esas condiciones de incendio mental la cama sólo agravaba la situación. La oscuridad de las noches estaba llena de monstruos, en efecto, como Soledad temía y sospechaba en la niñez; y los ogros se llamaban obsesiones. Soltó un suspiro que sonó como un rugido y volvió a pinchar en el enlace. La página se abrió de nuevo, un diseño elegante en gris y malva. Buscó la pestaña que decía «Galería» y entró. Aparecieron los tres primeros chicos en la pantalla; una foto de cada uno y una descripción sucinta, el nombre, la edad, la altura, el peso, el color de cabello y de ojos, la condición física. Atlética. Todos decían atlética, incluso aquellos que se veían un poco pasados de peso. En la primera foto casi todos estaban vestidos; pero si pinchabas en las imágenes salían dos o tres instantáneas más de cada hombre, por lo general alguna con el pecho descubierto y la cintura del pantalón más bien caída, dejando ver un tenso y tentador palmo de piel bajo el ombligo. Un par de ellos, más arriesgados, aparecían desnudos de cuerpo entero, aunque, eso sí, tumbados boca abajo y entre sombras, mostrando tan sólo la cúpula perfecta de las nalgas. En conjunto eran fotos bastante buenas, hechas con cierto gusto. Se notaba que se trataba de una página cara.

 ParaComplacerALaMujer.com. Eran escorts, gigolós. Prostitutos. El servicio mínimo, dos horas, costaba trescientos euros, hotel incluido. Las mujeres perdiendo, como siempre, rumió Soledad: los putos eran más caros que las putas.

 Volvió a repasar la galería con cuidado. Había cuarenta y nueve hombres, la inmensa mayoría en la treintena, unos cuantos en la veintena, dos o tres de más de cuarenta años. Varios negros. No se podía decir que los chicos fueran feos; de hecho, casi todos respondían al patrón convencional de varón joven, fuerte y de facciones regulares. Pero, salvo uno o dos, no le gustaban. Los más guapos le parecían modelos de plástico, retocados y relamidos, sin expresión ni personalidad. Y a los menos agraciados les veía una tremenda cara de brutos. 

 Claro que Soledad siempre había sido difícil de contentar: su deseo era exigente, tiquismiquis y tiránico. En cualquier caso, ahora ni siquiera tenía que desear al gigoló. Sólo estaba buscando a alguien con un aspecto arrebatador. Un acompañante espectacular que le hiciera sentir celos a Mario. O por lo menos, si no celos, que viera que ella se las arreglaba muy bien sin él. Imaginó por un instante la escena en la ópera.

 Por ejemplo: ella entrando en el Teatro Real acompañada por el bombón y coincidiendo con Mario y su mujer en el vestíbulo; y ella serena, liviana, impertérrita, dejando caer sobre su antiguo amante una ojeada helada y altiva; desde luego le iba a ser difícil mirar desde arriba a alguien que medía diez centímetros más que ella, pero, en su imaginación, Soledad conseguía cuadrar a la perfección esa geometría del desprecio. Y otro ejemplo: ella sentada en el patio de butacas, él incrustado aburridamente con su mujer dos filas más atrás: y Soledad dedicada por entero al chico guapísimo, toda sonrisas y luz en los ojos, la perfecta estampa de la felicidad. Le diría al escort que le pasara de cuando en cuando el brazo por los hombros, que mostrara cariño, todo muy sutil, sin darse ni siquiera un beso, la insinuación elegante de la carne escocía mucho más. ¡O por ejemplo! ¿Y si, al entrar o salir, se topaban de frente y no había más remedio que saludarse? ¿Y si, en su nerviosismo, Mario le presentaba a su esposa? A su esposa embarazada. Con una pequeña cosa en la barriga. Pequeña todavía, inapreciable en el perfil de esa mujer joven y quizá guapa, pero palpitando ahí dentro, esa pequeña cosa llena de vida aferrada con sus uñitas transparentes a la placenta o a las tumefactas paredes del útero o a donde demonios fuera que se agarraran las pequeñas cosas. Bien; si Mario la saludaba y le presentaba a la tal Daniela, Soledad sonreiría en la plenitud de la dicha y le presentaría a... ¿Rubén, Francis, Jorge? No había decidido todavía a qué gigoló contratar. Repasó una vez más la galería. En realidad no le servía casi ninguno. 

Todos tenían un aspecto algo inadecuado. La mayoría eran un poco horteras, con pinta de guapos de discoteca o de animales de gimnasio. En fin, nada ajustado a lo que ella quería. Porque Mario era... Era tan atractivo, tan viril, con ese cuerpazo y esos ojos verdes. Informático, cuarenta años. Naturalmente elegante. Naturalmente inteligente. No demasiado culto, pero ansioso por saber. Una esponja. Por ejemplo, se había aficionado a la ópera con ella. Soledad había desarrollado su gusto musical. En el año y pico que estuvieron juntos, le regaló varios cedés, grabaciones memorables y exquisitas. Y ahora la traicionaba así. Con la otra. Con su mujer.

«Nick. 34 años. 1,87, pelo castaño, ojos azules, complexión atlética, habla

español, inglés y catalán».

Espléndidos pectorales y un abdomen suculento ofrecido a través de la camisa sin

abotonar, pero ¿y esos ojos pequeños de mirada obtusa, ese tupé espantoso esculpido

con un fijador tan fuerte que más que un arreglo capilar parecía un nido de

golondrina?

Pero lo verdaderamente imperdonable, lo que había hecho que se le disparara la

furia, era que se trataba de Tristán e Isolda. La primera vez que hicieron el amor fue

en casa de Soledad, a media tarde (las relaciones con hombres casados siempre se

consuman a horas extemporáneas, por la mañana, en el almuerzo, a la hora de la

siesta, rara vez por las noches), y ella, por supuesto, había endulzado el encuentro

poniendo música. El iPod funcionaba en modo aleatorio, y justo cuando Mario y

Soledad estaban lanzándose al asalto final, justo cuando sus piernas se enredaban con

una ansiedad casi dolorosa y al respirar se tragaban el aliento del otro; justo cuando

en el propio pecho retumbaba el corazón del amante y los vientres eran húmedas

ventosas, justo entonces, en fin, empezó a sonar el estremecedor canto de Isolda, su

Liebestod, su muerte de amor, el aria final del tercer acto y de la ópera entera. Y

Soledad al principio pensó: ah, qué desastre, esto no pega ahora, esto es demasiado

grandioso, demasiado difícil, esto nos va a sacar de situación; pero lo pensó sólo

durante medio segundo, porque estaba concentrada en sus sensaciones y en su piel,

indistinguible ya de la piel del otro. Y entonces siguieron avanzando y hundiéndose

cada vez más, siguieron galopando y ardiendo, y la música también ardió y avanzó, la

música los acompañó en ese crescendo de furiosa belleza, y cuando todo estalló al

mismo tiempo, la música y la carne, una supernova redujo a cenizas la habitación y

destruyó el planeta.

Eones después, los supervivientes del apocalipsis empezaron a moverse

cautelosamente. Mario alzó con esfuerzo la cabeza, sus ojos verdes tan oscuros que

parecían negros, y preguntó en un sobrecogido susurro:

—¿Qué… era… eso… tan… impresionante?

Era la muerte de amor de Isolda, el primer fragmento de ópera que Mario

escuchaba en su vida, al menos el primero que escuchaba con el corazón. Y le gustó.

Puede que el lector opine que Wagner no parece lo más apropiado para un encuentro

sexual, que es demasiado denso para la vertiginosa ligereza del deseo y demasiado

sublime para la torridez grosera de los cuerpos y para el chapoteo de los humores; y

debo reconocer que, como hemos visto, la propia Soledad temió que fuera así; pero

ahora ella sostiene con energía frente al mundo (porque Soledad suele mantener

intensas conversaciones con el mundo, a veces interiores y en ocasiones también en

voz alta, es decir, habla sola) que  este  Liebestod es la música más majestuosamente

erótica que pensarse pueda, y que, si no has hecho alguna vez el amor con Wagner,

sin duda te estás perdiendo algo tremendo.

El caso es que la ruptura con Mario había sido difícil pero por otra parte

comprensible. Como en todas las relaciones de Soledad, el final estuvo en el

horizonte desde el primer momento. Se escribieron tiernas cartas de despedida, se

dijeron lindezas, Soledad lloró mucho y se quiso morir durante algunos días. En fin,

lo normal. Dos meses más tarde, Soledad se enteró de que Daniela estaba

embarazada. Dolió. Sin duda por eso habían terminado. Pero tampoco fue algo

sorprendente, Soledad lo sabía, sabía desde siempre que Mario quería tener hijos. No

era nada nuevo, se repitió, intentando amansar a la fiera de su interior. Transcurrió

otro desasosegado mes y se acercaron peligrosamente dos fechas fatídicas: su

cumpleaños y la representación de Tristán e Isolda en el Teatro Real, para la que ella

había sacado dos entradas hacía mucho tiempo. En un momento de debilidad, le

envió un estúpido whatsapp a Mario: «¿Por lo menos me echas de menos alguna vez?

Tengo entradas para Tristán e Isolda en el Real el día 2, pero no sé si reuniré fuerzas

para ir». A lo que él contestó: «Yo también he sacado entradas para la ópera el día 2».

Fue como si le hubieran cortado la cabeza con un hacha. Un golpe fulminante de

verdugo. Tras el primer agudo e inesperado dolor, un maremoto de furia la arrasó.

¿Ni siquiera eso le iba a quedar? ¿Ni siquiera esa música, que era el emblema más

profundo de la intimidad que habían compartido, se libraría de ser manchada, herida,

deglutida y acaparada por la futura parturienta? «Ah, vaya, ¿vas con Daniela? Pues

nada, allí nos veremos», contestó. Y supo que le estaba arrojando el guante de un

duelo.

Por consiguiente, desde aquel día Soledad no había hecho otra cosa que rumiar su

rabia y preparar sus armas para el encuentro. Como no tenía un amigo lo bastante

guapo con el que ir (en realidad, y haciendo honor a su nombre, Soledad tenía

poquísimos amigos), decidió recurrir a un profesional. El escort sería su pistola. Una

metáfora apropiadamente fálica.

«Adam. 32 años. 1,91, pelo negro, ojos color miel, complexión atlética, habla

español, inglés y francés».

Soledad suspiró. Éste sí, éste serviría. Si de verdad se iba a atrever a dar el paso,

sería con él. Cuanto más lo miraba, más le gustaba. Con la curiosa coincidencia de

que incluso se parecía bastante a Mario: la misma melena corta negra, un poco

ondulada, abundante; el mismo rostro fino de labios delgados, pómulos marcados y

mandíbula poderosa. Manos de dedos largos, maravillosas. Los ojos castaños, un

color más vulgar que el verde de Mario, pero profundos, hermosos. Y esos hombros

anchos y redondos, esa cintura breve, ese pecho depilado, terso como un tambor.

Tenía un aspecto formidable de pianista romántico cruzado con musculoso trapecista.

Una pinta elegante, interesante, un poco oscura. Era más guapo que Mario.

Bueno, tenía que decidirse, resopló. Estaba nerviosa. Pero tenía que decidirse

porque el día de la ópera se le venía encima. Se imaginó acudiendo al Real con

alguna conocida o incluso sola y se horrorizó. No. Eso nunca. En un arranque de

audacia escribió al email que aparecía en la página: «Hola, estoy interesada en

contratar a un acompañante para el próximo día 2. En concreto quisiera que fuera

Adam. Necesitaría quedar con él a las 19.30 en el Café de Oriente, en la plaza de

Oriente, para conocernos. De ahí iríamos al cercano Teatro Real a ver una ópera. La

función dura 4 horas y 20 minutos con los descansos, así que saldríamos sobre las

00.30 como muy tarde. El trabajo acaba ahí y Adam puede irse. ¿Cuánto me costaría,

por favor?». Tenía la esperanza de que, al ser una sesión en blanco, le redujeran algo

el precio, pero la respuesta llegó a su bandeja con sorprendente celeridad, teniendo en

cuenta que eran las tres de la mañana, y con correosa indiferencia a las

circunstancias: «Buenas noches, creemos que no habrá problema pero debemos

confirmar con Adam mañana. Por lo que dice son 5 horas, de modo que el precio

serían 600 euros».

¡Seiscientos euros!, se espantó Soledad. Es ridículo, es absurdo, es una niñería,

monologó en su interior la aburrida voz de la razón. Pero ya no podía parar, ya había

cruzado la línea, ya se veía arrastrada por la inercia, por el ansia de venganza, por la

curiosidad. Seiscientos euros. Muy bien, se lo regalaría a sí misma por su

cumpleaños, se regalaría el gustazo de aparecer con ese cañón y lucirlo delante de

Mario, de los vecinos de butaca, de los acomodadores y de todas las embarazadas del

lugar.

El 1 de noviembre, justo la víspera de la representación de Tristán e Isolda, en el

Día de Todos los Santos o de Todos los Muertos, qué apropiado, Soledad iba a

cumplir sesenta años. Redondos y pesados como una sentencia.

Nadie muere en realidad de amor, pensó mientras tecleaba «de acuerdo». Sólo se

muere de amor en las malditas óperas.


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