TRECE
Un poco antes de que mataran a Ferney lo vimos merodeando
por el apartamento de Rosario, pero sin atreverse a entrar.
Parqueaba su moto como a dos cuadras y después se camuflaba
en unos arbustos más cerca del edificio, pero con todo y eso lo
vimos. La primera vez pensamos que apenas viera salir a
Emilio él entraría, pero no fue así; durante los días que
siguieron se ubicó en el mismo sitio y Rosario nos contó que se
quedaba ahí hasta altas horas de la noche.
-¿Y por qué no bajás a ver qué quiere? –le sugerimos.
-¿Y por qué? –dijo ella-. Si me necesita que suba.
-Eso está muy raro –dijo Emilio.
Después decidió salir de los arbustos y se sentó en la acera
del frente. No supimos si se mostró al verse descubierto o era
parte de alguna estrategia, el caso es que llegaba muy de
mañana, antes que Rosario se despertara –que de todas
maneras no era muy temprano que digamos-, y se quedaba
hasta que ella apagara la luz de su cuarto. Se la pasaba el día
entero mirando hacia su ventana, igual a como lo hacía en la
discoteca viendo bailar a Emilio y Rosario, cuando ya
definitivamente la había perdido.
-¿Y a ese qué le pasa? –preguntaba Emilio inquieto-. ¿Se
volvió a enamorar o qué?
Más iluso Emilio, pensé. Como si uno pudiera sacarse a
Rosario del corazón y después volver a metérsela. Una vez que
uno empezaba a quererla ya la quería para siempre, o si no ¿por
qué otra razón estoy aquí en este hospital? De lo que yo sí
estaba seguro era de que sólo por amor Ferney hacía lo que
hacía, porque no existe otra razón para quedarse al sol y al agua
debajo de una ventana.
-No me gusta. No me gusta lo que está haciendo ese tipo –
insistía Emilio.
-Pero si no está haciendo nada –dije en su defensa, movido
por una complicidad explicable.
-Precisamente –dijo Emilio-. Eso es lo que no me gusta.
La que no se aguantó fue Rosario, ya estaba cansada de
sentirse vigilada, ya se sentía culpable por la situación de
Ferney; intrigada, no entendía por qué no subía si muchas veces
lo había invitado con su mano desde la ventana, por qué le
rechazaba la comida que le mandaba con el portero, por qué si
ya una vez que estaba sola le había gritado desde arriba: «¡Subí,
Ferney, no seás güevón!». Pero él seguía impávido, como si
fuera sordo y ciego y el hambre no lo tentara.
-Voy a bajar –dijo ella al fin.
Emilio se desencajó, empezó a manotear antes que le pudiera
salir alguna palabra, y cuando le salieron más le hubiera valido
no haber dicho nada.
-¡A él sí, claro, pero cuando yo estaba jodido por culpa tuya,
ni me llamabas, ni me visitabas, ni preguntabas por mí, pero
claro, a él sí!
-Mirá, Emilio –le dijo con una llave tan cerca de su cara que
pensé que estaba decidida a cortársela-. Mirá Emilio: a vos
nadie te jodió, vos naciste así y si me vas a hacer escenitas te
largás.
-¡Listo! –dijo él-. Si lo que querés es quedarte con ese casposo,
listo, yo me largo, pero lo que es a mí no me volvés a ver ni en
las curvas.
Antes que Emilio hubiera terminado con sus amenazas, ya el
ascensor se había cerrado con Rosario adentro. Él optó por las
escaleras y yo corrí hacia la ventana para no perderme el
desenlace. Primero salió ella y la vi cruzar la calle,
disminuyendo su paso a medida que se acercaba a Ferney.
Después salió Emilio, se montó en su carro, cerró de un portazo
y arrancó en pique. Yo abrí la ventana para escuchar pero me
pareció que no hablaron, o si se dijeron algo fue en susurros, o
mirándose, como se hablan los que se quieren. La vi sentarse
junto a él, hombro con hombro, lo vi recostar la cabeza sobre el
regazo de ella, como si llorara, y la vi a ella cubrirlo con su
cuerpo, como protegiendo a un animal pequeño de la
intemperie, los vi quedarse así mucho tiempo; entonces pensé
en lo difícil que era la vida y en la fila india de los enamorados
y en el último de esa fila, el que nadie quiere, y me pregunté si
sería Ferney o sería yo. Después vi que lo tomó de la mano, lo
ayudó a levantarse y sin soltarlo lo condujo hasta al
apartamento y seguir a la cocina, escuché ruido de platos y
cubiertos y un silencio incómodo que me hizo recordar que
donde hay tres sobra uno.
-Cómo es la vida, parcero –también recordé lo que una vez
me había dicho Rosario-. El día en que Ferney coronó su mejor
trabajo, ese día me perdió.
-Fue por ellos, ¿no cierto?
-Ajá –dijo-. Ese día los conocí.
-Todavía no me has contado cómo los conociste –le reclamé.
-Claro que te conté.
Fue cuando Johnefe y Ferney viajaron juntos a Bogotá para
hacerle un trabajo a La Oficina. A ellas las había llevado a una
finca mientras los muchachos hacían el encargo y allí quedaron
en encontrarse después. La finca era de ellos.
-Allá aparecieron como a la medianoche –me contó Rosario-.
Johnefe y Ferney ya habían llegado. Estábamos muy
enrumbados y parecía que ellos también querían celebrar.
Llegaron muy contentos, con música, pólvora, vicio, más
mujeres, en fin, vos sabés. De todas maneras muy queridos y
muy simpáticos, especialmente conmigo.
Pude imaginármelos, pude verlos dando vueltas como
gallinazos sobre la mortecina, y no es que Rosario fuera eso,
pero sentí rabia al saberlos mirándola con ganas, con la lujuria
que se refleja en sus enormes barrigas, en sus risitas malévolas,
y no me equivoqué, porque ella misma me contó lo que alcanzó
a oír.
-¿Y esa muchacha tan bonita quién es? –había dicho el más
duro de todos-. Tráiganme para acá a ese bizcochito.
Y como el «bizcochito» sabía de quién se trataba, ni corta ni
perezosa se dejó llevar, y seguramente cambió el caminado
como cuando quiere mostrarse, y seguramente lo miró como
cuando quiere algo, y le sonrió, seguramente, como me sonrió
esa noche en que quiso algo.
-¿Y Erley? –le pregunté-. ¿Qué cara puso?
-Ferney –corrigió-. No le vi la cara.
«No fuiste capaz de mirarlo, Rosario Tijeras»; no se lo dije
pero sé que fue así, porque a nosotros tampoco nos miraba
cuando se iba con ellos y porque a mí no pudo mirarme cuando
se vio desnuda conmigo al lado, sin siquiera una sábana que
nos cubriera.
-¿Y Johnefe? –volví a preguntar.
-Que la niña decida –me dijo Rosario que lo había oído decir.
Todavía no la conocía pero sé que ese día la perdimos todos.
Y hasta ella misma perdió lo que antes era y todo lo que había
sido quedó convertido solamente en el sumario de su
conciencia. A partir de ese momento su vida dio el vuelco que
la sacó de sus privaciones y la lanzó junto a nosotros, a este
lado del mundo, donde aparte de la plata no existen muchas
diferencias con el que ella dejaba.
-A partir de ese momento me cambió la vida, parcero.
-¿Para bien o para mal? –le pregunté todavía con rabia.
-Salí de pobre –me dijo-. Y eso ya es mucho cuento.
Después que Rosario subió a Ferney al apartamento, éste se
quedó ahí por lo menos una semana más. Yo me alejé un poco,
no tanto como Emilio, que se perdió del todo, pero al menos
mantuve nuestro diario contacto telefónico y una que otra
visita. No le pregunté nada, ni qué estaba pasando con Ferney,
ni por qué se había quedado con ella, no quise saber nada, ni
siquiera suponer qué estaría pasando entre ellos, si estarían
durmiendo juntos, si ella habría decidido volver con él; nada,
tampoco le reclamé, con qué derecho, si una sola noche juntos
no me dio derecho de nada. Lo que sí resultó cierto fue el
presentimiento que tuve de que Ferney estaba quemando sus
últimos cartuchos en esta vida, pero también confirmé que aquí
nadie tiene nada asegurado, y lo digo porque en una de las
visitas que le hice por esos días la salvé de una tragedia, o de un
susto, porque la mayoría de las veces sólo basta un segundo
para que el destino decida si es lo uno o lo otro. El caso es que
Rosario tenía como costumbre, aprendida de los suyos, hervir
las balas en agua bendita antes de darles un uso premeditado.
Esa vez había olvidado bajarlas del fogón, y el agua, por
supuesto, ya se había evaporado. Las encontré bailando dentro
de una olla y no sé cómo ni con qué valor me apresuré a
retirarlas y a ponerlas bajo el chorro de agua fría. Fueron un par
de segundos en los que alcancé a pensar en todo, en Rosario
entrando a la cocina y las balas alcanzándola en una loca
explosión, en mí mismo con la olla hirviendo y de pronto un
¡pum! antes de llegar al agua, en Rosario y en mí baleados
desde una estufa, tendidos sin vida en el piso de la cocina.
Llegué a donde ella con las manos ampolladas y pálido como si
la explosión hubiera sido un hecho.
-¡Rosario, mirá! –le dije con la voz apretada.
-¿Qué te pasó?
-Las balas.
-¿Cuáles balas? –preguntó, pero enseguida los proyectiles le
volvieron a la memoria-. ¡Hijueputa, las balas! –Y en una
carrera salió para la cocina sin preguntarme qué había pasado
con ellas. Seguramente se tranquilizó al verlas sumergidas en
agua hasta el borde de la olla. Cuando regresó me encontró
echado en su cama, con las manos abiertas y hacia arriba, como
si estuviera esperando a que alguien me lanzara un balón del
cielo.
-No sé dónde tengo la cabeza –dijo, sin ponerle atención a
mis manos.
-¿En qué estás metida, Rosario? –le pregunté.
-En nada, parcero. Esas balas no son para mí –dijo-. Yo te
prometí que iba a cambiar.
Después hubo un silencio y nos miramos directamente a los
ojos, yo para buscar la verdad en ellos y ella para mostrármela.
Sin embargo, a pesar de su mirada limpia, yo seguía sin
entender la presencia de esas balas en su cocina. Finalmente,
Rosario no aguantó el peso de mis ojos.
-Son para Ferney.
Cambió su gesto. Me pareció que iba a llorar. Buscó con la
mano dónde sentarse hasta que encontró la esquina de la cama.
La oí tomar aire, se agarró una mano con la otra, como
aferrándose a una mano ajena, sólo para decirme lo que nunca
decía.
-Tengo miedo, parcero.
Yo me apoyé en los codos para incorporarme, todavía sentía
mis manos como dos brasas, todavía estiradas, pero no lo
suficiente como para sacar a Rosario de su miedo.
-¿Qué es lo que pasa, Rosario?
Vi sus dedos juguetear con el escapulario de su muñeca, la vi
mirar hacia otro lado para darse tiempo para hablar, cogiendo
fuerzas para que su voz no se quebrara, esperando a que el
corazón bajara su ritmo.
-Tengo miedo de que maten a Ferney, parcero. Lo
encochinaron y me lo quieren matar.
No pude decirle nada. Me quedé callado buscando una frase
rápida para ayudarla en su temor. No encontré palabras para
desafiar la inminencia, nada que alimentara la esperanza, ni
siquiera una mentira.
-Ferney es lo único mío que me queda.
«Tal vez lo único que te queda de tu pasado, Rosario, porque
si quisieras, yo te quedaría para siempre y no necesitarías nada
más», me dije en silencio, dolido por su exclusión. Pero tengo
que admitir que busqué reconfortarme con mi egoísmo y mis
celos, porque me era imposible evitar sentir algún alivio al
imaginármela sola, desprotegida, sin ninguno de los que
pretendieron apropiársela. Sola, únicamente conmigo como isla.
-¿Por qué estás así? –me preguntó de pronto, cambiando el
tema.
-¿Cómo que así?
-Con las manos así –explicó imitándome-, como si te fueran a
tirar un balón.
-Me quemé las manos. Con la olla.
Una carcajada le borró su tragedia, le devolvió la belleza y el
brillo en los ojos.
-A ver, yo veo –me dijo y se acercó. Me tomó las manos con
una suavidad que no parecía suya. Me las acercó a su boca y las
sopló, me las refrescó con un aire frío que me hizo pensar que
era cierto que Rosario tenía un hielo por dentro, un hielo que ni
su pasión ni su voltaje derretían y que mantenía su sangre
helada para que nunca le flaqueara la voluntad de hacer lo que
hacía.
-Vos sí sos güevón, parcero –dijo y me dio un beso en el
dorso de las manos-. Por eso es que te quiero.
«Por güevón». No sabía si ponerme a reír o a llorar.
«Maldita», la insulté en mi pensamiento, pero ella en cambio
siguió con mis manos entre las suyas, soplándolas sin mirarme,
regocijándose con una risita burlona que me hizo sentir más
güevón de lo que ella me había dicho. Pero después, cuando
cerró los ojos y puso mis dedos en su mejilla y comenzó a
acariciarse con ellos, a mimarse con esa suavidad que seguía
pareciéndome ajena, pensé que valía la pena seguir
sintiéndome así.
CATORCE
De todas maneras lo mataron. No supe cuándo se fue del
apartamento de Rosario, ni en qué estaba metido. No habíamos
vuelto a hablar de él. Nuestras vidas parecían haber retomado
su curso normal y pasamos un par de semanas más bien
tranquilos. Emilio había regresado a pedir cacao y se lo dieron,
a mí sin pedirla me sirvieron la mierdita diaria y me la comí, y a
Rosario la veíamos pensativa mientras Emilio pasaba bueno y
yo maluco. Una mañana en que habíamos amanecido en su
apartamento, llegó el periódico con la foto de Ferney en las
páginas judiciales. Yo lo vi primero, Rosario y Emilio todavía
no se habían levantado. Leí la noticia que acompañaba a la foto,
se referían a él como un peligrosísimo delincuente que había
sido dado de baja en un operativo de la policía; volví a mirar la
foto para confirmar lo leído, era él, con nombre y apellido y con
un número en su pecho para que no quedaran dudas de que era
peligroso y tenía antecedentes. Corrí hacia el cuarto de ellos
pero la sensatez me detuvo, tenía que pensar en Rosario, cómo
darle la noticia, cuál sería su reacción. Primero tendría que
hablar con Emilio, planear algo entre los dos, pero él seguía
durmiendo, pegué mi oreja a la puerta por si escuchaba algún
indicio de que ya estaban despiertos, pero nada, y el tiempo
pasaba y nada, ellos sin despertar. Cuando no me aguanté más
fui y les toqué la puerta, Emilio contestó con una palabra a
medio decir.
-Emilio –dije desde afuera-: te necesitan al teléfono.
Apenas hablé corrí hasta la sala y levanté la extensión, justo a
tiempo de que Emilio colgara al no haber nadie en la línea, lo
cogí en su último «aló».
-¡Emilio! –le dije ensordeciendo mi voz-. Salí que necesito
que hablemos.
-¿Y dónde estás? –dijo casi dormido.
-¡Aquí, güevón! –El tono del teléfono no me dejaba hablar-.
Pero no digás que soy yo.
¿Y por qué no entraste? –volvió a preguntar.
-No puedo, marica. Salí que necesito hablar con vos.
-Dejame dormir.
-¡Emilio! –el tono comenzó a sonar ocupado, enloquecedor
para mi desesperación-. ¡Emilio! Mataron a Ferney.
En un par de segundos, como si la conversación no se
hubiera interrumpido, Emilio apareció en la sala, despelucado y
con los ojos muy abiertos a pesar de la hinchazón.
-¡¿Qué qué?!
-Mirá.
Emilio cogió el periódico antes que yo pudiera poner el dedo
sobre la foto. Se fue sentando en cámara lenta mientras leía, se
estregaba los ojos para quitarse la borrosidad que deja el sueño,
y cuando terminó me miró con estupefacción.
-Andá, vestite que la cosa es grave –le dije.
-¿Y quién le va a contar?
Esa pregunta ya me la había hecho yo. Para nosotros lo grave
no era la muerte de Ferney sino la reacción de Rosario. La
conocíamos bien, sabíamos que una muerte de ésas
desencadenaría muchas más y que no era raro que ahora nos
incluyera a nosotros dos.
-Pues vos –le dije-. Vos sos el novio.
-¡¿Yo?! A mí es capaz de caparme. No ves que yo a ese tipo
no lo quería. Contale vos que a vos te tiene más confianza.
Otra vez el mismo cuento. «A vos te tiene más confianza»,
como si esa confianza me hubiera servido para algo, todo lo
contrario, me estorbaba, me ponía en el lugar de las amigas;
además, este imbécil me la ponía y me la quitaba cuando le
convenía. ¡A la mierda con ese cuento!
-¡Claro! –le dije iracundo-. ¡Para comértela sí le tenés
confianza, pero para enfrentártele, no!
-¡Pero ¿vos sos güevón o qué?! –Ahora él comenzaba a
calentarse-. ¡No ves que ella es capaz de pensar que yo lo
mandé matar, ¿no ves?!
-¡Claro! Si es que se me había olvidado que aquí el güevón
era yo. ¡Yo soy el que me tengo que quedar callado, el que traga
entero, el que se tiene que contentar con ver, al único que le dan
confianza pero para que coma mierda!
-¿Cómo así? –preguntó Emilio-. ¿Qué es lo que estás
diciendo?
Me quedé sin saber qué contestar, esperando a que si la rabia
ya me había metido en esto, ahora me ayudara a salir. Pero para
bien o para mal, en ese instante no lo supe, tuvimos que
quedarnos mudos los dos y ante la sorpresa, olvidarnos de los
gritos.
-¿Qué es lo que está pasando, muchachos? –preguntó
Rosario, mirándonos al uno y al otro.
-¡Rosario! –dijimos en coro.
Del calor pasamos al frío y de la agitación a la rigidez. Nos
miramos buscando una respuesta, una señal, una luz, un
milagro, cualquier cosa que nos zafara del repentino nudo que
se había armado. Pero nada ocurrió, salvo un incómodo silencio
que Rosario volvió a romper con su pregunta.
-¿Qué es lo que pasa, muchachos?
Con mis ojos le hice una seña a Emilio para que le mostrara
el periódico. Como se había arrugado bastante durante nuestra
discusión, Emilio trató de alisarlo un poco con sus manos y
después, sin decirle nada, se lo entregó. Ella lo tomó sin
entender muy bien de qué se trataba, aunque yo pienso que
algo intuyó, porque antes de fijarse en él, se sentó, se acomodó
el pelo detrás de la oreja y carraspeó. Emilio y yo también nos
sentamos, era mejor estar apoyados en algo para aguantar lo
que vendría, pero lo que vino no fue la detonación que
esperábamos sino la reacción que cualquiera hubiera tenido
ante tal noticia. Bajó la cara, se la cubrió con las manos y
comenzó a llorar, primero bajito, controlando su llanto, pero
después fuerte, con gritos ahogados, vencida por la noticia.
Emilio y yo seguíamos mirándonos, hubiéramos querido
abrazarla, ofrecerle nuestro hombro, pero sabíamos lo
susceptible que era Rosario frente a cualquier demostración
inoportuna.
-Yo sabía –dijo con palabras cortadas-. Yo sabía.
Pero por más que uno lo sepa nunca se acostumbra. Todos
sabemos que nos vamos a morir y sin embargo... Todavía más
singular en el caso de Rosario en que la muerte ha sido su pan
de cada día, su noticia más persistente, y hasta su razón de
vivir. Varias veces la escuchamos decir: «No importa cuánto se
vive, sino cómo se vive», y sabíamos que ese «cómo» era
jugándose la vida a diario a cambio de unos pesos para el
televisor, para la nevera de la cucha, para echarle el segundo
piso a la casa. Pero al verla así entendí lo democrática que era la
muerte cuando se ponía a repartir dolor.
Sin levantar la cabeza Rosario estiró su mano que quedó
exactamente entre Emilio y yo, ni más cerca de él ni más cerca
de mí, justo en el medio, pero fue Emilio quien hizo uso de su
derecho de novio y se la tomó; sin embargo, ella necesitó más
que eso.
-Vos también, parcero – me dijo, y sentí que era imposible
quererla más.
Nos apretó duro. Tenía su mano mojada de lágrimas, fría
como su aire y temblorosa a pesar del apretón. Con la otra se
limpiaba los ojos, que no paraban de llorar, se corría el pelo que
caía sobre su cara, se tocaba el corazón que se le quería salir, y
con esa mano también recogió el periódico que había caído y lo
acercó a su boca, para besar con un beso largo la foto de Ferney.
Después apareció la que estaba oculta, la que el impacto no
había dejado salir, la verdadera Rosario.
-Los voy a matar –dijo. Emilio y yo dejamos de apretar. Me
invadió un malestar que me dejó inerte sobre mi silla, con una
sensación de derrota de la que sólo me sacó Emilio con su
pregunta.
-¿A nosotros? –preguntó.
Rosario y yo lo miramos, ahora sí con ganas de matarlo, pero
al ver su pinta de galán desfigurada por el miedo sentí en
cambio ganas de reír, no lo hice porque la situación no
aguantaba revolverle más sentimientos, aunque Rosario no
evitó decir lo que Emilio se merecía.
-Güevón –le dijo, y después volvió a meter la cara entre sus
manos, volvió a llorar y a repetir «los voy a matar», y aunque
no se le entendía porque su voz se le apagaba apenas salía de
sus labios, uno sí podía entender que Rosario los quería matar.
Nos pidió que la dejáramos sola, que quería descansar, que
necesitaba pensar, poner sus sentimientos en orden. Las excusas
que uno siempre dice cuando lo estorban los demás. Era
comprensible que no quisiera tenernos a su lado, pero también
era peligroso, sabíamos lo que había hecho antes en situaciones
similares. Sin embargo nos fuimos, no le dijimos nada, no había
nada que decir cuando a Rosario se le metía algo en la cabeza.
Esa noche, antes de acostarme, la llamé con el pretexto de
preguntarle cómo seguía, pero en realidad lo que quería
comprobar era si Rosario ya había comenzado a ejecutar su
plan vengativo. Efectivamente no estaba, me contestó la
máquina de mensajes y le dejé uno pidiéndole que me llamara
con urgencia porque tenía algo importante que decirle, cuando
la verdad lo único que yo tenía era miedo por ella, por eso se
me ocurrió interesarla con una información que no existía. Esa
noche no me llamó, ni la mañana siguiente ni los que siguieron,
solamente cuando fui a su edificio a preguntar por ella, con la
esperanza de que estuviera ahí y que simplemente no estaba
contestando el teléfono, solamente en ese instante, cuando el
portero me informó que Rosario había salido ese día poco
después que nosotros lo hicimos, sentí el corrientazo que
verifica los presentimientos.
-Me pidió que le echara ojito al apartamento porque se iba a
demorar –remató el portero.
Me fui directo a la casa de Emilio, el único con quien podría
compartir, aunque fuera a medias, mi incertidumbre. Pero en
lugar de encontrar apoyo, me gané un sartal de injurias para
Rosario que él no pudo esperar a decirle y que en cambio me
vació a mí.
-¡Yo no entiendo esa puta manía de perderse sin avisar! ¡Qué
trabajo le da coger un puto teléfono y decirme que se va a
largar!
-Yo no... –intenté decir.
-¡Claro! ¡Si vos le alcahueteás todo! Apuesto que a vos sí te
llamó y hasta se despidió. ¡Cómo yo no he podido entender ese
cuentico que hay entre ustedes!
-Yo no... –volví a intentar.
-¡Pero frescos! Cuando te llame decile que ahora sí va a saber
quién soy yo, y decile también que yo le mando decir que se
puede ir yendo para la puta mierda.
No me dio tiempo de nada, ni de callarle la boca con un
puño, que era lo que se merecía; me dejó parado en la puerta de
su casa con toda mi angustia intacta, sin saber qué hacer ni para
dónde coger, totalmente despistado, con ganas de saber al
menos qué horas serían.
-Qué raro –dijo el viejo enfrente de mí-. Ya es de día y ese
reloj sigue marcando las cuatro y media.
Su voz me hizo abrir los ojos y volver. Tenía razón, ya era de
día, muy de día, algo tendría que haber sucedido ya, ha pasado
mucho tiempo y algo tendría que saberse, el problema era que
ahora no había nadie a quien preguntar, la enfermera había
desaparecido y aunque los pasillos y la sala comenzaban a
llenarse de gente, no encontré quien pudiera informarme sobre
Rosario; era extraño, no había nadie de uniforme, aunque no se
me hace raro que en estos hospitales los médicos se les
escondan a la gente.
Cuando me iba a parar, el viejo se adelantó y me detuvo:
-No se preocupe, voy a averiguar por los muchachos.
A lo mejor sabe lo importante que es este ejercicio de
recordar. Sentí que me pedía que volviera a cerrar los ojos y
regresara a donde había dejado a Rosario cuando él me
interrumpió. Pero ya lo he olvidado. Fueron tantos nuestros ires
y venires que es difícil precisar los recuerdos. Ahora sólo quiero
verla de nuevo, volver a mirarme en esos ojos intensos que
hacía tres años había dejado de ver. Quiero apretarle su mano
para que sepa que yo estoy ahí y que ahí siempre voy a estar. Si
volviera a cerrar mis ojos no sería para recordar sino para soñar
con los días que vendrían junto a Rosario, para imaginármela
viviendo esta nueva oportunidad que le daba la vida, para
imaginarme a mí viviéndola con ella, entregados a culminar lo
que no hubo tiempo de terminar en una sola noche, esa sola
noche que amerita cerrar siempre los ojos para recordarla con la
misma intensidad.
-No me has contestado, Rosario –creo que así empezó todo.
Estaba dulce, tierna, no sabía si era por el alcohol o porque
así era ella cuando quería enamorar. O porque así la veía yo
cuando la quería más. Estábamos muy cerca, más que siempre,
no supe si también era por el alcohol, o porque yo creía que ella
me estaba queriendo más, o si era porque yo la quería
enamorar.
-Contestame, Rosario –insistí-. ¿Alguna vez te has
enamorado?
Aunque su sonrisa podría ser su más bella respuesta, yo
quería saber más, quizás buscaba en sus palabras el milagro que
tanto esperaba, mi nombre escogido entre los tantos que tuvo y
que en ese instante tenía, pero elegido entre todos como un
reconocimiento al más grande amor que le hubieran profesado,
o si por obvias razones mi nombre no se encontraba ahí, por lo
menos saber quién pudo haberle despertado ese sentimiento
que a mí me mataba pero que en ella no parecía existir.
Esa vez tampoco me respondió como yo quería, no con mi
nombre ni con ningún otro. Su respuesta fue en cambio una
pregunta asesina, como todo lo suyo, que si no me mató sí me
dejó mal herido, y no por la pregunta en sí, sino porque estaba
borracho y fui sincero y saqué valor para responderle, para
mirarla a los ojos cuando me preguntó:
-Y vos, parcero, ¿alguna vez te has enamorado?