1) Las Cuatro Tareas
La historia de Cupido y Psique
Hace mucho tiempo, un rey y una reina tuvieron tres hermosas hijas. Las dos mayores eran sobresalientes, pero la menor, llamada Psique era la muchacha mas perfecta e inteligente del reino. A tal punto, que la gente había comenzado a abandonar los altares de Venus, la diosa del amor y la belleza, para venerar a Psique. En efecto algunos habían empezado a llamarla la segunda Venus.
Esta, furiosa por la fama de Psique, ordenó a su hijo Cupido herirla con una de sus flechas:
-¡ Venga a tu madre!- le gritó-. Haz que Psique se enamore del mas vil de los hombres; de la bestia mas cruel y miserable que puedas encontrar !
Cupido se dispuso inmediatamente a ejecutar la orden de su madre; pero cuando el dios del amor posó sus ojos en la maravillosa doncella, accidentalmente se hirió un dedo con una de sus flechas, y así fue como quedó el mismo enamorado de Psique.
Atormentado por tan súbita pasión, Cupido voló inmediatamente en busca de Apolo, el dios de la luz y de la verdad, y solicitó su ayuda.
Poco después, todos los admiradores de Psique desaparecieron. Su padre no podía entender por qué los seguidores de su hija, habían dejado de solicitarla y, temiendo el furor de los dioses, pidió el consejo de Apolo.
- Tal vez haya sido decretado que tu hija sea la esposa de un dios- dijo Apolo-. Deja que se quede sola en lo alto de una montaña, y pronto sabrás si un dios desea casarse con ella.
Cuando el rey regresó a su mansión y relató a su familia lo dicho por Apolo, todos prorrumpieron en voces de aflicción porque sabían que pronto perderían a la hermosa Psique. Pero, como las órdenes de los dioses han de ser siempre cumplidas, el rey y la reina prepararon a su hija para su solitario exilio.
Toda la ciudad encendió antorchas; y, al son de una sola flauta, la gente entonó un himno funeral, mientras escoltaba a la hermosa princesa hacia lo alto de una empinada montaña. Una vez alcanzado el pico más escarpado, Psique habló así a su familia y a sus amigos:
- No temáis. No os atormentéis con pesares. Mejor dejadme ir ahora en busca de mi destino.
Después de tan valientes palabras, todos le dijeron adiós; y mientras descendían de la montaña, las antorchas, humedecidas por sus lágrimas, fueron extinguiéndose.
También Psique lloró hasta quedarse dormida en la desierta altura. Más he aquí que, mientras dormía, el viento del Oeste la levantó y la transportó hacia un valle florido. Así que, al despertar en la mañana, se encontró yaciendo en un lecho de hierba enfrente de un gran palacio con tejado de marfil y columnas de oro. Un dulce coro llenaba el aire con su música y suaves voces de seres invisibles musitaban en su oído:
- Todo esto es tuyo.
Psique vagó por el dorado y resplandeciente palacio. Se bañó en las ondas refrescantes de la fuente y comió deliciosos manjares servidos por invisibles manos.
Durante la noche, Cupido vino a ella:
-Tú eres mi esposa.- le dijo- . Te amo más que a nada en el mundo, pero debo pedirte que nunca trates de mirar mi rostro.
Solo te visitaré en las noches, las cuales serán gloriosas y llenas de felicidad.
Cuando Psique le preguntó por qué no podía mirarlo, Cupido únicamente respondió:
- Respeta mi ruego, porque si llegas a mirarme, quedaremos separados para siempre.
En realidad Cupido temía que si Psique descubría que él era el hijo de Venus, llegaría a adorarlo como a un dios, en lugar de amarlo como a un igual.
Psique se deleitaba con las visitas nocturnas de Cupido, pero durante el día se sentía triste y solitaria. Una noche le pidió permiso a su esposo para traer a sus dos hermanas.
- Si ellas vienen, ese será el comienzo de nuestra ruina- dijo Cupido.
- ¡Oh, no ! ! Por favor deja que vengan! - le rogó ella-. Si no puedo mirarte, ¡ al menos permíteme ver a mis hermanas!
Como estas palabras entristecieron a Cupido, mandó al viento del Oeste por las hermanas mayores de Psique.
Una vez llegaron al palacio, se alegraron grandemente al ver que Psique se encontraba buena y sana; pero en cuanto comenzaron a mirar y se dieron cuenta del esplendor en el cual esta vivía, se llenaron de envidia; y cuando retornaron a casa, y pensaron que sus esposos no eran tan ricos como el de su hermana, se sintieron carcomidas por los celos.
En su segunda visita al palacio, pidieron ver al esposo de Psique.
- Lo siento, pero no podré presentároslo - dijo.
- ¿Por qué? ¿ tan feo es que te da vergüenza dejarlo ver?
- No, no le es permitido mostrarse. Ni siquiera yo lo he visto a la luz del día.
- ¿Cómo? -gritaron las dos hermanas.
- Yo trato de no darle importancia- dijo Psique- . Es tan gentil y bondadoso... Y además parece amarme más que a su misma vida.
Cuando oyeron estas palabras, se llenaron todavía más de envidia al pensar en todo el amor que su hermana recibía, y en cuanto llegaron a casa, se arrancaron los cabellos y se lamentaron amargamente porque sus propios maridos eran fríos y ásperos.
Las hermanas sintieron crecer en su interior unos celos tan espantosos contra Psique, que decidieron estropearle su felicidad. Así pues, cuando volvieron al palacio, una de ellas dijo:
- Después de todo, no creemos que tu esposo sea tan maravilloso.
- Ah, pero lo es- dijo Psique.
- Ah, pero no lo es- dijo la otra- Fuimos a consultar a un oráculo, ¡ Y el dice que tu esposo es un monstruo repugnante y horrible ! ¡ Y que por eso no deja que lo mires!
- ¡No ! ¡ Eso no es verdad !- grito Psique.
¡ Sí que lo es ! Y además , ¡ está esperando que tengas un hijo suyo para matarte !
-¡ No ! ¡ No !- sollozaba Psique.
No obstante, las hermanas lograron convencerla de que su esposo era en realidad un horrible monstruo; también la convencieron de que llevara una lámpara para verlo por la noche- y de que entonces, le cortara la cabeza.
En medio de la oscuridad, todo era silencio, salvo el suave sonido de la respiración de Cupido mientras dormía. Psique temblaba mientras se deslizaba de la cama y se apoderaba de la lámpara de aceite y del cuchillo que había escondido con anticipación.
Al regresar a la cama, Psique encendió la lámpara y luego la levantó lentamente por encima de la cabeza de Cupido. Cuando vio el rostro ruboroso y resplandeciente del hijo de Venus, quedó pasmada. Hasta la luz de la lámpara brillaba más y mas y con mas alegría mientras alumbraba al hermoso dios.
Deslumbrada, Psique acarició suavemente sus dorados rizos, las brillantes alas blancas y el carcaj;pero al tocar una de sus flechas, se hirió y quedó doblemente enamorada del dios del amor. En su embeleso, estuvo a punto de caer al suelo; y mientras se enderezaba, dejó caer una gota de aceite de la lámpara en el hombro de Cupido.
Cupido despertó y cuando vio a Psique,con el cuchillo en la mano, una expresión de tristeza cruzó por su rostro.
- ¿Amor mío, tenías miedo de que yo fuera una monstruo horrible?
Y antes de que Psique pudiera responder, dijo:
- No puede haber amor si no hay confianza. Jamás volveré a ti- Y con estas tristes palabras, se dispuso a volar.
Llorando de dolor Psique se lanzó hacia Cupido y trató de agarrarse a él mientras este se remontaba por el aire; pero pronto, vencida por el cansancio cayó al suelo. Y luego, en medio de la soledad de la fría noche, deseó morir.
Después vagó por la tierra en busca de su esposo perdido, sin saber que Cupido sufría tanto como ella, y que, en el palacio de su madre, yacía en el lecho herido de amor por ella.
Desesperada, Psique pidió ayuda de todos los dioses y diosas, pero ninguno quiso ganarse la ira de Venus. Solo Ceres la diosa de las cosechas, se atrevió a darle un consejo:
Busca a Venus y pídele perdón- le aconsejó-. En este momento su hijo se encuentra en el palacio gimiendo por ti, y Venus está cansada de cuidarlo. Ruégale que vuelva a unirte a él.
Sin embargo, en cuanto Venus vio a Psique de pie, humildemente enfrente de su puerta, lanzó un grito salvaje. La potente diosa les ordenó a sus servidoras Inquietud y Tristeza que se lanzaran sobre la joven, le rasgaran sus ropas y le arrancaran el pelo.
Una vez terminado el horrendo ataque, Venus se dirigió sonriendo a Psique,quien permanecía temblando, tendida en el suelo:
- ¿Quieres ver a mi hijo? ¿ No sabes que él te aborrece y que no desea volver a mirarte jamás? En verdad eres una criatura tan vulgar y desgraciada que me das lástima. Tal vez deba entrenarte para que llegues a ser digna de un dios.
Enseguida, Venus le encargó una tarea. La condujo a un depósito lleno de granos de diferentes clases.
- Debes tenerlos clasificados esta tarde - dijo, y con estas palabras desapareció.
En cuanto Psique se enfrentó sin esperanzas a las pilas de cebada, de lentejas y de semillas de amapola, algo extraordinario empezó a suceder. Una armada de hormigas se fue reuniendo y, en pocos minutos, oleadas de ellas se apoderaron de los montones de grano.
Cada hormiga cargaba una semillita a la vez, hasta que todas quedaron agrupadas en tres diferentes pilas.
Cuando Venus regresó a la caída de la tarde, estalló en tremenda ira:
¡ Alguien te ha ayudado! - gritó- ¡ Por la mañana te encargaré otra tarea.
Luego le tiró un pedazo duro de pan negro, y la dejó durmiendo en el frío suelo.
Cuando el alba rosada de la mañana siguiente apuntaba, Venus sacó a Psique al exterior y le dijo:
- ¡Vete a la dehesa junto al torrente! ¡ allí habitan feroces carneros de dorados vellones!
¡ Recoge un poco de su lana, y quizá entonces puedas llegar a ser una persona digna del amor de mi hijo!
Psique permaneció enfrente del torrente que bordeaba los pastos en donde pastaban los carneros salvajes y, mientras miraba como se atacaban unos a otros, se dio cuenta de que nunca podría acercarse a ellos sin que la mataran. Y, en su desesperación, quiso ahogarse en la corriente.
Mas entonces, un verde junco que se bamboleaba, comenzó a susurrar una melodía:
- No te quites la vida, Psique. Ni te aproximes a esos terribles carneros. Cuando llegue el calor del mediodía y estén durmiendo su siesta, deslízate hasta la dehesa y recoge los dorados copos de lana que cuelgan de las zarzas afiladas y de los espinosos matorrales.
Al mediodía, cuando los amodorrados carneros yacían tomando su siesta, Psique cruzó el torrente y se arrastró hasta el pastizal. Y en poco tiempo, se apoderó de toda la lana que colgaba de zarzas y espinas.
Cuando Venus vio toda esa lana, sonrío con amargura:
- Alguien tiene que haberte ayudado- dijo, y le entregó de nuevo otra tarea.
Esta vez quiso que Psique llenara una copa de cristal con el agua helada de la montaña, recogida de la desembocadura del río Estigio.
Psique tomó la copa y comenzó a escalar las escarpadas rocas de la montaña.Pero, cuando iba llegando a lo alto, se dio cuenta de que le faltaba aún lo peor de la tarea,porque las rocas de las bocas del río eran desesperadamente pendientes y resbalosas; pero en el mismo instante en que estaba pensando en arrojarse desde la montaña, pasó por allí un águila.
- ¡ Espera! -gritó-. Dame la copa de cristal. ¡ Yo volaré hasta la desembocadura del río y te traeré el agua!
Psique entregó la copa al águila; esta, con su fiero pico agarró el vaso y se remontó hasta lo alto de la montaña. Cuando la hubo llenado, entregó la copa a Psique, quien le llevó el oscuro líquido a Venus.
Cuando esta lo recibió, acusó a la joven de hechicera, y luego le encomendó la mas cruel de todas las tareas: le entregó un cofre y le ordenó bajar con él al Averno para pedirle a la reina Proserpina que lo llenara con una pequeña porción de su belleza.
Psique pensó que había llegado a su fin, pues nunca tendría el valor de descender hasta semejantes abismos - hasta el aterrador país de los muertos. En profunda desesperación, subió entonces a lo alto de una empinada torre desde donde se dispuso a lanzarse a la muerte.
Mas he aquí que cuando se disponía a saltar, la torre le habló:
- ¿Qué cobardía te incita ahora a renunciar, Psique? Trátate mejor a ti misma, que yo te diré cómo llegar al Averno y de qué manera triunfar en tu búsqueda.
En cuanto Psique prometió que no se mataría, la torre le explicó cómo viajar hasta el país de los muertos:
Toma dos monedas y dos pedazos de torta de cebada - le dijo la torre-. El cojo conductor de un asno va a pedirte ayuda, pero tú debes negársela. Debes darle luego una de las monedas a Carón, el barquero, quien te conducirá a través del río Estigio, hasta el Averno. Mientras estés cruzando el río la mano de un moribundo se estirará hacia ti a tientas, pero tú debes volverte hacia otro lado. También debes negarte a ayudar a tres mujeres que estarán tejiendo los hilos del destino. Cuando llegues al pie del Cancerbero, el perro de tres cabezas que custodia las puertas del palacio, dale uno de los pedazos de torta de cebada para que sea amigable contigo. Y cuando emprendas el regreso, haz lo mismo.
Sin embargo, hay algo aún mas importante:cuando vengas de regreso con el cofre lleno de la belleza de Proserpina para entregárselo a Venus, no lo abras; hagas lo que hagas, ¡ no abras el cofre de la belleza!
Psique hizo tal como se lo había aconsejado la torre, hasta haber obtenido de Proserpina, reina de los muertos, el cofre con su belleza.
Luego, al salir del Averno, repitió lo que ya había hecho: cuando llegó a las puertas del palacio, le dio a Cancerbero el resto de la torta; le entregó una moneda a Carón para que la condujera a través del río Estigio, y se negó a detenerse al escuchar los gritos engañosos de quienes le pidieran ayuda.
No obstante cuando ya iba llegando al palacio de Venus, una vehemente curiosidad se apoderó de ella. Ardía en deseos de abrir el cofre y de usar un poco de la belleza de Proserpina.
Cautelosamente levantó la tapa, pero en lugar de la belleza, encontró dentro de él un sueño mortal, que, al apoderarse de ella, la dejó abatida en el camino.
Entretanto Cupido quien se había escapado del palacio por la ventana de su alcoba para ir en busca de Psique, la vio yaciendo inconsciente al lado del camino.
Se precipitó entonces hacia ella, y, recogiendo con rapidez el sueño de su cuerpo, lo encerró de nuevo en el cofre. Luego despertó a Psique con un beso.
Antes de que Venus pudiera darles alcance,Cupido levantó a Psique del suelo y la transportó a los cielos mas altos, hasta el monte Olimpo en donde habita Júpiter dios del firmamento; y a este le pidió que los uniera oficialmente.
Después de que Júpiter hubo celebrado el matrimonio de Cupido y Psique, todos los habitantes del Olimpo agasajaron a la pareja,con excepción de Venus, quien estuvo furiosa durante muchos días. No obstante, a medida que fue pasando el tiempo, la diosa, ya entrada en años, se convirtió en abuela de una hermosa niñita llamada Dicha.
Nota: Leída del libro Mitos Griegos de Mary Pope Osborne, por el alumno de noveno grado, Juan Manuel Paniagua
2) LA MUERTE EN LA CALLE
JOSÉ FELIX FUENMAYOR
Hoy me ladró un perro. Fue hace poquito, cuatro o cinco o seis o siete cuadras abajo. No que me ladrara propiamente, ni me quería morder, eso no.
Se me venía acercando, alargando el cuerpo pero listo a recogerlo, el hocico estirado como hacen ellos cuando están recelosos pero quieren oler. Después se paró, echó para atrás sin darse vuelta, se sentó a aullar y ya no me miraba a mí sino para arriba.
Ahora no sé por qué me he sentado aquí sobre este sardinel, en la noche, cuando iba camino de mi casa. Parece que no pudiera andar un paso más, y eso no puede ser; porque mis piernas, bien flacas las pobres, nunca se han cansado de caminar. Esto tengo que averiguarlo.
También por primera vez pienso que mi casa está lejos, y esta palabra me suena extraña. Lejos. Será ¿"lejos? Sí. Es "lejos". Es que ya tenía olvidada la palabra.
Yo digo "casa" pero no es más que una cuevita a la salida de la ciudad, casi en el puro monte. Me gusta poner nombres así. A mis conocidos, a quienes pido los centavos que diariamente necesito, me les arrimo diciéndoles: Qué tal, caballerazo. Son pocos esos conocidos. Verdaderamente son mis amigos. Yo busco uno o dos de ellos cada día y voy dejando descansar de mí a los otros; y como solo les pido muy de tiempo en tiempo no me huyen ni se me excusan. Cuando me encuentro alguno que no está en turno para el día, lo saludo "Qué tal, caballerazo" y sigo de largo con mi paso que siempre parece que llevo un poco de prisa. Si es alguno a quien le toca, le digo: "Qué tal, caballerazo. Echese ahí tres centavos, o cinco, o siete o diez". Con tres tengo para el café tinto. Si son cinco, hay para el pan. Si son siete, ahí está el azúcar, y entonces bajo mi mochila, saco mi jarrito y le echo el café; y saco mi botella de agua y echo, revuelvo con un dedo y así el café aumentado me alcanza para el pan. Y si son diez, añado una arepita de masa dulce. Tres es malo; cinco, regular, siete, bueno; y diez, completo. Con uno solo o con dos nada más, o sin uno o sin dos, no sé, porque nunca me ha pasado. Dios me favorece. Y también me dió el don del orden.
A veces es más de diez, porque cojo a un caballerazo en un momento así, y entonces puede haber para el almuerzo y hasta para la comida. Pero eso de almuerzo y comida no me importa mucho. Mi mala costumbre, que no he podido quitármela, es el desayuno. Otra que sí me quité, era que toda la plata me la acababa inventando cosas; y eso noté que me perjudicaba la salud y me estorbaba para caminar. Entonces dejé la mala costumbre, y lo que me quedaba lo guardaba para el otro día. Pero aunque tuviera algo guardado yo no dejaba de hacer mi trabajo de caminar. Naturalmente, mientras me duraba el guardado y yo no pedía nada; y si entretanto me cruzaba con algún caballerazo a quien le tocaba, lo saludaba y seguía de largo porque su turno quedaba aplazado.
Una vez tuve un problema de mucha plata. Llegué por la nochecita a la casa de un caballerazo a quien le tocaba y lo encontré en la terraza, donde estaba en reunión con mujeres y todo. Le dije: "Caballerazo, échese ahí tres, o cinco, o siete, o diez". Entonces otro caballerazo que estaba allí sentado se levantó y se me puso al frente y me dijo que repitiera lo que había dicho. Yo repetí. Me dijo que le explicara lo que yo quería decir con eso, y yo le expliqué, largo. Porque a mí me gusta hablar de las cosas mías y es de lo único de que hablo; porque en mis cosas veía siempre la mano de Dios. Cuando me encuentro a una persona que le pone interés a mis asuntos, hablo; pero es muy raro que la encuentre, como aquel caballerazo. Entonces me la paso callado. A mí me ven pasar, como mudo, y la gente pensará que a mí no me gusta hablar; pero no es así, es lo contrario, porque yo estoy siempre hablando, hablando conmigo mismo. Bueno: y aquel caballerazo me tendió delante de los ojos cinco pesos. Yo le veía el billetón en la mano. "Caballerazo, es de quinientos" le dije, para que se fijara, si era que se había equivocado. "Sí, tómalo" me dijo. Lo cogí, qué caray, y me despedí.
Esta es la voluntad de Dios, pensaba yo, caminando; él me dirá lo que me corresponda hacer. Dos días, o tres, o cuatro, o cinco, tardó en llegarme la iluminación. Y entonces, lo hice: envolví el billete en un papelito y lo amarré al fondo de la mochila. Ahí está, desde entonces; para que cuando yo me muera el que me recoja lo encuentre y sea suyo. Dios le guiará la mano para que dé con él, como premio de su buena acción.
Una cosa rara, que me haya sentado aquí, cuando yo sigo siempre en viaje liso. Y acabo de fijarme que sólo he traído tres periódicos en vez de los cuatro que deben ser. Nada de esto me había sucedido nunca. Y viendo eso me quedo aquí sentado en lugar de devolverme a buscar el que me falta. Dios mío. Tú debes saber lo que me está pasando; me está pasando algo malo, pero Tú haces tu voluntad. Ahora tengo la preocupación de mi mala costumbre de abrir dos periódicos en el suelo y echarme encima dos también; porque solo traje tres, y ahora no sé si convenga más dos arriba y uno abajo que dos abajo y uno arriba. Dios mío, líbrame de esta preocupación, porque me siento sin ganas de devolverme a buscar el que me falta.
Hace tiempo tenía yo una manta. Dios me hizo ese milagro, porque me condujo a pasar por una casa en el momento en que un hombre en la puerta decía, y yo lo oí: "Llévese eso y bótelo". Miré, y vi la manta. Y le dije al hombre: "Qué tal caballerazo; échesela acá si va a botarla"; y el hombre me la dió.
Aquel fue un buen tiempo. Comenzó cuando yo estaba ya cansado de pedir alojo, hoy aquí, mañana allá, porque no me lo daban más que una vez. Yo solo pedía que me dejaran dormir en la cocina o bajo alguna enramadita, o en cualquier parte del patio; en cualquier parte que no fuera la calle, en un sardinel, como estoy ahora; porque yo tengo mis gustos y hay dos cosas que no paso: ni dormir en un sardinel, en la calle, ni pedir comida: Siempre me contestaban con mala cara, lo mismo cuando me decían sí que cuando me decían no. A veces tenía que rogar el favor en dos o tres o cuatro o cinco casas antes de conseguirlo. Y un día que pedí permiso para ir atrás en un patio por una necesidad, vi un hoyo en el suelo que quién sabe si lo habían hecho puercos o lo cavó algún perro. Lo medí con el ojo y lo encontré de mi largo y ancho, y bien seco estaba. Miré para la casa, y lo tapaba la cocina. Miré derecho para la calle, y había un portillo en la cerca. De una vez lo pensé. Y en seguida fuí a hablar con la gente de aquella casa y expliqué mi asunto: que yo siempre llegaba a acostarme muy tarde cuando todos están durmiendo; y salía muy temprano, cuando nadie se había levantado; y allí estaba el portillo para entrar y salir sin que sintieran; y como no iba a molestar a nadie, que me dejaran dormir en el hoyo del patio que no se veía desde la casa porque lo tapaba la cocina: todo bien explicado. Aquella gente era buena y me lo permitió.
La primera noche, cuando me metí en el hoyo creí que el frío de la tierra no iba a dejarme pegar los ojos. Pero Dios me ayudó, porque después de rato ya estuve en calorcito. Lo mismo siguió pasándome todas las noches.
Una noche, cuando menos lo pensaba, me cayó un aguacero; pero fue ya a la madrugada, casi cuando iba a levantarme, y me salí y me sequé con la brisa, caminando. Y mientras andaba se me presentó en la cabeza un pedazo de cerca con una lámina de zinc que quedaba a tres, cuatro, o cinco o seis o siete pasos del hoyo. Esa misma noche aflojé la lámina, la quité y la puse de tapa al hoyo; y por la mañana la volví a su sitio; y nadie se dió cuenta, y así seguí haciendo; y ya podía llover. Esa idea del zinc no me vino de Dios, porque El es bueno, y aquello de usar la lámina sin autorización era cosa que no debí hacer, cosa mala. La idea me vino de la lluvia, que no es ni buena ni mala; pero tapar el hoyo era bueno. Como fuera, Dios me lo perdonó; porque al otro día del zinc, me mandó la manta.
Aquel buen tiempo duró hasta que los muchachos me descubrieron. Yo digo que los perros son buenos y los muchachos son malos. Esto quiere decir que yo no he conocido muchacho bueno ni perro malo. Pero seguramente Dios ha hecho de todo.
A mí ningún perro me ha molestado. Y algunos me siguen, desean vivir conmigo, eso muy claro se los comprendo. Ellos no buscan mi comida sino mi compañía, porque bien saben que yo no tengo comida porque demás que pueden oler mi mochila. Viene uno y me ve. Se estira, alzando la cabeza; luego se afloja, se me va poniendo detrás y continúa adelantando hasta que marcha a mi lado acomodando su pasito brincado al mío suave y largo. Así voy con él, vamos juntos, mirándonos. El bate y bate más y más su esperanza con la cola. Hasta que yo le doy la última mirada y muevo la cabeza pensando: no puedo vivir contigo caballerazo perro. Y él me entiende; y con pasito más brincado y más triste, se aleja.
Qué pasaría hoy con aquel perro. Eso tengo que averiguarlo.
Los muchachos con quienes yo me he estado cruzando, son malos. Hablan sucio y feo. Y se fijan en uno, y le tiran piedras y le gritan apodos. Si es uno solo, yo sé que se hace el que no me ve, pero me está preparando y buscando ocasión. Si son dos, o tres, o cuatro, o cinco mi peligro es mayor porque entonces se descaran, juntos pierden el miedo y cada uno quiere ganarse en maldad a los otros. A mí me parece que cuando están así, también les sale rabo pero no de perro bueno sino de Malino que se los pone y por eso no puede vérselo el que está con Dios.
Verdad que yo sé que con mi flacura cada día se me ha ido saliendo el esqueleto más y más para afuera, y esto es bueno de ver para los muchachos que no están con Dios. También les gustarán mis pantalones rotos, tal como se han roto, porque yo no los remiendo, remangados en mis canillitas, sobre mis zapatos que yo los abro bastante en la punta para que los dedos de mis pies tomen aire y no críen mal olor. Y tal vez lo que más les pica son mis patillitas que de una vez crecieron y ahí me las he dejado y no son más que unos pelitos ralos y larguitos, un poco monos, pero, eso sí, suaves como de seda, y por eso estoy siempre pasándome la mano por la cara.
Todo eso lo sé yo. Pero me defiendo. Y un modo es que no les huyo y si me gritan, no es conmigo. Y tampoco les doy tiempo ni lugar para que me pongan ningún apodo que se me quede pegado, porque nunca me ven achantado ni dando vueltas por esos sitios que hay donde se amontona gente, que unos vienen y van y se ve que están como en ocupaciones y diligencias; y otros parece que algún viento los hubiera tirado allí para nada o que creo que están esperando que el mismo viento que allí los echó les lleve algo, y no saben qué. Yo nunca estoy por esos sitios. Yo camino en busca de mis caballerazos; y después que los encuentro sigo caminando, caminando.
Otro modo de defenderme es que si un muchacho viene o va por delante de mí o lo siento que anda por detrás de mí, yo estoy arisco y vigilante para sacarle el cuerpo a la piedra. Si no fuera por eso, quién sabe cuántas veces ya me hubieran roto la cabeza de una pedrada.
Y lo que me hicieron los muchachos en mi hoyo de dormir, no es que yo no hubiera tomado precauciones. Es que no sé cómo me descubrieron los muchachos. Eso, no he podido averiguarlo. Pero una noche sentí puyitas por el cuerpo, y era cadillo que me echaron en el fondo del hoyo. Otra noche, seguido, me enronché porque me pusieron pringamosa. Y la última noche, seguido tambiénm, cuando abrí la manta me ensucié todo de porquería. Había tanta que comprendí que no era obra de un solo muchacho.
Me salí del hoyo y me limpié con tierra, bien restregado. Pensaba: Por qué habrán hecho esto conmigo. Pero Dios lo había permitido.
Está visto que las cosas malas que a uno le pasan, son buenas por otro lado que uno no llega a conocer sino después, cuando es su momento. Es lo que siempre sucede.
Y aquella noche me dije que no iba a dormir. Puse la lámina de zinc en su puesto de la cerca y salí por el portillo. La manta, la dejé; yo pude habérmela llevado y lavarla, pero se las dejé allí.
Caminé, caminé, como si fuera de día. Seguía derecho, no doblaba por ninguna esquina, sino derecho. Y después vi que ese era el camino. Ya estaba en las afueras cuando paré. Y allí mismo la vi: mi cuevita, la que desde ese momento iba a ser mi casa. Entré, agachándome. Daba media vuelta y hacía como sala y cuarto. De una vez me acosté. Y cuando ya no estaba despierto pero tampoco me había dormido, Dios me dió la idea de los periódicos, y yo ayudé, pensando: deben ser cuatro: dos en el suelo y dos como sábana.
Desde entonces estoy mejor, como nunca. En mi casa puede llover lo que quiera llover, y no me mojo, y sin tener que tapar nada con zinc. Y por allá no he visto a ningún muchacho.
Aquí llevo mis diez para mañana. Mi botella de agua está llena. Si mi mamá me ve desde la otra vida estará contenta de que a su hijo no le falte nada. Lo único ahora es el periódico; pero eso ya no importa porque he resuelto poner uno solo en el suelo y arroparme con dos, y ya se me acabó esa preocupación. También si mi tío lo supiera le gustaría conocer que, si no fui zapatero, busqué en cambio mi propio camino y en él no paso necesidades.
Una cosa que yo he debido averiguar es que nunca he sabido quien fue mi papá. Pero como no me lo decían, pensé que era que no debía saberlo, y por eso no lo averigüé.
Mi mamá trabajaba mucho. Todo era lavar ella; ella coser, ella, planchar; ella, cocinar. No me dejaba que le ayudara. Me decía: Tú no sabes de eso, anda a jugar. Y yo jugaba en el patio, que era chiquito, pero podía correr de una punta a otra y me gustaba clavar un palo en el suelo y saltar por encima. Y yo a veces no tenía ganas de jugar, pero jugaba para que mi mamá viera, porque a ella le gustaba mucho verme jugar.
Un día mi tío se fue a vivir con nosotros. Mi mamá me dijo: Este es tu tío. Era él muy ancho. Yo lo veía por detrás y me parecía que no tenía cabeza, o que su cabeza no era cabeza. Mi mamá nos ponía la mesa con mantel. Los dos no más nos sentábamos, porque ella iba y venía, seguía trabajando. Mi tío, cuando acababa su comida hacía pedacitos de bollo, los pasaba por el plato y se los comía. Le decía a mi madre que eso era para que le fuera más fácil lavar el plato. Haz tú lo mismo, me decía, y así ayudas a tu madre. Yo lo hacía, por obedecerle; pero no me gusta hacer eso.
Toda aquella comida la tengo olvidada, ya no es nada para mí. De lo que me acuerdo es de aquellas tajaditas de plátano maduro que mi mamá me dejaba coger cuando las estaba friendo. Después, cuando estaban sobre la mesa en un plato, ya no me gustaban tanto como cuando las comía cerquita a mi mamá, en la cocina.
Un día murió mi mamá. Yo comencé a llorar; pero mi tío me cogió por un brazo, me sacó al patio y señalándome un rincón me dijo: Siéntate ahí, y nada de llorar, porque los hombres no lloran.
Mi tío se hizo cargo de todo. Me dijo: Hay que venderlo todo: este es un deber que yo tengo que cumplir.
Y otro día, cerró la casa. Coge eso y vamos, me dijo. Yo alcé un saco grande, uno mediano y uno pequeño y seguí detrás de él. Llegamos a un buque. Me quitó los sacos y no me dejó subir. Te puedes caer, me dijo, espérame aquí. Tardó mucho y al fin volvió con un bultico en la mano. "Ya no tienes a tu madre ni a tu tío, me dijo; ahora vas a hacerte hombre y debes asegurar tu porvenir. Yo quiero que seas zapatero. Es un oficio honorable y produce mucho dinero. No se dirá que yo te abandoné a tu suerte, aunque eso es lo que Dios quiere, que cada cual busque su propio camino. Aquí te doy ésto, con lo cual puedes empezar la zapatería". Me entregó el bultico y se volvió al buque.
Comenzaron a soltar los cabos; y yo, parado en la orilla, esperaba que mi tío se asomara para gritarle: Adiós, tío. El buque se abrió en el agua, respirando fuerte, y comenzó a irse. Se iba el buque, yo esperaba, pensaba que era mejor que mi tío no se asomara sino cuando fuera bien lejos, para que entonces lo alcanzara alla mi grito de adiós, porque me parecía que dar un grito desde la orilla hasta un buque muy distante, era como soltar un pájaro que sigue volando hasta después que uno ya no lo ve. Pero mi tío no se asomó.
Cuando recibí el bultico noté que era pesado. Anduve un buen rato con él sin desenvolverlo. Aunque no imaginaba lo que pudiera ser, no estaba curioso por saberlo. O tal vez sí sentía mucha curiosidad y por lo mismo demoraba en abrirlo. O era que sin darme cuenta, yo lo tenía sabido, porque mi tío me lo había dicho: lo que yo llevaba en la mano era mi zapatería.
Al fin me senté en un sardinel, como estoy ahora, y quité el papel y vi: era una horma de zapatero. Claro, tenía que ser una cosa de zapatería. Y lo mejor que se me ocurrió fue ir a buscar un zapatero. Seguramente era eso lo que mi tío había pensado que yo haría: que, con la horma, yo encontrara un zapatero que me hiciera socio de su zapatería.
Fui donde uno y le tendí el bultico, sin decir nada. El zapatero me miró a la cara. Qué traes ahí, me dijo; y cogió el bultico y lo desenvolvió. Esta es una horma izquierda, dijo; dónde está la derecha. Yo no entendí y no supe qué contestar. El volvió a mirarme a la cara; y agarrando con una sola mano el papel suelto y la horma desenvuelta, los tiró al suelo y me dijo: Eso no sirve, y ahora vete. Yo me fui, rápido, sin atreverme a recoger el papel y la horma; y ya andando en la calle comprendí que mi tío se había equivocado y no se fijó; pero yo le agradecí su buena voluntad aunque se hubiera equivocado. Y cuando Dios permitió que eso pasara es porque no quería que yo fuera zapatero.
Entonces vi grandes las palabras que me había dicho mi tío: ahora no tienes ni a tu mamá ni a tu tío. Me puse a mirar por todas partes y vi que tampoco tenía ya ni mi mesa para comer ni mi patio para jugar. Yo pensaba: algo se puede encontrar en el mundo. Yo no conocía la gente ni las calles. Me miré yo mismo para adentro y pensé: yo no puedo quedarme con la gente porque cada una es de otra y yo perdí la mía, entonces, la parte que me queda del mundo son las calles; por las calles es por donde puedo buscar mi propio camino, que es lo que Dios quiere, como me dijo mi tío.
La manera como Dios lo conduce a uno, yo la conocí: es con riendas. Lo mejor es no resabiarse y dejar uno que le apriete bien justo el freno pues así va uno más seguro porque siente los tironcitos por pequeños que sean, que Dios le dé. Por eso yo sentí el que me dió un día que yo me iba a ser hombre de pala para coger arena; y enseguida dejé la pala. Otros me ha dado y también los he sentido. Pero cuando voy por la calle, caminando, me deja suelto, porque ese es mi camino y ahí no necesito tironcitos y entonces parece que ni freno llevara puesto.
Hay un peligro, que yo lo tuve, y es el misterio de la mujer. Yo me dije: eso tengo que averiguarlo: Y me puse a fijarme en las mujeres; pero el misterio no se me resolvía con cualquier mujer en que me fijara. Un día ví a una que estaba sentada y se me pareció a mi mamá; pero se levantó y ya no se parecía. Otra vez me iba delante una mujer que en el bulto y en los movimientos era como mi mamá; eso veía yo; pero cuando me la pasé y le vi la cara, se fue el parecido. Me sucedió también que yo iba distraído y de pronto oí la voz de mi mamá; alcé la cabeza y vi unas mujeres que iban hablando, pero la voz de mi mamá no volvió.
Entonces, yo me puse a pensar que mi mamá estaba como repartida en pedazos, y también en pedacitos, entre otras mujeres. Esto me gustó al principio y yo las seguía disimuladamente y con el misterio dándome vueltas en la cabeza y que a veces comenzaba a regárseme por todo el cuerpo.
Pero, después, me molestaba que una mujer pudiera ser en ninguna cosa como mi mamá. Y entonces ya no les hallé más parecidos. Primero pensaba yo: es que se los estoy negando, porque sí lo tienen. La verdad la ví, al fin, cuando comencé a sentir los tironcitos; esos parecidos no existían y era que el misterio de la mujer me los ponía como trampa. Y ya no quise averiguar más el misterio de la mujer.
Sí, Dios me ha favorecido. Con su protección y ateniendo a las riendas encontré mi propio camino en el mundo. Mi trabajo es caminar, y eso me gusta. El alimento lo consigo con solo decir: Qué tal, caballerazo. Ahora tengo mi casa. Dios me ha librado de toda inquietud.
Y El me ha sentado hoy aquí y no quiere que me levante y camine. Qué raro, aquel perro. ¿No habrá por ahí algún muchacho con una piedra en la mano? No. No hay nadie. No hay más que la calle. Pero la calle comienza a desaparecer, me va dejando. Y el sardinel donde estoy sentado se está alzando como una nube y me lleva en la soledad y el silencio. Ahora veo a mi mamá. Está de pie, a la puerta de la cocina, pero no me ha visto. La llamo: ¿Ya vas a freir las tajaditas de plátano, mamá?
Gentileza de Jaime Carbonell
3) La fábula de los ciegos
Hermann Hesse
Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.
Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.
Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.
Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores.
Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.
4) El almohadón de plumas
Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro
de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a
veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle,
echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora.
Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin
duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía
siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del
patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal
impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve
rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al
cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo
abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la
casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir
al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto
Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en
seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su
espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los
sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin
moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole
calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene
una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se
despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y
en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán
vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un
extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos
entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando
a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y
que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente
abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama.
Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar,
y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo
rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano
de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra
sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la
última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de
uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al
comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio...
poco hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la
mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que
remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad,
pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de
noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la
sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el
tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No
quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores
crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y
trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las
luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el
silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la
cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un
rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que
parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a
ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas
oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,
lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron,
y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos
crispadas a los bandós: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente
las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba
tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente
su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre.
La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había
impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la
succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en
ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.