en tanto rato de conversación cómo no se le
había ocurrido preguntarle si tenía una relación. No pudo ocultar su
molestia y, embrollado con
la voz cortada, se
despidió tosco y de afán, y
se metió en
su alcoba con la
cara rabiosa dando un porrazo
tras de sí. Desde esa noche Simona se le volvió una obsesión; la llamaba, le
llevaba regalos, e incluso la
invitó a comer a su casa y la esperó
afeitado y recién
motilado, de veras le
quería agradar, y ella pasando por
alto su noviazgo parecía corresponderle, pues también lo llamaba y lo invitaba a los parches con sus amigos de
Facultad, lo que al parecer no hacía con su novio. Aunque oficialmente
eran solo amigos, nosotros que sabíamos de sus desafueros, desde que lo vimos
tan entusiasmado con ella, le empezamos a decir que era la novia, y cada que se
lo mencionábamos él se sonreía tímidamente y contestaba Ojalá,
maricas, ojalá. Cuando la conocimos el
día de la cena, teníamos una expectativa tan alta
de sus atributos que nos
decepcionamos un poco al verla llegar
con él del
brazo: en definitiva, era una mujer guapa pero sin aspavientos, no
obstante, al poco tiempo de saludarnos
nos tejió con su
charla amena y franca
un manto con el que todos nos
arropamos; hasta la madre de mis amigos,
que nunca opinaba de las compañeras de sus hijo, dijo en medio de la
cena cuando la acompañé por el postre Qué muchacha tan agradable parece limpia
de espíritu, como franca en todo lo que hace y dice, y lo era, pero, por más claridad que alguien despida todos
tenemos un pasado lleno de oscuridades que
siempre enturbian el
diáfano y luminoso presente, y esa nebulosa en la vida de Simona
estaba relacionada directamente con sus padres y su novio, un tipo mayor, casi
de la misma edad que su padre, amigo y contertulio de este, que no bien hubo
conseguido plata de la noche a la mañana, y de forma harto sospechosa, se
encaprichó con la hija mayor de su amigo en una visita a su casa para llevarles
una nevera y un mercado, cuando Simona contaba apenas con trece años recién
cumplidos.
La empezó a asediar con regalos
que ella ni comprendía siquiera- una vez le regaló un gallo de pelea que según
él era campeón de las galleras
más virulentas y exitosas del país,
y ni ella ni sus padres supieron qué hacer con ese animal y terminaron regalándoselo a una
señora que él mismo mandaba por
días para ayudar
en los quehaceres de
su casa y que
tenía un corral
de gallinas a donde fue a
parar el campeón, después de llenar de rila el pequeño
apartamento de la muchacha- , y gracias
a su apoyo, el
padre pudo levantar un almacén de venta de ropa en el centro que al poco
tiempo y por el
patrocinio de Sigifredo, como se llamaba su amigo, se
volvió un negocio próspero que les daba
con que vivir holgadamente, pero los
ataba al favorecedor. Para la fiesta de quince de la
niña prácticamente los obligó a celebrarla en su finca de Llanogrande e hizo
que la quinceañera desfilara en medio de
la reunión montada en un caballo blanco, que adornó con farales nacarados que
continuaban su cola y tapaban sus patas para
dar la sensación de vuelo. Mientras ella forzada por
sus padres tuvo que llevar un vestido inmaculado y volantozo, que la hacía ver
más parecida a una novia en el día de su boda que a una señorita recién salida
de la
niñez.
La fiesta fue fastuosa y machacona, con mariachis, bebidas y comidas típicas y empalagosas, al final Sigifredo remató el jolgorio entregándole a su padre la llave de un apartamento en un barrio de ricos, que le había puesto a nombre de la hija y al cual se mudaron a la semana. No bien habían desempacado apareció Sigifredo diciéndole a la chica que le tenía reservado cupo en una agencia de modelos donde le iban a pulir la belleza natural que tenía y además le enseñarían algunas cosas propias de la profesión; sus padres estaban tan deslumbrados por los regalos y las invitaciones que apenas pudieron mover la cabeza en señal de aprobación y la conminaron a agradecerle por la oportunidad, así fue como Simona llegó a su profesión siguiendo los designios que Sigifredo trazó y sus padres aceptaron de buena gana. Los tres años que la separaban de la mayoría de edad los vivió entre desfiles de modas, la mayoría patrocinados u organizados directamente por Sigifredo, y algunos viajes, unos relacionados con su ocupación y otros, como acompañante del hombre al que todo el mundo en la familia y en los círculos de conocidos llamaban su novio, aunque el tipo nunca la había tocado y su relación se basaba en muchos regalos y en disposiciones de él que ella cumplía obediente, más que nada porque el hombre se valía siempre de sus padres para que la presionaran a aceptar, pero que cuando estaban solos al tipo le costaba encontrar palabras para hablarle y se embrollaba en tartamudeos y desaciertos cuando quería galantearla. Ella terminó aceptando que era su novio, aunque no supiera qué significaba eso exactamente, y lo decía como todo el mundo de manera nominal, pero al cumplir los dieciocho algo cambió para todos: ella que siempre había sido dócil y sumisa impuso su voluntad de estudiar en la universidad pública la carrera que quería, contrariando a sus padres y a su benefactor, que le insistían que estudiara algo con más proyección y en una universidad privada, acorde con la forma de vida adoptada gracias a su patrocinio, pero de nada valieron esos argumentos. Su férrea determinación la condujo a la de Antioquia y de mayor rebote en los brazos de John Wilson. Para Sigifredo la mayoría de edad de la muchacha derribaba las barreras que se había autoimpuesto y empezó a cortejarla en serio, tratándola con más confianza y familiaridad. En esta sociedad las mujeres han sido vistas desde siempre como una posesión, tratadas como objetos, subestimadas como entidades de uso y a veces de intercambio, manoseadas, agredidas, burladas, ridiculizadas y despreciadas, conformando una amalgama de maltratos y un despropósito que para cualquier otro grupo serían inaceptables, pero que en este caso no solo se aceptan por lo bajo en las instituciones familiares, gubernamentales y religiosas, sino que para colmo se normaliza esta barbaridad llamándola tradición, costumbre, cultura, o se convalida llamándola derecho.
Sigifredo llevaba casi cinco años
esperando e invirtiendo en ella y en su familia, y creía ganado el derecho a
percibir ganancia, por lo que se inventó un viaje a San
Andrés para ellos solos. De este viaje le
quedó a Simona
la pérdida de
la virginidad en una noche
turbia, y la transformación del agradecimiento y algo de cariño que le tenía a
Sigifredo en un sentimiento de temor venido de la manera en que empezó a tratarla apenas
concluido el coito inicial
con que él sintió abonada en parte
su inversión. El acto en
sí fue torpe y
más molesto que gozoso para ambos
pero de maneras distintas; para ella,
que venía instruida por su
madre – una mujer interesada y ambiciosa que vio en su yerno la posibilidad del ascenso social que su
esposo a quien trataba de pusilánime
y resignado, le había negado--,
representó la visión desnuda de la realidad
en la que se había sumergido desde que su familia y ella aceptaron
las dádivas del hombre, entonces,
sentirlo cerca, respirar su aliento, acariciar su cuerpo y entregar el suyo
fue un sofoco que fue mutando en aversión hasta transformarse
gradualmente en aborrecimiento y fue
bullendo en su interior tal repugnancia que estuvo a punto de vomitar, y para
repeler ese impulso tuvo que permanecer quieta y pensar que todo era un mal sueño hasta que el
hombre fragoso y repulsivo se desmadejó a su lado, pesado y asqueroso, y ella,
mientras se asfixiaba con los vapores mezclados de ambos, deseó por vez
primera en su
vida la muerte, la
de él o
la suya, no importaba, tan solo
quería que todo se borrara de golpe, que al abrir los ojos despertara en su
casa sola; para él, acostumbrado a
tratar mujeres fáciles y con experiencia, la vivencia resultó espinosa, pues
desconocía por completo lo que era desflorar a una señorita y se
había figurado su cuerpo como algo inmaculado pero diestro en el
sexo, anhelaba la imposible mixtura de un ser virginal con la
experticia de una prostituta bragada,
empero Simona, a pesar de conocer lo que cualquier muchacha de su edad sabe
sobre el sexo, y de vivir en un entorno en que esta práctica era moneda
corriente, era rematadamente virgen, nunca había tenido siquiera cercanía a una
experiencia sexual y llegó a su primera relación con un montón de imágenes
atropelladas vacilando en su cabeza que, sumadas a lo que iba contemplando en
el desarrollo de la misma, la tornaron en una mujer indócil,
acoquinada, inexpresiva y sufriente que no expresaba el más mínimo interés en
lo que sucedía, antes bien, parecía despreciar todos los intentos del hombre
por llevar a buen puerto lo que estaban viviendo, y las caricias sin encontrar
asidero se fueron haciendo brusquedades y lo que debía ser reguero fue
desierto, y lo que debía ser comunión fue desolado paisaje, hasta que del acto
solo quedó un despliegue de fuerzas malhechas y torpes y la desazón de ambos
por el otro. No volvieron a tener
contacto en el viaje y de vuelta
a la ciudad su relación se transformó en una extensión del tórrido episodio, y
en ambos crecían los sentimientos despertados esa noche; él se volvió
dominante, pesado y grosero, y ante el más minúsculo estímulo la
trataba mal y cada vez la requería más como acompañante en sus reuniones
sociales, aunque no volvió a tocarla y evitó quedarse a solas con ella. La
tenía como un adorno que le gustaba mostrar pero que después de usado le
estorbaba, sin embargo, esto no impidió que se volviera impulsivo y celoso, no
porque en verdad le importara la muchacha, que para él no fue más que un mal
polvo carente de sentido e interés,
sino por lo que dijera la gente, ya que todo el mundo sabía que era su novia, y
por más tiesa y recatada que le pareciera, no iba a permitir que anduviera con
otros o que levantara cualquier sospecha que lo hiciera quedar como un cornudo
y un gὕevón.
Había terminado así preso en un hermoso castillo que él mismo levantó pero que
le parecía solitario y aburrido. Antes del viaje utilizaba a sus padres para comunicar cualquiera de sus
eventualidades; pero ahora lo hacía en persona y de mala manera: le dirigía el
horario y le decía cómo vestirse, qué comer y hasta cuanto tiempo debía dormir, y ella obedecía porque le temía,
y aunque tarde, había entendido que Sigifredo más que su novio era su dueño,
pues al aceptar sus dádivas y regalos ella y sus padres no habían hecho otra
cosa que poner precio a un destino que no le pertenecía más, salvo en el ínfimo
reducto de su vida que representaba la universidad, en donde lejos de la
nefasta influencia de sus padres y
del horror que le suscitaba
el novio podía ser ella y recabar algo
de la rebeldía natural que tenía mutilada. A pesar de que muchas veces tuvo
que faltar a clases
para fungir de
satélite de Sigifredo en sus eventos sociales, logró mantener a flote la
carrera, como único resquicio de confianza y libertad
en medio de la incertidumbre que era
su vida. En el campus era ella, las clases le
encantaban, los profesores y los compañeros eran personas alejadas de su mundo,
gente con la que le gustaba estar y conversar, con la que lograba proyectar un
clima de seguridad y esperanza que nada tenía que ver con el resto de su vida,
y a esa, a la chica luminosa y rebelde de la universidad, fue a quien conoció y
de quien se
enamoró John Wilson. Ella vio en
él a
un muchacho sencillo, algo indolente y apático, pero noble y guapo hasta
decir basta. Al principio solo fue un interlocutor interesante que
proponía temas graciosos
y frívolos que fluían sin afán y
divertían, todo lo contrario al monólogo inclemente y la obediencia debida de
su trato con
Sigifredo, pero a medida que pasaban tiempo juntos y se adentraba en la vida del Mono fue
surgiendo el amor
y ella lo
dejó ser; por no haber conocido antes
ese sentimiento no supo cómo detenerlo y tampoco quiso hacerlo, le hacía
bien, la reivindicaba consigo misma, la hacía sonreír frente
al espejo y le daba los mejores momentos de paz con solo traer su imagen
a la memoria. A pesar de haber tenido
novio desde los trece años nunca había querido a un hombre, y algo similar le ocurrió a él,
había tenido muchas mujeres pero nunca un amor, por eso su encuentro fundó en
ambos el afecto auténtico y la pasión de doble vía que legitima el verdadero amor; después de
estar juntos supieron que nunca más necesitarían a nadie. La primera tarde
después de la llenura amorosa, se
quedaron dormidos soldados en un
abrazo que quería trasmitir que los puntos suspensivos en sus ayeres habían
llegado a su punto final. Pero al despertar volvieron al dictado de la realidad y ella se hizo punto aparte, se
despertó del abrazo y se levantó afanada sacudiéndose con pesadumbre los
últimos restos del amor, y mirando fijo a los ojos del Mono le dijo: Me tengo que ir, mis papás
deben estar como locos porque no he llegado, él le dijo restregándose los ojos
¿Tu papá o tu novio? A ella la pregunta
la oscureció por dentro y con tristeza en
la mirada le respondió Los dos, y
se puso a llorar sentada, medio desnuda en el borde de la cama, John Wilson la
abrazó y le dijo sereno Mona, mi amor, tranquila eso lo solucionamos, hay que
hablar con el man y decirle que
encontraste a alguien, que esas cosas pasan y que tienen que terminar, ella,
correspondiendo el abrazo, le dijo Vos no entendés nada, después de un corto
silencio le contó entre sollozos toda su historia, le dijo quién era su novio y
cómo estaba amarrada a él por lazos imposibles que trascendían la propia voluntad,
al final los dos guardaron silencio, no
había palabras para
desenredar la abigarrada
incertidumbre que bullía en sus infiernos interiores: el de él compuesto de celos, indignación y
rabia, el de ella, de tristeza, temor
y amor. Se apartaron dejando en el otro la
insuficiencia necesaria para que ninguno pudiera dormir, se pensaban con tanto
dolor y angustia que no pudieron resistir más de un día de ausencia, y
al volverse a
ver, ambos traían el corazón de
la intemperie de una noche de lluvias íntimas, y después de comerse a
besos, los dos estaban resueltos a estar
juntos al coste que fuera; lo que no sabían es que ese coste estaba tasado por
el destino y su cobro involucraba un monto que no iban a alcanzar
a pagar en el resto de sus vidas.
Simona
le dijo que
iba a hacer lo que fuera
necesario para recuperar su
libertad, hablaría con sus padres y con Sigifredo,
le devolvería o le pagaría lo que fuera, los convencería de que
ya era hora, de darle
fin a ese enredo, cosa que dijo pensando con el deseo,
concibiendo que la historia que estaba construyendo con John Wilson era posible
y válida; eso que estaba sintiendo le daba los arrestos para enfrentar a su familia
y a su novio. Él le dijo que enderezaran todo juntos y por primera vez le dijo a una mujer que la amaba,
pero ella contestó que debía hacerlo sola. Se despidieron calmando angustias,
ella se fue a su casa, reunió a sus padres y
cuando les iba a
decir que había conocido a alguien y que tenía que terminar su relación con
Sigifredo sintió una punzada aguda en el pecho
y le faltó el
aire. La madre la observó extrañada y el padre se
apresuró a ayudarla, ella
se sentó, y sin poderse contener se deshizo
en llanto, los padres expectantes la atropellaron
a preguntas por su estado, que ella no lograba hilvanar atacada
en lágrimas, hasta pasado un momento, cuando su madre soltó una pregunta abrupta
y cortó la escena: Simo ¿ Vos
estás embarazada? Ella reaccionó
y aplacando el sollozo le contestó ¿Cómo se te ocurre, mamá? Qué embarazada voy a estar, lo que estoy es enamorada. La madre hizo
un mohín de vacilación sin comprender muy bien lo que escuchaba y ella continuó Es un
muchacho de la Universidad, se llama John Wilson y nos amamos, la madre mirando al padre con rigor
dijo Qué tontería es esa,
si vos tenés novio, y ella volviendo a
llorar pasito le dijo Ese señor no es mi novio, yo no lo quiero, me he
mantenido con él por ustedes y porque le tengo miedo, la mamá, tomándose la
cabeza dijo Qué vas a saber vos del amor, y mirando al papá, lo retó diciéndole Abelardo, decile algo vos,
esta muchacha nos va a desgraciar
la vida, el padre incómodo no sabía qué decir
y la mamá continuó Vos no podés dejar a
Sigifredo por un capricho, Simona le replicó con fuerza creciente No es un
capricho, nos amamos Y, ¿ por qué no
puedo dejar a ese viejo maldito a ver? El papá dijo bajito, como hablándose a
sí mismo, Porque nos condenás a todos, la muchacha escuchó las palabras de
su padre y fueron suficientes para que sintiera un reflujo de ira que le subía
desde el estómago y se le instalaba en la frente para filtrarse por su boca,
cuando le contestó casi gritando Se condenaron ustedes, viejos hijueputas,
dizque papás, ustedes lo que son es vendedores, y los dejó trepidando
angustias, incertidumbres, vacilaciones y odios
para encerrarse en su habitación de donde no volvió a salir en toda la noche.
Al siguiente día fue hasta la oficina de su novio y lo
encontró sonriente hablando con sus
ayudantes, al verla parada en la puerta la miró con desprecio, gesto que corrigió
de inmediato diciéndole a sus acompañantes que vaciaran el lugar. Ella
entró y se sentó, y al verlo notó en su mirada algo extraño,
un gesto que no le había visto en tantos años de conocerlo, una mezcla
de soberbia y de perversidad que armonizaba con una sonrisa afilada
y que dejaba entrever unos dientes como uñas, una sonrisa rara, cortante, que
mantuvo intacta durante la charla que tuvieron. Ella palideció y temblaba mientras encontraba la manera de
suavizar las palabras que quería trasmitirle, él la miró
acechándola y torciendo la boca en una sonrisa fingida, la llamó mi amor
por primera vez en la vida, y le preguntó con suavidad irreal ¿ Qué querés decirme?, ella venciendo el nudo que se le
había instalado en la garganta, sacando las
palabras lijadas, con un hilo
de voz le
contestó Es que tengo que decirle algo importante, él alargando la agonía le
ripostó, mientras se acomodaba en una silla,
Dígame no más, y ella suspirando
le dijo Yo quiero que me deje ir, no quiero seguir con usted porque conocí a
alguien. Él la miró por fin limpio de simulaciones, feroz, como si alguien adentro
de su rostro hubiera apagado una lámpara y solo
quedara el candil de sus ojos con
filos de silicio que brillaban más por contraste ante tanta oscuridad, mientras
le decía, enfatizando las sílabas Eso no
va a ser posible, mi amor.
Lo que ella no sabía ni podía siquiera imaginar, era que el hombre que tenía enfrente sabía todo de ella, desde que entró a la Universidad la había hecho seguir por uno de sus hombres y supo antes que ella del muchacho hermoso que la miraba con ojos ávidos y estuvo al corriente cuando ella empezó a verlo. Después del viaje pensó en dejarla en libertad, pero cambió de parecer al verlo en vivo un día en que lo esperó afuera de la Universidad; la contemplación de la estampa del hombre con quien creía competir lo llenó de rabia y nulidad, se sintió agredido por la belleza ajena, como si no tenerla fuera una ofensa. Entre más lo examinaba más crecía el resentimiento, desde que lo vio pensó cada día en matarlo, pero se contuvo sin saber por qué, había algo en ese muchacho radiante que le impedía agredirlo, pero lo obligaba a odiarlo en igual proporción. Muchas veces fue hasta su casa con la firme intención de acabar con él, pero al último instante desistía y se iba furioso consigo mismo, sintiéndose en deuda con algo que no podía definir, y solo conseguía calmarse siendo un déspota con Simona, como si tiranizándola pudiera trastornarlo a él, disminuirlo, afearlo, hacerle algo que le permitiera respirar sin sentirse inferior. Al no conseguirlo se aferraba a la idea de que él la tenía y el otro no; intentó superar a su competidor con el dinero, con el poder, con la obediencia, pero a cada propiedad le encontraba insuficiencias: el dinero podría conseguirlo el otro algún día y por lo que veía no lo necesitaba, y por lo que conocía de John Wilson deducía que el poder no lo necesitaba y menos la obediencia, en cambio tenía juventud y belleza, dos cosas que no se podían comprar y que solo el tiempo podía corromper, como le había pasado a él. Muchas veces se debatió entre dejarlos libres o matarlos, finalmente la muerte acortaría el trabajo del tiempo, pero se sentía indigno de apelar a eso por no ser capaz de equiparar al otro, y mientras tanto seguía pensando en ellos día y noche y, sin hallar mejor forma de significarse, se apegaba a su codicia como un avaro a un costalado de plata. Aunque no la quisiera, ni ella a él, tenerla era mejor que dejarla, y eso le daba un margen aparente de ventaja, así no le importara el amor de ella, ni siquiera la transacción con que la había conseguido, solo quería ganar una apuesta de una sola vía que su oponente desconocía y en la que su único as era retenerla y con esa carta enfrentar el full house de su contrincante. Hasta que su amigo, el padre de Simona, lo llamó para contarle la charla que había tenido con su hija y prevenirlo de su decisión de abandonarlo. Apenas colgó, un manto negro se le instaló en el cerebro y no pudo pensar sino en destruir a su oponente, llamó a sus hombres y les dio la orden tanto tiempo dilatada y que todos estaban esperando Vayan y maten a ese hijueputa, los hombres salieron y él se quedó pensando Que va ni que hijueputas, al final la casa gana, la casa siempre gana, se te acabó el reinado mariconcito bonito. Y encendió un cigarrillo que solo fumaba cuando las cosas le salían bien en los negocios, se lo fumó despacio contemplando abstraído como las volutas de humo se difuminaban en el espacio, sintiendo la calma del fullero cobarde que sabe que venció con trampa, se golpeó las sienes con ambas manos como sacudiéndose los pensamientos increpantes que reverberaban en su cabeza y que le hablaban de flaqueza y pavura. Se levantó y sirvió un guaro doble que se tomó de un tirón mientras decía en voz alta A la mierda esta maricada, lo que fue, fue, la belleza mata, encendió otro cigarro que fumó dando vueltas en su oficina, hasta que sintió llegar el carro de sus mandaderos y salió a recibirlos. Lo que Simona vio al llegar fue la rendición de cuentas que le daban sus hombres y que le afiló su sonrisa que ella no supo descifrar hasta que, después de su plática ella hizo, él hizo un gesto y tres de los muchachos que habían salido hacía un momento entraron por ella para conducirla a una de sus fincas mientras él le repetía con ironía No mamita lo que usted dice no es posible y menos ahora que su noviecito se murió, y volvió a poner la razia en su sonrisa que ella entre gritos de dolor supo descifrar como la imagen del cinismo.
Lo que ninguno de los dos supo nunca
fue que a quien alcanzaron
las balas mortales no fue a John
Wilson sino a su
hermano menor, Giovany, que ese
día y finalmente gracias al
empuje que todos los Sanos le hicimos, había aceptado salir con una
compañera del colegio que botaba la baba por él. Hacia la casa de ella se dirigía
ataviado con una chaqueta Epifanio que le había pedido prestada a su hermano
mayor, cuando se encontró en la esquina contigua a su casa con el convoy
asesino, que, confundiéndolo, disparó a la cabeza sin percatarse, por el afán
con que el matador efectúa su actuar, cómo
se apagaban sus ojos verdes como esmeraldas. Al velorio que realizaron en el
coliseo del colegio, después de que todos los compañeros convenciéramos al rector,
solo asistió su madre. Su hermano, al deducir su culpabilidad
cuando no encontró a su novia, fue obligado por su novia a abandonar
el país. En la ceremonia le entregaron
los grados póstumos de bachiller a Giovany, ya que solo nos faltaba un mes y medio
para salir de once, mientras que su hermano deshecho de dolor se paró frente
a la puerta de vidrio del aeropuerto y
contempló cómo se había hecho feo de golpe. Esa muerte reconfirmó una vez más
que la muerte es la negación absoluta de la belleza, y que la belleza en una sociedad tan fea
es una maldición.
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