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jueves, 27 de febrero de 2025

Continuación de la lectura del capítulo 12 los Monos. Febrero 28 de 2024

 

en tanto rato de conversación cómo no se le había ocurrido preguntarle si tenía una relación. No pudo ocultar su molestia  y, embrollado  con  la  voz  cortada, se  despidió  tosco  y de afán, y  se  metió  en  su  alcoba con  la  cara  rabiosa dando un porrazo tras de sí. Desde esa noche Simona se le volvió una obsesión; la  llamaba, le  llevaba  regalos, e incluso la invitó a comer a su casa y  la  esperó  afeitado  y  recién  motilado, de  veras  le  quería  agradar, y ella  pasando por  alto su noviazgo parecía corresponderle, pues también lo  llamaba y lo invitaba a los parches con  sus amigos  de  Facultad, lo que al parecer no hacía con su novio. Aunque oficialmente eran solo amigos, nosotros que sabíamos de sus desafueros, desde que lo vimos tan entusiasmado con ella, le empezamos a decir que era la novia, y cada que se lo mencionábamos él  se  sonreía tímidamente y contestaba Ojalá, maricas, ojalá. Cuando la conocimos el  día de  la  cena, teníamos una expectativa tan  alta  de sus  atributos que nos decepcionamos un poco al  verla  llegar  con  él  del  brazo:  en definitiva,  era una mujer guapa pero sin aspavientos, no obstante,  al poco tiempo de saludarnos nos  tejió con  su  charla amena  y  franca  un  manto con el que todos nos arropamos; hasta la madre de mis amigos,  que nunca opinaba de las compañeras de sus hijo, dijo en medio de la cena cuando la acompañé por el postre Qué muchacha tan agradable parece limpia de espíritu, como franca en todo lo que hace y dice, y lo era, pero,  por más claridad que alguien despida todos tenemos un pasado lleno de oscuridades que  siempre  enturbian  el  diáfano y  luminoso  presente, y esa nebulosa en la vida de Simona estaba relacionada directamente con sus padres y su novio, un tipo mayor, casi de la misma edad que su padre, amigo y contertulio de este, que no bien hubo conseguido plata de la noche a la mañana, y de forma harto sospechosa, se encaprichó con la hija mayor de su amigo en una visita a su casa para llevarles una nevera y un mercado, cuando Simona contaba apenas con trece años recién cumplidos.

La empezó a asediar con regalos que ella ni comprendía siquiera- una vez le regaló un gallo de pelea que según él  era campeón de las   galleras  más  virulentas y exitosas del país, y ni ella ni sus padres supieron qué hacer con ese  animal y terminaron regalándoselo a una señora que él mismo mandaba por  días  para  ayudar  en  los  quehaceres  de  su  casa y  que  tenía  un  corral  de  gallinas a donde fue  a  parar  el  campeón, después de llenar de rila el pequeño apartamento de la muchacha- , y gracias  a  su  apoyo,   el  padre pudo levantar un almacén de venta de ropa en el centro que al poco tiempo y   por  el  patrocinio  de   Sigifredo, como se llamaba su amigo, se volvió un negocio próspero que  les daba con que vivir holgadamente, pero los  ataba  al   favorecedor. Para la fiesta de quince de la niña prácticamente los obligó a celebrarla en su finca de Llanogrande  e  hizo que la  quinceañera desfilara en medio de la reunión montada en un caballo blanco, que adornó con farales nacarados que continuaban su cola y   tapaban sus  patas para  dar  la  sensación de vuelo. Mientras ella forzada por sus padres tuvo que llevar un vestido inmaculado y volantozo, que la hacía ver más parecida a una novia en el día de su boda que a una señorita recién salida de  la   niñez.

La fiesta fue fastuosa y machacona, con mariachis, bebidas y comidas típicas y empalagosas, al final Sigifredo  remató  el  jolgorio entregándole a su padre la llave de un apartamento en un barrio de ricos, que le había puesto a nombre  de   la  hija  y  al  cual  se  mudaron  a la semana. No bien habían desempacado apareció Sigifredo diciéndole a la chica que le tenía reservado cupo en una agencia de modelos donde  le  iban  a  pulir  la  belleza natural que tenía y además le enseñarían algunas cosas propias de la profesión; sus padres estaban tan deslumbrados por los regalos  y  las invitaciones que  apenas pudieron mover la cabeza en señal de aprobación y la conminaron a agradecerle  por  la  oportunidad, así fue como Simona llegó a su profesión siguiendo los designios que  Sigifredo  trazó  y  sus  padres  aceptaron  de  buena  gana. Los tres  años  que  la  separaban  de  la  mayoría  de  edad  los vivió entre desfiles de modas, la mayoría patrocinados u organizados directamente  por  Sigifredo, y  algunos  viajes,  unos relacionados con su ocupación y otros, como acompañante del  hombre  al  que todo el mundo en la familia y en los círculos de conocidos llamaban su  novio, aunque el tipo nunca la había tocado y su relación se basaba en muchos regalos y  en  disposiciones de él que ella cumplía obediente, más que nada porque el hombre se valía siempre  de  sus  padres para que  la  presionaran  a  aceptar, pero que cuando estaban solos al tipo le costaba encontrar palabras para   hablarle  y  se  embrollaba  en  tartamudeos   y  desaciertos  cuando  quería  galantearla. Ella terminó aceptando que era su novio, aunque no supiera qué significaba  eso  exactamente,  y lo decía como todo el mundo de manera nominal, pero al cumplir los dieciocho algo cambió  para  todos: ella  que  siempre  había  sido  dócil  y  sumisa impuso su voluntad de estudiar en la universidad  pública la carrera que quería, contrariando a sus padres y a su  benefactor, que le insistían que estudiara algo con más proyección y en una universidad privada, acorde con la forma de vida adoptada gracias  a  su  patrocinio, pero de nada valieron esos argumentos. Su férrea determinación la condujo a  la  de  Antioquia y de mayor rebote en los brazos de John Wilson. Para Sigifredo la mayoría de edad  de  la muchacha derribaba  las  barreras que se había autoimpuesto y empezó a cortejarla en serio, tratándola con más confianza y familiaridad. En esta sociedad las  mujeres han sido vistas desde siempre como una posesión, tratadas como objetos, subestimadas como entidades de uso y a veces de intercambio, manoseadas, agredidas, burladas, ridiculizadas y despreciadas, conformando una amalgama de maltratos y un despropósito que para cualquier otro grupo serían inaceptables, pero que en este caso no solo se aceptan por lo bajo en las instituciones familiares, gubernamentales y  religiosas, sino que para colmo se normaliza esta barbaridad llamándola tradición, costumbre, cultura, o se convalida llamándola derecho.

Sigifredo llevaba casi cinco años esperando e invirtiendo en ella y en su familia, y creía ganado el derecho a percibir ganancia, por lo que se inventó un viaje  a  San Andrés para  ellos  solos. De este viaje  le  quedó  a  Simona  la  pérdida  de   la   virginidad en una noche turbia, y la transformación del agradecimiento y algo de cariño que le tenía a Sigifredo en un sentimiento de temor venido de la  manera en que empezó a tratarla apenas concluido el  coito  inicial  con  que  él sintió abonada en  parte  su  inversión. El  acto en     fue  torpe y  más  molesto que gozoso para ambos pero de maneras distintas; para ella,  que venía instruida  por  su  madre – una mujer interesada y ambiciosa que vio en su yerno  la posibilidad del ascenso social que su esposo a  quien trataba de pusilánime y  resignado, le había negado--, representó la visión desnuda de la realidad  en la que se había sumergido desde que su familia y ella aceptaron las  dádivas del hombre, entonces, sentirlo cerca, respirar su aliento, acariciar su cuerpo y entregar el  suyo  fue  un  sofoco que fue mutando en aversión hasta  transformarse  gradualmente   en  aborrecimiento  y  fue bullendo en su interior tal repugnancia que estuvo a punto de vomitar, y para repeler ese impulso tuvo que permanecer quieta y  pensar que todo era un mal sueño hasta que el hombre fragoso y repulsivo se desmadejó a su lado, pesado y asqueroso, y ella, mientras se asfixiaba con los vapores mezclados de ambos, deseó por  vez  primera  en  su  vida  la  muerte, la  de  él  o  la  suya, no importaba, tan solo quería que todo se borrara de golpe, que al abrir los ojos despertara en su casa sola;  para él, acostumbrado a tratar mujeres fáciles y con experiencia, la vivencia resultó espinosa, pues desconocía por completo lo que era desflorar a una señorita  y  se había figurado su cuerpo como algo inmaculado pero diestro en  el  sexo, anhelaba la imposible mixtura de un ser virginal con la experticia  de una prostituta bragada, empero Simona, a pesar de conocer lo que cualquier muchacha de su edad sabe sobre el sexo, y de vivir en un entorno en que esta práctica era moneda corriente, era rematadamente virgen, nunca había tenido siquiera cercanía a una experiencia sexual y llegó a su primera relación con un montón de imágenes atropelladas vacilando en su cabeza que, sumadas a lo que iba contemplando en el desarrollo de  la  misma, la tornaron en una mujer indócil, acoquinada, inexpresiva y sufriente que no expresaba el más mínimo interés en lo que sucedía, antes bien, parecía despreciar todos los intentos del hombre por llevar a buen puerto lo que estaban viviendo, y las caricias sin encontrar asidero se fueron haciendo brusquedades y lo que debía ser reguero fue desierto, y lo que debía ser comunión fue desolado paisaje, hasta que del acto solo quedó un despliegue de fuerzas malhechas y torpes y la desazón de ambos por el otro. No volvieron a tener  contacto  en el viaje y de vuelta a la ciudad su relación se transformó en una extensión del tórrido episodio, y en ambos crecían los sentimientos despertados esa noche; él se volvió dominante, pesado  y  grosero, y ante el más minúsculo estímulo la trataba mal y cada vez la requería más como acompañante en sus reuniones sociales, aunque no volvió a tocarla y evitó quedarse a solas con ella. La tenía como un adorno que le gustaba mostrar pero que después de usado le estorbaba, sin embargo, esto no impidió que se volviera impulsivo y celoso, no porque en verdad le importara la muchacha, que para él no fue más que un mal polvo carente de  sentido  e  interés, sino por lo que dijera la gente, ya que todo el mundo sabía que era su novia, y por más tiesa y recatada que le pareciera, no iba a permitir que anduviera con otros o que levantara cualquier sospecha que lo hiciera quedar como un cornudo y un gevón. Había terminado así preso en un hermoso castillo que él mismo levantó pero que le parecía solitario y aburrido. Antes del viaje utilizaba  a sus padres para comunicar cualquiera de sus eventualidades; pero ahora lo hacía en persona y de mala manera: le dirigía el horario y le decía cómo vestirse, qué comer y hasta cuanto tiempo  debía dormir, y ella obedecía porque le temía, y aunque tarde, había entendido que Sigifredo más que su novio era su dueño, pues al aceptar sus dádivas y regalos ella y sus padres no habían hecho otra cosa que poner precio a un destino que no le pertenecía más, salvo en el  ínfimo  reducto de su vida que representaba la universidad, en donde lejos de la nefasta influencia de sus padres y  del  horror que le suscitaba el  novio podía ser ella y recabar algo de la rebeldía natural que tenía mutilada. A pesar de que muchas veces tuvo que  faltar a  clases  para  fungir  de  satélite  de  Sigifredo en sus eventos sociales, logró  mantener a flote  la  carrera, como único resquicio de confianza  y  libertad en medio de  la  incertidumbre  que  era  su  vida. En el campus era ella, las clases le encantaban, los profesores y los compañeros eran personas alejadas de su mundo, gente con la que le gustaba estar y conversar, con la que lograba proyectar un clima de seguridad y esperanza que nada tenía que ver con el resto de su vida, y a esa, a la chica luminosa y rebelde de la universidad, fue a  quien  conoció  y  de  quien  se   enamoró  John Wilson. Ella vio en él  a  un muchacho sencillo, algo indolente y apático, pero noble y guapo hasta decir basta. Al principio solo fue un interlocutor interesante que proponía  temas  graciosos  y  frívolos que fluían sin afán y divertían, todo lo contrario al monólogo inclemente y la obediencia debida  de  su  trato  con    Sigifredo,  pero a  medida que pasaban tiempo juntos y se  adentraba en la vida del Mono fue surgiendo  el  amor  y  ella  lo  dejó ser; por no haber conocido antes  ese sentimiento no supo cómo detenerlo y tampoco quiso hacerlo, le hacía bien, la reivindicaba consigo misma, la hacía sonreír  frente  al espejo y le daba los mejores momentos de paz con solo traer su imagen a  la memoria. A pesar de haber tenido novio desde los trece años nunca había querido a  un hombre, y algo similar le ocurrió a él, había tenido muchas mujeres pero nunca un amor, por eso su encuentro fundó en ambos el afecto auténtico y la pasión de doble vía  que legitima el verdadero amor; después de estar juntos supieron que nunca más necesitarían a nadie. La primera tarde después de la llenura amorosa, se  quedaron  dormidos soldados en un abrazo que quería trasmitir que los puntos suspensivos en sus ayeres habían llegado a su punto final. Pero al  despertar volvieron al  dictado  de  la  realidad y ella se hizo punto aparte, se despertó del abrazo y se levantó afanada sacudiéndose con pesadumbre los últimos restos del amor, y mirando fijo a los ojos del  Mono le dijo: Me tengo que ir, mis papás deben estar como locos porque no he llegado, él le dijo restregándose los ojos ¿Tu papá o tu novio?  A ella la pregunta la oscureció por dentro y con tristeza en  la  mirada le respondió Los dos, y se puso a llorar sentada, medio desnuda en el borde de la cama, John Wilson la abrazó y le dijo sereno  Mona, mi  amor, tranquila eso lo solucionamos, hay que hablar con el  man y decirle que encontraste a alguien, que esas cosas pasan y que tienen que terminar, ella, correspondiendo el abrazo, le dijo Vos no entendés nada, después de un corto silencio le contó entre sollozos toda su historia, le dijo quién era su novio y cómo estaba  amarrada a él  por  lazos  imposibles que trascendían la propia voluntad, al final los dos guardaron silencio, no  había  palabras para desenredar  la  abigarrada  incertidumbre que bullía en sus infiernos interiores: el  de  él  compuesto de celos, indignación  y  rabia, el de ella, de tristeza, temor  y  amor.  Se apartaron dejando en el otro la insuficiencia necesaria para que ninguno pudiera dormir, se pensaban con tanto dolor y angustia que no pudieron resistir más de un día de ausencia,  y  al  volverse  a  ver,  ambos traían el corazón de la intemperie de una noche de lluvias íntimas, y después de comerse a besos,  los dos estaban resueltos a estar juntos al coste que fuera; lo que no sabían es que ese coste estaba tasado por el destino y su cobro involucraba un monto que no iban a  alcanzar  a  pagar en el resto de sus vidas.  Simona  le  dijo  que  iba a  hacer lo que fuera necesario para  recuperar  su  libertad, hablaría con sus padres y  con  Sigifredo, le devolvería o le pagaría lo que fuera, los convencería  de  que ya era hora,  de  darle  fin a  ese  enredo, cosa que dijo pensando con el deseo, concibiendo que la historia que estaba construyendo con John Wilson era posible y válida; eso que estaba sintiendo le daba los arrestos para  enfrentar a  su  familia  y  a  su  novio. Él le dijo que enderezaran todo juntos  y  por  primera vez le dijo a una mujer que la amaba, pero ella contestó que debía hacerlo sola. Se despidieron calmando angustias, ella se  fue  a   su  casa, reunió a  sus  padres  y  cuando les iba  a  decir que había conocido a alguien y que tenía que terminar su relación con Sigifredo sintió una punzada aguda  en  el  pecho  y  le  faltó  el  aire. La madre la observó extrañada  y  el  padre  se  apresuró   a   ayudarla, ella  se  sentó, y   sin   poderse contener  se   deshizo  en  llanto, los padres expectantes la atropellaron a  preguntas por  su  estado, que ella no lograba hilvanar atacada en lágrimas, hasta pasado un momento, cuando su madre soltó una pregunta abrupta y cortó la escena:  Simo  ¿ Vos  estás  embarazada? Ella reaccionó y aplacando el sollozo le contestó ¿Cómo se te ocurre,  mamá?  Qué  embarazada  voy  a  estar, lo que estoy es enamorada. La madre hizo un mohín de vacilación sin comprender muy  bien lo que escuchaba y ella continuó Es un muchacho de  la  Universidad, se llama  John Wilson  y nos amamos, la madre mirando al padre con rigor dijo  Qué tontería  es  esa, si vos tenés  novio, y ella volviendo a llorar pasito le dijo Ese señor no es mi novio, yo no lo quiero, me he mantenido con él por ustedes y porque le tengo miedo, la mamá, tomándose la cabeza dijo  Qué  vas  a   saber  vos  del  amor, y mirando al papá,  lo retó diciéndole Abelardo, decile algo vos, esta muchacha nos  va  a  desgraciar  la vida, el padre incómodo no sabía qué decir y la mamá continuó  Vos no podés dejar a Sigifredo por un capricho, Simona le replicó con fuerza creciente No es un capricho, nos amamos  Y, ¿ por qué no puedo dejar a ese viejo maldito  a  ver? El papá dijo bajito, como hablándose a sí  mismo, Porque nos condenás  a todos, la muchacha escuchó las palabras de su padre y fueron suficientes para que sintiera un reflujo de ira que le subía desde el estómago y se le instalaba en la frente para filtrarse por su boca, cuando le contestó casi gritando Se condenaron ustedes, viejos hijueputas, dizque papás, ustedes lo que son es vendedores, y los dejó trepidando angustias, incertidumbres, vacilaciones  y  odios para encerrarse en su habitación de donde no volvió a salir en toda la noche. Al  siguiente día fue  hasta  la oficina de su novio  y  lo encontró sonriente  hablando con sus ayudantes, al verla parada en la puerta la miró con desprecio, gesto que corrigió de inmediato diciéndole  a  sus acompañantes que vaciaran el  lugar. Ella   entró  y  se  sentó,   y  al  verlo notó en su  mirada  algo  extraño,  un gesto que no le había  visto en tantos años de conocerlo, una mezcla de  soberbia  y  de  perversidad que armonizaba con una sonrisa afilada y que dejaba entrever unos dientes como uñas, una sonrisa rara, cortante, que mantuvo intacta durante la charla que tuvieron. Ella  palideció  y  temblaba mientras encontraba la manera de suavizar  las  palabras que quería trasmitirle, él la miró acechándola y torciendo  la  boca en una sonrisa fingida, la llamó mi amor por primera vez en la vida, y le preguntó con suavidad  irreal ¿ Qué  querés  decirme?, ella venciendo el nudo que se le había instalado en la garganta, sacando las  palabras lijadas,  con  un  hilo  de  voz  le contestó Es que tengo que decirle algo importante, él alargando la agonía le ripostó, mientras se acomodaba  en  una  silla, Dígame  no  más,  y  ella  suspirando le dijo Yo quiero que me deje ir, no quiero seguir con usted porque conocí a alguien. Él la miró por fin limpio de simulaciones, feroz, como si alguien adentro de su rostro hubiera apagado una lámpara y solo  quedara  el candil de sus ojos con filos de silicio que brillaban más por contraste ante tanta oscuridad, mientras le decía, enfatizando las sílabas  Eso no va a  ser posible,  mi  amor.

Lo que ella no sabía ni podía  siquiera  imaginar, era que el hombre que tenía enfrente sabía todo de ella, desde que entró a la Universidad la había hecho seguir por uno de sus hombres y supo antes que ella del muchacho hermoso que la miraba con ojos ávidos y estuvo al corriente cuando ella empezó a verlo. Después del viaje pensó en dejarla en libertad, pero cambió de parecer al verlo en vivo un día en que lo esperó afuera de la Universidad; la contemplación de la estampa del hombre con quien creía competir lo llenó de rabia y nulidad, se sintió agredido por la belleza ajena, como si no tenerla fuera una ofensa. Entre más  lo examinaba más crecía el resentimiento, desde que lo vio pensó cada día en matarlo, pero se contuvo sin saber por qué,  había algo en ese muchacho radiante que le impedía agredirlo, pero lo obligaba a odiarlo en igual proporción.  Muchas veces fue hasta su casa con la firme intención de acabar con él, pero al último instante desistía y se iba furioso consigo mismo, sintiéndose en deuda con algo que no podía definir, y solo conseguía calmarse siendo un déspota con Simona, como si tiranizándola pudiera trastornarlo a él, disminuirlo, afearlo, hacerle algo que le permitiera respirar sin sentirse inferior.  Al no conseguirlo se aferraba a  la  idea de que él la tenía y el otro no; intentó superar a su competidor con el dinero, con el poder, con la obediencia, pero a cada propiedad le encontraba insuficiencias: el dinero podría conseguirlo el otro algún día y por lo que veía no lo necesitaba, y por lo que conocía de John Wilson deducía que el poder no lo necesitaba y menos la obediencia, en cambio tenía juventud y belleza, dos cosas que no se  podían  comprar  y  que  solo  el   tiempo podía corromper, como le había pasado a él. Muchas veces se debatió entre dejarlos libres o matarlos, finalmente la muerte acortaría el trabajo del tiempo, pero se sentía indigno de apelar a eso por no ser capaz de equiparar al otro, y mientras tanto seguía pensando en ellos día  y  noche y, sin hallar mejor forma de significarse, se apegaba a su codicia como un avaro a un costalado de plata. Aunque no la quisiera, ni    ella   a   él, tenerla era mejor que dejarla, y eso le daba un margen  aparente  de   ventaja, así no le importara el amor de ella, ni  siquiera la transacción con que la había conseguido, solo quería ganar una apuesta de una sola vía que su oponente desconocía y en la que su único as era retenerla y con esa carta enfrentar el  full  house  de  su contrincante. Hasta que su amigo, el padre de Simona, lo llamó para contarle la charla que había tenido con  su  hija  y  prevenirlo  de  su  decisión de abandonarlo. Apenas colgó,  un manto negro se  le  instaló  en  el  cerebro y no pudo pensar sino en destruir a  su oponente, llamó a  sus hombres y les dio la orden tanto tiempo dilatada y que  todos estaban esperando Vayan y maten a ese hijueputa, los hombres salieron y  él  se  quedó  pensando Que va ni que hijueputas, al final la casa gana, la casa siempre gana, se te acabó el reinado mariconcito bonito. Y encendió un cigarrillo que solo fumaba cuando las cosas  le  salían bien en los negocios, se lo fumó despacio contemplando abstraído como las volutas de humo se difuminaban en el espacio, sintiendo la calma del fullero cobarde que sabe que venció con trampa, se  golpeó  las  sienes con ambas manos como sacudiéndose los pensamientos increpantes que reverberaban en su cabeza  y que le hablaban de flaqueza  y  pavura. Se levantó y  sirvió un guaro doble que se tomó de un tirón mientras decía en voz alta  A  la mierda esta maricada, lo que fue, fue, la belleza mata, encendió otro cigarro que fumó dando vueltas en su oficina, hasta que sintió llegar el carro de sus mandaderos y salió a recibirlos. Lo que Simona vio al llegar fue la rendición de cuentas que le daban sus hombres y que le afiló su sonrisa que ella no supo descifrar hasta que, después de su plática ella hizo, él  hizo un gesto y tres de los muchachos que habían salido hacía un momento entraron por ella para conducirla a una de sus fincas mientras él  le repetía con ironía No mamita lo que usted dice no es posible y menos ahora que su noviecito se murió, y volvió a poner la razia en su sonrisa que ella entre gritos de dolor supo descifrar como la imagen del cinismo.

Lo que ninguno de los dos supo nunca fue que  a  quien  alcanzaron las balas mortales  no fue  a  John Wilson sino a   su  hermano  menor, Giovany, que ese día  y  finalmente gracias  al  empuje que todos los Sanos le hicimos, había aceptado salir con una compañera del colegio que botaba la baba por él. Hacia la casa de ella se dirigía ataviado con una chaqueta Epifanio que le había pedido prestada a su hermano mayor, cuando se encontró en la esquina contigua a su casa con el convoy asesino, que, confundiéndolo, disparó a la cabeza sin percatarse, por  el  afán  con que el matador efectúa su actuar, cómo se apagaban sus ojos verdes como esmeraldas. Al velorio que realizaron en el coliseo del colegio, después de que todos los compañeros convenciéramos al rector, solo asistió su madre. Su hermano,  al  deducir  su  culpabilidad cuando no  encontró  a  su  novia, fue obligado por su novia a abandonar el  país. En la ceremonia le entregaron los grados póstumos de bachiller a Giovany, ya que solo nos faltaba un mes y medio para salir de once, mientras que su hermano deshecho de dolor se paró frente a  la puerta de vidrio del aeropuerto y contempló cómo se había hecho feo de golpe. Esa muerte reconfirmó una vez más que la muerte es la negación absoluta de la belleza, y  que la belleza en una sociedad  tan  fea  es  una  maldición.

 

 

 

 

 


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