Buscar este blog
lunes, 29 de mayo de 2023
jueves, 18 de mayo de 2023
Lectura de los capítulos 12 y 13 de la novela La Carne, autoría de Rosa Montero
Capítulo 12
Una de las pocas cosas positivas de envejecer, quizá la única, era la seguridad de
que ya no ibas a volverte loca, pensó Soledad con ánimo sombrío. Se refería a
completamente loca, a no ser capaz de controlar tu vida ni tu destino. A perderte un
mal día para siempre. Como se perdió Guy de Maupassant. O como Dolores.
«Dios, antes de destruir a sus víctimas, las enloquece», decía Eurípides. Deberían
escribir esta frase en el dintel de todos los manicomios, frenopáticos, cotolengos,
psiquiátricos y asilos mentales del mundo, murmuró. Alzó la vista y miró el cartel
luminoso que había sobre la puerta de la residencia de Dolores: EL JARDÍN. CASA DE
SALUD.
El jardín del que hablaba eran unos cien metros cuadrados de césped que iban
desde el edificio hasta la verja de hierro pintado de color verde. Había cuatro bancos
de madera sintética y unos cuantos parterres alicaídos que en primavera solían tener
flores. En el calcinante verano colocaban sombrillas al lado de cada banco. Eran de
lona, playeras, con alegres rayas. Como la tumbona del Lido que el agonizante
Aschenbach manchó con su pringoso maquillaje.
Según Freud, lo siniestro es la irrupción del horror en lo cotidiano. Como la
muerte a pleno sol en una festiva silla de playa. O como dos niñas de cinco años
dando vueltas felices en un carrusel. Soledad en un asiento con forma de perrito,
Dolores a su lado en un rechoncho cisne blanco con el pico dorado. Sonaba la
musiquilla, los animales subían y bajaban suavemente, las bombillas se encendían, el
mundo daba vueltas a su alrededor. Qué divertido. El viaje se terminó, pero ellas por
fortuna no tenían que bajarse, podían seguir todavía un rato más. El carrusel arrancó
otra vez. La música, las luces, el perrito con la lengua roja, el cisne de las alas
arqueadas. Nueva parada. Los demás niños bajaron, cambiaron, ahora había una chica
rubia en el cerdito, una nena muy pequeña en el gato negro. Más vueltas. Ya no era
tan divertido, ya no hacía tanta gracia. Dolores miraba alrededor, Dolores buscaba
con un poco de miedo, con un poco de angustia, pero el mundo se movía tanto que no
lograba ver nada y además empezaba a marearse. Y Soledad también. Al viaje
siguiente ya estaban las dos lloriqueando, primero Dolores, luego Soledad. Tres
trayectos más tarde, los empleados las rescataron del perrito y del cisne. Ese carrusel
fue el lugar que su padre eligió para abandonarlas, tras dejar pagadas unas cuantas
vueltas.
Dolores, su gemela.
Soledad se preciaba de tener una mente racional. Siempre intentó sujetarse a los
firmes mástiles de la lógica para que el viento del caos no la arrastrara. Pero, aun así,
a veces le parecía percibir confusas señales que el mundo le mandaba, mensajes
cifrados que ella se apresuraba a desestimar. Las coincidencias, sobre todo. Las
coincidencias eran siempre inquietantes. Por ejemplo: cuando supo que Adam
también tenía un gemelo, sintió un escalofrío. Como si se tratara de una advertencia
del destino. Una prueba de que estaban predestinados.
Tonterías, gruñó en voz alta, mirando distraída al banco más cercano. Estaba
manchado de caca de paloma y vacío, como todos los demás del pequeño jardín en
ese frío diciembre. Tonterías, repitió. Una simple casualidad.
A fin de cuentas, nacía un par de gemelos idénticos, univitelinos, cada doscientos
cincuenta partos. No era algo tan raro. Además, en el caso de Adam quizá se tratase
de un mellizo, un gemelo fraterno nacido de otro óvulo. Ésos eran mucho más
abundantes: treinta y dos cada mil partos. Soledad suspiró y volvió a contemplar la
puerta de la residencia. Venga. Vamos. Era inútil postergarlo más. Adentro.
Salvo que estuviera de viaje, venía a ver a Dolores una vez a la semana.
Normalmente la tarde de los miércoles. No reconoció a la chica que estaba hoy en la
recepción. En la residencia cambiaban muy a menudo de personal; era un trabajo
ingrato y pagaban poco.
—¿Dolores Alegre?
—Está en el invernadero.
No se trataba de un invernadero de verdad, sino de una sala amplia con techos
altos y grandes ventanales. Era un espacio bastante bonito, salvo por los pacientes. El
Jardín estaba especializado en enfermos con trastornos mentales graves y, sobre todo,
en aquellos que habían sido hospitalizados largamente durante los tiempos feroces de
los manicomios con ataduras. Aún adolescente, Dolores recibió electrochoques y
permaneció muchos años internada por su madre en psiquiátricos muy duros. Soledad
la había sacado de aquel infierno, pero por entonces ya estaba demasiado dañada
como para poder vivir con cierta autonomía. El Jardín era un lugar supuestamente
amable, moderno y protector. En realidad, un sitio espantoso, como todos. Los
hermanos gemelos de una persona aquejada de esquizofrenia tenían el cuarenta y
ocho por ciento de posibilidades de desarrollar la enfermedad. Soledad había vivido
amedrentada año tras año. Pero la vejez, que todo te lo quitaba, al menos te daba eso.
Una pequeña, razonable seguridad de que ya no te tragará el atormentado mar de la
locura.
—Hola, Dolores, cariño, ¿qué tal estás?
—Hola, Soledad. Hola, Soledad. Hola, Soledad.
Vaya, hoy tenía el día repetitivo. Mejor. Había tardes en las que no decía ni una
palabra, en las que ni siquiera parecía estar presente. Alrededor había hombres y
mujeres de diversas edades, la mayoría con más de cuarenta años, repartidos por las
mesas y los sofás. Algunos solos, viendo la televisión, o jugando con una especie de
rompecabezas que parecían hechos para niños pero que por lo visto estaban
sofisticadamente diseñados para avivar y ejercitar mentes torturadas, o aparcados en
una silla, ausentes, hundidos en sí mismos. Otros charlaban o echaban una partida de
cartas. Olía a un ambientador empalagoso, de esos de centro comercial. Una sombra
de tristeza caía sobre todos como un fino velo. Aunque quizá fuera una falsa
impresión, se dijo Soledad, quizá la única triste de la sala fuera ella.
—Toma. Te traje los bombones que te gustan.
—Mmm. Me gustan. Qué buenos. Estoy muy bien aquí.
—Me alegro.
—¿Te alegras de qué? ¿De qué? ¿Eh? ¿De qué?
—De que te gusten los bombones que te he traído. De que estés bien aquí.
—Estoy bien aquí. Pero preferiría estar en cualquier otro lado.
No se parecía a Soledad. Ya no. Los ojos grises no tenían luz. Eran como dos
charcos de un sucio día de lluvia. La piel estaba fláccida. El cuerpo, derrotado. Era
una vieja. Cualquiera le hubiera echado veinte años más que a ella. Al verlas juntas,
la gente debía de pensar que su hermana era su madre. En realidad, ahora Dolores se
parecía de verdad a la madre de ambas. A esa chiflada que las encerraba en un
armario cuando salía —y salía todo el rato—, supuestamente para que no se hicieran
daño. A esa malvada. Hacía falta ser mala para llamarlas Soledad y Dolores. Y lo
peor era que las dos habían cumplido su terrible mandato nominal. Ella siempre tan
sola. Y Dolores sumergida en el dolor psíquico, que es el más cruel de todos.
A veces, en sus mejores momentos, a Soledad no le extrañaba que su padre
hubiera salido huyendo. Y comprendía que no hubiera podido seguir soportando a esa
mujer tóxica. Pero hoy no estaba en uno de sus mejores momentos. Hoy pensó: no
sólo nos dejaste, cabrón. Además nos dejaste con ella.
De niñas eran idénticas. Verdaderamente indistinguibles. Como en la historia esa
que Mark Twain le contó a un periodista. Twain explicó que había tenido un hermano
gemelo, Bill, tan parecido a él que tenían que atarles cordoncillos de colores en las
muñecas para saber cuál era cuál. Y resultó que un día los dejaron solos en la bañera
y uno de los dos niños se ahogó. Pero, como los cordones se habían desatado, «nunca
se supo quién de los dos había muerto, si Bill o yo», explicó con placidez Twain al
periodista. Pues bien, ellas habían sido así. Tan iguales que nadie podía
diferenciarlas. Sólo la madre se vanagloriaba de poder hacerlo, pero no era cierto: se
había confundido varias veces, aunque ellas se cuidaron mucho de decírselo. Ahora
bien, esto conducía a una indeterminación vertiginosa. Porque ¿cómo saber si su
identidad era la acertada? Quizá las hubieran intercambiado mil veces siendo bebés.
Tal vez ella no fuera Soledad. Tal vez ella fuera en realidad Dolores. Tal vez su
gemela hubiera enloquecido en su lugar para salvarla.
Capítulo 13
No tenía que haber venido, rumió Soledad sintiéndose una estúpida con el whisky
en la mano. Siempre se le había dado mal el small talk, la charla pequeña, la
conversación falsa y banal de los encuentros sociales. De hecho, llevaba años sin
acudir a este tipo de eventos; pero ahora había empezado a sospechar que se estaba
quedando atrás, que el mundo avanzaba y la iba marginando, que la maquinaria
profesional estaba a punto de escupirla como un hueso roído, un residuo inservible; y
todo eso le hizo decidir, unas horas antes, en su casa, que dejarse ver un poco le sería
beneficioso. Pero en estos momentos ya no estaba tan segura. La gente que de verdad
le interesaba no parecía verla, y los que se acercaban saludaban y rebotaban en ella
alejándose de inmediato, como acróbatas de cama elástica que aprovecharan el
impulso para alcanzar un corrillo más interesante. Soledad estaba sola como tantas
veces, sola Soledad de pie junto a la mesa de las bebidas observando el salón en
donde se celebraba el lanzamiento de la revista ARTyFACT, un lujoso bimensual
editado por los principales galeristas españoles, la Marlborough, Senda, Ivorypress y
otros dos o tres pesos pesados, que por una vez habían acordado aparcar sus rencillas
para convertirse en promotores de una revista que vendería en cada número obra
gráfica original de sus artistas. Una estrategia más para sortear los mordiscos de la
crisis.
Contempló con desaliento a la concurrencia, lo más granado del mundo del arte.
En realidad, esa marginación que ella ahora sentía de manera más evidente había
existido desde siempre. Soledad nunca había pertenecido al mismo mundo que ellos,
nunca la habían aceptado, tan sólo la soportaron mientras tuvo cierto poder en
Triángulo. Era una cuestión de clase: no había ido a los mismos colegios que ellos, no
tenía primos casados con sus primas. Todos los ricos estaban emparentados. Y, en el
raro supuesto de que no hubiera de verdad ningún lazo de sangre, se llamaban de
todas formas tíos y primos entre sí, sin duda reconociendo de este modo la unidad de
destino esencial que conformaban. Eran una gran familia, desavenida en todo excepto
en el mantenimiento del poder y de las influencias. Y el mundillo del arte, junto con
el de la banca, eran dos de sus territorios preferidos: el primero de recreo, el segundo
de caza. Pasó Soledad la mirada por encima de los corrillos, saltando de uno a otro, y
le pareció escuchar las conversaciones que la mitad de la sala estaría manteniendo.
«Déjame que te presente a Tomás. Inés Pereñuela, Tomás Lalanda…». «Tú debes de
ebookelo.com - Página 56
ser el primo de Boro, ¿verdad?». «Claro, y tú eres la hija de tío Ramón…». «Exacto,
tu padre y mi padre fueron juntos a la universidad». «Lo sé muy bien. Por cierto, ¿a
que no adivinas con quién he estado este fin de semana en Jerez? Con Nena y tu
primo Jorge». «¡No me digas! ¿Nena? ¡Pero si antes de casarse con Jorge salió un
montón de años con mi hermano!». «¿Con tu hermano Pepe?». «No, con mi hermano
Tito, el pequeño». «¿Tito el que está casado con mi prima Teresa?». «Ese mismo». Y
así durante horas. Aunque dos personas de la clase alta no se conocieran, podían
pasarse media tarde enhebrando nombres de amigos comunes, parientes, concuñados
y compañeros de colegio o de consejo de administración, cosa que venía a ser lo
mismo, porque las relaciones empezaban en el parvulario y terminaban en la cúpula
de las grandes empresas. Y así iba transmitiéndose el poder real de una generación a
otra de primos y tíos verdaderos o falsos, mientras los demás mortales no
pertenecientes a la familia daban vueltas como cometas por los confines. Como había
hecho ella misma.
Un pequeño grupo de sonrientes invitados se acercó a la mesa a buscar una copa.
Eran pocos pero selectos, dos críticos importantes, una galerista y un experto del
Museo del Prado, más un chico alto y lánguido al que Soledad no conocía y Diana
Domínguez, que trabajaba en el Reina Sofía cuando ella organizó la exposición de
Arte y locura y que después abrió su propia galería. Una víbora. Todos eran delgados,
todos vestían colores fríos: grises, negros, lilas, azules brumosos. Diana se colgó del
cuello de Soledad con un gritito:
—¡Ah! El otro día te vi en la ópera con tu hijo —dijo, exultante.
—No es mi hijo —respondió, y para su horror advirtió que se estaba ruborizando.
Los demás la miraron con curiosidad, una mirada que se parecía mucho a una
pregunta. He contestado demasiado deprisa, pensó Soledad; tendría que haber dicho,
«¿mi hijo?», como si no cayera; tendría que haber disimulado. Enrojeció un poco
más. Estoy montando un número, se dijo, me estoy delatando. Por detrás del grupo
asomó la cabeza de Marita Kemp, la maldita arquitecta de la exposición de los
malditos. La que faltaba, gimió por dentro Soledad. No se había dado cuenta de que
venía con ellos.
—Era… un amigo —dijo al fin, con poquísima convicción.
—Pues vaya amigos tienes, querida, a ver si los presentas, ¡era guapísimo! Un
poco joven, claro, un yogurín, por eso pensé que era tu hijo. Pero espectacular —
remachó Diana.
—Qué dices, Diana, pero si ahora las parejas de mujeres mayores con chicos
jóvenes están de moda… —intervino el hombre lánguido—: Mira Sharon Stone, o
Susan Sarandon, o Madonna…
—No es mi pareja, es sólo un amigo… —se apresuró a puntualizar Soledad,
mientras pensaba: ¿por qué sigo hablando de este estúpido asunto?
—¿Tú tienes hijos, Soledad? —le preguntó Marita.
Oh, no. Y ahora esto. Tenía que ser Marita quien sacara el tema. Odiaba que le
plantearan esa cuestión, porque cuando respondía no, ese no tan irreversible ya a su
edad, ese no que significaba no sólo que no tenía hijos, sino que ya no los tendría
jamás y que por consiguiente tampoco tendría nietos; ese no que la marcaba como
mujer no madre y que la lanzaba a la playa de los desheredados, como un resto sucio
de tormenta marina, porque los prejuicios sociales eran inamovibles en este punto y
toda hembra sin hijos seguía siendo vista como una rareza, una tragedia, mujer
incompleta, media persona; cuando decía no, en fin, Soledad sabía que ese
monosílabo caería como una bomba de neutrones en mitad del grupo y alteraría el
tono de la conversación; todo se detendría y los presentes quedarían expectantes,
demandando de manera tácita una explicación aceptable del porqué de tan horrorosa
anomalía; que Soledad dijera, «no pude tener niños», o quizá, «tengo una enfermedad
genética que no quise transmitir», o incluso, «en realidad soy transexual y nací
hombre»; en suma, aceptarían cualquier cosa, pero desde luego la obligarían a
justificarse. Y, una vez más, Soledad se prometió a sí misma que resistiría la presión
y no añadiría ni una sola palabra al monosílabo.
—No.
Bum. Estalló la bomba. Los críticos, la galerista, el experto del Prado, el
lánguido, Diana, Marita: todos callaron y la miraron con ojos redondos, ojos
escrutadores, ojos ansiosos de saber más. Soledad aguantó mientras el ambiente se
enfriaba y la incomodidad flotaba como un gas pernicioso en torno a ellos.
—Nunca quise tener hijos. Desde pequeña —soltó al fin, cediendo al chantaje
social una vez más, siendo cobarde.
—Sí, claro. No hace falta tener hijos para ser feliz —se apresuró a decir la
galerista.
Ésas eran las peores, las mujeres amables que intentaban quitar hierro a la
carencia, que demostraban a gritos con su simpatía que en el fondo pensaban que la
falta de hijos era una tragedia, una minusvalía. Para qué decir nada, si todo les
parecía tan natural.
—¡Desde luego! Yo adoro a mis hijos, pero he querido matarlos muchas veces —
sonrió Marita, henchida de supremacía maternal.
—¿Cuántos tienes? —preguntó Diana.
—Dos, una de trece y otro de quince, imaginaos…
Y sí, Soledad imaginó. Encima esa petarda había tenido el tiempo y la
oportunidad de ser madre. A su alrededor rodaron unas cuantas risas de complicidad.
—Uh, plena adolescencia, como los míos… —dijo uno de los críticos.
—¡Lo que te queda por pasar! Yo ya tengo hasta una nieta, pero todavía recuerdo
con horror los quince años de mi hija —añadió Diana.
Todos empezaron a entrecruzar comentarios sobre sus retoños como quien cambia
cromos. Todos habían tenido descendencia. Soledad miró esperanzada al chico
lánguido: él era más joven, probablemente gay, quizá se hubiera salvado. El chico
debió de tomar su mirada como una pregunta, porque dijo:
—Mi marido y yo hemos adoptado a una niña india. Se nos cae la baba, la verdad
—y lanzó una deslumbrante sonrisa transida de amor paternal.
Eso me pasa por preguntar, se dijo Soledad. Me pasa por venir a eventos como
éste. Me pasa por hablar con la gente. Por salir de casa. Por levantarme de la cama.
Por estar viva. O quizá por no estarlo lo suficiente.
jueves, 11 de mayo de 2023
Lectura de los capítulos noveno, décimo y undécimo de la novela La Carne, escrita por Rosa Montero
Capítulo noveno
Una de las cosas más ridículas que la edad conlleva es la cantidad de trucos,
potingues y ortopedias con los que intentamos combatir el deterioro: el cuerpo se nos
va llenando de alifafes y la vida, de complicaciones.
Eso se ve claramente en los viajes: de joven eres capaz de recorrer el mundo con
apenas un cepillo de dientes y una muda, mientras que, cuando te adentras en la edad
madura, tienes que ir añadiendo a la maleta infinidad de cosas. Por ejemplo: lentillas,
líquidos para limpiar las lentillas, gafas graduadas de repuesto y otro par de gafas
para leer; ampollas de suero fisiológico porque casi siempre tienes los ojos
enrojecidos; pasta de dientes especial y colutorio contra la gingivitis, más hilo
encerado y cepillitos interdentales, porque los tres o cuatro implantes que te han
puesto exigen cuidados constantes; una crema contra la psoriasis o contra la rosácea o
contra los hongos o contra los eczemas o cualquier otra de esas calamidades cutáneas
que siempre se van desarrollando con la edad; champú especial anticaspa, antigrasa,
antisequedad, anticaída; tinte porque las canas han colonizado tu cabeza; ampollas
contra la alopecia; cremas hidratantes, seas hombre o mujer; cremas nutritivas,
alisantes, antiflaccidez, más para ellas, pero también para algunos varones; lociones
antimanchas; protector solar total porque ya te ha dado todo el sol que puedes
soportar en veinte vidas; ungüentos anticelulíticos, esto en las mujeres; podaderas de
los vellos nasales y auriculares, esto en los hombres; férulas de descarga para la
noche, porque el estrés hace chirriar los dientes; tiritas nasales adhesivas, molestas y
totalmente inútiles, para atenuar los ronquidos; píldoras de melatonina, Orfidal,
Valium o cualquier otro fármaco contra el insomnio y la ansiedad; con un poco de
mala suerte, pomada antihemorroides para lo evidente y/o laxantes contra el
estreñimiento contumaz; vitamina C para todo; ibuprofeno y paracetamol para la
inacabable diversidad de molestias que van parasitando el cuerpo; omeprazol para las
gastritis; Alka-Seltzer y más omeprazol para las resacas, que uno va perdiendo
resistencia; suplementos de soja porque la menopausia baja las hormonas; con otro
poco de mala suerte, las píldoras del colesterol, de la tensión, de la próstata. Y así
sucesivamente, en suma. Una pesada carga.
Pero a fin de cuentas la existencia misma es un viaje, así que no hace falta tener
que coger un coche o un avión ni trasladarse a otra ciudad para ser rehén de toda esa
parafernalia protésica. Eso pensaba Soledad esa tarde, mientras se preparaba para la
segunda cita con Adam. A cierta edad, plantearse hacer el amor con alguien exigía
una planificación y una intendencia tan rigurosas como la campaña de África del
general Montgomery. Y así, lo primero que hizo Soledad fue probarse medio ropero,
tanto ropa interior como exterior, y evaluar su aspecto por delante y por detrás con
ayuda de un espejito de mano para verse la espalda. Ese juego de sujetador y braga
color fuego tan bonito ¿no le sacaba por desgracia una antiestética molla en la
cadera? Se quitó y se puso, se vistió y desvistió, mientras a su alrededor iba creciendo
una rebaba de prendas descartadas, como las cenefas de algas en la playa. Terminó
poniéndose el conjunto de lencería de encaje verde y, por encima, una camisa de seda
verde musgo, el pantalón gris perla de corte perfecto y los botines Farrutx de medio
tacón. Una vez aprobada la elección de las prendas, volvió a desnudarse íntegramente
y se metió en la ducha. Se lavó el cabello y lo untó bien de crema acondicionadora;
luego pasó largos minutos entregada a una minuciosa limpieza corporal con especial
ahínco en orificios; comprobó que no quedaban rastros de la crema hidratante vaginal
que se había puesto la noche anterior y, a continuación, se recortó el vello del pubis,
primero con tijeras y después con crema de afeitar y una cuchilla. Se hizo sangre;
escocía. Salió de la ducha chorreando para mirarse en el espejo y verificar si había
dibujado bien la línea velluda. Pues no: lo había hecho mal y su pubis parecía estar
torcido. De nuevo bajo la regadera, rasuró un poco más y se cortó otra vez. Blasfemó.
Al cabo logró que aquello mostrara una apariencia pilosa más o menos aceptable,
aunque tenía tres rasguños que no paraban de sangrar. Salió de la ducha, se secó y
colocó pedacitos de papel higiénico sobre las heridas, mientras se cortaba las uñas de
los pies y de las manos y repasaba la laca color guinda. Permaneció sentada sobre la
tapa del retrete, desnuda, mojada y helada, mientras las uñas se secaban. Los cortes
del pubis ardían. A continuación, se depiló las cejas, se puso las lentillas, se dio una
loción reafirmante en las piernas, en los brazos; se aplicó sus carísimas cremas en
párpados, cara y cuello. Se secó el cabello con el secador; como no le terminaba de
gustar la onda que había quedado en el lado izquierdo, lo empapó de nuevo en el
lavabo y lo volvió a secar. Escrutó con desconfianza la raya del pelo en el espejo y,
aunque con su color trigueño apenas se notaban las canas, decidió utilizar un lápiz de
color que camuflaba las raíces. Luego se maquilló con esmero, procurando un efecto
natural y liviano. Hizo repetidos buches y algún gargarismo con un colutorio para
asegurarse un aliento fresco. Comprobó que los cortes del pubis ya no sangraban,
arrancó los papelitos y se vistió con el conjunto de lencería verde, la camisa de seda,
el pantalón gris. Descalza, fue a colocar su dormitorio. Necesitaba una luz tenue e
indirecta que favoreciera el aspecto de su carne, de manera que pasó media hora
llevando al cuarto todas las lámparas que tenía en la casa y probando diferentes
combinaciones: colocadas sobre la mesilla, en el suelo, cubiertas con un pañuelo. Al
final decidió devolver todas las lámparas a sus emplazamientos originales, dejar
encendida la luz del pasillo e iluminar el cuarto sólo con cuatro velas. Escoger las
cuatro velas, y los platitos sobre los que ponerlas, le llevó otro rato. El asunto de la
música también tomó su tiempo: ¿pondría la base redonda, en la que sólo funcionaba
el iPod? ¿O quizá el altavoz inalámbrico, que tenía la ventaja de poder conectarse con
el iPhone, en donde Soledad guardaba su música preferida? Pero, claro, la conexión
inalámbrica era más complicada, habría que parar de besarse y concentrarse en la
manipulación del aparato unos minutos. Escogió el iPod y seleccionó el modo
aleatorio. Luego fue corriendo al vestidor y trajo un batín corto japonés para ponerse
por encima cuando tuviera que levantarse de la cama; era favorecedor y muy bonito,
y lo colocó sobre la silla con estudiado descuido, como si lo hubiera dejado ahí
casualmente. En ese momento, y tras la pequeña carrera, tuvo que reconocer con
horror que le escocía un poco el sexo. Sin duda había dejado los vellos del pubis
demasiado cortos y así, tan tiesos, le estaban irritando la delicada mucosa. Volvió al
cuarto de baño y se bajó los pantalones y las bragas, sin saber muy bien qué hacer.
Decidió untarse crema hidratante vaginal; pero luego le entró una horrible sospecha y
probó una pizca de la crema con la punta de la lengua. Sabía espantosamente mal. No
tuvo más remedio que desnudarse entera y volver a ducharse, intentando que no se le
mojara la cabeza ni se le corriera el maquillaje. Iba muy retrasada: Adam debía de
estar a punto de llegar. Se aterró, hecha un manojo de nervios. Tras secarse de forma
somera con la toalla, un súbito capricho le hizo cambiar el sujetador y la braga verdes
por el conjunto gris perla. Aunque, en realidad, ¿para qué tanto pensarse la ropa
interior, si lo primero que hacían los hombres era desnudarte? De nuevo vestida y con
los bajos escocidos sin solución, Soledad se miró al espejo y se encontró bastante
guapa. Y también ridícula. ¡Pero si es un escort, un gigoló, maldita sea! ¿A qué viene
perder la cabeza y arreglarse tanto?, se gritó, exasperada. Había chillado tan fuerte
que temió que se hubiera enterado todo el vecindario. Sonó el timbre del portero
automático: Adam. Claro que era mucho peor y mucho más ridículo, pensó Soledad
mientras escondía a manotazos los gurruños de ropa sobrante en el armario, era
mucho peor e incluso patético ejecutar todas esas payasadas, colocar las luces,
limpiar los orificios y recortar los bajos, en la vana esperanza de hacer el amor con
alguien, y luego regresar sola y frustrada a casa. Por lo menos, con un prostituto eso
no pasaba. Lo cual, bien mirado, era un alivio.
Capítulo décimo
21 de noviembre, viernes
A. vive solo, a juzgar por el buzón de correos y por sus movimientos. Desde que
empecé la vigilancia, hace cuatro días, siempre ha salido entre ocho y nueve de la
mañana (8.42, 8.17, 8.37, 8.51), con el paso apresurado de quien llega tarde, en una
ocasión incluso corriendo (8.51). Su destino era un pequeño taller eléctrico situado
en Virgen del Portillo, 17, a cuatro calles de su casa. El cartel pintado que cuelga
sobre la puerta del taller dice: Manolo el Chispas. Hoy, en cambio, A. no ha
aparecido hasta las 13.26 y se ha dirigido al bar MarySol, en Virgen de Lourdes, 56.
Permaneció dentro hasta las 16.05. Salió con un paquete envuelto en papel de
aluminio en la mano, quizá un bocadillo. Se paró en la esquina y miró alrededor
como si esperara a alguien. Estuvo allí de pie, inquieto, durante casi diez minutos.
Después regresó a su casa con gesto contrariado. Interrogado el dueño del taller,
Manuel Rodríguez, alias Manolo el Chispas, dijo textualmente: «Adam es un buen
electricista, eso sí es verdad. Y no es tonto el chaval, y habla el español de puta
madre. Pero le pasa como a todos estos chicos, la nueva generación, que se han
perdido, que ya no saben trabajar, que se creen que el dinero cae de los árboles y no
quieren hincarla. Andan con la cabeza comida con los programas estos de los
realities, que se creen que cualquier gilipollas puede hacerse famoso y ganar un
pastón por lucir la cara. No sé qué va a pasar con estos chicos. Son unos putos
vagos. Total, lo he despedido. Llegaba todos los días una hora tarde, así que, tararí
que te vi, chaval. Porque es bueno, pero no tanto como él cree. Y además, hay otros
electricistas tan buenos como él y que encima trabajan. Sobre todo, ecuatorianos.
Los latinoamericanos trabajan mejor. Los europeos estamos echados a perder»
(grabación hecha con el iPhone). Abordé a Manuel Rodríguez utilizando un pretexto
y no creo que intuya lo que se esconde tras el interrogatorio. Tampoco parece tener
ningún conocimiento de las otras actividades de A.
Justo en la base del cuello, bajo la nuca, Adam tenía dos cicatrices más o menos
redondas de feo aspecto. Dos monedas deformes de piel rugosa.
—¿Y esto?
Normalmente quedaban ocultas por el largo cabello del escort, de modo que
Soledad las descubrió al tacto mientras hacían el amor. Es decir, advirtió algo extraño
y áspero con la punta de los dedos, algo que no debía estar ahí. Más tarde, cuando
terminaron, hizo que el chico inclinara la cabeza y las estudió con detenimiento.
Adam se encogió de hombros ante su pregunta.
—No sé. Siempre las he tenido. No me acuerdo qué son. Y nadie sabía decirme.
A veces, en el español casi perfecto del ruso se deslizaba una leve rareza, una
construcción gramatical algo chirriante que parecía alejar un poco al gigoló de ella,
como si las palabras enrarecidas indicaran un también enrarecido interior. Soledad
frunció el ceño y pasó un dedo cauteloso por encima de las marcas. La piel atirantada,
los bordes estirados de las viejas heridas. Probablemente fueran el resultado de una
quemadura.
—Pero ¿cómo es posible que no te acuerdes? Tienen un aspecto bastante malo. Te
tuvo que doler.
Adam se soltó con un tirón arisco y se sentó en la cama, el ceño fruncido.
—De verdad que no sé. Tuvo que pasarme cuando era muy niño. Esas cicatrices
han crecido conmigo.
—A lo mejor tus padres murieron en un incendio.
—Ojalá. Menudos cabrones. Pero no creo. Sé que me encontraron en la puerta de
urgencias del hospital de Niagan. Envuelto en una manta. Era enero. Estaba casi
congelado.
El chico apretó la boca con gesto sombrío. Esos labios finos y nerviosos. Soledad
sintió el deseo casi irrefrenable de acariciarlos, pero intuyó que Adam la rechazaría y
se contuvo. El escort parecía haber levantado un muro transparente en torno a él;
estaba muy lejos de allí. Estaba en Rusia. Soledad suspiró y también se sentó en la
cama, al lado de Adam pero sin rozarlo, esperando a que regresara. Conocía bien el
poder opresivo de ciertos pensamientos torturadores. Cuando llegan, te secuestran.
Aunque, a decir verdad, esa noche el gigoló había estado un poco raro desde el
principio. Un poco más callado, más taciturno.
«El niño es el padre del hombre», decía Wordsworth. Soledad recordó el verso y
dio la razón al poeta: lo que somos de niños construye la cárcel del destino de nuestra
vida adulta. Ahí estaba el ejemplo del gran Guy de Maupassant, a quien ella pensaba
incluir entre sus malditos. A Maupassant lo abandonó su padre cuando sólo tenía
doce años y anduvo toda su vida dando tumbos emocionales y buscando el amor con
promiscuo desenfreno, lo que le llevó a contraer una sífilis que acabó matándolo a los
cuarenta y dos años y que antes tuvo la refinada crueldad de volverlo loco. También
Maupassant, como Philip K. Dick, creía tener más de una vida a la vez, creía ser él
pero también otro. Soledad fantaseó con la magnífica posibilidad de conseguir el
manuscrito de su escalofriante relato El Horla, que narraba, precisamente, la posesión
de un hombre por su doble invisible; el problema era que ignoraba dónde podía estar
el original, si es que se había conservado. Cosa poco probable, porque se publicó en
un periódico, y en los talleres de las viejas imprentas solían perderlo todo. En fin,
tendrían que investigar. Miró a Adam por el rabillo del ojo. El chico seguía rígido y
callado, con los brazos cruzados con firmeza delante del pecho.
—¿Quieres tomar algo? Creo que tengo un poco de hambre. Voy a preparar algo
de picar… —dijo ella, feliz de la ocurrencia que había tenido. Uno de los remedios
tradicionales para el dolor del duelo era comer. Alimentarse levantaba la moral.
Adam no contestó, pero Soledad salió de la cama de todas formas y se cubrió al
instante con la bonita bata japonesa.
—Me voy —dijo de pronto Adam con el tono definitivo de quien hace una
declaración de principios.
Y se levantó de un brinco.
—¿Te vas? Espera un poco, preparo algo enseguida.
—No. Me voy —repitió Adam mientras se subía los calzoncillos, los pantalones,
mientras se sentaba en la silla para ponerse los calcetines y los zapatos. Con urgencia
de fugitivo.
—Pero… ¿te vas para siempre? —preguntó Soledad, desconcertada.
—Claro que no. Qué tontería —sonaba irritado—. Es que estoy muy cansado y
mañana temprano trabajo.
—¿No me dijiste que habías dejado el taller de electricidad?
—Hago cosas por mi cuenta. Mucho mejor. No tengo que darle nada al cabrón del
Chispas. Mañana tengo una chapuza interesante.
Adam hablaba sin mirarla, dejaba caer las palabras hacia atrás mientras caminaba
pasillo adelante sin volverse. Soledad le siguió, descalza, arrebujada en su batín de
seda, dando saltitos como un pájaro para adecuar su paso a las zancadas del ruso.
Atravesaron la sala a la carrera y llegaron a la puerta. Soledad, que había pescado su
bolso al vuelo de encima de un sillón, cogió del brazo al gigoló para detener su
estampida.
—Tengo que pagarte —dijo con voz ronca.
—No. Hoy es regalo de la casa —gruñó Adam.
Ésta era la cuarta vez que se veían, incluyendo la noche de la ópera. Y siempre
había cobrado con naturalidad los trescientos euros de la tarifa mínima, aunque se
había mostrado bastante generoso con las horas. Por supuesto, salvo aquella primera
noche, nunca se había quedado a dormir.
—No, no, ni pensarlo, te pago —dijo Soledad mientras hurgaba nerviosamente en
el bolso con su mano libre.
—¡Te digo que no te voy a cobrar!
Adam tiró del brazo para soltarse, pero ella le aferró aún más fuerte.
—Toma, aquí están los trescientos… —balbució, intentando meter el dinero en el
bolsillo de la parka.
—¡No los quiero! ¡Déjame en paz! ¡No los quiero! —rugió Adam, apresando la
muñeca de Soledad con su enorme puño. Los billetes cayeron al suelo.
Se miraron consternados. Durante un quieto segundo tan sólo hubo silencio.
—Me… estás… haciendo… daño —susurró Soledad.
Adam la soltó. Se pasó la mano de arriba abajo por la cara, lentamente, apretando,
como si quisiera borrarse los rasgos. Tenía una expresión agotada, desconcertada.
—Perdona. Lo siento mucho. He tenido un mal día.
—No pasa nada. Yo no debí insistir —contestó ella.
Aquí estamos ahora, pensó Soledad, jugando a las cortesías versallescas. Y,
debajo, un abismo.
Adam la miró:
—¿Sabes qué? Éramos dos.
—¿Quiénes erais dos?
—En la puerta de urgencias del hospital. Dentro de la manta. Gemelos. O
mellizos. Siempre me hago lío. ¿Cuáles son los iguales?
—Gemelos —musitó Soledad.
—Pues yo no sé qué éramos. Pero la enfermera que nos encontró se quedó con el
otro. Adoptó al otro. Y a mí me llevaron al orfanato.
Permanecieron un instante callados, cada uno rumiando su pequeño y candente
pensamiento.
—O sea, me rechazaron dos veces. Mis padres. Y luego la enfermera. ¿Por qué?
Lo preguntaba con genuina candidez, con verdadera necesidad de obtener una
respuesta. Qué extraña era la vida: allí estaban los dos, de pie, al lado de la puerta,
hablando de las cosas más hondas como de pasada, unas palabras sueltas antes de
irse. Los temas de verdad importantes, Soledad lo sabía bien, sólo se pueden nombrar
así, de refilón, elusivamente, dando precavidas vueltas en torno al gran silencio.
—No tendría dinero para hacerse cargo de los dos.
—Pero prefirió al otro —insistió él—. Ésa es la historia de mi vida. V simyé ne
bez uróda, no hay familia sin un monstruo, es un refrán ruso. Yo soy ese monstruo.
Nunca me ha querido nadie.
—Eso es imposible. Eres guapísimo, seductor, encantador…
—Te lo digo de verdad. Estoy desesperado. Es un dolor constante. Esa necesidad
de amor. También fui a un psiquiatra, pero nada. Todas las mujeres me han dejado.
—Entonces será que escoges mal. Estoy segura de que ha habido montones de
mujeres muertas de amor por ti.
—Quizá, pero ninguna me interesaba. Ésas no me sirven.
Soledad sintió una desagradable punzada en su autoestima: sin duda ella debía de
pertenecer al colectivo de las inservibles. No era más que una clienta y casi le
doblaba la edad. Se agachó, recogió los billetes y los guardó en el bolso.
—Está bien, acepto tu regalo. Muchas gracias, Adam.
Claro que a ella esta noche no le había cobrado. Un gigoló que no cobraba
¿seguía siendo un prostituto? ¿O esta noche había sido su amante?
—Pero por lo menos déjame que te prepare algo de cenar. Anda, siéntate diez
minutos. Tomamos algo rápido y luego te vas.
El ruso dudó. Luego se encogió de hombros y se quitó la parka.
—Vale. Gracias.
Soledad corrió a la cocina, abrió y cerró estrepitosamente cajones y armarios,
sacó un sobre de jamón envasado al vacío, quesos variados, una lata de paté.
Internado en un manicomio, y perseguido por el otro tenebroso, por el doble infernal
que le aterraba, Guy de Maupassant intentó degollarse con un cortaplumas. Hacía
falta mucha desesperación, mucha determinación y una inmensa cantidad de
sufrimiento para decidir degollarse, pensó Soledad mientras cortaba el pan: no era
una tarea nada fácil. Maupassant logró darse tres tajos, pero no se mató. Falleció año
y medio más tarde, aún en la clínica, sin haber recuperado en ningún instante la
razón. Después de todo, se ve que su doble acabó poseyéndolo. Cogió dos copas y
decidió abrir un Pontac de las Bodegas Luis Alegre, cosecha 2010. Un Rioja
formidable que probablemente Adam no sabría apreciar. O quizá sí. Colocó todo en
una bandeja y regresó al salón. El escort estaba en el sofá, sumido en sus
pensamientos. Se sentó junto a él y puso la bandeja sobre la mesa de centro. Sirvió el
vino. Adam vació su copa de un trago. No. No lo iba a apreciar.
—Sé que no soy idiota, pero parezco idiota. Me voy enamorando de todas. Soy
como un niño. Un niño idiota. Es la maldita necesidad.
—Yo llamo a eso el efecto Cherubino.
—¿Qué es eso?
—Cherubino es un personaje de Las bodas de Fígaro. Una ópera de Mozart. Es
un paje de quince o dieciséis años que se enamora de todas. Pasa por el escenario una
doncella, y él se va detrás; pero se cruza la condesa, y Cherubino cae rendido a sus
pies a primera vista. Y lo mismo le pasa con Susanna, la protagonista. Falda que se
mueve cerca de él, falda que aletea como una bandera en su corazón.
Adam sonrió y se sirvió más vino.
—Qué graciosa. Lo de la bandera en el corazón es bueno. Eso me pasa a mí.
Hablas muy bien. Claro que ahora muchas mujeres llevan pantalones.
Rubricó su comentario jocoso con una pequeña carcajada. El escort parecía estar
relajándose por primera vez en toda la noche. El alcohol también ayudaba, desde
luego. —Gracias.
Masticaron un rato en silencio.
—No eres idiota —dijo Soledad—: A veces pienso que el mundo se mueve
fundamentalmente por la necesidad de amor. Vi hace poco una ópera preciosa de
Britten sobre eso. Muerte en Venecia. ¿Has oído hablar de Muerte en Venecia?
—No.
—Es una novela de un autor muy famoso, ya fallecido: Thomas Mann. Ganó el
Premio Nobel. Luego también hicieron una película muy conocida, dirigida por
Visconti. Pero te quería hablar de la ópera. Me encantó. El protagonista es un escritor
centroeuropeo célebre, un hombre mayor, tradicional y serio. Todo sucede a
principios del siglo XX. Se llama Aschenbach. Viste de una manera muy sobria, es la
encarnación misma de la respetabilidad. Y resulta que está bloqueado en la escritura
de su novela y decide pasar el verano en una playa, en el Lido, en Venecia, para ver si
recupera la inspiración. En el barco ve a un viejo homosexual, chillón, afeminado,
con ropa muy llamativa y todo maquillado. A Aschenbach le asquea. Pero por fin
llega al Lido, y se instala en el Gran Hotel y baja a la playa, todo vestido, a sentarse
en una silla, como entonces hacía la gente burguesa. Y en la playa descubre a un
adolescente de unos catorce años, rubio, espigado, la cabeza llena de rizos que el aire
desordena. Es polaco, está en el hotel con su madre y sus hermanas y se llama Tadzio.
Es bellísimo. Piensa en el animal más bello que puedas imaginar y Tadzio es así. Un
ciervo joven. Y su visión hiere a Aschenbach como un rayo. Queda preso, hechizado,
enamorado.
—¿Entonces era homosexual?
—No. Es decir, seguramente no se lo había permitido jamás. Es un personaje de
la alta sociedad, rígido y formal y muy convencional. Al autor del libro, Thomas
Mann, le pasaba algo parecido, era un hombre famosísimo y obsesionado por la
respetabilidad. Estaba casado y tenía hijos pero le atraían los hombres, aunque yo
creo que nunca se permitió amarlos. De ahí que Muerte en Venecia tenga mucho que
ver con su propia vida. Y a Aschenbach le pasa eso mismo, no quiere reconocerse.
Por eso cuando ve a Tadzio se queda aterrado por la fuerza de sus sentimientos. No
sólo se trata de un varón, sino que además es un niño, es una pasión doblemente
infame y prohibida. Pero no puede evitar que su corazón se incendie. Termina el
primer acto gritando un desgarrador te amo. Gritándoselo al aire, a nadie, a sí mismo.
Simplemente admitiéndolo.
Adam había dejado de comer y la miraba absorto, sin parpadear, casi se diría que
sin respirar, atrapado por su relato. Soledad se sintió poderosa, se sintió seductora. A
veces también había sucedido con Mario. A veces le había tenido bebiendo sus
palabras. La directora de la Biblioteca quizá tuviera razón cuando decía que ella era
muy narrativa. Si tan sólo fuera capaz de escribir. Si tan sólo fuera un poco menos
cobarde y se atreviera a escribir un libro…
—Entonces las cosas se complican porque en Venecia estalla una epidemia de
cólera. Las autoridades intentan ocultarla porque es una ciudad turística, pero la
enfermedad avanza. El barbero informa a Aschenbach de la epidemia y le aconseja
que se vaya de Venecia antes de contagiarse o de que impongan la cuarentena. Pero él
no puede ni imaginar dejar de ver a Tadzio. Por cierto que eso es lo único que hace,
mirarlo desde lejos. Sabe que es una pasión prohibida. Sabe que jamás podrá hacerla
realidad. Nunca habla con el adolescente. Ni una sola palabra. Sólo lo mira. Y el caso
es que los turistas más avispados empiezan a marcharse, pero la madre del niño, que
no entiende italiano, desconoce que existe una epidemia y sigue en el Lido.
Aschenbach se dice que debería advertirla para que se vayan, pero no lo hace. Está
poniendo en peligro la vida de su amado y su propia vida. El Gran Hotel se va
quedando vacío, mientras Aschenbach desciende paso a paso todos los escalones de
su desesperación y su tormento. El barbero le tiñe el pelo y lo maquilla, alabando su
apariencia juvenil. Pero no resulta juvenil, sino patético, un viejo homosexual
ridículo pintarrajeado y emperifollado, igual que aquél al que vio al principio de la
historia en el barco y a quien aborreció. Aschenbach ha sacrificado por Tadzio todo,
su prestigio, su carrera, su reputación. Incluso el respeto que se tenía a sí mismo. Lo
ha sacrificado a cambio de nada, sólo por poder atisbar su belleza, sólo porque lo
ama. Pasan los días… Todos los huéspedes del hotel se han ido y por fin la madre del
chico está preparando las maletas para marcharse. Tadzio está por última vez en la
playa; Aschenbach, enfermo y muy debilitado, se sienta en una de las tumbonas y
contempla cómo su amado se aleja en dirección al mar. Y así, mirándolo, se muere.
—¿Aschenbach se muere?
—Sí, se muere ahí solo, en una de esas tumbonas de rayas supuestamente alegres
pero que ahora son tristísimas porque toda la playa está vacía, y se muere con su traje
ridículo y llamativo y con sus maquillajes medio derretidos de vieja loca.
Adam cabeceó con gesto de aprobación.
—Amor y muerte. Lo entiendo muy bien. Yo me intenté suicidar en el colegio.
Estaba enamorado de una compañera de clase que no me hacía caso. Me corté las
venas pero poco. Creo que sólo quería llamar la atención. Tenía catorce años, la edad
del chico polaco.
A Soledad le conmovieron las confidencias de Adam. Incluso la emborracharon
un poco, porque agrandaban la intimidad de ambos, la complicidad, el nexo afectivo.
La ternura se le subió a la cabeza como un vino burbujeante. Alargó una mano y
acarició con dulzura la mejilla del ruso.
—Mi pobre Tadzio —susurró.
Adam tenía los ojos muy brillantes y ella sabía que sus propios ojos también
estaban echando chispas. Lo notaba. Casi se podían ver los fuegos de artificio, el arco
voltaico que se estaba formando entre el gigoló y ella. Adam la agarró por los
hombros, la atrajo hacia él y la besó. Esos labios, esa lengua, esa saliva deliciosa, el
aliento que ella aspiró con avidez. Era el mejor beso de su vida. Era el primer beso de
la Creación. El ruso le arrancó la bata japonesa con adorable violencia. Debajo estaba
desnuda, tan desnuda, ofrecida y abierta para él. Pero, mientras Adam la apretaba
contra su pecho, Soledad pensó que las cortinas estaban abiertas, que les podían ver
los vecinos de la casa de enfrente, que sería un escándalo; además, en la sala había
demasiada luz: su cuerpo maduro iba a quedar en evidencia. Y por un instante, antes
de dejarse caer en la carne del otro, Soledad se preguntó: entonces, ¿a mí me toca el
papel de Aschenbach? ¿Soy la vieja loca repintada?
ebookelo.com
jueves, 4 de mayo de 2023
Lectura del capítulo octavo de la novela La Carne de Rosa Montero
Pese a ser 9 de noviembre, ese domingo hacía un día templado y luminoso y el
parque del Retiro estaba lleno. Cumpliendo la ley inexorable que Soledad conocía tan
bien, todo eran parejas, por supuesto. Parejas solas o parejas con niños o parejas con
perros. A veces, parejas con dos perros que a lo mejor también eran pareja. Como sin
duda estaban emparejados los patos del estanque, y las tortugas, y las urracas vestidas
de pingüino, blancas y negras, que siempre iban de dos en dos, one for sorrow, two
for joy, como decía de ellas la famosa canción de cuna inglesa, ver una auguraba
tristezas, ver dos anunciaba alegrías. Soledad era una maldita urraca solitaria
entristecida y entristecedora.
Ahora no se le notaba tanto esa cualidad de urraca única, porque iba con las
mallas puestas, las zapatillas de deporte y corriendo. Había otros corredores que
también parecían ir por su cuenta, pero convenía no fiarse demasiado; a menudo se
veía a hombres que iban sueltos, corriendo o sin correr, hombres que no estaban mal;
pero cuatro pasos más allá siempre aparecía revoloteando la mujer, cuidando de un
niño, de un perro, de un anciano, o quizá entretenida en algo, esa maldita esposa que
siempre andaba cerca, igual que sucedía con las urracas, que de cuando en cuando
sólo veías una pero luego enseguida aterrizaba a su lado otro pajarito de pechuga
esponjosa y palpitante. Soledad a veces pensaba que los hombres debían de ser
genéticamente incapaces de estar solos. One for sorrow.
Apretó los dientes y aceleró el paso. Estaba demasiado inquieta, demasiado
ansiosa. Quería agotarse, sudar, castigar a ese cuerpo que la tiranizaba. Añoraba a
Adam. Lo echaba de menos con una agudeza que le erizaba la piel. Al principio, justo
después de aquella extraña noche de la ópera, en Soledad predominó la turbación. Al
principio estaba decidida a no volver a verlo. Pero a medida que iban pasando los
días fue creciendo en ella una especie de hueco, una sensación de hambre o de
asfixia, la desoladora certeza de estar incompleta. Con el tiempo había empezado a
encenderse en su cabeza la locura del amor, del deseo de amor. Sin eso, sin esa llama
iluminando los días, su vida le parecía vacía, tediosa e insensata.
¡Para!, gritó de repente, y un corredor que venía en dirección contraria la miró
sorprendido y aminoró el paso, como dudando si debía detenerse. Soledad se
apresuró a soltar sonoras onomatopeyas más o menos rítmicas para fingir que estaba
cantando, ¡pará, pará, paraaaaaa!, y el tipo continuó su camino, aunque observándola
con cierta extrañeza. Para, para de una vez, se repitió Soledad, ahora mentalmente y
apretando los labios; deja de pensar en el escort. Piensa en otra cosa. En tu maldito
trabajo. A ella siempre se le había dado muy bien reflexionar cuando corría, el
cerebro parecía marcharle a la misma velocidad que los pies, así que ahora, mientras
trotaba por el perímetro del parque, intentó concentrarse en la exposición.
A Soledad se le había ocurrido la loca idea de que la muestra se desplegara con
una estructura más o menos en espiral; cada personaje ocuparía su lugar, tendría un
escenario diferenciado, y el visitante avanzaría por la exposición, se iría
introduciendo cada vez más profundamente en el mundo paralelo del malditismo, en
la extrañeza, por otra parte tan humana, de los personajes. Sería un viaje a los
extremos del ser, un viaje que sólo se consigue hacer si uno baja muy al fondo de uno
mismo. Por eso quería que esta idea tuviera también una traducción espacial; que los
espectadores sintieran que iban entrando poco a poco en un sanctasanctórum. Pero,
claro, las espirales planteaban infinitos problemas técnicos, requerían una sala
inmensa, desperdiciaban mucho espacio y dificultaban el flujo circulatorio: ¿por
dónde saldrían los visitantes una vez que llegaran a la cámara central? Marita debería
ser capaz de traducir sus ideas a un formato tridimensional, pero Soledad se temía
que iba a ser imposible entenderse con ella.
El entendimiento. Eso era lo que había estallado entre ellos. Ése era el anzuelo
que la había dejado enganchada. Adam era muy guapo y tenía un cuerpo descomunal,
pero no era eso lo que la había seducido. No era más experto ni más fogoso que otros:
Mario era tan bueno en la cama como él. De hecho, el gigoló le había confesado que
ella era tan sólo su quinta clienta, que acababa de empezar en el oficio. No; lo que la
había dejado impactada era la pasión del chico. La emocionante sensación de que
Adam se había entregado a ella, de que de verdad la necesitaba. Más que añorar un
amante, Soledad añoraba un amado.
Alcanzó el punto final del recorrido que se había propuesto y, bajando la
velocidad, trotó como siempre hacia la fuente. Unas cinco o seis adolescentes con
patines reían y bebían armando una feliz escandalera. Sentado en el banco de al lado
había un hombre mayor con la descarnada delgadez del alcoholismo, gorra de
marinero calada hasta las cejas, ojos bizcos y una risueña sonrisa en la que faltaban
varias piezas.
—¡Guapas todas! ¡Preciosas! ¡Sois todas divinas! —les decía con arrobo a las
muchachas.
No resultaba ofensivo sino conmovedor, con su inocente expresión de borrachito.
Mientras esperaba turno, Soledad observó a las patinadoras: no eran en realidad
guapas, antes al contrario; eran más bien informes y mostraban ese aspecto desabrido
de las adolescentes que no se acaban de querer. Pero para el borrachito eran huríes.
Miró con más atención al hombre, tan menudo como un gnomo y con esa sonrisa
aniñada y absurdamente coqueta, y pensó: él también busca el amor. Pobre, feo,
viejo, desdentado y borracho, busca el amor como todo el mundo.
Sacó el móvil del bolsillo de su sudadera y escribió un whatsapp: «Hola, Adam,
soy Soledad. Estaba pensando en volver a verte. ¿Cómo tienes esta semana?».
Lo leyó. Lo releyó. Lo borró. Lo volvió a escribir. Lo mandó.
No era verdad que no fuera importante para ella lo guapo que era Adam, su
cuerpo poderoso que rozaba el milagro. Ya estaba volviendo a contarse un estúpido
cuento de hadas. Por desgracia, a Soledad sólo le gustaban guapos. A veces veía por
la calle parejas de risiones haciéndose arrumacos. Tipos culicaídos y asquerosamente
barrigones que eran contemplados por sus novias con embeleso, o bien horrorosas
gigantas de gelatinosas patas a las que se adherían diminutos novios amantísimos,
como rémoras pegadas al lomo de un cetáceo. Soledad los envidiaba. Es decir,
envidiaba su capacidad de resignación.
El móvil vibró. Ya había respuesta: «Que alegría tu mensaje. Estoy deseando
verte. Cuando quieras».