Capítulo 12
Una de las pocas cosas positivas de envejecer, quizá la única, era la seguridad de
que ya no ibas a volverte loca, pensó Soledad con ánimo sombrío. Se refería a
completamente loca, a no ser capaz de controlar tu vida ni tu destino. A perderte un
mal día para siempre. Como se perdió Guy de Maupassant. O como Dolores.
«Dios, antes de destruir a sus víctimas, las enloquece», decía Eurípides. Deberían
escribir esta frase en el dintel de todos los manicomios, frenopáticos, cotolengos,
psiquiátricos y asilos mentales del mundo, murmuró. Alzó la vista y miró el cartel
luminoso que había sobre la puerta de la residencia de Dolores: EL JARDÍN. CASA DE
SALUD.
El jardín del que hablaba eran unos cien metros cuadrados de césped que iban
desde el edificio hasta la verja de hierro pintado de color verde. Había cuatro bancos
de madera sintética y unos cuantos parterres alicaídos que en primavera solían tener
flores. En el calcinante verano colocaban sombrillas al lado de cada banco. Eran de
lona, playeras, con alegres rayas. Como la tumbona del Lido que el agonizante
Aschenbach manchó con su pringoso maquillaje.
Según Freud, lo siniestro es la irrupción del horror en lo cotidiano. Como la
muerte a pleno sol en una festiva silla de playa. O como dos niñas de cinco años
dando vueltas felices en un carrusel. Soledad en un asiento con forma de perrito,
Dolores a su lado en un rechoncho cisne blanco con el pico dorado. Sonaba la
musiquilla, los animales subían y bajaban suavemente, las bombillas se encendían, el
mundo daba vueltas a su alrededor. Qué divertido. El viaje se terminó, pero ellas por
fortuna no tenían que bajarse, podían seguir todavía un rato más. El carrusel arrancó
otra vez. La música, las luces, el perrito con la lengua roja, el cisne de las alas
arqueadas. Nueva parada. Los demás niños bajaron, cambiaron, ahora había una chica
rubia en el cerdito, una nena muy pequeña en el gato negro. Más vueltas. Ya no era
tan divertido, ya no hacía tanta gracia. Dolores miraba alrededor, Dolores buscaba
con un poco de miedo, con un poco de angustia, pero el mundo se movía tanto que no
lograba ver nada y además empezaba a marearse. Y Soledad también. Al viaje
siguiente ya estaban las dos lloriqueando, primero Dolores, luego Soledad. Tres
trayectos más tarde, los empleados las rescataron del perrito y del cisne. Ese carrusel
fue el lugar que su padre eligió para abandonarlas, tras dejar pagadas unas cuantas
vueltas.
Dolores, su gemela.
Soledad se preciaba de tener una mente racional. Siempre intentó sujetarse a los
firmes mástiles de la lógica para que el viento del caos no la arrastrara. Pero, aun así,
a veces le parecía percibir confusas señales que el mundo le mandaba, mensajes
cifrados que ella se apresuraba a desestimar. Las coincidencias, sobre todo. Las
coincidencias eran siempre inquietantes. Por ejemplo: cuando supo que Adam
también tenía un gemelo, sintió un escalofrío. Como si se tratara de una advertencia
del destino. Una prueba de que estaban predestinados.
Tonterías, gruñó en voz alta, mirando distraída al banco más cercano. Estaba
manchado de caca de paloma y vacío, como todos los demás del pequeño jardín en
ese frío diciembre. Tonterías, repitió. Una simple casualidad.
A fin de cuentas, nacía un par de gemelos idénticos, univitelinos, cada doscientos
cincuenta partos. No era algo tan raro. Además, en el caso de Adam quizá se tratase
de un mellizo, un gemelo fraterno nacido de otro óvulo. Ésos eran mucho más
abundantes: treinta y dos cada mil partos. Soledad suspiró y volvió a contemplar la
puerta de la residencia. Venga. Vamos. Era inútil postergarlo más. Adentro.
Salvo que estuviera de viaje, venía a ver a Dolores una vez a la semana.
Normalmente la tarde de los miércoles. No reconoció a la chica que estaba hoy en la
recepción. En la residencia cambiaban muy a menudo de personal; era un trabajo
ingrato y pagaban poco.
—¿Dolores Alegre?
—Está en el invernadero.
No se trataba de un invernadero de verdad, sino de una sala amplia con techos
altos y grandes ventanales. Era un espacio bastante bonito, salvo por los pacientes. El
Jardín estaba especializado en enfermos con trastornos mentales graves y, sobre todo,
en aquellos que habían sido hospitalizados largamente durante los tiempos feroces de
los manicomios con ataduras. Aún adolescente, Dolores recibió electrochoques y
permaneció muchos años internada por su madre en psiquiátricos muy duros. Soledad
la había sacado de aquel infierno, pero por entonces ya estaba demasiado dañada
como para poder vivir con cierta autonomía. El Jardín era un lugar supuestamente
amable, moderno y protector. En realidad, un sitio espantoso, como todos. Los
hermanos gemelos de una persona aquejada de esquizofrenia tenían el cuarenta y
ocho por ciento de posibilidades de desarrollar la enfermedad. Soledad había vivido
amedrentada año tras año. Pero la vejez, que todo te lo quitaba, al menos te daba eso.
Una pequeña, razonable seguridad de que ya no te tragará el atormentado mar de la
locura.
—Hola, Dolores, cariño, ¿qué tal estás?
—Hola, Soledad. Hola, Soledad. Hola, Soledad.
Vaya, hoy tenía el día repetitivo. Mejor. Había tardes en las que no decía ni una
palabra, en las que ni siquiera parecía estar presente. Alrededor había hombres y
mujeres de diversas edades, la mayoría con más de cuarenta años, repartidos por las
mesas y los sofás. Algunos solos, viendo la televisión, o jugando con una especie de
rompecabezas que parecían hechos para niños pero que por lo visto estaban
sofisticadamente diseñados para avivar y ejercitar mentes torturadas, o aparcados en
una silla, ausentes, hundidos en sí mismos. Otros charlaban o echaban una partida de
cartas. Olía a un ambientador empalagoso, de esos de centro comercial. Una sombra
de tristeza caía sobre todos como un fino velo. Aunque quizá fuera una falsa
impresión, se dijo Soledad, quizá la única triste de la sala fuera ella.
—Toma. Te traje los bombones que te gustan.
—Mmm. Me gustan. Qué buenos. Estoy muy bien aquí.
—Me alegro.
—¿Te alegras de qué? ¿De qué? ¿Eh? ¿De qué?
—De que te gusten los bombones que te he traído. De que estés bien aquí.
—Estoy bien aquí. Pero preferiría estar en cualquier otro lado.
No se parecía a Soledad. Ya no. Los ojos grises no tenían luz. Eran como dos
charcos de un sucio día de lluvia. La piel estaba fláccida. El cuerpo, derrotado. Era
una vieja. Cualquiera le hubiera echado veinte años más que a ella. Al verlas juntas,
la gente debía de pensar que su hermana era su madre. En realidad, ahora Dolores se
parecía de verdad a la madre de ambas. A esa chiflada que las encerraba en un
armario cuando salía —y salía todo el rato—, supuestamente para que no se hicieran
daño. A esa malvada. Hacía falta ser mala para llamarlas Soledad y Dolores. Y lo
peor era que las dos habían cumplido su terrible mandato nominal. Ella siempre tan
sola. Y Dolores sumergida en el dolor psíquico, que es el más cruel de todos.
A veces, en sus mejores momentos, a Soledad no le extrañaba que su padre
hubiera salido huyendo. Y comprendía que no hubiera podido seguir soportando a esa
mujer tóxica. Pero hoy no estaba en uno de sus mejores momentos. Hoy pensó: no
sólo nos dejaste, cabrón. Además nos dejaste con ella.
De niñas eran idénticas. Verdaderamente indistinguibles. Como en la historia esa
que Mark Twain le contó a un periodista. Twain explicó que había tenido un hermano
gemelo, Bill, tan parecido a él que tenían que atarles cordoncillos de colores en las
muñecas para saber cuál era cuál. Y resultó que un día los dejaron solos en la bañera
y uno de los dos niños se ahogó. Pero, como los cordones se habían desatado, «nunca
se supo quién de los dos había muerto, si Bill o yo», explicó con placidez Twain al
periodista. Pues bien, ellas habían sido así. Tan iguales que nadie podía
diferenciarlas. Sólo la madre se vanagloriaba de poder hacerlo, pero no era cierto: se
había confundido varias veces, aunque ellas se cuidaron mucho de decírselo. Ahora
bien, esto conducía a una indeterminación vertiginosa. Porque ¿cómo saber si su
identidad era la acertada? Quizá las hubieran intercambiado mil veces siendo bebés.
Tal vez ella no fuera Soledad. Tal vez ella fuera en realidad Dolores. Tal vez su
gemela hubiera enloquecido en su lugar para salvarla.
Capítulo 13
No tenía que haber venido, rumió Soledad sintiéndose una estúpida con el whisky
en la mano. Siempre se le había dado mal el small talk, la charla pequeña, la
conversación falsa y banal de los encuentros sociales. De hecho, llevaba años sin
acudir a este tipo de eventos; pero ahora había empezado a sospechar que se estaba
quedando atrás, que el mundo avanzaba y la iba marginando, que la maquinaria
profesional estaba a punto de escupirla como un hueso roído, un residuo inservible; y
todo eso le hizo decidir, unas horas antes, en su casa, que dejarse ver un poco le sería
beneficioso. Pero en estos momentos ya no estaba tan segura. La gente que de verdad
le interesaba no parecía verla, y los que se acercaban saludaban y rebotaban en ella
alejándose de inmediato, como acróbatas de cama elástica que aprovecharan el
impulso para alcanzar un corrillo más interesante. Soledad estaba sola como tantas
veces, sola Soledad de pie junto a la mesa de las bebidas observando el salón en
donde se celebraba el lanzamiento de la revista ARTyFACT, un lujoso bimensual
editado por los principales galeristas españoles, la Marlborough, Senda, Ivorypress y
otros dos o tres pesos pesados, que por una vez habían acordado aparcar sus rencillas
para convertirse en promotores de una revista que vendería en cada número obra
gráfica original de sus artistas. Una estrategia más para sortear los mordiscos de la
crisis.
Contempló con desaliento a la concurrencia, lo más granado del mundo del arte.
En realidad, esa marginación que ella ahora sentía de manera más evidente había
existido desde siempre. Soledad nunca había pertenecido al mismo mundo que ellos,
nunca la habían aceptado, tan sólo la soportaron mientras tuvo cierto poder en
Triángulo. Era una cuestión de clase: no había ido a los mismos colegios que ellos, no
tenía primos casados con sus primas. Todos los ricos estaban emparentados. Y, en el
raro supuesto de que no hubiera de verdad ningún lazo de sangre, se llamaban de
todas formas tíos y primos entre sí, sin duda reconociendo de este modo la unidad de
destino esencial que conformaban. Eran una gran familia, desavenida en todo excepto
en el mantenimiento del poder y de las influencias. Y el mundillo del arte, junto con
el de la banca, eran dos de sus territorios preferidos: el primero de recreo, el segundo
de caza. Pasó Soledad la mirada por encima de los corrillos, saltando de uno a otro, y
le pareció escuchar las conversaciones que la mitad de la sala estaría manteniendo.
«Déjame que te presente a Tomás. Inés Pereñuela, Tomás Lalanda…». «Tú debes de
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ser el primo de Boro, ¿verdad?». «Claro, y tú eres la hija de tío Ramón…». «Exacto,
tu padre y mi padre fueron juntos a la universidad». «Lo sé muy bien. Por cierto, ¿a
que no adivinas con quién he estado este fin de semana en Jerez? Con Nena y tu
primo Jorge». «¡No me digas! ¿Nena? ¡Pero si antes de casarse con Jorge salió un
montón de años con mi hermano!». «¿Con tu hermano Pepe?». «No, con mi hermano
Tito, el pequeño». «¿Tito el que está casado con mi prima Teresa?». «Ese mismo». Y
así durante horas. Aunque dos personas de la clase alta no se conocieran, podían
pasarse media tarde enhebrando nombres de amigos comunes, parientes, concuñados
y compañeros de colegio o de consejo de administración, cosa que venía a ser lo
mismo, porque las relaciones empezaban en el parvulario y terminaban en la cúpula
de las grandes empresas. Y así iba transmitiéndose el poder real de una generación a
otra de primos y tíos verdaderos o falsos, mientras los demás mortales no
pertenecientes a la familia daban vueltas como cometas por los confines. Como había
hecho ella misma.
Un pequeño grupo de sonrientes invitados se acercó a la mesa a buscar una copa.
Eran pocos pero selectos, dos críticos importantes, una galerista y un experto del
Museo del Prado, más un chico alto y lánguido al que Soledad no conocía y Diana
Domínguez, que trabajaba en el Reina Sofía cuando ella organizó la exposición de
Arte y locura y que después abrió su propia galería. Una víbora. Todos eran delgados,
todos vestían colores fríos: grises, negros, lilas, azules brumosos. Diana se colgó del
cuello de Soledad con un gritito:
—¡Ah! El otro día te vi en la ópera con tu hijo —dijo, exultante.
—No es mi hijo —respondió, y para su horror advirtió que se estaba ruborizando.
Los demás la miraron con curiosidad, una mirada que se parecía mucho a una
pregunta. He contestado demasiado deprisa, pensó Soledad; tendría que haber dicho,
«¿mi hijo?», como si no cayera; tendría que haber disimulado. Enrojeció un poco
más. Estoy montando un número, se dijo, me estoy delatando. Por detrás del grupo
asomó la cabeza de Marita Kemp, la maldita arquitecta de la exposición de los
malditos. La que faltaba, gimió por dentro Soledad. No se había dado cuenta de que
venía con ellos.
—Era… un amigo —dijo al fin, con poquísima convicción.
—Pues vaya amigos tienes, querida, a ver si los presentas, ¡era guapísimo! Un
poco joven, claro, un yogurín, por eso pensé que era tu hijo. Pero espectacular —
remachó Diana.
—Qué dices, Diana, pero si ahora las parejas de mujeres mayores con chicos
jóvenes están de moda… —intervino el hombre lánguido—: Mira Sharon Stone, o
Susan Sarandon, o Madonna…
—No es mi pareja, es sólo un amigo… —se apresuró a puntualizar Soledad,
mientras pensaba: ¿por qué sigo hablando de este estúpido asunto?
—¿Tú tienes hijos, Soledad? —le preguntó Marita.
Oh, no. Y ahora esto. Tenía que ser Marita quien sacara el tema. Odiaba que le
plantearan esa cuestión, porque cuando respondía no, ese no tan irreversible ya a su
edad, ese no que significaba no sólo que no tenía hijos, sino que ya no los tendría
jamás y que por consiguiente tampoco tendría nietos; ese no que la marcaba como
mujer no madre y que la lanzaba a la playa de los desheredados, como un resto sucio
de tormenta marina, porque los prejuicios sociales eran inamovibles en este punto y
toda hembra sin hijos seguía siendo vista como una rareza, una tragedia, mujer
incompleta, media persona; cuando decía no, en fin, Soledad sabía que ese
monosílabo caería como una bomba de neutrones en mitad del grupo y alteraría el
tono de la conversación; todo se detendría y los presentes quedarían expectantes,
demandando de manera tácita una explicación aceptable del porqué de tan horrorosa
anomalía; que Soledad dijera, «no pude tener niños», o quizá, «tengo una enfermedad
genética que no quise transmitir», o incluso, «en realidad soy transexual y nací
hombre»; en suma, aceptarían cualquier cosa, pero desde luego la obligarían a
justificarse. Y, una vez más, Soledad se prometió a sí misma que resistiría la presión
y no añadiría ni una sola palabra al monosílabo.
—No.
Bum. Estalló la bomba. Los críticos, la galerista, el experto del Prado, el
lánguido, Diana, Marita: todos callaron y la miraron con ojos redondos, ojos
escrutadores, ojos ansiosos de saber más. Soledad aguantó mientras el ambiente se
enfriaba y la incomodidad flotaba como un gas pernicioso en torno a ellos.
—Nunca quise tener hijos. Desde pequeña —soltó al fin, cediendo al chantaje
social una vez más, siendo cobarde.
—Sí, claro. No hace falta tener hijos para ser feliz —se apresuró a decir la
galerista.
Ésas eran las peores, las mujeres amables que intentaban quitar hierro a la
carencia, que demostraban a gritos con su simpatía que en el fondo pensaban que la
falta de hijos era una tragedia, una minusvalía. Para qué decir nada, si todo les
parecía tan natural.
—¡Desde luego! Yo adoro a mis hijos, pero he querido matarlos muchas veces —
sonrió Marita, henchida de supremacía maternal.
—¿Cuántos tienes? —preguntó Diana.
—Dos, una de trece y otro de quince, imaginaos…
Y sí, Soledad imaginó. Encima esa petarda había tenido el tiempo y la
oportunidad de ser madre. A su alrededor rodaron unas cuantas risas de complicidad.
—Uh, plena adolescencia, como los míos… —dijo uno de los críticos.
—¡Lo que te queda por pasar! Yo ya tengo hasta una nieta, pero todavía recuerdo
con horror los quince años de mi hija —añadió Diana.
Todos empezaron a entrecruzar comentarios sobre sus retoños como quien cambia
cromos. Todos habían tenido descendencia. Soledad miró esperanzada al chico
lánguido: él era más joven, probablemente gay, quizá se hubiera salvado. El chico
debió de tomar su mirada como una pregunta, porque dijo:
—Mi marido y yo hemos adoptado a una niña india. Se nos cae la baba, la verdad
—y lanzó una deslumbrante sonrisa transida de amor paternal.
Eso me pasa por preguntar, se dijo Soledad. Me pasa por venir a eventos como
éste. Me pasa por hablar con la gente. Por salir de casa. Por levantarme de la cama.
Por estar viva. O quizá por no estarlo lo suficiente.
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