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jueves, 18 de mayo de 2023

Lectura de los capítulos 12 y 13 de la novela La Carne, autoría de Rosa Montero

 


Capítulo  12 

Una de las pocas cosas positivas de envejecer, quizá la única, era la seguridad de

que ya no ibas a volverte loca, pensó Soledad con ánimo sombrío. Se refería a

completamente loca, a no ser capaz de controlar tu vida ni tu destino. A perderte un

mal día para siempre. Como se perdió Guy de Maupassant. O como Dolores.

«Dios, antes de destruir a sus víctimas, las enloquece», decía Eurípides. Deberían

escribir esta frase en el dintel de todos los manicomios, frenopáticos, cotolengos,

psiquiátricos y asilos mentales del mundo, murmuró. Alzó la vista y miró el cartel

luminoso que había sobre la puerta de la residencia de Dolores: EL JARDÍN. CASA DE

SALUD.

El jardín del que hablaba eran unos cien metros cuadrados de césped que iban

desde el edificio hasta la verja de hierro pintado de color verde. Había cuatro bancos

de madera sintética y unos cuantos parterres alicaídos que en primavera solían tener

flores. En el calcinante verano colocaban sombrillas al lado de cada banco. Eran de

lona, playeras, con alegres rayas. Como la tumbona del Lido que el agonizante

Aschenbach manchó con su pringoso maquillaje.

Según Freud, lo siniestro es la irrupción del horror en lo cotidiano. Como la

muerte a pleno sol en una festiva silla de playa. O como dos niñas de cinco años

dando vueltas felices en un carrusel. Soledad en un asiento con forma de perrito,

Dolores a su lado en un rechoncho cisne blanco con el pico dorado. Sonaba la

musiquilla, los animales subían y bajaban suavemente, las bombillas se encendían, el

mundo daba vueltas a su alrededor. Qué divertido. El viaje se terminó, pero ellas por

fortuna no tenían que bajarse, podían seguir todavía un rato más. El carrusel arrancó

otra vez. La música, las luces, el perrito con la lengua roja, el cisne de las alas

arqueadas. Nueva parada. Los demás niños bajaron, cambiaron, ahora había una chica

rubia en el cerdito, una nena muy pequeña en el gato negro. Más vueltas. Ya no era

tan divertido, ya no hacía tanta gracia. Dolores miraba alrededor, Dolores buscaba

con un poco de miedo, con un poco de angustia, pero el mundo se movía tanto que no

lograba ver nada y además empezaba a marearse. Y Soledad también. Al viaje

siguiente ya estaban las dos lloriqueando, primero Dolores, luego Soledad. Tres

trayectos más tarde, los empleados las rescataron del perrito y del cisne. Ese carrusel

fue el lugar que su padre eligió para abandonarlas, tras dejar pagadas unas cuantas

vueltas.

Dolores, su gemela.

Soledad se preciaba de tener una mente racional. Siempre intentó sujetarse a los

firmes mástiles de la lógica para que el viento del caos no la arrastrara. Pero, aun así,

a veces le parecía percibir confusas señales que el mundo le mandaba, mensajes

cifrados que ella se apresuraba a desestimar. Las coincidencias, sobre todo. Las

coincidencias eran siempre inquietantes. Por ejemplo: cuando supo que Adam

también tenía un gemelo, sintió un escalofrío. Como si se tratara de una advertencia

del destino. Una prueba de que estaban predestinados.

Tonterías, gruñó en voz alta, mirando distraída al banco más cercano. Estaba

manchado de caca de paloma y vacío, como todos los demás del pequeño jardín en

ese frío diciembre. Tonterías, repitió. Una simple casualidad.

A fin de cuentas, nacía un par de gemelos idénticos, univitelinos, cada doscientos

cincuenta partos. No era algo tan raro. Además, en el caso de Adam quizá se tratase

de un mellizo, un gemelo fraterno nacido de otro óvulo. Ésos eran mucho más

abundantes: treinta y dos cada mil partos. Soledad suspiró y volvió a contemplar la

puerta de la residencia. Venga. Vamos. Era inútil postergarlo más. Adentro.

Salvo que estuviera de viaje, venía a ver a Dolores una vez a la semana.

Normalmente la tarde de los miércoles. No reconoció a la chica que estaba hoy en la

recepción. En la residencia cambiaban muy a menudo de personal; era un trabajo

ingrato y pagaban poco.

—¿Dolores Alegre?

—Está en el invernadero.

No se trataba de un invernadero de verdad, sino de una sala amplia con techos

altos y grandes ventanales. Era un espacio bastante bonito, salvo por los pacientes. El

Jardín estaba especializado en enfermos con trastornos mentales graves y, sobre todo,

en aquellos que habían sido hospitalizados largamente durante los tiempos feroces de

los manicomios con ataduras. Aún adolescente, Dolores recibió electrochoques y

permaneció muchos años internada por su madre en psiquiátricos muy duros. Soledad

la había sacado de aquel infierno, pero por entonces ya estaba demasiado dañada

como para poder vivir con cierta autonomía. El Jardín era un lugar supuestamente

amable, moderno y protector. En realidad, un sitio espantoso, como todos. Los

hermanos gemelos de una persona aquejada de esquizofrenia tenían el cuarenta y

ocho por ciento de posibilidades de desarrollar la enfermedad. Soledad había vivido

amedrentada año tras año. Pero la vejez, que todo te lo quitaba, al menos te daba eso.

Una pequeña, razonable seguridad de que ya no te tragará el atormentado mar de la

locura.

—Hola, Dolores, cariño, ¿qué tal estás?

—Hola, Soledad. Hola, Soledad. Hola, Soledad.

Vaya, hoy tenía el día repetitivo. Mejor. Había tardes en las que no decía ni una

palabra, en las que ni siquiera parecía estar presente. Alrededor había hombres y

mujeres de diversas edades, la mayoría con más de cuarenta años, repartidos por las

mesas y los sofás. Algunos solos, viendo la televisión, o jugando con una especie de

rompecabezas que parecían hechos para niños pero que por lo visto estaban

sofisticadamente diseñados para avivar y ejercitar mentes torturadas, o aparcados en

una silla, ausentes, hundidos en sí mismos. Otros charlaban o echaban una partida de

cartas. Olía a un ambientador empalagoso, de esos de centro comercial. Una sombra

de tristeza caía sobre todos como un fino velo. Aunque quizá fuera una falsa

impresión, se dijo Soledad, quizá la única triste de la sala fuera ella.

—Toma. Te traje los bombones que te gustan.

—Mmm. Me gustan. Qué buenos. Estoy muy bien aquí.

—Me alegro.

—¿Te alegras de qué? ¿De qué? ¿Eh? ¿De qué?

—De que te gusten los bombones que te he traído. De que estés bien aquí.

—Estoy bien aquí. Pero preferiría estar en cualquier otro lado.

No se parecía a Soledad. Ya no. Los ojos grises no tenían luz. Eran como dos

charcos de un sucio día de lluvia. La piel estaba fláccida. El cuerpo, derrotado. Era

una vieja. Cualquiera le hubiera echado veinte años más que a ella. Al verlas juntas,

la gente debía de pensar que su hermana era su madre. En realidad, ahora Dolores se

parecía de verdad a la madre de ambas. A esa chiflada que las encerraba en un

armario cuando salía —y salía todo el rato—, supuestamente para que no se hicieran

daño. A esa malvada. Hacía falta ser mala para llamarlas Soledad y Dolores. Y lo

peor era que las dos habían cumplido su terrible mandato nominal. Ella siempre tan

sola. Y Dolores sumergida en el dolor psíquico, que es el más cruel de todos.

A veces, en sus mejores momentos, a Soledad no le extrañaba que su padre

hubiera salido huyendo. Y comprendía que no hubiera podido seguir soportando a esa

mujer tóxica. Pero hoy no estaba en uno de sus mejores momentos. Hoy pensó: no

sólo nos dejaste, cabrón. Además nos dejaste con ella.

De niñas eran idénticas. Verdaderamente indistinguibles. Como en la historia esa

que Mark Twain le contó a un periodista. Twain explicó que había tenido un hermano

gemelo, Bill, tan parecido a él que tenían que atarles cordoncillos de colores en las

muñecas para saber cuál era cuál. Y resultó que un día los dejaron solos en la bañera

y uno de los dos niños se ahogó. Pero, como los cordones se habían desatado, «nunca

se supo quién de los dos había muerto, si Bill o yo», explicó con placidez Twain al

periodista. Pues bien, ellas habían sido así. Tan iguales que nadie podía

diferenciarlas. Sólo la madre se vanagloriaba de poder hacerlo, pero no era cierto: se

había confundido varias veces, aunque ellas se cuidaron mucho de decírselo. Ahora

bien, esto conducía a una indeterminación vertiginosa. Porque ¿cómo saber si su

identidad era la acertada? Quizá las hubieran intercambiado mil veces siendo bebés.

Tal vez ella no fuera Soledad. Tal vez ella fuera en realidad Dolores. Tal vez su

gemela hubiera enloquecido en su lugar para salvarla.


Capítulo  13

No tenía que haber venido, rumió Soledad sintiéndose una estúpida con el whisky

en la mano. Siempre se le había dado mal el  small  talk, la charla pequeña, la

conversación falsa y banal de los encuentros sociales. De hecho, llevaba años sin

acudir a este tipo de eventos; pero ahora había empezado a sospechar que se estaba

quedando atrás, que el mundo avanzaba y la iba marginando, que la maquinaria

profesional estaba a punto de escupirla como un hueso roído, un residuo inservible; y

todo eso le hizo decidir, unas horas antes, en su casa, que dejarse ver un poco le sería

beneficioso. Pero en estos momentos ya no estaba tan segura. La gente que de verdad

le interesaba no parecía verla, y los que se acercaban saludaban y rebotaban en ella

alejándose de inmediato, como acróbatas de cama elástica que aprovecharan el

impulso para alcanzar un corrillo más interesante. Soledad estaba sola como tantas

veces, sola Soledad de pie junto a la mesa de las bebidas observando el salón en

donde se celebraba el lanzamiento de la revista ARTyFACT, un lujoso bimensual

editado por los principales galeristas españoles, la Marlborough, Senda, Ivorypress y

otros dos o tres pesos pesados, que por una vez habían acordado aparcar sus rencillas

para convertirse en promotores de una revista que vendería en cada número obra

gráfica original de sus artistas. Una estrategia más para sortear los mordiscos de la

crisis.

Contempló con desaliento a la concurrencia, lo más granado del mundo del arte.

En realidad, esa marginación que ella ahora sentía de manera más evidente había

existido desde siempre. Soledad nunca había pertenecido al mismo mundo que ellos,

nunca la habían aceptado, tan sólo la soportaron mientras tuvo cierto poder en

Triángulo. Era una cuestión de clase: no había ido a los mismos colegios que ellos, no

tenía primos casados con sus primas. Todos los ricos estaban emparentados. Y, en el

raro supuesto de que no hubiera de verdad ningún lazo de sangre, se llamaban de

todas formas tíos y primos entre sí, sin duda reconociendo de este modo la unidad de

destino esencial que conformaban. Eran una gran familia, desavenida en todo excepto

en el mantenimiento del poder y de las influencias. Y el mundillo del arte, junto con

el de la banca, eran dos de sus territorios preferidos: el primero de recreo, el segundo

de caza. Pasó Soledad la mirada por encima de los corrillos, saltando de uno a otro, y

le pareció escuchar las conversaciones que la mitad de la sala estaría manteniendo.

«Déjame que te presente a Tomás. Inés Pereñuela, Tomás Lalanda…». «Tú debes de

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ser el primo de Boro, ¿verdad?». «Claro, y tú eres la hija de tío Ramón…». «Exacto,

tu padre y mi padre fueron juntos a la universidad». «Lo sé muy bien. Por cierto, ¿a

que no adivinas con quién he estado este fin de semana en Jerez? Con Nena y tu

primo Jorge». «¡No me digas! ¿Nena? ¡Pero si antes de casarse con Jorge salió un

montón de años con mi hermano!». «¿Con tu hermano Pepe?». «No, con mi hermano

Tito, el pequeño». «¿Tito el que está casado con mi prima Teresa?». «Ese mismo». Y

así durante horas. Aunque dos personas de la clase alta no se conocieran, podían

pasarse media tarde enhebrando nombres de amigos comunes, parientes, concuñados

y compañeros de colegio o de consejo de administración, cosa que venía a ser lo

mismo, porque las relaciones empezaban en el parvulario y terminaban en la cúpula

de las grandes empresas. Y así iba transmitiéndose el poder real de una generación a

otra de primos y tíos verdaderos o falsos, mientras los demás mortales no

pertenecientes a la familia daban vueltas como cometas por los confines. Como había

hecho ella misma.

Un pequeño grupo de sonrientes invitados se acercó a la mesa a buscar una copa.

Eran pocos pero selectos, dos críticos importantes, una galerista y un experto del

Museo del Prado, más un chico alto y lánguido al que Soledad no conocía y Diana

Domínguez, que trabajaba en el Reina Sofía cuando ella organizó la exposición de

Arte y locura y que después abrió su propia galería. Una víbora. Todos eran delgados,

todos vestían colores fríos: grises, negros, lilas, azules brumosos. Diana se colgó del

cuello de Soledad con un gritito:

—¡Ah! El otro día te vi en la ópera con tu hijo —dijo, exultante.

—No es mi hijo —respondió, y para su horror advirtió que se estaba ruborizando.

Los demás la miraron con curiosidad, una mirada que se parecía mucho a una

pregunta. He contestado demasiado deprisa, pensó Soledad; tendría que haber dicho,

«¿mi hijo?», como si no cayera; tendría que haber disimulado. Enrojeció un poco

más. Estoy montando un número, se dijo, me estoy delatando. Por detrás del grupo

asomó la cabeza de Marita  Kemp, la maldita arquitecta de la exposición de los

malditos. La que faltaba, gimió por dentro Soledad. No se había dado cuenta de que

venía con ellos.

—Era… un amigo —dijo al fin, con poquísima convicción.

—Pues vaya amigos tienes, querida, a ver si los presentas, ¡era guapísimo! Un

poco joven, claro, un yogurín, por eso pensé que era tu hijo. Pero espectacular —

remachó Diana.

—Qué dices, Diana, pero si ahora las parejas de mujeres mayores con chicos

jóvenes están de moda… —intervino el hombre lánguido—: Mira Sharon Stone, o

Susan Sarandon, o Madonna…

—No es mi pareja, es sólo un amigo… —se apresuró a puntualizar Soledad,

mientras pensaba: ¿por qué sigo hablando de este estúpido asunto?

—¿Tú tienes hijos, Soledad? —le preguntó Marita.

Oh, no. Y ahora esto. Tenía que ser Marita quien sacara el tema. Odiaba que  le

plantearan esa cuestión, porque cuando respondía no, ese no tan irreversible ya a su

edad, ese no que significaba no sólo que no tenía hijos, sino que ya no los tendría

jamás y que por consiguiente tampoco tendría nietos; ese no que la marcaba como

mujer no madre y que la lanzaba a la playa de los desheredados, como un resto sucio

de tormenta marina, porque los prejuicios sociales eran inamovibles en este punto y

toda hembra sin hijos seguía siendo vista como una rareza, una tragedia, mujer

incompleta, media persona; cuando decía no, en fin, Soledad sabía que ese

monosílabo caería como una bomba de neutrones en mitad del grupo y alteraría el

tono de la conversación; todo se detendría y los presentes quedarían expectantes,

demandando de manera tácita una explicación aceptable del porqué de tan horrorosa

anomalía; que Soledad dijera, «no pude tener niños», o quizá, «tengo una enfermedad

genética que no quise transmitir», o incluso, «en realidad soy transexual y nací

hombre»; en suma, aceptarían cualquier cosa, pero desde luego la obligarían a

justificarse. Y, una vez más, Soledad se prometió a sí misma que resistiría la presión

y no añadiría ni una sola palabra al monosílabo.

—No.

Bum. Estalló la bomba. Los críticos, la galerista, el experto del Prado, el

lánguido, Diana, Marita: todos callaron y la miraron con ojos redondos, ojos

escrutadores, ojos ansiosos de saber más. Soledad aguantó mientras el ambiente se

enfriaba y la incomodidad flotaba como un gas pernicioso en torno a ellos.

—Nunca quise tener hijos. Desde pequeña —soltó al fin, cediendo al chantaje

social una vez más, siendo cobarde.

—Sí, claro. No hace falta tener hijos para ser feliz —se apresuró a decir la

galerista.

Ésas eran las peores, las mujeres amables que intentaban quitar hierro a la

carencia, que demostraban a gritos con su simpatía que en el fondo pensaban que la

falta de hijos era una tragedia, una minusvalía. Para qué decir nada, si todo les

parecía tan natural.

—¡Desde luego! Yo adoro a mis hijos, pero he querido matarlos muchas veces —

sonrió Marita, henchida de supremacía maternal.

—¿Cuántos tienes? —preguntó Diana.

—Dos, una de trece y otro de quince, imaginaos…

Y sí, Soledad imaginó. Encima esa petarda había tenido el tiempo y la

oportunidad de ser madre. A su alrededor rodaron unas cuantas risas de complicidad.

—Uh, plena adolescencia, como los míos… —dijo uno de los críticos.

—¡Lo que te queda por pasar! Yo ya tengo hasta una nieta, pero todavía recuerdo

con horror los quince años de mi hija —añadió Diana.

Todos empezaron a entrecruzar comentarios sobre sus retoños como quien cambia

cromos. Todos habían tenido descendencia. Soledad miró esperanzada al chico

lánguido: él era más joven, probablemente gay, quizá se hubiera salvado. El chico

debió de tomar su mirada como una pregunta, porque dijo:

—Mi marido y yo hemos adoptado a una niña india. Se nos cae la baba, la verdad

—y lanzó una deslumbrante sonrisa transida de amor paternal.

Eso me pasa por preguntar, se dijo Soledad. Me pasa por venir a eventos como

éste. Me pasa por hablar con la gente. Por salir de casa. Por levantarme de la cama.

Por estar viva. O quizá por no estarlo lo suficiente.


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