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jueves, 4 de mayo de 2023

Lectura del capítulo octavo de la novela La Carne de Rosa Montero

 

Pese  a  ser  9 de noviembre, ese domingo hacía un día templado y luminoso y el

parque del Retiro estaba lleno. Cumpliendo la ley inexorable que Soledad conocía tan

bien, todo eran parejas, por supuesto. Parejas solas o parejas con niños o parejas con

perros. A veces, parejas con dos perros que a lo mejor también eran pareja. Como sin

duda estaban emparejados los patos del estanque, y las tortugas, y las urracas vestidas

de pingüino, blancas y negras, que siempre iban de dos en dos, one for sorrow, two

for joy, como decía de ellas la famosa canción de cuna inglesa, ver una auguraba

tristezas, ver dos anunciaba alegrías. Soledad era una maldita urraca solitaria

entristecida y entristecedora.


Ahora no se le notaba tanto esa cualidad de urraca única, porque iba con las

mallas puestas, las zapatillas de deporte y corriendo. Había otros corredores que

también parecían ir por su cuenta, pero convenía no fiarse demasiado; a menudo se

veía a hombres que iban sueltos, corriendo o sin correr, hombres que no estaban mal;

pero cuatro pasos más allá siempre aparecía revoloteando la mujer, cuidando de un

niño, de un perro, de un anciano, o quizá entretenida en algo, esa maldita esposa que

siempre andaba cerca, igual que sucedía con las urracas, que de cuando en cuando

sólo veías una pero luego enseguida aterrizaba a su lado otro pajarito de pechuga

esponjosa y palpitante. Soledad a veces pensaba que los hombres debían de ser

genéticamente incapaces de estar solos. One for sorrow.

Apretó los dientes y aceleró el paso. Estaba demasiado inquieta, demasiado

ansiosa. Quería agotarse, sudar, castigar a ese cuerpo que la tiranizaba. Añoraba a

Adam. Lo echaba de menos con una agudeza que le erizaba la piel. Al principio, justo

después de aquella extraña noche de la ópera, en Soledad predominó la turbación. Al

principio estaba decidida a no volver a verlo. Pero a medida que iban pasando los

días fue creciendo en ella una especie de hueco, una sensación de hambre o de

asfixia, la desoladora certeza de estar incompleta. Con el tiempo había empezado a

encenderse en su cabeza la locura del amor, del deseo de amor. Sin eso, sin esa llama

iluminando los días, su vida le parecía vacía, tediosa e insensata.

¡Para!, gritó de repente, y un corredor que venía en dirección contraria la miró

sorprendido y aminoró el paso, como dudando si debía detenerse. Soledad se

apresuró a soltar sonoras onomatopeyas más o menos rítmicas para fingir que estaba

cantando, ¡pará, pará, paraaaaaa!, y el tipo continuó su camino, aunque observándola

con cierta extrañeza. Para, para de una vez, se repitió Soledad, ahora mentalmente y

apretando los labios; deja de pensar en el escort. Piensa en otra cosa. En tu maldito

trabajo. A ella siempre se le había dado muy bien reflexionar cuando corría, el

cerebro parecía marcharle a la misma velocidad que los pies, así que ahora, mientras

trotaba por el perímetro del parque, intentó concentrarse en la exposición.

A Soledad se le había ocurrido la loca idea de que la muestra se desplegara con

una estructura más o menos en espiral; cada personaje ocuparía su lugar, tendría un

escenario diferenciado, y el visitante avanzaría por la exposición, se iría

introduciendo cada vez más profundamente en  el  mundo  paralelo  del  malditismo, en

la extrañeza, por otra parte tan humana, de los personajes. Sería un viaje a los

extremos del ser, un viaje que sólo se consigue hacer si uno baja muy al fondo de uno

mismo. Por eso quería que esta idea tuviera también una traducción espacial; que los

espectadores sintieran que iban entrando poco a poco en un sanctasanctórum. Pero,

claro, las espirales planteaban infinitos problemas técnicos, requerían una sala

inmensa, desperdiciaban mucho espacio y dificultaban el flujo circulatorio: ¿por

dónde saldrían los visitantes una vez que llegaran a la cámara central? Marita debería

ser capaz de traducir sus ideas a un formato tridimensional, pero Soledad se temía

que iba a ser imposible entenderse con ella.

El entendimiento. Eso era lo que había estallado entre ellos. Ése era el anzuelo

que la había dejado enganchada. Adam era muy guapo y tenía un cuerpo descomunal,

pero no era eso lo que la había seducido. No era más experto ni más fogoso que otros:

Mario era tan bueno en la cama como él. De hecho, el gigoló le había confesado que

ella era tan sólo su quinta clienta, que acababa de empezar en el oficio. No; lo que la

había dejado impactada era la pasión del chico. La emocionante sensación de que

Adam se había entregado a ella, de que de verdad la necesitaba. Más que añorar un

amante, Soledad añoraba un amado.

Alcanzó el punto final del recorrido que se había propuesto y, bajando la

velocidad, trotó como siempre hacia la fuente. Unas cinco o seis adolescentes con

patines reían y bebían armando una feliz escandalera. Sentado en el banco de al lado

había un hombre mayor con la descarnada delgadez del alcoholismo, gorra de

marinero calada hasta las cejas, ojos bizcos y una risueña sonrisa en la que faltaban

varias piezas.

—¡Guapas todas! ¡Preciosas! ¡Sois todas divinas! —les decía con arrobo a las

muchachas.

No resultaba ofensivo sino conmovedor, con su inocente expresión de borrachito.

Mientras esperaba turno, Soledad observó a las patinadoras: no eran en realidad

guapas, antes al contrario; eran más bien informes y mostraban ese aspecto desabrido

de las adolescentes que no se acaban de querer. Pero para el borrachito eran huríes.

Miró con más atención al hombre, tan menudo como un gnomo y con esa sonrisa

aniñada y absurdamente coqueta, y pensó: él también busca el amor. Pobre, feo,

viejo, desdentado y borracho, busca  el  amor como  todo  el  mundo.


Sacó el móvil del bolsillo de su sudadera y escribió un whatsapp: «Hola, Adam,

soy Soledad. Estaba pensando en volver a verte. ¿Cómo tienes esta semana?».

Lo leyó. Lo releyó. Lo borró. Lo volvió a escribir. Lo mandó.

No era verdad que no fuera importante para ella lo guapo que era Adam, su

cuerpo poderoso que rozaba el milagro. Ya estaba volviendo a contarse un estúpido

cuento de hadas. Por desgracia, a Soledad sólo le gustaban guapos. A veces veía por

la calle parejas de risiones haciéndose arrumacos. Tipos culicaídos y asquerosamente

barrigones que eran contemplados por sus novias con embeleso, o bien horrorosas

gigantas de gelatinosas patas a las que se adherían diminutos novios amantísimos,

como rémoras pegadas al lomo de un cetáceo. Soledad los envidiaba. Es decir,

envidiaba su capacidad de resignación.

El móvil vibró. Ya había respuesta: «Que alegría tu mensaje. Estoy deseando

verte. Cuando quieras».


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