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jueves, 11 de mayo de 2023

Lectura de los capítulos noveno, décimo y undécimo de la novela La Carne, escrita por Rosa Montero

Capítulo  noveno

Una de las cosas más ridículas que la edad conlleva es la cantidad de trucos,

potingues y ortopedias con los que intentamos combatir el deterioro: el cuerpo se nos

va llenando de alifafes y la vida, de complicaciones.

Eso se ve claramente en los viajes: de joven eres capaz de recorrer el mundo con

apenas un cepillo de dientes y una muda, mientras que, cuando te adentras en la edad

madura, tienes que ir añadiendo a la maleta infinidad de cosas. Por ejemplo: lentillas,

líquidos para limpiar las lentillas, gafas graduadas de repuesto y otro par de gafas

para leer; ampollas de suero fisiológico porque casi siempre tienes los ojos

enrojecidos; pasta de dientes especial y colutorio contra la gingivitis, más hilo

encerado y cepillitos interdentales, porque los tres o cuatro implantes que te han

puesto exigen cuidados constantes; una crema contra la psoriasis o contra la rosácea o

contra los hongos o contra los eczemas o cualquier otra de esas calamidades cutáneas

que siempre se van desarrollando con la edad; champú especial anticaspa, antigrasa,

antisequedad, anticaída; tinte porque las canas han colonizado tu cabeza; ampollas

contra la alopecia; cremas hidratantes, seas hombre o mujer; cremas nutritivas,

alisantes, antiflaccidez, más para ellas, pero también para algunos varones; lociones

antimanchas; protector solar total porque ya te ha dado todo el sol que puedes

soportar en veinte vidas; ungüentos anticelulíticos, esto en las mujeres; podaderas de

los vellos nasales y auriculares, esto en los hombres; férulas de descarga para la

noche, porque el estrés hace chirriar los dientes; tiritas nasales adhesivas, molestas y

totalmente inútiles, para atenuar los ronquidos; píldoras de melatonina, Orfidal,

Valium o cualquier otro fármaco contra el insomnio y la ansiedad; con un poco de

mala suerte, pomada antihemorroides para lo evidente y/o laxantes contra el

estreñimiento contumaz; vitamina C para todo; ibuprofeno y paracetamol para la

inacabable diversidad de molestias que van parasitando el cuerpo; omeprazol para las

gastritis; Alka-Seltzer y más omeprazol para las resacas, que uno va perdiendo

resistencia; suplementos de soja porque la menopausia baja las hormonas; con otro

poco de mala suerte, las píldoras del colesterol, de la tensión, de la próstata. Y así

sucesivamente, en suma. Una pesada carga.

Pero a fin de cuentas la existencia misma es un viaje, así que no hace falta tener

que coger un coche o un avión ni trasladarse a otra ciudad para ser rehén de toda esa

parafernalia protésica. Eso pensaba Soledad esa tarde, mientras se preparaba para la

segunda cita con Adam. A cierta edad, plantearse hacer el amor con alguien exigía

una planificación y una intendencia tan rigurosas como la campaña de África del

general Montgomery. Y así, lo primero que hizo Soledad fue probarse medio ropero,

tanto ropa interior como exterior, y evaluar su aspecto por delante y por detrás con

ayuda de un espejito de mano para verse la espalda. Ese juego de sujetador y braga

color fuego tan bonito ¿no le sacaba por desgracia una antiestética molla en la

cadera? Se quitó y se puso, se vistió y desvistió, mientras a su alrededor iba creciendo

una rebaba de prendas descartadas, como las cenefas de algas en la playa. Terminó

poniéndose el conjunto de lencería de encaje verde y, por encima, una camisa de seda

verde musgo, el pantalón gris perla de corte perfecto y los botines Farrutx de medio

tacón. Una vez aprobada la elección de las prendas, volvió a desnudarse íntegramente

y se metió en la ducha. Se lavó el cabello y lo untó bien de crema acondicionadora;

luego pasó largos minutos entregada a una minuciosa limpieza corporal con especial

ahínco en orificios; comprobó que no quedaban rastros de la crema hidratante vaginal

que se había puesto la noche anterior y, a continuación, se recortó el vello del pubis,

primero con tijeras y después con crema de afeitar y una cuchilla. Se hizo sangre;

escocía. Salió de la ducha chorreando para mirarse en el espejo y verificar si había

dibujado bien la línea velluda. Pues no: lo había hecho mal y su pubis parecía estar

torcido. De nuevo bajo la regadera, rasuró un poco más y se cortó otra vez. Blasfemó.

Al cabo logró que aquello mostrara una apariencia pilosa más o menos aceptable,

aunque tenía tres rasguños que no paraban de sangrar. Salió de la ducha, se secó y

colocó pedacitos de papel higiénico sobre las heridas, mientras se cortaba las uñas de

los pies y de las manos y repasaba la laca color guinda. Permaneció sentada sobre la

tapa del retrete, desnuda, mojada y helada, mientras las uñas se secaban. Los cortes

del pubis ardían. A continuación, se depiló las cejas, se puso las lentillas, se dio una

loción reafirmante en las piernas, en los brazos; se aplicó sus carísimas cremas en

párpados, cara y cuello. Se secó el cabello con el secador; como no le terminaba de

gustar la onda que había quedado en el lado izquierdo, lo empapó de nuevo en el

lavabo y lo volvió a secar. Escrutó con desconfianza la raya del pelo en el espejo y,

aunque con su color trigueño apenas se notaban las canas, decidió utilizar un lápiz de

color que camuflaba las raíces. Luego se maquilló con esmero, procurando un efecto

natural y liviano. Hizo repetidos buches y algún gargarismo con un colutorio para

asegurarse un aliento fresco. Comprobó que los cortes del pubis ya no sangraban,

arrancó los papelitos y se vistió con el conjunto de lencería verde, la camisa de seda,

el pantalón gris. Descalza, fue a colocar su dormitorio. Necesitaba una luz tenue e

indirecta que favoreciera el aspecto de su carne, de manera que pasó media hora

llevando al cuarto todas las lámparas que tenía en la casa y probando diferentes

combinaciones: colocadas sobre la mesilla, en el suelo, cubiertas con un pañuelo. Al

final decidió devolver todas las lámparas a sus emplazamientos originales, dejar

encendida la luz del pasillo e iluminar el cuarto sólo con cuatro velas. Escoger las

cuatro velas, y los platitos sobre los que ponerlas, le llevó otro rato. El asunto de la

música también tomó su tiempo: ¿pondría la base redonda, en la que sólo funcionaba

el iPod? ¿O quizá el altavoz inalámbrico, que tenía la ventaja de poder conectarse con

el iPhone, en donde Soledad guardaba su música preferida? Pero, claro, la conexión

inalámbrica era más complicada, habría que parar de besarse y concentrarse en la

manipulación del aparato unos minutos. Escogió el iPod y seleccionó el modo

aleatorio. Luego fue corriendo al vestidor y trajo un batín corto japonés para ponerse

por encima cuando tuviera que levantarse de la cama; era favorecedor y muy bonito,

y lo colocó sobre la silla con estudiado descuido, como si lo hubiera dejado ahí

casualmente. En ese momento, y tras la pequeña carrera, tuvo que reconocer con

horror que le escocía un poco el sexo. Sin duda había dejado los vellos del pubis

demasiado cortos y así, tan tiesos, le estaban irritando la delicada mucosa. Volvió al

cuarto de baño y se bajó los pantalones y las bragas, sin saber muy bien qué hacer.

Decidió untarse crema hidratante vaginal; pero luego le entró una horrible sospecha y

probó una pizca de la crema con la punta de la lengua. Sabía espantosamente mal. No

tuvo más remedio que desnudarse entera y volver a ducharse, intentando que no se le

mojara la cabeza ni se le corriera el maquillaje. Iba muy retrasada: Adam debía de

estar a punto de llegar. Se aterró, hecha un manojo de nervios. Tras secarse de forma

somera con la toalla, un súbito capricho le hizo cambiar el sujetador y la braga verdes

por el conjunto gris perla. Aunque, en realidad, ¿para qué tanto pensarse la ropa

interior, si lo primero que hacían los hombres era desnudarte? De nuevo vestida y con

los bajos escocidos sin solución, Soledad se miró al espejo y se encontró bastante

guapa. Y también ridícula. ¡Pero si es un escort, un gigoló, maldita sea! ¿A qué viene

perder la cabeza y arreglarse tanto?, se gritó, exasperada. Había chillado tan fuerte

que temió que se hubiera enterado todo el vecindario. Sonó el timbre del portero

automático: Adam. Claro que era mucho peor y mucho más ridículo, pensó Soledad

mientras escondía a manotazos los gurruños de ropa sobrante en el armario, era

mucho peor e incluso patético ejecutar todas esas payasadas, colocar las luces,

limpiar los orificios y recortar los bajos, en la vana esperanza de hacer el amor con

alguien, y luego regresar sola y frustrada a casa. Por lo menos, con un prostituto eso

no pasaba. Lo cual, bien mirado, era un alivio.



Capítulo  décimo


 21 de noviembre, viernes

A. vive solo, a juzgar por el buzón de correos y por sus movimientos. Desde que

empecé la vigilancia, hace cuatro días, siempre ha salido entre ocho y nueve de la

mañana (8.42, 8.17, 8.37, 8.51), con el paso apresurado de quien llega tarde, en una

ocasión incluso corriendo (8.51). Su destino era un pequeño taller eléctrico situado

en Virgen del Portillo, 17, a cuatro calles de su casa. El cartel pintado que cuelga

sobre la puerta del taller dice: Manolo el Chispas. Hoy, en cambio, A. no ha

aparecido hasta las 13.26 y se ha dirigido al bar MarySol, en Virgen de Lourdes, 56.

Permaneció dentro hasta las 16.05. Salió con un paquete envuelto en papel de

aluminio en la mano, quizá un bocadillo. Se paró en la esquina y miró alrededor

como si esperara a alguien. Estuvo allí de pie, inquieto, durante casi diez minutos.

Después regresó a su casa con gesto contrariado. Interrogado el dueño del taller,

Manuel Rodríguez, alias Manolo el Chispas, dijo textualmente: «Adam es un buen

electricista, eso sí es verdad. Y no es tonto el chaval, y habla el español de puta

madre. Pero le pasa como a todos estos chicos, la nueva generación, que se han

perdido, que ya no saben trabajar, que se creen que el dinero cae de los árboles y no

quieren hincarla. Andan con la cabeza comida con los programas estos de los

realities, que se creen que cualquier gilipollas puede hacerse famoso y ganar un

pastón por lucir la cara. No sé qué va a pasar con estos chicos. Son unos putos

vagos. Total, lo he despedido. Llegaba todos los días una hora tarde, así que, tararí

que te vi, chaval. Porque es bueno, pero no tanto como él cree. Y además, hay otros

electricistas tan buenos como él y que encima trabajan. Sobre todo, ecuatorianos.

Los latinoamericanos trabajan mejor. Los europeos estamos echados a perder»

(grabación hecha con el iPhone). Abordé a Manuel Rodríguez utilizando un pretexto

y no creo que intuya lo que se esconde tras el interrogatorio. Tampoco parece tener

ningún conocimiento de las otras actividades de A.


Justo en la base del cuello, bajo la nuca, Adam tenía dos cicatrices más o menos

redondas de feo aspecto. Dos monedas deformes de piel rugosa.

—¿Y esto?

Normalmente quedaban ocultas por el largo cabello del escort, de modo que

Soledad las descubrió al tacto mientras hacían el amor. Es decir, advirtió algo extraño

y áspero con la punta de los dedos, algo que no debía estar ahí. Más tarde, cuando

terminaron, hizo que el chico inclinara la cabeza y las estudió con detenimiento.

Adam se encogió de hombros ante su pregunta.

—No sé. Siempre las he tenido. No me acuerdo qué son. Y nadie sabía decirme.

A veces, en el español casi perfecto del ruso se deslizaba una leve rareza, una

construcción gramatical algo chirriante que parecía alejar un poco al gigoló de ella,

como si las palabras enrarecidas indicaran un también enrarecido interior. Soledad

frunció el ceño y pasó un dedo cauteloso por encima de las marcas. La piel atirantada,

los bordes estirados de las viejas heridas. Probablemente fueran el resultado de una

quemadura.

—Pero ¿cómo es posible que no te acuerdes? Tienen un aspecto bastante malo. Te

tuvo que doler.

Adam se soltó con un tirón arisco y se sentó en la cama, el ceño fruncido.

—De verdad que no sé. Tuvo que pasarme cuando era muy niño. Esas cicatrices

han crecido conmigo.

—A lo mejor tus padres murieron en un incendio.

—Ojalá. Menudos cabrones. Pero no creo. Sé que me encontraron en la puerta de

urgencias del hospital de Niagan. Envuelto en una manta. Era enero. Estaba casi

congelado.

El chico apretó la boca con gesto sombrío. Esos labios finos y nerviosos. Soledad

sintió el deseo casi irrefrenable de acariciarlos, pero intuyó que Adam la rechazaría y

se contuvo. El escort parecía haber levantado un muro transparente en torno a él;

estaba muy lejos de allí. Estaba en Rusia. Soledad suspiró y también se sentó en la

cama, al lado de Adam pero sin rozarlo, esperando a que regresara. Conocía bien el

poder opresivo de ciertos pensamientos torturadores. Cuando llegan, te secuestran.

Aunque, a decir verdad, esa noche el gigoló había estado un poco raro desde el

principio. Un poco más callado, más taciturno.


«El niño es el padre del hombre», decía Wordsworth. Soledad recordó el verso y

dio la razón al poeta: lo que somos de niños construye la cárcel del destino de nuestra

vida adulta. Ahí estaba el ejemplo del gran Guy de Maupassant, a quien ella pensaba

incluir entre sus malditos. A Maupassant lo abandonó su padre cuando sólo tenía

doce años y anduvo toda su vida dando tumbos emocionales y buscando el amor con

promiscuo desenfreno, lo que le llevó a contraer una sífilis que acabó matándolo a los

cuarenta y dos años y que antes tuvo la refinada crueldad de volverlo loco. También

Maupassant, como Philip K. Dick, creía tener más de una vida a la vez, creía ser él

pero también otro. Soledad fantaseó con la magnífica posibilidad de conseguir el

manuscrito de su escalofriante relato El Horla, que narraba, precisamente, la posesión

de un hombre por su doble invisible; el problema era que ignoraba dónde podía estar

el original, si es que se había conservado. Cosa poco probable, porque se publicó en

un periódico, y en los talleres de las viejas imprentas solían perderlo todo. En fin,

tendrían que investigar. Miró a Adam por el rabillo del ojo. El chico seguía rígido y

callado, con los brazos cruzados con firmeza delante del pecho.

—¿Quieres tomar algo? Creo que tengo un poco de hambre. Voy a preparar algo

de picar… —dijo ella, feliz de la ocurrencia que había tenido. Uno de los remedios

tradicionales para el dolor del duelo era comer. Alimentarse levantaba la moral.

Adam no contestó, pero Soledad salió de la cama de todas formas y se cubrió al

instante con la bonita bata japonesa.

—Me voy —dijo de pronto Adam con el tono definitivo de quien hace una

declaración de principios.

Y se levantó de un brinco.

—¿Te vas? Espera un poco, preparo algo enseguida.

—No. Me voy —repitió Adam mientras se subía los calzoncillos, los pantalones,

mientras se sentaba en la silla para ponerse los calcetines y los zapatos. Con urgencia

de fugitivo.

—Pero… ¿te vas para siempre? —preguntó Soledad, desconcertada.

—Claro que no. Qué tontería —sonaba irritado—. Es que estoy muy cansado y

mañana temprano trabajo.

—¿No me dijiste que habías dejado el taller de electricidad?

—Hago cosas por mi cuenta. Mucho mejor. No tengo que darle nada al cabrón del

Chispas. Mañana tengo una chapuza interesante.

Adam hablaba sin mirarla, dejaba caer las palabras hacia atrás mientras caminaba

pasillo adelante sin volverse. Soledad le siguió, descalza, arrebujada en su batín de

seda, dando saltitos como un pájaro para adecuar su paso a las zancadas del ruso.

Atravesaron la sala a la carrera y llegaron a la puerta. Soledad, que había pescado su

bolso al vuelo de encima de un sillón, cogió del brazo al gigoló para detener su

estampida.

—Tengo que pagarte —dijo con voz ronca.

—No. Hoy es regalo de la casa —gruñó Adam.


Ésta era la cuarta vez que se veían, incluyendo la noche de la ópera. Y siempre

había cobrado con naturalidad los trescientos euros de la tarifa mínima, aunque se

había mostrado bastante generoso con las horas. Por supuesto, salvo aquella primera

noche, nunca se había quedado a dormir.

—No, no, ni pensarlo, te pago —dijo Soledad mientras hurgaba nerviosamente en

el bolso con su mano libre.

—¡Te digo que no te voy a cobrar!

Adam tiró del brazo para soltarse, pero ella le aferró aún más fuerte.

—Toma, aquí están los trescientos… —balbució, intentando meter el dinero en el

bolsillo de la parka.

—¡No los quiero! ¡Déjame en paz! ¡No los quiero! —rugió Adam, apresando la

muñeca de Soledad con su enorme puño. Los billetes cayeron al suelo.

Se miraron consternados. Durante un quieto segundo tan sólo hubo silencio.

—Me… estás… haciendo… daño —susurró Soledad.

Adam la soltó. Se pasó la mano de arriba abajo por la cara, lentamente, apretando,

como si quisiera borrarse los rasgos. Tenía una expresión agotada, desconcertada.

—Perdona. Lo siento mucho. He tenido un mal día.

—No pasa nada. Yo no debí insistir —contestó ella.

Aquí estamos ahora, pensó Soledad, jugando a las cortesías versallescas. Y,

debajo, un abismo.

Adam la miró:

—¿Sabes qué? Éramos dos.

—¿Quiénes erais dos?

—En la puerta de urgencias del hospital. Dentro de la manta. Gemelos. O

mellizos. Siempre me hago lío. ¿Cuáles son los iguales?

—Gemelos —musitó Soledad.

—Pues yo no sé qué éramos. Pero la enfermera que nos encontró se quedó con el

otro. Adoptó al otro. Y a mí me llevaron al orfanato.

Permanecieron un instante callados, cada uno rumiando su pequeño y candente

pensamiento.

—O sea, me rechazaron dos veces. Mis padres. Y luego la enfermera. ¿Por qué?

Lo preguntaba con genuina candidez, con verdadera necesidad de obtener una

respuesta. Qué extraña era la vida: allí estaban los dos, de pie, al lado de la puerta,

hablando de las cosas más hondas como de pasada, unas palabras sueltas antes de

irse. Los temas de verdad importantes, Soledad lo sabía bien, sólo se pueden nombrar

así, de refilón, elusivamente, dando precavidas vueltas en torno al gran silencio.

—No tendría dinero para hacerse cargo de los dos.

—Pero prefirió al otro —insistió él—. Ésa es la historia de mi vida. V simyé  ne

bez uróda, no hay familia sin un monstruo, es un refrán ruso. Yo soy ese monstruo.

Nunca me ha querido nadie.

—Eso es imposible. Eres guapísimo, seductor, encantador…


—Te lo digo de verdad. Estoy desesperado. Es un dolor constante. Esa necesidad

de amor. También fui a un psiquiatra, pero nada. Todas las mujeres me han dejado.

—Entonces será que escoges mal. Estoy segura de que ha habido montones de

mujeres muertas de amor por ti.

—Quizá, pero ninguna me interesaba. Ésas no me sirven.

Soledad sintió una desagradable punzada en su autoestima: sin duda ella debía de

pertenecer al colectivo de las inservibles. No era más que una clienta y casi le

doblaba la edad. Se agachó, recogió los billetes y los guardó en el bolso.

—Está bien, acepto tu regalo. Muchas gracias, Adam.

Claro que a ella esta noche no le había cobrado. Un gigoló que no cobraba

¿seguía siendo un prostituto? ¿O esta noche había sido su amante?

—Pero por lo menos déjame que te prepare algo de cenar. Anda, siéntate diez

minutos. Tomamos algo rápido y luego te vas.

El ruso dudó. Luego se encogió de hombros  y  se  quitó  la  parka.

—Vale. Gracias.

Soledad corrió a la cocina, abrió y cerró estrepitosamente cajones y armarios,

sacó un sobre de jamón envasado al vacío, quesos variados, una lata de paté.

Internado en un manicomio, y perseguido por el otro tenebroso, por el doble infernal

que le aterraba, Guy de Maupassant intentó degollarse con un cortaplumas. Hacía

falta mucha desesperación, mucha determinación y una inmensa cantidad de

sufrimiento para decidir degollarse, pensó Soledad mientras cortaba el pan: no era

una tarea nada fácil. Maupassant logró darse tres tajos, pero no se mató. Falleció año

y medio más tarde, aún en la clínica, sin haber recuperado en ningún instante la

razón. Después de todo, se ve que su doble acabó poseyéndolo. Cogió dos copas y

decidió abrir un Pontac de las Bodegas Luis Alegre, cosecha 2010. Un Rioja

formidable que probablemente Adam no sabría apreciar. O quizá sí. Colocó todo en

una bandeja y regresó al salón. El escort estaba en el sofá, sumido en sus

pensamientos. Se sentó junto a él y puso la bandeja sobre la mesa de centro. Sirvió el

vino. Adam vació su copa de un trago. No. No lo iba a apreciar.

—Sé que no soy idiota, pero parezco idiota. Me voy enamorando de todas. Soy

como un niño. Un niño idiota. Es la maldita necesidad.

—Yo llamo a eso el efecto Cherubino.

—¿Qué es eso?

—Cherubino es un personaje de Las bodas de Fígaro. Una ópera de Mozart. Es

un paje de quince o dieciséis años que se enamora de todas. Pasa por el escenario una

doncella, y él se va detrás; pero se cruza la condesa, y Cherubino cae rendido a sus

pies a primera vista. Y lo mismo le pasa con Susanna, la protagonista. Falda que se

mueve cerca de él, falda que aletea como una bandera en su corazón.

Adam sonrió y se sirvió más vino.

—Qué graciosa. Lo de la bandera en el corazón es bueno. Eso me pasa a mí.

Hablas muy bien. Claro que ahora muchas mujeres llevan pantalones.


Rubricó su comentario jocoso con una pequeña carcajada. El escort parecía estar

relajándose por primera vez en toda la noche. El alcohol también ayudaba, desde

luego. —Gracias.

Masticaron un rato en silencio.

—No eres idiota —dijo Soledad—: A veces pienso que el mundo se mueve

fundamentalmente por la necesidad de amor. Vi hace poco una ópera preciosa de

Britten sobre eso. Muerte en Venecia. ¿Has oído hablar de Muerte en Venecia?

—No.

—Es una novela de un autor muy famoso, ya fallecido: Thomas Mann. Ganó el

Premio Nobel. Luego también hicieron una película muy conocida, dirigida por

Visconti. Pero te quería hablar de la ópera. Me encantó. El protagonista es un escritor

centroeuropeo célebre, un hombre mayor, tradicional y serio. Todo sucede a

principios del siglo XX. Se llama Aschenbach. Viste de una manera muy sobria, es la

encarnación misma de la respetabilidad. Y resulta que está bloqueado en la escritura

de su novela y decide pasar el verano en una playa, en el Lido, en Venecia, para ver si

recupera la inspiración. En el barco ve a un viejo homosexual, chillón, afeminado,

con ropa muy llamativa y todo maquillado. A Aschenbach le asquea. Pero por fin

llega al Lido, y se instala en el Gran Hotel y baja a la playa, todo vestido, a sentarse

en una silla, como entonces hacía la gente burguesa. Y en la playa descubre a un

adolescente de unos catorce años, rubio, espigado, la cabeza llena de rizos que el aire

desordena. Es polaco, está en el hotel con su madre y sus hermanas y se llama Tadzio.

Es bellísimo. Piensa en el animal más bello que puedas imaginar y Tadzio es así. Un

ciervo joven. Y su visión hiere a Aschenbach como un rayo. Queda preso, hechizado,

enamorado.

—¿Entonces era homosexual?

—No. Es decir, seguramente no se lo había permitido jamás. Es un personaje de

la alta sociedad, rígido y formal y muy convencional. Al autor del libro, Thomas

Mann, le pasaba algo parecido, era un hombre famosísimo y obsesionado por la

respetabilidad. Estaba casado y tenía hijos pero le atraían los hombres, aunque yo

creo que nunca se permitió amarlos. De ahí que Muerte en Venecia tenga mucho que

ver con su propia vida. Y a Aschenbach le pasa eso mismo, no quiere reconocerse.

Por eso cuando ve a Tadzio se queda aterrado por la fuerza de sus sentimientos. No

sólo se trata de un varón, sino que además es un niño, es una pasión doblemente

infame y prohibida. Pero no puede evitar que su corazón se incendie. Termina el

primer acto gritando un desgarrador te amo. Gritándoselo al aire, a nadie, a sí mismo.

Simplemente admitiéndolo.

Adam había dejado de comer y la miraba absorto, sin parpadear, casi se diría que

sin respirar, atrapado por su relato. Soledad se sintió poderosa, se sintió seductora. A

veces también había sucedido con Mario. A veces le había tenido bebiendo sus

palabras. La directora de la Biblioteca quizá tuviera razón cuando decía que ella era

muy narrativa. Si tan sólo fuera capaz de escribir. Si tan sólo fuera un poco menos

cobarde y se atreviera a escribir un libro…

—Entonces las cosas se complican porque en Venecia estalla una epidemia de

cólera. Las autoridades intentan ocultarla porque es una ciudad turística, pero la

enfermedad avanza. El barbero informa a Aschenbach de la epidemia y le aconseja

que se vaya de Venecia antes de contagiarse o de que impongan la cuarentena. Pero él

no puede ni imaginar dejar de ver a Tadzio. Por cierto que eso es lo único que hace,

mirarlo desde lejos. Sabe que es una pasión prohibida. Sabe que jamás podrá hacerla

realidad. Nunca habla con el adolescente. Ni una sola palabra. Sólo lo mira. Y el caso

es que los turistas más avispados empiezan a marcharse, pero la madre del niño, que

no entiende italiano, desconoce que existe una epidemia y sigue en el Lido.

Aschenbach se dice que debería advertirla para que se vayan, pero no lo hace. Está

poniendo en peligro la vida de su amado y su propia vida. El Gran Hotel se va

quedando vacío, mientras Aschenbach desciende paso a paso todos los escalones de

su desesperación y su tormento. El barbero le tiñe el pelo y lo maquilla, alabando su

apariencia juvenil. Pero no resulta juvenil, sino patético, un viejo homosexual

ridículo pintarrajeado y emperifollado, igual que aquél al que vio al principio de la

historia en el barco y a quien aborreció. Aschenbach ha sacrificado por Tadzio todo,

su prestigio, su carrera, su reputación. Incluso el respeto que se tenía a sí mismo. Lo

ha sacrificado a cambio de nada, sólo por poder atisbar su belleza, sólo porque lo

ama. Pasan los días… Todos los huéspedes del hotel se han ido y por fin la madre del

chico está preparando las maletas para marcharse. Tadzio está por última vez en la

playa; Aschenbach, enfermo y muy debilitado, se sienta en una de las tumbonas y

contempla cómo su amado se aleja en dirección al mar. Y así, mirándolo, se muere.

—¿Aschenbach se muere?

—Sí, se muere ahí solo, en una de esas tumbonas de rayas supuestamente alegres

pero que ahora son tristísimas porque toda la playa está vacía, y se muere con su traje

ridículo y llamativo y con sus maquillajes medio derretidos de vieja loca.

Adam cabeceó con gesto de aprobación.

—Amor y muerte. Lo entiendo muy bien. Yo me intenté suicidar en el colegio.

Estaba enamorado de una compañera de clase que no me hacía caso. Me corté las

venas pero poco. Creo que sólo quería llamar la atención. Tenía catorce años, la edad

del chico polaco.

A Soledad le conmovieron las confidencias de Adam. Incluso la emborracharon

un poco, porque agrandaban la intimidad de ambos, la complicidad, el nexo afectivo.

La ternura se le subió a la cabeza como un vino burbujeante. Alargó una mano y

acarició con dulzura la mejilla del ruso.

—Mi pobre Tadzio —susurró.

Adam tenía los ojos muy brillantes y ella sabía que sus propios ojos también

estaban echando chispas. Lo notaba. Casi se podían ver los fuegos de artificio, el arco

voltaico que se estaba formando entre el gigoló y ella. Adam la agarró por los

hombros, la atrajo hacia él y la besó. Esos labios, esa lengua, esa saliva deliciosa, el

aliento que ella aspiró con avidez. Era el mejor beso de su vida. Era el primer beso de

la Creación. El ruso le arrancó la bata japonesa con adorable violencia. Debajo estaba

desnuda, tan desnuda, ofrecida y abierta para él. Pero, mientras Adam la apretaba

contra su pecho, Soledad pensó que las cortinas estaban abiertas, que les podían ver

los vecinos de la casa de enfrente, que sería un escándalo; además, en la sala había

demasiada luz: su cuerpo maduro iba a quedar en evidencia. Y por un instante, antes

de dejarse caer en la carne del otro, Soledad se preguntó: entonces, ¿a mí me toca el

papel de Aschenbach? ¿Soy la vieja loca repintada?

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