10. El
pastor López
Walter no fue el
pastor López toda la vida, antes cargaba con su nombre de pila a cuestas y su
falta de fe intacta, y con ellos iba adonde lo llevaba la vida; era otro de los
Sanos, un muchacho tranquilo que un día después de transitar sin novedad la adolescencia
incierta de un barrio como el nuestro, se enamoró de una muchacha de su misma
edad y condición social llamada Marisa: Fueron el primer amor el uno del otro y
juntos encontraron las mieles del afecto, los abismos del deseo y la proyección
temprana de una vida unidos, pero como todo se desgasta o se corrompe, un día, después de cinco años de noviazgo y una acumulación de planes conjuntos, la
muchacha, que había ingresado a estudiar Enfermería en la universidad se enamoró
de un compañero de clase y abandonó rotunda e irreconciliablemente a Walter, dejándolo sumido en el más absoluto
despecho y la más astrosa ruina afectiva.
El amor es perro
a veces y, después de mostrarnos su dulzura sin par durante un largo tiempo,
instala de un momento a otro su corrosión mortal, sin aviso, sin retorno y sin
que podamos entender su tránsito de un estado al otro, porque los síntomas
estaban disfrazados de connivencia cotidiana y solo aparecieron como tales cuando
ya eran enfermedad incurable. Walter quedó deshecho e hizo el largo y sinuoso
periplo del desquerido: la buscó y le prometió mejorías de todo tipo,
desatrasos económicos, correcciones de genio, rehabilitaciones románticas, abandonos
de familia y amistades y hasta recomposiciones físicas, cualquier cosa con tal
de retenerla a su lado, y en el colmo de
su desesperación le propuso matrimonio, pero la mujer se mantuvo impertérrita y
displicente frente a los envites del sufrido muchacho; en su haber ya no sentía casi nada por él y el poco
afecto que albergaba en su corazón estaba nublado por el encanto que suscitaba
el nuevo pretendiente. Hay gente que dice, cree
y en ocasiones siente que puede
querer con amor romántico a varias
personas al tiempo con igual intensidad, aunque esa solo sea una
envoltura de su vanidad, que sirve para tranquilizar y pulimentar su
ego, pero hay otras como Marisa que en lo profundo del alma solo tienen cabida
para un amor, y es tanto su compromiso y tan alta su entrega a él que una vez
concluye es igual de categórico y no hay manera de revivirlo, ni volviendo de
revés el mundo, porque solo teniendo el terreno baldío puede arar alguien más
en él. Reptando en sus lodos, mi amigo Walter pasó al odio cerrado y cruel pero mal dirigido,
primero hacia el novio a quien decía que iba a matar en cuanto lo viera, y después a todo aquel que hubiera influido según su
excéntrica sospecha en la decisión de abandonarlo; por su cabeza, en lista
negra, pasaron sus suegros, los amigos y amigas de Marisa, los vecinos y sobre
todo los compañeros de estudio, con esa particular manera que tenemos las
personas de buscar culpables en todo el mundo excepto en uno mismo, y con eso
hacer menos duro el afrontar nuestras culpas. Con el rencor le llegó la bebida,
que tiene los brazos dispuestos siempre dispuestos para el apenado, que
sostiene cuando todo lo demás se ha cansado, que acompaña cuando todo lo
restante es abandono, que cobija cuando no queda más que frío en el ánimo y que
escolta cuando todo es soledad; ahí fue que nos reencontramos Walter y yo y nos
hicimos amigos de verdad, yo llevaba algún tiempo de borracho consuetudinario
y, como no frecuentaba la esquina hacía años, me había amigado con los Sanos,
apelativo que siendo francos no los definía, al menos no literalmente, pues
todos bebíamos mucho, y en ese momento Walter más que todos, de manera que
encontré en su despecho una buena oportunidad de acompañar mis bebetas
solitarias y él encontró en mí un oído dispuesto para aguantar sus interminables
peroratas sobre lo puta que es la vida y lo miserable del amor. Aunque éramos
dos borrachos distintos- mientras yo bebía porque anhelaba el recuerdo,
él bebía porque quería el olvido-
, nos convertimos en amigos ebrios e inseparables durante un tiempo brumoso que
después ninguno de los dos recordaba muy bien, pero eso sirvió para que
mantuviéramos la amistad durante toda su vida; así pude conocer la
transformación de Walter, de ser un muchacho borrachín y angustiado a
ser el pastor López, líder de un grupo evangélico
fanático y contumaz que tenía una iglesia de una manzana en el barrio y acogía
cerca de mil feligreses.
Todo empezó en las noches de farra cuando, al terminarnos hasta la última gota de alcohol que podíamos granjearnos, yo me iba quedando dormido en el sofá de su casa y él retornaba a su dolor intenso por la pérdida de Marisa; una vez disipadas las nubes de alcohol con que lograba acallar por momentos las voces y las imágenes horrendas de su cabeza y se quedaba llorando en silencio, dejando que las lágrimas brotaran en raudales sordos que goteaban en el suelo, de un momento a otro se imaginaba a su amada en brazos extraños y se paraba a darle golpes a las paredes con la mano desnuda hasta que sangraba, yo me despertaba y algunas veces lograba contenerlo, otra era su madre quien domaba a veces a la fiera que se desataba en Walter cada que se imaginaba a su amor siendo amada por otro. Doña Virginia que era una señora amable y evangélica que había empezado a serlo cuando su único hijo ya estaba grande, y si bien trató por todos los medios de la persuasión de atraerlo a su nuevo credo, al no conseguirlo lo dejó tranquilo y aprendieron a llevarse bien sin abordar temas álgidos para ambos: la religión de la madre y el noviazgo del hijo con Marisa, quien desde el principio levantó sospechas en la señora por considerarla una mujer brincona y desenvuelta, como debían parecerle a doña Virginia todas las muchachas de esa edad que no estuvieran en su iglesia. Esa precisamente es una de las primeras cosas en las que interviene la religión para conseguir adeptos: insufla un sentimiento de superioridad moral en sus miembros que los hace juzgar a los demás como inferiores por no compartir sus más primarios temores, expresados en bisutería ideológica contra el cuerpo y las libertades civiles. Cuando Walter cayó en desgracia, su madre se limitó a acompañarlo desde sus oraciones a la distancia y a alegrarse en secreto, pues creía, como en efecto aconteció, que ese dolor acercaría a su hijo a la religión si sabía hacer bien el trabajo de engancharlo y mostrarle a Dios como la cura para su mal, o si no, al menos como el auspiciador próvido de su venganza; cada que entraba en una de esas crisis, la madre se le acercaba con firmeza y suavidad a la vez y le decía que no se atormentara más, que después iba a conseguir una buena mujer y quizás terminaría queriéndola más que a esa Marisa, como se refería a ella, y hasta casándose, luego le reprochaba la manera de enfrentar el sentimiento, le decía que le hacía falta Dios y buscar los caminos de la fe, y esto lo decía segura pero sin insistencia, sabiamente, y al no encontrar rebote en el hijo, nos llamaba y nos daba plata para seguir bebiendo, pero con la condición de que yo llamara a mi casa y que tomáramos adentro de la suya bajo su vigilancia, y como en realidad nuestra única intención era atarantarnos, no importaba dónde fuera con tal de seguir dándole al chupe, y su mamá con tal de tenernos patrullados lograba tranquilizarse un poco; supo hacer un trabajo fino, poco a poco fue derribando los diques de indolencia que el hijo le proponía, y este caía cada vez más bajo en su desolación, cuando el alcohol se le hizo insuficiente para el aturdimiento que requería, empezó a meter mariguana y luego perico y pepas y todo lo que le prometiera un mínimo de paz a su afiebrada recordación, hasta que llevó a tanto al extremo el consumo que un día colapsó. Llevábamos bebiendo tres días con sus noches, suspendiendo apenas para tomarnos unas sopas destempladas que su madre dejaba hechas antes de irse para el trabajo o la iglesia, o para tomar una siesta minúscula entre dos borracheras, cuando me desperté en medio de de un cementerio de botellas vacías y regueros de todo tipo y vi a Walter que de un momento a otro dio un grito extraño y cayó convulsionando y volteando los ojos, me invadió el espanto, creí que se estaba muriendo. Después del pasmo primero, logré acercármele y vi que estaba respirando, pero que tenía los ojos de revés y estaba botando un espumarajo de sangre por la boca, torpemente logré levantarlo y mientras lo hice pareció volver en sí, pero estaba desacertado y muy tembloroso, le dije que me lo iba a llevar para el hospital, pero él no lograba hilvanar palabras, entonces como pude lo saqué, tomé un taxi y lo llevé a la Policlínica, en donde, después de atenderlo, le dijeron a su madre, a quien avisé en cuanto pude, que había sufrido un ataque de epilepsia etílica por mezclar drogas con alcohol, el cerebro no aguantó el coctel y se desconectó; le dijeron también que por suerte estaba joven y todo se había saldado con un breve ataque, pero que si seguía así podría darle una embolia, una isquemia o un aneurisma, y cualquiera de los tres era fatal; la madre al escuchar el diagnóstico me miró como increpándome, pero al segundo volvió a cubrir su rostro con el manto de la bondad con que siempre la conocí y apenas me dijo Ay, mijo sí ve, si ustedes siguen así se van a salir matando, mi muchacho al menos tiene la disculpa del desespero por esa muchacha, pero ¿usted?, yo estaba empezando a sentirme amurado y apenas le contesté Sí, señora, usted tiene razón, era todo lo que podía decirle como respuesta. A los dos días salió Walter del hospital sin ninguna secuela física pero con el alma en lo profundo del abismo, se encerró en su casa y no quiso beber más, yo también volví a mi casa y consideré prudente alejarme un tiempo, me daba pena con su madre y con él, además, como él ya no quería beber y yo sí, creía que mi compañía en vez de ayudarle lo agobiaría.
Tiempo después supe que durante esos días su mamá, valiéndose de la culpa del muchacho y de todo su empeño amoroso, logró conquistar el corazón esquivo del hijo y volverlo a su redil, encaminarlo en la ruta que ella creía que lo salvaría; empezó leyéndole salmos y oraciones que interpretaba excéntrica y acomodadamente como le había visto hacer a su pastor, y en una de esas obró el milagro y Walter vio con claridad lo que siempre había estado oscuro: su amor era una prueba y él tendría que superarla, pero también su desamor había sido una afrenta y la cobraría con odio. De verdad abandonó la borrachera, pero quedó palpitando rencor en estado puro, todos los otros síntomas del desafecto se le quitaron con el síncope, salvo el odio, que se mantuvo intacto, un aborrecimiento ciego y agrio, visceral y riguroso contra todo y contra todos, en especial contra Marisa y por extensión contra las mujeres.
Cuando al fín lo visité aún convaleciente me dijo Dejo la bebida, no me pienso matar, no le voy a dar el gusto a esa hija de puta, voy a estar vivo y bien para verla caer; en otras palabras iba a mantenerse vivo para odiarla e iba a hacer de ese sentimiento su proyecto motor en la vida, y encontró en la religión y en su iglesia el conducto más expedito para encaminar su propósito; se aficionó a leer la Biblia, en especial el Viejo testamento, aunque era contrario a lo que su pastor predicaba, que se sustentaba en el Nuevo; a él, el Dios antiguo le encantaba por rencoroso y malvado. Renunció a cualquier contacto con su antigua vida y se entregó por completo a la religión y su iglesia, cambió sus rutinas, se vestía como aconsejaba la doctrina y hablaba ampuloso y alambicado, y aunque no nos veíamos con frecuencia, cuando coincidíamos en una calle me saludaba efusivo y yo le correspondía de igual manera, al parecer yo no había entrado en su lista de renuncias; un tiempo después me lo confesó cuando nos tomábamos un whisky en su nueva casa de un barrio lujoso a la que me invitó el día en que la compró, me dijo que siempre había guardado un grato recuerdo de nuestra amistad y que se consideraba en deuda eterna conmigo por haber estado con él en ese momento tan amargo de su vida y haberlo salvado trasladándolo al hospital. A los seis meses de estar asistiendo regularmente a su iglesia y de ser tenido como un miembro activo de la comunidad de feligreses, el pastor le ofreció ser su ayudante personal, él aceptó de inmediato, alborozado, era el primer escalón en su ascenso hacia lo que consideraba una mejor vida; ya había fraguado en su mente el proyecto maestro con que se cobraría la ofensa que su exnovia le había prodigado, se haría rico y conseguiría por medio de la religión la obediencia y el respeto que le había negado Marisa y, con ella, el mundo entero, de manera que volverse asistente del pastor era un paso de suma importancia y lo mejor que le había pasado desde el abandono de la exnovia, por eso se aplicó con devoción de discípulo a atender a su pastor hasta llegar a adelantarse a sus deseos, ganándose la estima y la confianza irrestricta del líder, aprendió de él los trucos para enganchar gente apelando a sus más oscuros deseos y profundizando en sus esperanzas, dándole largas a lo necesario y resolviendo por encima lo mediato, aderezando esto con discursos enfáticos y una robusta carga de oraciones repetitivas y sofocantes, se mantuvo siempre atendiendo a su pastor, copiándoles sus gestos y asumiendo sus maneras, logrando así un nombre y un estatus en su comunidad; la gente de su fraternidad lo miraba con admiración por ser el alumno dilecto, y con respeto por ser una copia creíble del ministro, por eso cuando este último quiso expandir sus dominios y mandó a construir una sede de la iglesia de una hectárea en un barrio central, tan grande que hasta Dios sería difícil de encontrar y tan lujosa que al Espíritu Santo se le prohibiría hacer un nido, en donde atendería con holgura a una grey siempre en crecimiento, dejó la habitual sede del barrio en manos de su más entusiasta colaborador, y fue así como a los dos años de haber empezado a frecuentar la iglesia, Walter se volvió el pastor López, y comenzando un ministerio plagado de artificios, corrupciones, latrocinios y odios de todo tipo.
Durante ese tiempo nuestros encuentros fueron esporádicos pero amables, y a diferencia del resto de la barra de los Sanos - que le había cogido la mala por santurrón y decían que se había vuelto muy creído y que los saludaba como si fuera de la mejor familia, lo cual era cierto, pues desde que era pastor, y pese a que la gente se burlaba porque su título y su apellido recordaban a un cantante de música tropical, él caminaba por el barrio como perdonando al aire por darle de lleno en su mentón erguido- conmigo mantuvo no solo una buena amistad, sino que de un tiempo en adelante nos frecuentamos mucho y siempre fue igual que cuando bebíamos, incluso conmigo se permitía, según él, el placer culposo de un par de whiskies; en esas charlas hablaba sin recelo de sus acciones, pues entendía que yo estaba en desacuerdo con casi todo lo que hacía en su nueva vida no lo juzgaba, y, más importante que eso, no le representaba ningún peligro, creo que en el fondo él sabía que a pesar del dinero y del poder que había conquistado seguía siendo el mismo muchacho de barrio que se había enamorado y había perdido, que alguna vez tuvo otras ilusiones distintas a las de engatusar crédulos con engañifas retóricas y yo quizás le recordaba esa época "feliz" . Yo nunca creí en su transformación ni en su Dios, y él nunca me quiso incluir en sus planes; teníamos una relación buena y formal en la que primaba el afecto por encima de cualquier filiación, las cuales, además, encontrábamos insuficientes para demeritar nuestra amistad y enturbiar el recuerdo del padecimiento conjunto, pues nada une más a dos personas que haber sufrido juntas. Algún día en su casa, tomándonos unos whiskies, después de gastarse tratando de explicarme que su misión con la gente era prepararlos para una vida mejor en este mundo y sobre todo en el otro, como notaba mi incredulidad, cosa que manifestaba en una sonrisa socarrona con la que remataba cada una de sus afirmaciones, terminó por reírse y preguntarme con un tono que los dos identificamos como una afirmación Vos no me creés ni una mierda ¿cierto? yo no aguanté más el fingimiento y por toda respuesta solté una estruendosa carcajada que me hizo esputar el trago que tenía en la boca, y que Walter ripostó con otra de igual tenor, nos desternillamos como orates durante un par de minutos al cabo de los cuales, sirviendo otro trago me dijo De verdad, guevón ¿ Vos qué pensás de esto? Yo tomándome el Whisky le dije hermano, yo creo que es un timo, pero tus seguidores no, y yo no te juzgo ni me meto en eso, cada persona busca el engaño que mejor le parezca, yo por ejemplo busco aturdirme con trago, y aunque sé que también es un ardid lo sigo haciendo, ellos creen en Dios y que vos sos su representante, una suerte de intermediario que les lleva sus recados; la verdad, todo el mundo necesita una ilusión, y considero que vos sabés vendérselas, es una transacción como cualquiera, como la de un banco o un almacén de cadena, solo que vos vendés espiritualidad, y tal vez esperanza, mientras que Flamingo vende muebles, pero es la misma vaina, y más a los viejos, la gente a medida que envejece se vuelve más creyente, debe ser la cercanía de la muerte que los hace sentir que la vida es corta y miserable y necesitan afianzar la ínfiima gota de esperanza que les queda en la posibilidad de otra oportunidad después de muertos, pues lo contrario sería reconocer su fracaso y enfrentar su podre moral y física como la única recompensa por la vida baladí, falaz y absurda que han llevado, lo mismo nosotros: que seamos conscientes que optamos por el engaño no nos exime de la frivolidad y el despropósito de la vida, la única diferencia de pronto es que nosotros nos estamos desengañando de la existencia en vida, y ellos lo harán cuando mueran y lleguen al vacío perpetuo, a la nada impoluta y eterna, ahí si la van a ver negra, vos te imaginás la desilusión, aunque creo que si bien vos tenés tus trucos de venta que sabés aplicar ellos también se ayudan, se engañan solitos prefieren creer en un disparate que heredaron y nunca cuestionaron qué hacer por mejorarse como seres humanos; es la pereza de pensar, vos pensás por ellos y les decís qué tienen que hacer y ellos obedecen, a la gente le encanta que le digan lo que tienen que hacer, cómo vestirse, qué música escuchar, qué comer y hasta cómo y cuándo dormir, son felices obedeciendo, siendo esclavos; entonces parcero te lo digo, porque me lo preguntaste, no creo que pensés en su salvación sino en la tuya, y lo asumís como un trabajo y como todo trabajo se cobra, solo que en este caso vos te ponés el sueldo y lo mejor es que nunca te van a despedir porque clientes siempre va a haber, hay más desesperados en el mundo que arenas en el mar, vos vendés una falsa calma para ese desespero, pero calma al fin, vos le ponés un moño a sus nadas y se las vendés como si fueran todos, y no solo sos vos, la religión ha hecho eso desde que existe, es decir, desde que el mundo es tal, desde la anciana noche en que un hombre primitivo tuvo el primer miedo a la oscuridad y a la muerte y se inventó un sitio luminoso y bueno en su mente para poder dormir, lo fue amoblando y dándole forma para luego transmitírselo a otros miedosos como él y vio que con ese cuento se calmaban y que él en compañía no sentía miedo, y supo ahí que tenía un poder, empezó a ejercerlo y a sacar rédito de él; en última instancia, solo son unos buenos narradores de historias, unos buenos actores que cobran por la función. Walter se quedó en silencio y pude notar en su gesto que mis palabras le habían movido algo adentro, pero no supe descifrar si le molestaban o lo increparon, porque inmediatamente compuso su faz y sonriendo como si habláramos de cualquier trivialidad me dijo Uy marica qué discurso, parece que el pastor fueras vos, mejor bebamos y contame de tu mamá, desviando el tema hacia terrenos menos pantanosos en donde los dos nos moviéramos con idéntica holgura y ninguno pudiera hundir al otro, como el del afecto que era justamente lo que nos mantenía unidos pese a nuestras palpables diferencias. Su vida iba en ascenso económico y social, la gente le creía y lo quería, o lo que es lo mismo para su propósito, lo respetaban y le temían, sin embargo, mantenía una rabia mala adentro que lograba disimular en su iglesia y con los particulares, pero que afloraba en cuanto saltaba a la conversación el nombre de su exnovia; con solo nombrarla se le afilaba la mirada y le brotaban palabras vinagres y teñidas de inquina, lo que denunciaba que, por más cortapisas y enjundias que se inventara o se pusiera, en realidad seguía tan enamorado de ella como en el momento en que lo había abandonado y su punto de quiebre llegó el día en que Marisa se iba a casar con un alemán que conoció en un paseo. Un viernes a eso de las cuatro de la tarde sonó el teléfono de la casa y al atenderlo me encontré con la voz de Walter que desde el otro lado de la línea reclamaba mi presencia imperiosamente, me comunicó la noticia en medio de llantos y furias torvas. Cuando llegué a mi casa estaba medio ebrio tomando cuba libre y llorando, ni siquiera me saludó, de entrada me dijo Mucha malparida interesada esa, se va a casar con un hijueputa gamín ahí, extranjero el malparido. Traté de calmarlo y me puse a beber con él, las dos primeras horas fueron de improperios y llanto, al cabo de las cuales recuperó un poco la compostura y pudimos hablar con algo más de tranquilidad, me dijo ya muy borracho que no había dejado de extrañarla ni un solo día, que por más esfuerzos que hiciera no podía dejar de pensarla, ese amor lo superaba y enterarse de que se iba a casar lo tenía mal, con eso si se le acababa la última gota de esperanza de reconquistarla que lo tenía activo y con ganas de conseguir más plata y más cosas, porque él sospechó desde el principio que ella lo había dejado por arrastrado y al final era así, que además que ella se iba a casar con el extranjero ese por interés, por plata y un montón de argumentos de similar calidad en los que siempre se excluía él como persona, novio, amante, o simplemente con el motivo de la desidia de ella, cuando todo hacía pensar en un desgaste natural de una relación juvenil, pero él se empecinaba a ver lo que para cualquier otro hubiera sido claro, que en la vida el amor se acaba, que nada ni nadie es suficiente para ser eterno y menos un amor adolescente; ella había llegado al punto de agobio al que todos los amantes tarde o temprano llegan y empezó a encontrar intereses distintos a los de él y estos le trajeron nuevas sensaciones, deleites desconocidos y aventuras veladas, y con esto, novedosos amores, a los que llegado su momento, también les tocaría su fin, pero para Walter nada de esto era real, en la mente solo estaban sus argumentos y lo demás era arar en el mar, de manera que al percibir su terquedad y empecinamiento teórico decidí hacer lo único que puede hacer un amigo ante una situación tal: acompañarlo en silencio y beber con él. La mañana nos cogió argumentando en bucle sobre el mismo tema hasta que por la borrachera nos venció el sueño. Al despertar me encontré con un hombre distinto, en sano juicio, recién bañado y hasta jovial, nada que ver con el guiñapo astroso de la noche anterior, sin embargo en su mirada se había terminado de instalar algo artero, maligno, vil, que acompasaba con su sonrisa algo taimada y contraída. Nos sentamos a desayunar y sin poder probar bocado me fui tomando solamente un jugo de naranja huérfano de vodka, mientras él me decía: Qué pena, hermano, toda la lora que le di anoche, uno borracho sí es mucha güeva, le dije Fresco, no fue nada, para eso estamos los amigos, entonces, algo desconcertado con su actitud cordial y satisfecha le pregunté ¿ Qué pensás hacer? Él mirándome sorprendido me contestó a su vez con una pregunta ¿ Hacer de qué? ¿ O con qué? le dije de inmediato y con gesto de obviedad Pues, con el matrimonio de Marisa, él dejó ver por una milésima de segundo una molestia idéntica a la de la noche anterior, pero ahí mismo corrigió el gesto y me respondió sonriendo con sobradez como si no le afectara y como si no estuviera hablando con el tipo que le aguantó la monserga y el llanto durante toda la noche Pues qué voy a hacer, nada, desearles a ella y su esposo toda la suerte del mundo, y encomendarlos a Dios para que los proteja y ayude, lo miré confundido y no dije nada, él no cambió su gesto arrogante y empezó a moverse hacia el lavaplatos diciendo que se nos hacía tarde para una cita que tenía, qué donde me dejaba, no quise ahondar en el tema porque estaba muy maluco por el guayabo y porque entendí que la mejor manera de vencer su pena y de limpiar su orgullo maltrecho era hacer de cuenta que nada había pasado la noche anterior y que nada pasaba en su vida; hay quienes negándose las cosas logran mantener su posición frente a sí mismos y disfrazan con jactancia sus quiebras interiores, para que el exterior no sospeche sus ruinas, se empañetan de altanería y sobriedad, lo que les basta para resguardarse de sí mismos y de los demás convirtiendo en vanidad todos sus miedos.
Me enteré después de que, a partir de ese momento, en su iglesia encendió aún más su discurso ya de por sí telúrico y fogoso, convirtiéndose en un vigilante moral de todos pero en especial de las mujeres de su feligresía, que no es que en realidad le importaran un carajo sus comportamientos, sino que de alguna manera velada quería cobrarse genéricamente su ofensa, cobrarse en la mujer sustantivo la afrenta que según él le debía la mujer objetivo, se volvió cáustico en sus sermones, en los que invitaba a las damas de su congregación a ser serviles y sumisas, pues abominaba cualquier tipo de poder o empoderamiento de género, llegó incluso a ordenarles cómo vestirse y motilarse, según lo que él consideraba adecuado, que no era otra cosa distinta a imitar la imagen y apariencia de su exnovia, y así pronto tuvo una cáfila de clones de Marisa, en las que intentó destruir lo que en ella no pudo: su ímpetu, su sustancia y amor propio, las fue moldeando para que obedecieran a sus caprichos y pretensiones y fue cerniendo sobre ellas un manto de dependencia total de él a través de un discurso fuerte y persuasivo adobado con detalles puntuales y reconocimientos públicos de sus bondades y esfuerzos, hasta que las tuvo a su completa merced y disposición; se aplicó a recoger en serio lo que sentía como un reembolso de la vida por su sufrimiento en torno a la mujer.
La primera de sus seguidoras con las que se acostó fue Marta, una chica de dieciocho años venida de un pueblo, y que arribó a su iglesia de la mano de su padre un devoto en toda ley, que vio con muy buenos ojos como el pastor prefería a su hija sobre otras aspirantes. Una tarde de agosto el pastor le pidió a la chica que fuera a la iglesia tres horas antes de la ceremonia de la noche para que le ayudara con unos quehaceres, y cuando la tuvo a solas en la oficina la atrajo hacia sí con dulzuras impostadas y proselitismo místico y devocional, diciéndole que Dios estaba mirando con buenos ojos su unión, que era el paso necesario para conquistar su beneplácito; la muchacha alienada por la retórica fácil y acomodada a lo habilitado en su cabeza por años de visitar iglesias y escuchar a sus padres avalar la palabra de los pastores, terminó cediendo con algo de aprensión a los deseos del hombre que acabó de convencerla rezándole al oído mientras la besaba en el cuello y le acechaba el cuerpo, apenas terminó la cópula difícil y torpe por la doncellez de la mujer, sintió un asco premonitorio y le pidió a la joven que se fuera y que no volviera a la ceremonia de esa noche, ella salió adolorida y sumisa y él se quedó en su oficina, sin camisa, rumiando su triunfo que no sabía bien por qué traía el regusto de una derrota. El mal sabor se le quitó después de un par de whiskies que pusieron en orden su mente y limaron los bordes de culpa que se estuvieran asomando a su pérfido cerebro, salió a oficiar la ceremonia y nunca más volvió a sentir eso en la larga procesión de asedios en la que convirtió su vida, aunque siempre recordaría esa primera vez como algo sucio y repulsivo, pero a pesar de eso, cada semana se valía de un truco similar para atraer a alguna de sus seguidoras con un récord parejo de éxitos, hasta que repasó a todas las mujeres vírgenes y menores de veinte años de su congregación, más una que otra joven casada,