Buscar este blog

lunes, 26 de agosto de 2024

Capítulo Décimo El Pastor López


10. El  pastor  López 

Walter no fue el pastor López toda la vida, antes cargaba con su nombre de pila a cuestas y su falta de fe intacta, y con ellos iba adonde lo llevaba la vida; era otro de los Sanos, un muchacho tranquilo que un día después de transitar sin novedad la adolescencia incierta de un barrio como el nuestro, se enamoró de una muchacha de su misma edad y condición social llamada Marisa: Fueron el primer amor el uno del otro y juntos encontraron las mieles del afecto, los abismos del deseo y la proyección temprana de una vida unidos, pero como todo se desgasta o se corrompe, un día,  después de cinco años de noviazgo y  una acumulación de planes conjuntos, la muchacha, que había ingresado a estudiar Enfermería en la universidad se enamoró de un compañero de clase y abandonó rotunda e irreconciliablemente a  Walter, dejándolo sumido en el más absoluto despecho y la más astrosa ruina afectiva.

El amor es perro a veces y, después de mostrarnos su dulzura sin par durante un  largo  tiempo, instala de un momento a otro su corrosión mortal, sin aviso, sin retorno y sin que podamos entender su tránsito de un estado al otro, porque los síntomas estaban disfrazados de connivencia cotidiana y solo aparecieron como tales cuando ya eran enfermedad incurable. Walter quedó deshecho e hizo el largo y sinuoso periplo del desquerido: la buscó y le prometió mejorías de todo tipo, desatrasos económicos, correcciones de genio, rehabilitaciones románticas, abandonos de familia y amistades y hasta recomposiciones físicas, cualquier cosa con tal de retenerla a  su lado, y en el colmo de su desesperación le propuso matrimonio, pero la mujer se mantuvo impertérrita y displicente frente a los envites del sufrido muchacho; en su  haber ya no sentía casi nada por él y el poco afecto que albergaba en su corazón estaba nublado por el encanto que suscitaba el nuevo pretendiente. Hay gente que dice, cree  y  en ocasiones siente que puede querer con amor romántico  a varias personas al tiempo con igual intensidad, aunque esa solo sea  una  envoltura de su vanidad, que sirve para tranquilizar y pulimentar su ego, pero hay otras como Marisa que en lo profundo del alma solo tienen cabida para un amor, y es tanto su compromiso y tan alta su entrega a él que una vez concluye es igual de categórico y no hay manera de revivirlo, ni volviendo de revés el mundo, porque solo teniendo el terreno baldío puede arar alguien más en él. Reptando en sus lodos, mi amigo Walter pasó al  odio cerrado y cruel pero mal dirigido, primero hacia el novio a quien decía que iba a matar en cuanto  lo viera, y después a  todo aquel que hubiera influido según su excéntrica sospecha en la decisión de abandonarlo; por su cabeza, en lista negra, pasaron sus suegros, los amigos y amigas de Marisa, los vecinos y sobre todo los compañeros de estudio, con esa particular manera que tenemos las personas de buscar culpables en todo el mundo excepto en uno mismo, y con eso hacer menos duro el afrontar nuestras culpas. Con el rencor le llegó la bebida, que tiene los brazos dispuestos siempre dispuestos para el apenado, que sostiene cuando todo lo demás se ha cansado, que acompaña cuando todo lo restante es abandono, que cobija cuando no queda más que frío en el ánimo y que escolta cuando todo es soledad; ahí fue que nos reencontramos Walter y yo y nos hicimos amigos de verdad, yo llevaba algún tiempo de borracho consuetudinario y, como no frecuentaba la esquina hacía años, me había amigado con los Sanos, apelativo que siendo francos no los definía, al menos no literalmente, pues todos bebíamos mucho, y en ese momento Walter más que todos, de manera que encontré en su despecho una buena oportunidad de acompañar mis bebetas solitarias y él encontró en mí un oído dispuesto para aguantar sus interminables peroratas sobre lo puta que es la vida y lo miserable del amor. Aunque éramos dos borrachos distintos- mientras yo bebía porque anhelaba  el recuerdo,  él  bebía porque quería el olvido- , nos convertimos en amigos ebrios e inseparables durante un tiempo brumoso que después ninguno de los dos recordaba muy bien, pero eso sirvió para que mantuviéramos la  amistad  durante toda su vida; así pude conocer la transformación de Walter, de ser un muchacho borrachín  y  angustiado a  ser  el  pastor López, líder de un grupo evangélico fanático y contumaz que tenía una iglesia de una manzana en el barrio y acogía cerca de mil feligreses.

Todo empezó en las noches de farra cuando, al terminarnos hasta la última gota de alcohol que podíamos granjearnos, yo me iba quedando dormido en el sofá de su casa y él retornaba a su dolor intenso por la pérdida de Marisa; una vez disipadas las nubes de alcohol con que lograba acallar por momentos  las voces y las  imágenes  horrendas de  su cabeza y se quedaba llorando en silencio, dejando que las lágrimas brotaran en raudales sordos que goteaban en el suelo, de un momento a otro se imaginaba a  su  amada en brazos extraños y se paraba a darle golpes a  las  paredes con la mano desnuda hasta que sangraba, yo me despertaba y algunas veces lograba contenerlo, otra era su madre quien domaba a veces a la fiera que se desataba en Walter cada que se imaginaba a su amor siendo amada por otro. Doña Virginia que era una señora  amable y evangélica que había empezado a serlo cuando su único hijo ya estaba grande, y si bien trató por todos los medios de la persuasión de atraerlo a su nuevo credo, al no conseguirlo lo dejó tranquilo y aprendieron a llevarse bien sin abordar temas álgidos para ambos: la religión de la madre y el noviazgo del  hijo con Marisa, quien desde el principio levantó sospechas en  la  señora por considerarla una mujer brincona y desenvuelta, como debían parecerle a doña Virginia todas  las  muchachas de esa edad que no estuvieran en su iglesia. Esa precisamente es una de las primeras cosas en las que interviene la religión para conseguir adeptos: insufla un sentimiento de superioridad moral en sus miembros que los hace juzgar a los demás como inferiores por no compartir sus más primarios temores, expresados en bisutería ideológica contra el cuerpo y  las  libertades civiles. Cuando Walter cayó en desgracia, su madre se limitó a acompañarlo desde sus oraciones a la distancia y a alegrarse en secreto, pues creía,  como en efecto aconteció, que ese dolor acercaría a su hijo a la religión si sabía hacer bien el  trabajo de engancharlo y mostrarle a Dios como la cura para su mal, o si  no, al  menos como el auspiciador próvido de su venganza; cada que entraba en una de esas crisis, la madre se le acercaba con firmeza  y  suavidad  a   la  vez  y  le decía que no se atormentara más, que después iba a conseguir una buena mujer y quizás terminaría queriéndola más que a  esa  Marisa, como se refería a  ella, y  hasta casándose, luego le reprochaba la manera de enfrentar el sentimiento, le decía que le hacía falta Dios y buscar los caminos de la fe, y esto lo decía segura pero sin insistencia, sabiamente,  y al no encontrar rebote en el hijo, nos llamaba y nos daba plata para seguir bebiendo, pero con la condición de que yo llamara a mi casa y que tomáramos adentro de la suya bajo su vigilancia, y como en realidad nuestra única intención era atarantarnos, no importaba dónde fuera con tal de seguir dándole al chupe, y su mamá con tal de tenernos patrullados lograba  tranquilizarse  un  poco; supo hacer un  trabajo fino, poco a poco fue derribando los diques de indolencia que el  hijo le   proponía, y este caía cada vez más bajo en su desolación, cuando el alcohol se le hizo insuficiente para el aturdimiento que requería, empezó a meter mariguana y  luego perico y pepas y todo lo que le prometiera un mínimo de paz a su afiebrada recordación, hasta que llevó a tanto al extremo el consumo que un día colapsó. Llevábamos bebiendo tres días con sus noches, suspendiendo apenas para tomarnos unas sopas destempladas que su madre dejaba hechas antes de irse para el  trabajo o  la  iglesia, o para tomar una siesta minúscula entre dos borracheras, cuando me desperté en medio de de un cementerio de botellas vacías y regueros de todo tipo y vi a Walter que de un momento a otro dio un grito extraño y cayó convulsionando y volteando los ojos, me invadió el espanto, creí que se estaba muriendo. Después del pasmo primero, logré acercármele y vi que estaba respirando, pero que tenía los ojos de  revés y estaba botando un espumarajo de sangre por la boca, torpemente logré levantarlo y mientras lo hice pareció volver en sí, pero estaba desacertado y muy tembloroso, le dije que me lo iba a llevar para el hospital, pero él  no lograba hilvanar palabras, entonces como pude lo saqué, tomé un taxi  y  lo  llevé a  la  Policlínica, en donde, después de atenderlo, le  dijeron  a  su  madre, a quien avisé en cuanto pude,  que  había sufrido un ataque de epilepsia etílica por mezclar drogas con alcohol, el cerebro no aguantó el coctel y se desconectó; le dijeron también que por suerte estaba joven y todo se había saldado con un breve ataque, pero que si seguía así podría darle una embolia, una isquemia o un aneurisma, y cualquiera de los tres era fatal; la madre al escuchar el diagnóstico me miró como increpándome, pero al segundo volvió a cubrir su rostro con el manto de la bondad con que siempre la conocí y apenas me dijo Ay, mijo sí  ve, si ustedes siguen así se van a salir matando, mi muchacho al menos tiene la disculpa del desespero por esa muchacha, pero ¿usted?, yo estaba empezando a sentirme amurado y apenas le contesté Sí, señora, usted tiene razón, era todo lo que podía decirle como respuesta. A los dos días  salió  Walter  del  hospital sin ninguna secuela física pero con el alma en lo profundo del  abismo, se encerró en su casa y no quiso beber más, yo  también  volví  a  mi   casa  y  consideré  prudente  alejarme un tiempo, me daba pena con  su  madre  y  con  él, además, como él  ya   no  quería  beber  y  yo  sí, creía que  mi  compañía  en  vez de ayudarle lo agobiaría. 
Tiempo después supe que durante esos días su  mamá,  valiéndose de  la  culpa del  muchacho y de todo su empeño amoroso, logró conquistar el corazón esquivo del   hijo  y volverlo a  su   redil, encaminarlo en  la  ruta  que  ella creía que  lo salvaría; empezó leyéndole  salmos  y  oraciones que interpretaba excéntrica y acomodadamente como le había visto  hacer  a  su  pastor, y  en  una  de  esas obró  el   milagro y Walter vio con claridad lo que siempre había estado oscuro: su amor era una prueba  y  él  tendría  que  superarla, pero también  su  desamor  había  sido  una  afrenta  y  la  cobraría  con  odio. De verdad abandonó la borrachera, pero quedó palpitando rencor en estado puro, todos los otros síntomas del desafecto se  le  quitaron con  el  síncope, salvo el odio, que  se  mantuvo  intacto, un  aborrecimiento ciego  y  agrio, visceral  y  riguroso contra  todo y  contra  todos, en especial contra Marisa  y  por  extensión  contra   las  mujeres.
Cuando al  fín  lo visité  aún  convaleciente me dijo Dejo la bebida, no me pienso matar, no le voy a dar  el  gusto a  esa  hija  de  puta, voy  a  estar  vivo  y  bien  para  verla  caer;  en otras palabras  iba  a  mantenerse  vivo para odiarla  e  iba a  hacer de  ese  sentimiento su proyecto motor en  la vida, y encontró en  la  religión y en su  iglesia  el conducto más expedito para  encaminar  su  propósito; se  aficionó a  leer  la  Biblia, en especial el Viejo testamento, aunque era contrario a  lo  que  su  pastor  predicaba, que se sustentaba en el Nuevo; a él, el  Dios antiguo  le  encantaba  por  rencoroso  y  malvado. Renunció a cualquier contacto con su antigua vida y se entregó por completo a  la  religión  y   su  iglesia, cambió sus rutinas, se vestía como aconsejaba  la  doctrina  y   hablaba  ampuloso  y  alambicado, y aunque  no  nos  veíamos  con  frecuencia, cuando coincidíamos en una calle me saludaba efusivo y  yo  le  correspondía  de  igual  manera, al  parecer  yo  no había entrado en su lista de renuncias; un tiempo después me lo confesó cuando nos tomábamos un whisky en su nueva casa de un barrio lujoso a  la  que  me  invitó el  día  en  que  la  compró, me dijo que siempre había guardado un  grato  recuerdo de nuestra amistad  y que se consideraba en deuda eterna conmigo por  haber  estado con  él  en  ese  momento  tan  amargo de  su  vida y  haberlo salvado trasladándolo al  hospital. A  los  seis  meses de estar asistiendo regularmente a  su  iglesia  y de  ser  tenido como  un  miembro  activo de  la  comunidad de feligreses, el  pastor  le  ofreció  ser  su  ayudante  personal, él  aceptó de inmediato, alborozado, era  el  primer escalón  en  su  ascenso hacia lo que consideraba una mejor vida; ya  había  fraguado  en  su  mente  el  proyecto  maestro con que se cobraría la ofensa que su exnovia  le  había  prodigado, se  haría  rico  y  conseguiría  por  medio de  la  religión  la obediencia  y  el  respeto  que  le  había  negado  Marisa y, con ella, el mundo entero, de manera que volverse  asistente  del  pastor  era un paso de  suma importancia  y  lo mejor que le  había  pasado desde el  abandono de  la  exnovia, por eso se aplicó con devoción de discípulo a atender a  su  pastor hasta llegar a adelantarse a sus deseos, ganándose  la  estima y  la  confianza  irrestricta  del   líder, aprendió  de  él   los  trucos para enganchar gente apelando a sus  más oscuros deseos y profundizando en  sus esperanzas, dándole largas a lo necesario  y   resolviendo  por  encima  lo  mediato, aderezando esto con discursos  enfáticos  y  una  robusta carga de oraciones repetitivas  y  sofocantes, se  mantuvo siempre  atendiendo a  su  pastor, copiándoles sus gestos  y  asumiendo  sus  maneras, logrando así un nombre y  un  estatus en  su  comunidad; la gente de su fraternidad  lo  miraba  con  admiración  por  ser  el  alumno dilecto, y con respeto por ser una copia creíble  del  ministro, por eso cuando este último quiso expandir sus dominios y mandó a construir una sede de la iglesia de una hectárea en un barrio central, tan grande que hasta Dios sería difícil de encontrar y tan lujosa que al  Espíritu Santo se  le   prohibiría  hacer  un  nido, en donde atendería con holgura a una grey siempre en crecimiento, dejó la habitual sede del  barrio  en  manos  de su  más entusiasta colaborador, y fue así como a los dos años de haber empezado a  frecuentar  la  iglesia,  Walter se volvió el  pastor  López, y comenzando un ministerio plagado de artificios, corrupciones, latrocinios y odios de todo tipo. 

Durante ese tiempo nuestros encuentros fueron esporádicos pero amables, y a diferencia del resto de la barra de los Sanos - que le había cogido la  mala por  santurrón  y decían que se  había  vuelto  muy  creído y que los saludaba como si   fuera  de  la  mejor  familia, lo cual era cierto, pues desde que  era  pastor,  y pese a que la  gente  se  burlaba porque su título y  su  apellido recordaban a un cantante de música tropical, él caminaba por el  barrio como perdonando al  aire  por  darle de  lleno en  su  mentón erguido- conmigo mantuvo no solo una buena amistad, sino que de  un  tiempo  en  adelante  nos  frecuentamos mucho y siempre fue igual que cuando bebíamos, incluso conmigo se permitía, según  él,  el  placer  culposo de  un  par de whiskies; en esas charlas hablaba  sin  recelo de sus acciones, pues entendía que yo estaba en desacuerdo con casi todo lo que hacía en su nueva vida no lo juzgaba, y, más importante que eso, no le representaba ningún peligro, creo que en el fondo él  sabía que a pesar del dinero  y  del  poder que había conquistado seguía siendo el mismo muchacho de barrio que  se  había enamorado y  había  perdido, que alguna vez tuvo otras ilusiones distintas a las de engatusar crédulos con engañifas retóricas y yo quizás le recordaba esa época "feliz" . Yo nunca creí en su  transformación  ni  en  su  Dios, y  él  nunca  me quiso incluir  en  sus  planes; teníamos una relación buena y formal en la que primaba el afecto por encima de cualquier filiación, las cuales, además, encontrábamos insuficientes  para  demeritar nuestra  amistad  y  enturbiar el recuerdo del  padecimiento conjunto, pues nada une más a dos personas que haber sufrido juntas. Algún día  en  su  casa, tomándonos unos whiskies, después de gastarse tratando de explicarme que  su  misión con  la  gente  era  prepararlos  para  una  vida  mejor en este  mundo y sobre todo en el otro, como notaba  mi  incredulidad, cosa que manifestaba en una sonrisa socarrona con  la que remataba cada una de sus afirmaciones, terminó por  reírse  y  preguntarme con un tono que los dos identificamos como una afirmación  Vos no me creés  ni  una mierda  ¿cierto? yo no aguanté más el fingimiento y  por  toda respuesta solté una estruendosa carcajada que me hizo esputar el trago que tenía en la boca, y que Walter ripostó con otra  de igual  tenor, nos desternillamos como orates durante un par de minutos al cabo de los cuales, sirviendo otro trago me dijo De verdad,  guevón  ¿ Vos qué  pensás de  esto?  Yo tomándome el Whisky le dije hermano, yo creo que es un timo, pero  tus  seguidores  no, y yo no te juzgo ni me meto en eso, cada persona busca el engaño que mejor le parezca, yo por ejemplo busco aturdirme con trago, y aunque sé  que también es un ardid  lo sigo haciendo, ellos creen en Dios y que vos sos su representante, una suerte de intermediario que les lleva sus recados; la verdad, todo el mundo necesita una ilusión, y considero que vos sabés vendérselas, es una transacción como cualquiera, como la de un banco o un almacén de cadena, solo que vos vendés espiritualidad, y  tal  vez  esperanza, mientras que Flamingo vende muebles, pero es  la misma vaina, y más a los viejos, la gente a medida que envejece se vuelve más creyente, debe ser  la cercanía de  la muerte que los hace sentir que  la  vida  es  corta y miserable y necesitan afianzar la ínfiima gota de esperanza que les queda en la posibilidad  de otra oportunidad después de muertos, pues lo contrario sería  reconocer  su  fracaso y enfrentar   su  podre  moral  y física  como  la  única  recompensa por la  vida  baladí, falaz  y absurda que han llevado, lo mismo nosotros: que  seamos conscientes  que optamos por  el  engaño no nos exime de  la  frivolidad  y  el  despropósito de  la  vida, la única diferencia de  pronto es que  nosotros nos estamos desengañando de  la existencia en vida, y  ellos  lo  harán cuando mueran y lleguen al  vacío perpetuo, a  la  nada  impoluta  y  eterna, ahí  si  la  van  a  ver  negra,  vos  te  imaginás  la  desilusión, aunque creo que  si  bien vos  tenés tus  trucos de venta que sabés aplicar ellos también se ayudan, se engañan solitos prefieren creer en un disparate que  heredaron  y  nunca  cuestionaron qué  hacer por mejorarse como seres humanos; es la pereza de pensar, vos pensás por ellos  y  les decís qué tienen que  hacer y ellos obedecen, a la gente le encanta que le digan lo que tienen que  hacer, cómo vestirse, qué música escuchar, qué comer y hasta cómo y cuándo dormir, son felices obedeciendo, siendo esclavos; entonces parcero te  lo digo, porque  me  lo  preguntaste, no creo que  pensés en su salvación sino en la tuya, y lo asumís como un trabajo y como  todo trabajo se cobra, solo que en este caso vos te ponés el sueldo y lo mejor es que nunca te van a despedir porque clientes siempre va a haber, hay más desesperados en el mundo que arenas en  el  mar, vos  vendés  una  falsa calma para ese desespero, pero calma  al  fin,  vos le ponés un moño a sus nadas y se las vendés como si fueran todos, y no solo sos vos, la  religión ha hecho eso desde que existe, es decir, desde que el mundo es tal, desde la anciana noche en que un hombre primitivo tuvo el primer miedo a la oscuridad y a  la  muerte y se inventó un sitio luminoso y  bueno  en  su  mente  para  poder  dormir, lo fue amoblando y dándole forma para luego transmitírselo a otros miedosos como él  y vio que con ese cuento se calmaban y que él en compañía no sentía miedo, y supo ahí que tenía un poder, empezó a ejercerlo y a sacar rédito de él; en  última instancia, solo son unos buenos narradores de historias, unos buenos actores que cobran por la función. Walter se quedó en silencio y pude notar en su  gesto  que mis palabras le habían movido algo  adentro, pero no supe descifrar si  le  molestaban o lo increparon,  porque inmediatamente compuso su  faz  y sonriendo como si habláramos de cualquier trivialidad me dijo  Uy marica qué discurso, parece que el pastor fueras vos, mejor bebamos y  contame de tu mamá, desviando el tema hacia terrenos menos pantanosos en donde los dos nos moviéramos con idéntica holgura y ninguno pudiera hundir al otro, como el del  afecto que  era  justamente lo que  nos mantenía  unidos  pese  a  nuestras  palpables  diferencias. Su vida iba en ascenso económico y social, la gente  le  creía  y  lo quería, o lo que es  lo  mismo para su propósito, lo  respetaban  y   le  temían, sin embargo, mantenía una rabia mala adentro que lograba disimular en  su  iglesia  y  con  los  particulares, pero que afloraba en cuanto saltaba a la conversación el nombre de su exnovia; con solo nombrarla se  le  afilaba  la  mirada  y   le  brotaban  palabras  vinagres  y   teñidas de inquina, lo que  denunciaba que, por más cortapisas  y  enjundias  que  se   inventara  o  se   pusiera, en realidad seguía  tan  enamorado  de  ella  como  en   el  momento  en  que lo había abandonado y su punto de quiebre  llegó el  día  en  que  Marisa se  iba  a  casar  con  un alemán  que  conoció en  un  paseo. Un viernes a eso de  las  cuatro  de  la  tarde  sonó  el  teléfono  de  la  casa  y  al  atenderlo me encontré con la voz de Walter que desde  el otro lado de  la  línea  reclamaba  mi  presencia imperiosamente, me comunicó la noticia en medio de  llantos  y  furias  torvas. Cuando llegué a  mi  casa  estaba  medio  ebrio tomando cuba libre y llorando, ni   siquiera  me  saludó, de entrada  me  dijo  Mucha  malparida  interesada  esa, se  va  a casar con un  hijueputa  gamín  ahí, extranjero el  malparido. Traté  de  calmarlo  y  me  puse  a  beber  con  él, las  dos  primeras  horas  fueron  de  improperios  y  llanto,   al cabo de las cuales recuperó  un  poco  la  compostura y pudimos hablar con algo más de tranquilidad, me  dijo  ya  muy  borracho que no había dejado de extrañarla ni un solo día, que por más esfuerzos que hiciera no podía dejar de pensarla, ese amor lo superaba y enterarse de  que  se  iba  a  casar  lo tenía  mal, con eso si se le acababa  la  última  gota  de  esperanza de reconquistarla que  lo  tenía  activo  y con ganas de  conseguir  más  plata  y  más  cosas, porque él sospechó desde  el   principio que  ella  lo  había  dejado  por  arrastrado y  al  final era  así, que además  que ella se  iba a  casar  con  el  extranjero ese  por  interés, por  plata  y un montón de argumentos de similar calidad  en los que  siempre  se  excluía  él  como persona, novio, amante, o simplemente con el motivo de la desidia de ella, cuando todo  hacía  pensar  en  un  desgaste  natural  de  una  relación  juvenil, pero él  se  empecinaba  a  ver  lo que para cualquier otro hubiera sido claro, que  en   la   vida  el  amor  se  acaba, que nada ni nadie es suficiente  para  ser  eterno y  menos  un  amor  adolescente; ella había llegado al  punto  de  agobio al que todos  los  amantes  tarde  o  temprano llegan  y empezó a encontrar  intereses  distintos  a  los  de  él  y estos le  trajeron  nuevas  sensaciones, deleites desconocidos  y  aventuras  veladas, y  con  esto,  novedosos amores, a   los  que  llegado  su   momento, también  les  tocaría   su   fin, pero para  Walter nada de esto era real, en la  mente  solo  estaban  sus  argumentos  y  lo demás  era  arar  en  el  mar,  de manera que al percibir su  terquedad  y  empecinamiento  teórico decidí  hacer  lo  único que  puede  hacer  un  amigo  ante una situación  tal: acompañarlo en  silencio y  beber  con  él. La  mañana  nos  cogió  argumentando en bucle sobre el  mismo tema  hasta  que  por  la  borrachera  nos  venció  el  sueño. Al despertar me encontré con un hombre distinto, en sano juicio, recién  bañado  y  hasta  jovial, nada que ver con el guiñapo astroso de la noche anterior, sin  embargo  en  su  mirada  se  había  terminado  de  instalar  algo artero, maligno, vil, que acompasaba  con  su  sonrisa  algo  taimada  y contraída. Nos  sentamos a  desayunar  y  sin  poder  probar bocado me  fui  tomando solamente un  jugo de  naranja  huérfano de  vodka, mientras él me decía: Qué  pena,  hermano, toda  la  lora que  le  di  anoche, uno borracho sí es mucha güeva, le dije Fresco, no fue nada, para eso estamos  los  amigos, entonces,   algo  desconcertado con  su  actitud cordial  y  satisfecha  le pregunté ¿ Qué pensás  hacer? Él  mirándome  sorprendido  me  contestó  a  su  vez  con  una  pregunta ¿ Hacer de qué? ¿ O con qué? le  dije de  inmediato y con  gesto de obviedad Pues,  con el matrimonio de Marisa, él  dejó  ver  por  una  milésima de segundo una  molestia  idéntica a  la  de  la  noche  anterior, pero ahí mismo corrigió el  gesto y me respondió sonriendo con  sobradez  como  si  no  le  afectara y como si no estuviera hablando con  el  tipo que  le  aguantó  la  monserga  y  el  llanto durante  toda    la  noche Pues qué voy  a  hacer,  nada,  desearles  a  ella  y   su  esposo  toda  la  suerte  del  mundo, y encomendarlos a Dios para  que  los  proteja  y   ayude, lo miré confundido  y  no  dije  nada, él no cambió su gesto arrogante y empezó  a  moverse  hacia  el lavaplatos  diciendo  que  se  nos  hacía  tarde  para  una  cita  que   tenía, qué donde  me  dejaba, no quise ahondar en  el  tema  porque  estaba  muy  maluco por  el  guayabo  y  porque entendí  que  la  mejor  manera de vencer  su   pena  y  de  limpiar  su  orgullo  maltrecho era  hacer  de  cuenta que nada  había  pasado  la  noche  anterior  y  que  nada  pasaba  en  su  vida; hay quienes negándose las cosas  logran  mantener su  posición  frente a  sí  mismos y disfrazan con  jactancia  sus  quiebras  interiores, para  que  el  exterior no sospeche sus  ruinas, se empañetan de altanería  y  sobriedad, lo que les basta para  resguardarse  de sí  mismos y de los demás convirtiendo en vanidad todos sus miedos.

Me enteré después de que, a partir de ese momento, en su iglesia encendió aún más su discurso ya de por sí telúrico y fogoso, convirtiéndose en un vigilante moral de todos pero en especial de las mujeres de su feligresía, que no es que en realidad le importaran un carajo sus comportamientos, sino que de alguna manera velada quería cobrarse genéricamente su ofensa, cobrarse en la mujer sustantivo la afrenta que según él  le  debía la mujer objetivo, se volvió cáustico en sus sermones, en los que invitaba a  las  damas de  su congregación  a  ser  serviles  y  sumisas, pues abominaba cualquier tipo de poder o empoderamiento de género, llegó incluso a ordenarles cómo vestirse y motilarse, según lo que él consideraba adecuado, que no era otra cosa distinta a  imitar la imagen y apariencia de su exnovia, y así pronto tuvo una cáfila de clones de Marisa, en las que intentó destruir lo que en ella no pudo: su ímpetu, su sustancia y amor propio, las fue moldeando para que obedecieran a sus caprichos y pretensiones y fue cerniendo sobre ellas un manto de dependencia total de él a través de un discurso fuerte y persuasivo adobado con detalles puntuales y reconocimientos públicos de sus bondades y esfuerzos, hasta que las tuvo a su completa merced y disposición; se aplicó a recoger en serio lo que sentía como un reembolso de la vida por su sufrimiento en torno a la mujer. 

La primera de sus seguidoras con las que se acostó fue Marta, una chica de dieciocho años venida de un pueblo, y que arribó a su iglesia de la mano de su  padre un  devoto en  toda ley, que vio con muy buenos ojos como el pastor prefería a su hija sobre otras aspirantes. Una tarde de agosto el pastor le pidió a la chica que fuera a la iglesia tres horas antes de la ceremonia de la noche para que le ayudara con unos quehaceres, y cuando la tuvo a solas en la oficina la atrajo hacia sí con dulzuras impostadas y proselitismo místico y devocional, diciéndole que Dios estaba mirando con buenos ojos su unión, que era el paso necesario para conquistar su beneplácito; la muchacha alienada por la retórica fácil y acomodada a lo habilitado en su cabeza por años de visitar iglesias y escuchar a sus padres avalar la palabra de los pastores, terminó cediendo con algo de aprensión a los deseos del hombre que acabó de convencerla rezándole al oído mientras la besaba en el cuello y le acechaba el cuerpo, apenas terminó la cópula difícil y torpe por la doncellez de la mujer, sintió un asco premonitorio y le pidió a la joven que se  fuera y  que  no  volviera  a   la  ceremonia  de  esa  noche, ella salió adolorida y sumisa y él se quedó en su oficina,  sin camisa, rumiando su triunfo que no sabía  bien por qué traía el regusto de una derrota. El mal sabor se le quitó después de un par de whiskies que pusieron en orden su mente y limaron los bordes de culpa que se estuvieran asomando a su pérfido cerebro, salió a oficiar la ceremonia y nunca más volvió a sentir eso en la larga procesión de asedios en la que convirtió su vida, aunque siempre recordaría esa primera vez como algo sucio y repulsivo, pero a pesar de eso, cada semana se valía de un truco similar para atraer a alguna de sus seguidoras con un récord parejo de éxitos, hasta que repasó a todas las mujeres vírgenes y menores de veinte años de su congregación, más una que otra joven casada,

Fotos del encuentro del club de lectura Círculo Ateneo del 26 de agosto de 2024 Tema: Mitología Nórdica










 

miércoles, 21 de agosto de 2024

Continuación del capítulo octavo de la novela Aranjuez, titulado Fútbol

Al retornar  al  barrio se sintió de nuevo él, se encerraba en su cueva a fumar cuando todos dormían y no salía hasta el otro día, y como con ese torneo llegaron los primeros pesos devenidos del fútbol, pusieron luz eléctrica y mercaron por primera vez en la vida y todos fueron felices, menos el Ñoño que intuía que  con esos logros vendrían unas  responsabilidades mayores que no sabría si podría sortear sin mariguana, porque algo  le  había quedado claro con ese viaje: el vicio y el fútbol eran incompatibles, de manera que haciendo acopio de todas sus fuerzas y después de haberse metido una traba de toda la noche en la cueva, tomó la resolución de abandonar la mariguana para siempre y dedicarse únicamente a entrenar con saña y con juicio; los primeros días cumplió su promesa a medias,  pues aunque logró mantenerse sobrio en el día y durante los entrenamientos, al llegar la noche le era imposible conciliar el sueño y se la pasaba dando vueltas en el colchón, con un frío  sepulcral que en cuanto se cobijaba permutaba en un calor del infierno, hasta que hastiado de pelear con el insomnio, apenas escuchaba a los gallos de su casa cantar la aurora, abandonaba su lecho y se iba a trotar a ver si el cansancio extremo lo vencía y le traía el sosiego del sueño, pero, en vez de eso, lo agotaba en exceso y no le permitía desarrollarse a plenitud en los entrenos, hasta que al tercer día, agobiado por el cansancio y torvo de no dormir se fue  a  su  cueva y se fumó medio bareto que  le  trajo  al  fin  la  paz  y  el  descanso  necesario, a  partir de  ahí  tomó  a  la  bareta como una tregua entre su disciplina diurna y  su  tormento nocturno y solo se fumaba medio baretico antes de acostarse; si bien su genio se trastocó y se mostraba cada vez más hosco e intolerante, su calidad en la cancha no disminuyó un ápice, antes bien parecía que su carácter impetuoso y cerrero le hacía bien a su juego, por eso fue tenido en cuenta para la planilla profesional del siguiente año y llevado a la nómina del amistoso al que todos asistimos y en el que con tan solo unos minutos dejó a todo el mundo boquiabierto; para nosotros fue la dicha, el culmen de un sueño colectivo que se hacía realidad en la persona del Ñoño y que de alguna manera nos tocaba a todos con su gloria; insisto,  su consagración era la del barrio y en especial la de todo el combo que estuvimos con él en su ascenso, algunos hiperbólicos vaticinaban incluso su convocatoria a la tricolor nacional para las próximas eliminatorias; al terminar el partido lo esperamos a la salida  y entre vítores y  abrazos le trasmitimos lo mucho de orgullo que nos insuflaba su carrera y el cariño que todos sentíamos por él  y por lo que estaba consiguiendo, el apenas nos miró como pidiendo perdón  y siguió camino a su casa, lo que muchos interpretaron como un gesto de soberbia o tal vez el inicio de la separación de una amistad que algunos esperaban que se quebrara al final cuando el Ñoño fuera una superestrella y nosotros los mismos esquineros de siempre, sin embargo yo vi en su mirada lo mismo que había visto años atrás, cuando se quedaban agazapados él  y  sus  hermanos en la acera de su casa viéndonos jugar en la cuadra sin poder participar por ser uno de los Piojos y por lo tanto un paria dentro del entorno; algo había en ese gesto que lo devolvía a los tiempos en que parecía rogar misericordia por existir con su mirada lánguida.

La vida siguió sin motivo y sin sentido hasta que nos enteramos por la radio que el Ñoño iba a debutar en primera con el  Atlético  Nacional, cuando fui a la esquina ya todos sabían la noticia, y  Jairo el hermano mayor de los Piojos, nos había llevado las boletas de cortesía para el partido que el Ñoño nos había enviado porque estaba concentrado en el hotel Amarú del centro con el resto del equipo, pero como todo lo importante en la vida,  nuestra  ilusión se quedó  en  proyecto, y el júbilo que todos teníamos adentro  guardado  para el debut murió apenas engendrado, porque el  día  del  partido el  Ñoño no salió a la cancha, no lo vimos calentar con sus compañeros, ni en la banca, nuestras caras de asombro se inquirían unas a otras, Jairo trató de bajar a los camerinos y no lo dejaron pasar los de seguridad, se devolvió con la sorpresa vestida encima y nos trasmitió la ansiedad que cargaba; ya estando ahí vimos el partido sin interés y anhelosos por saber qué había pasado y al final nuestro equipo perdió dos a uno en un partido soso y desangelado como todos los de inicio de temporada, con el pitazo final   arrancamos todos a esperar la salida del equipo, en tanto Jairo volvía a  preguntar  a todo el que veía por su hermano y el resto de amigos nos comíamos las uñas y caminábamos pasos repetidos mirando al  suelo, finalmente los jugadores salieron  en  vestido de calle y uno a uno se fueron montando al bus del equipo en  medio de  los gritos de los  hinchas, nosotros registramos  atentamente con la mirada repasando a cada uno de los jugadores  y   no  vimos  al  Ñoño; cuando el  bus arrancó nosotros sin saber qué  hacer decidimos devolvernos al  barrio, fuera lo que fuera, en la casa nos enteraríamos; el regreso fue incómodo, largo y teñido de sospecha, cada uno cavilaba en su mente, en silencio, lo que podría haber pasado, finalmente nos bajamos del  bus y  al encarar  la cuadra vimos al Ñoño en  pantaloneta  y  chanclas sentado solo en la esquina, fumándose sin recato un bareto del tamaño de una mano y con la vista perdida en el espacio, y  al  acercarnos con  gestos  de  estupefacción en las caras y preguntas atragantadas, el  Ñoño nos  miró desde  muy  lejos  y  muy  adentro  a pesar de que lo teníamos enfrente  y, dándole una calada honda, como la fosa en que estaba su mirada, a su bareto, nos dijo, soltando el humo, La cagué, muchachos, todos nos sentamos a su alrededor y ensolvados en la densa humareda escuchamos su historia:  empezó contándonos cómo había cogido el vicio a  la  muerte de su tío y cómo lo había podido  controlar  un  poco y había esquivado los controles hasta su decisión fallida de abandonarlo, y que todo iba con relativa calma y bien en la concentración, pero a medida que se acercaba la fecha del partido se iba sintiendo más y más ansioso al punto de que no pudo comer ni dormir el día anterior, y cómo a pesar de que los médicos lo revisaron y le mandaron drogas y que estuvo en el jacuzzi toda la mañana para relajarse siguiendo el consejo del preparador físico, él sabía que solo había una forma de desenredar el ovillo de nervios que tenía en la cabeza y por eso sin poder aguantar más recurrió, después del almuerzo que no pudo probar,  al utilero de quien sabía por chismes de vestuario que conseguía lo que los jugadores desearan- comidas especiales, mujeres de ocasión, talismanes exclusivos y drogas legales e ilegales-, le encargó un bareto con carácter urgente y el hombrecillo al que todo el mundo conocía como la  Rata le dijo que traía encima uno y se lo podía ceder, pero que no le recomendaba que lo usara y menos en  el  hotel,  el Ñoño  desoyó el consejo con el apremio del adicto que necesita una dosis para volver a sentirse él  mismo, se fue a una terraza apartada y prendió su perdición; no le había dado más de tres plones cuando la algarabía del olor alertó a uno de los preparadores físicos que pasaba por ahí,  haciendo un ritual de silencio y concentración  previo a los partidos, bastó con que siguiera el rastro del tufo para dar con el fumador, de inmediato fue notificado el entrenador y este decidió retirar al Ñoño de la concentración  y del equipo hasta que tuvieran una reunión después del juego en donde decidirían qué hacer con él. Al terminar de contarnos se hizo un silencio oscuro, turbio y  malo como debe ser  la  muerte, todos apenas nos escuchábamos respirar, nadie quería hablar, menos  mirar  al  Ñoño, de quien apenas se percibía el perfil alumbrado con la intermitencia de sus fumadas, después de unos segundos que se hicieron largos y molestos como tragar cucharadas de arena, Jairo, su hermano, se levantó y dijo fingiendo un ánimo que ni el mismo se creía  Bueno, pero no todo está perdido, en esa reunión seguro te sancionan, pero  vuelven  y  te  llaman, todos intentamos hacer eco del  empuje de  Jairo y elaboramos frases destempladas que reafirmaban el ímpetu y optimismo del hermano, pero en el fondo sabíamos que era el fin; el  Ñoño  apenas pudo apagar la pata  del  bareto y con una sonrisa melancólica en la que se concentraba el desengaño de siglos y siglos de sangre frustrada, de ilusiones que terminaban en fracasos irremediablemente, de heredades, de ruinas y fiascos, dijo por lo bajo Saben qué,  muchachos, de  todas maneras el  fútbol no  era  para  mi,  tampoco soy  tan  bueno, y ninguno tuvo el ánimo de seguir fingiendo esperanzas y exultaciones, y de nuevo reinó un silencio lóbrego que nos cobijó a todos, el tiempo de la desdicha que corre a paso de babosa se estiraba luengo y asfixiaba en la espera, hasta que uno por uno se fueron parando y pretextando alguna urgencia que habían olvidado y se retiraron de la esquina, al final solo quedamos el Ñoño  y  yo cuando su hermano a punto de llorar, se fue a su casa; antes de irme y después de un minuto denso de ahorcado, por los pliegues de la voz como saliéndole en esquirlas  me  dijo, aunque más parecía  decírselo  a  sí  mismo, al menos ya puedo fumar tranquilo, yo no tenía nada que responderle distinto a un ríspido Ajá, a veces la voz del silencio grita más fuerte que las palabras, y  el  del  nuestro, después de que dijo la frase paliativa, decía que me ahuyentara, que dejara al  Ñoño solo, al despedirme me miró desahogado y se quedó consigo mismo, hecho una ausencia, pensando, como me contó algún tiempo después, que su más grande ambición cuando empezó con el  fútbol  había  sido ser aceptado y querido y que ambas cosas las había conseguido a granel, pero siempre a cambio de algo, de ser bueno y obediente, y cuando había fallado en esto había vuelto a ser despreciado y aborrecido porque en el fondo no lo querían a él  sino a  su  juego porque nadie iba a quererlo ni a aceptarlo si él mismo no lo hacía, y eso lo había conseguido desde antes con la mariguana, desde que se había fumado el primer bareto y le había gustado la versión de sí mismo que no dependía de nadie más que de él, a la larga, la mariguana había sido una excusa, solo el puente para transitar el paso obligatorio  hacia   él   mismo, pero sin la cual no conseguía allegarse, se sonrió  con  la sonrisa  triste del  que  se  sabe  preso y acepta su condena, se levantó de  la  acera y  se  fue  a  su  casa, y  desde  ese  día  se  desentendió  por completo del  fútbol; hoy sus entecas piernas extintas de magia, huérfanas del  balón,  olvidadas de sus gambetas singulares y preciosas, están condenadas para siempre al  procaz  y  simplón  oficio de caminar, y eso  lo  hacen  de  un  lado  a  otro, buscando  un  rincón  alejado  para  trabarse y resistir ser el Ñoño en  las  largas  noches  en  vela  como celador  de  la  urbanización donde lo consume su humilde  oficio.

 

Fotos del encuentro del 21 de agosto de 2024 Club de lectura Círculo Ateneo Tema: Mitología Nórdica

 











martes, 13 de agosto de 2024

Capítulo octavo de la novela Aranjuez, Fútbol

                                                                  8.  Fútbol 


En  mi  barrio,   el   fútbol  siempre  fue  una  actividad  capital con la que todo el mundo tenía algo que ver; algunos  lo  practicábamos, otros  lo  consumían fanáticamente  en  radios  portátiles y, en contados casos, en algún televisor que solo las familias mas acomodadas tenían y que los días de partidos importantes se volvían comunitarios; los ponían en la  acera de las casa  y  toda  la  cuadra concurría  sin   importar quienes se enfrentaran, porque era novedoso ver  en  vivo  lo  que  apenas  se  intuía a  través  de  la onda corta  de  las transmisiones  radiales, costumbre  que  perduró  hasta  los  tiempos en  que   incluso los mas pobres logramos con  miles de  esfuerzos  tener  uno, así   fuera  pequeño  y  en  blanco  y  negro, como el de mi casa al que le poníamos  una  pantalla  polícroma  encima  para  simular  los  colores  y  que  vendían   por  separado, sin embargo la  gente  prefería arremolinarse alrededor del televisor comunal que algún vecino sacaba a la vereda para compartir la emoción con todos; el  fútbol  emparejaba  al  pillo y  al  sano, al  pobre  y  al  no  tan  pobre, al anciano  y  al  niño  a  todos  por  igual  nos  sonsacaba  alegrías  y   rabias análogas, y cuando llegó la época en que los Pillos se  instalaban  con  su  dinero  y  derroche en  las  cuadras del barrio, estos tomaron como excusa los  partidos  para  agenciarse  el  favor de la gente patrocinando comilonas los días de juego y prestando los televisores mas grandes que había  visto  en  mi  vida ¡ y a  color !; los días de fútbol se volvieron una fiesta que  alcanzó su  máximo esplendor un  miércoles de mayo de 1989 cuando el Atlético Nacional conquistó el  triunfo en  el  certamen  internacional  más importante del continente:  La  copa libertadores de América.

Desde  esa  noche  nuestra  relación  con  ese  deporte  se   transformó,   se    exacerbó  en  todos  los sentidos, los entusiastas del Nacional  se  hicieron  más frenéticos  y  arrogantes, los que no teníamos interés particular en  ningún  equipo arribamos  nuestra  simpatía  al  campeón   porque  no  hay  nada que atraiga mayor  favoritismo que  las  victorias y más en una sociedad obligada a perder como la nuestra, en la que todo y todos nos decepcionan constantemente, los padres a los hijos, los hijos a sus padres, los profesores a sus alumnos, estos a  aquellos, la iglesia a  su feligresía, los esposos a sus cónyuges, los vecinos a sus iguales y el gobierno a  todo el  mundo, por   lo  tanto  el  fútbol  es  la  manera  en  la  que  comunidad  expresa sus frustraciones  y   sus  ínfulas más  profundas   y  primarias, nos   brinda  la válvula  de  escape  que ecualiza la ruidosa inequidad  social  en  que vivimos sumidos de ahí que con ese triunfo todo el mundo se sintiera  identificado; fue un desahogo general, un equipo de puros criollos ponía el nombre de una ciudad  y hasta  de  un  país en titulares de todo el mundo por algo bueno y noble, hasta los hinchas de equipos contrarios tuvieron  muy  en  el   fondo  un  mínimo  de orgullo porque  sabían  y  sentían  que  una  puerta  se  abría  para el deporte  nacional  y tuvieron que guardar  la  envidia  y  el  rencor, si  los  tenían,  y reconocer que lo más grande que  había  conseguido el  fútbol  autóctono desde  su  creación, pero lo más importante  sin  duda  que produjo   ese  histórico partido fue que a nosotros  los  pelaos  nos  permitió soñar en  serio, con un futuro promisorio,  independiente  del   hampa  y   la  esquina,   porque  hasta  los  Pillos  admiraban  a  los futbolistas  tanto o más  que  a   sus  patrones; ahora  había  otra  forma de  sobresalir  en  el  barrio: ser futbolista, por  eso desde  el  siguiente  día  todos  empezamos  a  practicarlo   con  denuedo, no  solo  como el divertimento que   había   sido  siempre, sino buscando emular a  los  ídolos recién encumbrados al olimpo futbolístico, remedando sus movimientos, tomando sus nombres  y  remoquetes, de  esa  cohorte salieron un montón de  Chichos, Leoneles  y Chonticos,  quienes conservaron su apodo hasta  mucho después  de que pasara  la  fiebre campeona; las  horas  se  nos  iban corriendo detrás de  un  balón,  de día  y  de  noche, improvisábamos  canchas en todas  partes de  la  calle, en las  aceras, en los solares,  y  hasta  en  las  salas de  las  casas con padres alcahuetas, nuestra vida social se volvió de pronto un eterno partido de  final, y como si de tal se tratara nos aplicábamos con  disciplina  y control a  triunfar en esos cotejos espontáneos por mas espurios que fueran, empero, como en todos los oficios, hay  personas que sin  importar cuanto tiempo se dediquen  ni  el  gusto que  sientan por  lo  que  hacen, no alcanzan nunca un nivel aceptable en  la  labor, y van quedando relegados como en nuestro caso, a ser los eternos malos arqueros de todas las contiendas disputadas o los que nadie escoge en la repartición inicial y tienen que aceptar la onerosa condición de entrar al gol, es decir, que solo pueden jugar como refuerzos malos  y  estorbosos  en  el  equipo que permite la primera anotación; están por otra parte, los que logran con esfuerzo un  nivel  suficiente  y juegan sin hacer el ridículo pero sin aportar demasiado, y están los dotados, los que parece que hubieran heredado la destreza genéticamente pero no de un familiar sino de un epítome genérico de jugador universal, que cada tierra ha tenido desde el origen de los tiempos, la quintaesencia del que sabe  directamente que hacer y  además inventa nuevas formas para adornar con filigranas mágicas cualquier movimiento con  el  esférico, el que deja  regados a los demás con sus fintas cósmicas sin que nadie pueda explicar cómo lo hizo, el que tiene el tiro perfecto en técnica  y exacto en su definición, el que además no parece que hiciera ningún esfuerzo para conseguir lo que al resto de los mortales nos cuesta una eternidad de aplicación tesonera. En nuestro barrio ese egregio jugador era Ñoño, el hijo intermedio de los Piojos. Desde que su tío fue asesinado y él y sus hermanos empezaron a hacer parte del combo de adolescentes que cada día veíamos en el fútbol la actividad más bonita, lucrativa a futuro e importante de nuestras vidas, demostró un talento raro; como los Piojos nunca antes habían jugado, el primer día en que los incluimos en un picado- que es como se nombra al partido de pelaos, de arcos hechos a dos piedras a seis pasos una de la otra, y en el que los dos más calidosos del barrio hacen una pequeña caminata que se llama "pico-monto" que consiste en que el que llegue primero donde el  otro, le toca iniciar la escogida del resto de participantes que formarán su equipo, dejando a los más paquetes para el final-, los dos Piojos grandes, que hicieron su debut en el futbol y en la vida social, quedaron relegados al  final,  primero escogieron a Jairo por ser más grande, y dejaron al ñoño al gol; cuando se marcó el primer tanto el Ñoño entró para el equipo en que yo estaba y no fue sino tocar la bola para que todo el mundo se quedara boquiabierto, sus piernas entecas y sus pies calzados apenas con dos alpargatas desgastadas tenían la magia inaudita de los cracks, hacía ver fácil  lo que producía, esquivaba  los contrarios con agilidad de gato, dominaba el balón como si lo tuviera pegado al  pie y chutaba con una fuerza soberbia que no correspondía con la fisonomía de sus escuálidas extremidades, anotó tres goles y lo ví  sonreír  por primera vez ese día. El niño acosado por la pobreza y el desprecio general, habitante de la cochambre y el lodo, había encontrado algo en lo que sobresalía, algo que lo hacía resaltar entre los que antes lo miraban por encima del hombro; el fútbol cimbreó su destino, desde ese día siempre fue el primero en ser  escogido o él era quien escogía en los picados; hasta los Pillos lo admiraban por su dominio con la pelota al punto que el patrón del barrio le regaló un par de guayos de micro que él usaba hasta para ir a misa, y no volvió a sentirse excluido, antes su bien ganada fama de calidoso arropó a sus hermanos y a toda su familia, quienes una vez alejados del recuerdo de Colombia pasaron a ser unos más del barrio, pero tenían en Ñoño a un portento y con eso bastaba para que fueran alguienes; la Pioja  ya  no solo era una señora fumadora y fastidiosa sino la mamá del  Ñoño, y su  papá,  igual, y sus hermanos, los familiares del crack; Jairo y el Pillo fueron tenidos en cuenta en sus respectivos grupos de amigos, el primero fue uno de los Sanos y mantuvo  esa condición hasta que fue adulto y su vida cambió de golpe cuando  se  enfrentó a  una condena larga y según él, injusta, después de matar a un tipo que quiso violarlo en un club de streaptease en donde trabajaba de desnudista, y el Pillo creció para hacer honor a su apodo y murió en su ley siendo el hombre de confianza de un cacique en la cárcel de Bellavista, adonde fue a parar después de ser detenido en el robo de un carro de valores en el centro, pero esas son otras historias que no caben aquí más de soslayo, pues ninguno de los dos se interesó en el fútbol, al menos no de la manera en la que lo hizo el  Ñoño; para Jairo fue un pasatiempo, y lo practicó como todos hasta que al igual que el resto nos dimos cuenta que por más entusiasmo que pusiéramos en su práctica no íbamos a alcanzar nunca un nivel destacado y fuimos abandonándolo, y el Pillo jugaba a veces y tenía alguna destreza, pero le pudo más la esquina y el ajetreo que la pelota; en cambio, el  Ñoño  era distinto, no veía en el fútbol una aspiración sino un deleite y  tal  vez por eso llegó adonde nadie más en el barrio pudo.

Un día pasó por nuestra comuna un entrenador de la Liga Antioqueña buscando jugadores para conformar un equipo, la convocatoria fue abierta para todos los muchachos que no pasaran de los dieciséis años; el tipo se llamaba Gustavo o algo así y le decían profe Fazeta. A la cancha grande del  Idema  fuimos  todos los que teníamos la edad y algunos que la sobrepasaban, esperanzados en que, demostrando el talento suficiente, la edad sería negociable, sino para ese equipo, para otro de mayores. El Ñoño, Jaime, Omítar, Gambeta, Kaztro, Julián y yo acudimos a la cita con los tenis menos gastados y la ropita deportiva mejor tenida, había más de doscientos muchachos de todos los barrios aledaños, ilusionados como nosotros por encontrar en el fútbol la solución a todos los problemas de la vida, llevábamos la mirada ansiosa y la energía desbordante, se sabía que de esa citación podía depender el futuro, los elegidos entrarían a las divisiones menores de un club profesional,  como supimos en cuanto llegamos y vimos que los petos verdes que le iban prestando a los que jugaban por turnos de once llevaban la insignia del club que había despertado la simpatía de todos por haber quedado campeón, lo que nos incrementó los nervios hasta el punto que algunos decidieron abandonar la cancha antes de ser llamados; él único que no denotaba nada extraño era Ñoño que, mientras hacíamos la fila, iba haciendo veintiunas con una bolita de trapo llena de arroz que mantenía siempre consigo. A todos los del combo nos tocó en el mismo onceno, la disputa era contra otros iguales de nerviosos que nosotros en partidos de quince minutos, que parecían la eternidad y después de los cuales el entrenador y su asistente anotaban en una lista a los que dejarían, y con quienes luego conformaban nuevos encuentros de los que saldrían los veintitrés convocados definitivos; para nosotros la cancha grande fue pasar de las vaquillas flacas a un toro de lidia, para el Ñoño fue cambiar el tamaño de la bola con la que parecía tener un pacto; en el encuentro marcó dos goles y fue de lejos el mejor de todos los que se presentaron, impresionó tanto al  profe Fazeta que no tuvo que jugar más partidos, quedó seleccionado inmediatamente, y nosotros que no alcanzamos a  estar  ni   siquiera preseleccionados, en medio del desengaño generalizado, nos alegramos por  el  Ñoño, quien  no solo se lo merecía por su talento sino que además era el único que no había intentado impresionar a los reclutadores excediéndose en la fuerza de los ataques ni  adornando  sus  jugadas, para él  fue un partido similar a los que jugábamos a diario en la cuadra, y como tal tomó la noticia de su elección, pues parecía más preocupado por la suerte adversa de nosotros que por la propicia de él, y al llegar de nuevo a la cuadra nos dijo que la verdad era que él  no quería ir a ningún equipo si iba a estar solo, que así no tenía gracia, cuando todos reviramos y le dijimos que tenía que aceptar como fuera, él se sinceró y dijo que no solo le daba pereza ir a entrenar a otro sitio alejado y conseguir nuevos amigos sino que además no tenía con que, que de dónde iba a sacar los pasajes para ir bien lejos y que además a él lo único que le interesaba era jugar  y  lo mismo daba  en  la cuadra que  en  un  estadio. El consenso fue general cuando a Gambeta se le ocurrió que entre todos íbamos a subsidiar  los pasajes del  Ñoño sacando de la esmirriada mesada que nos daban en nuestras casas,  y  los  días que no alcanzáramos a  juntar con eso, recogeríamos  envases  de  gaseosa  en  el  colegio por los que retornaban cincuenta pesos de depósito, y que los alumnos por lo general dejaban tirados debido a lo escaso del  monto, pero que en tiempos flacos, como eran siempre los nuestros, servían: para ir juntando lo de la gaseosa del que no tenía mesada, a partir de ese día irían directamente a  las  arcas  con que solventaríamos los pasajes de nuestro amigo. El  Ñoño seguía reacio a aceptar  la ayuda, pero fue  tal  la  decisión del  combo que no le quedó más remedio que acceder, en parte porque se sentía en deuda al ver el denuedo con que asumimos  su  logro y   en parte  porque  el   fútbol  le  encantaba y aunque no lo había dicho sabría que en ese equipo podría jugar mas y mejor que en nuestro vecindario, y nosotros asumimos ese compromiso porque nos veíamos  representados  por  el  Ñoño; él iba a ser lo que nosotros no podíamos, y así de alguna manera su triunfo era  el  nuestro y su venturoso futuro, el  de  todos, a partir de ese día el  Ñoño se ausentó de nuestros cotejos los mismos que fueron disminuyendo con el  pasar de los días  por carecer del picante y la energía que él le ponía, porque nuestro nivel pronto decayó aún más después de la derrota del día de la convocatoria, que se nos quedó pegada al alma como una  lapa que poco a poco iba chupando el entusiasmo que sentíamos por el deporte, hasta que se hizo cuerpo entero de desidia y nadie volvió a jugar, eso si, seguíamos siendo hinchas fieles del  Verde de la  Montaña, y   más  ahora  que el Ñoño estaba en sus inferiores y sabíamos que era cuestión de tiempo para que llegara  al  profesional,  ahora  no  solo  era el equipo de la ciudad sino, y  sobre todo, del  barrio  y  de  la  cuadra,  porque un pedazo de  Aranjuez  estaba incrustado en  él, y en poco tiempo nos traería la  gloria  y  el  reconocimiento al  barrio y  a  sus  amigos. El Ñoño no fue sino empezar a entrenar para descollar entre sus  semejantes, sus gambetas  fueron  la  delicia  del  equipo y  sus  goles  la  pesadilla de los contrarios, con cada entrenamiento ganaba confianza y jerarquía al depurar sus jugadas y pulir sus movimientos, sus fintas dejaban regados oponentes como si  fueran piezas de Armotodo sacadas de la caja, y sus tiros gozaban de precisión geométrica, también tenía  cabeza para elegir las jugadas más expeditas y soportar  presiones  y  reveses esto aunado a una sangre fría exótica en jugadores de su edad, características que lo hicieron excepcional y que allanaron el camino de sombras que trae consigo el ascenso para conducirlo a una brillante carrera que desembocaría sin duda alguna en el advenimiento al   fútbol  profesional, cosa que consiguió al  ser  alineado como suplente en un partido amistoso del primer equipo con apenas dieciséis años. Solo jugó los últimos quince minutos pero para nosotros que estábamos en la tribuna fue lo más grande que vimos nunca, en ese corto lapso logró hacer un  pase  gol y deleitar a  la  gente con  un  par de amagues y una gambeta que dejó al estadio con ganas de más, con lo que logró que su nombre se  quedara  en  la mente de los  aficionados, por eso salimos del partido dando por sentado que el debut del  Ñoño en el fútbol profesional era un hecho, solo era cuestión de esperar que el rentado empezara para que pudiéramos verlo cada ocho días vistiendo la casaca de nuestros amores y llenándonos de orgullo con sus jugadas desorbitantes.

Pero para algunos la vida solo saber morder,  nunca   lamer, y lo que parece algodón de azúcar termina sabiendo a  moneda, porque lo que nadie sabía- o habíamos querido olvidar, que es la forma en que la desdicha disfraza su ponzoña  y  la  reviste de olvido- era que el Ñoño además de  un   futbolista  inverosímil era un  piojo  y  como  tal  una ancestral  suerte adversa  teñía su destino:  había  sido  él,  y  no  su  madre, quien en los últimos días de encierro de  su  tío Colombia había encontrado la caleta de baretos que tenía en su cuarto bajo la estera en la que dormía y había escamoteado dos de los tres que  halló dejando solo uno con el  que  se  sembró  la  simiente del  amure  que desencadenó a  la postre  la  muerte de  su  tío; el Ñoño había sustraído los baretos con la intención de tener algo que mostrar a los demás  muchachos, algo a lo que ellos no tuvieran  acceso  y  con  esos  poderse  granjear el  favor de quienes siempre lo despreciaban, es decir, nosotros, mas  no con  ánimo de  consumirlos,  al  menos  no  solo, pero   apenas    llegó  a  su  casa  después  del  sepelio  y  observó  los  dos  tubitos  hurtados sintió una rabia feroz contra ellos y se fue al solar con el firme  propósito  de  destruirlos, empero cuando iba  a  iniciar  la   tarea  cayó en la cuenta de que  si  su madre o algún  familiar  lo  veía  sería  su  condena  y  todo el  mundo pensaría,  como  él, que  era  el  culpable  de  la  muerte de  Colombia. Por  lo  tanto decidió  deshacerse de  ellos en la  guarida en  la  que  su tío se  había  encerrado  y  que  desde   su   muerte  permanecía  abierta;  al  entrar  vio  la  candela  que  el  muerto  utilizaba  y  sin  saber  muy  bien  por  qué  encendió  el  primero y  lo  aspiró,  había  visto a  Colombia y   a  los  Pillos de  la  cuadra  fumar  e  imitó  sus  ademanes, consiguiendo un ahogo atroz después de la  primera fumada, que  se  tradujo  en   una  tos  insostenible que  lo  puso  al  borde  del  vómito;  una  vez  repuesto lo intentó de  nuevo y esta vez  la  tos  fue  menor,  y  así  continuó con esporádicos espasmos y carraspeos que  fue  dominando con cada nueva pitada, se  fumó  el  bareto de  un  tirón  y  sintió  por  primera   vez   en   su  vida algo parecido  a   una   liberación, a  medida que  el  humo  entraba  en  su  organismo, sus  problemas  desaparecían  y  ya  no  era  el  Ñoño Piojo, pobre  y  asustado, sino una versión mejor de  él, más alegre, positiva  y  entusiasta, se  quedó encerrado  disfrutando de  la  exacerbación  de sí mismo, contento de sentirse  bien, y  percibiéndose  mejorado  se  durmió, y  al  despertar   olvidó  por  completo  la  primera  intención  de  dañar  los  baretos, guardó en la guarida  de  su  tío  el  último que le quedó  y  salió  en  busca de comida porque   lo estaba  partiendo el  hambre. Desde  ese  momento cada   que  podía   se  encerraba  en  la  cueva   a  fumar  mariguana y a   disfrutar  de  una  vida que  bajo  su  influjo se  volvió  posible, de  manera que cuando empezó a  jugar  fútbol  ya  era  un  consumidor  sostenido, y  si   bien sus atributos  no  tenían  nada  que ver con  su  vicio,  sí  su  calma  a  la  hora  de  enfrentar  presiones  y  apremios, además  que  la  mariguana había transformado sus  días  iguales  e  inútiles, días de nadas  seguidas  de  nadas, en días de delicias, de  ilusiones  donde las bondades  se  repetían  sin  cesar  y entre ellas  la  mas  amena  era  el  fútbol; con este había  encontrado amigos  y  aceptación, las  dos  cosas que más  había  necesitado desde  siempre  y  esto, sumado al sosiego que le  brindaban  los   pitazos  obstinados  a   los  baretos, hacía  de  él   lo  que  había  soñado  ser;  sin  embargo, por  más  que  nos  esforzamos  en  ocultar  nuestras   miserias  la  vida  se  da   mañas  para  ponernos frente  a  frente con  ellas y develarlas, eso le ocurrió al  Noño el  día  de  su  debut  en  el   fútbol  profesional, nunca antes había disputado  un  partido sin  estar  trabado aunque  nadie  lo  supiera, y siempre se  las  había  arreglado para  camuflar  su  vicio; antes  de  irse  a   entrenar  se  trababa  en  su   casa  y  luego  con  un   baño  y  el   trayecto lograba  disimular  su   traba  y  actuar  de  maravilla  en  el  campo  de  juego, y  los  días  de  exámenes médicos  no consumía, pero cuando esto  pasaba sentía que  su   destreza  disminuía  y  que  lo  atacaba  súbitamente  el  cansancio, solo que  como  esos  días  eran  los  menos  sus  compañeros y entrenadores lo veían como un  mal  día  cualquiera común en todos los  deportistas ; sus problemas  reales  comenzaron cuando fue seleccionado para la selección Antioquia  sub 17 y tuvo que concentrarse durante un mes largo en otra ciudad.

Previendo lo  que  se  le  avecinaba  se  hizo  a  una  cantidad suficiente de  mariguana que pudo ocultar envolviéndola en  papel de  aluminio y creando una plantilla falsa en sus  guayos, en el aeropuerto se encomendó a todos los santos, los ángeles y sus muertos para que con su ayuda no fuera detectado y lo consiguió gracias  a  que  la  mariguana es una droga suave, casi  infantil, comparada con las  drogas  duras que son en las que entrenan a  los  perros  y de las  que los guardianes están más pendientes, además como era un grupo de muchachos apenas saliendo de la adolescencia y guiado por la vieja gloria del balompié colombiano, las autoridades fueron laxas en las requisas, y ya en el torneo cada día se las compuso para ausentarse antes de los encuentros  y encaletarse  en  un  baño  apartado  del  hotel  o  del  estadio, en donde de  afán  y  azorado le daba tres o cuatro pitazos a  una matancera que es como le dicen en el barrio a  una pipa pequeña y práctica de bambú que casi no deja salir el humo y que mantenía entre  los  calzoncillos, después de salir  al  campo  a   deleitar   a   los   espectadores  con  sus  goles  y  sus  jugadas  magistrales; para sus  técnicos  y    condiscípulos  fue un torneo glorioso pues quedaron campeones, pero para  el  Ñoño fue  una  tarea  casi  insuperable,  pese a  que fue elegido el mejor jugador del torneo; esos días los recordará por siempre como los más tensos de su vida y cuando más  cerca estuvo de mandar todo al carajo, porque estaba   constantemente sometido a  una   brutal dicotomía, por un lado ansiaba con ardor trabarse, lográndolo apenas  a  medias  y   de   afán, y por otro lado cargaba con la responsabilidad de  echarse   el   equipo  al  hombro  y  para  conseguirlo necesitaba la calma que solo le brindaba la  mariguana, de manera que entre una cosa y  la  otra, y las  esporádicas  escapadas  para  fumar, se le notaba desacertado  e  irascible, hasta  el  momento en que sonaba el  pitazo inicial y su magia aparecía, al final  todos  supieron  perdonarle  los días de  acritud y  mala  leche, atribuyendo su comportamiento  a  la   presión  del  torneo.