8. Fútbol
En mi barrio, el fútbol siempre fue una actividad capital con la que todo el mundo tenía algo que ver; algunos lo practicábamos, otros lo consumían fanáticamente en radios portátiles y, en contados casos, en algún televisor que solo las familias mas acomodadas tenían y que los días de partidos importantes se volvían comunitarios; los ponían en la acera de las casa y toda la cuadra concurría sin importar quienes se enfrentaran, porque era novedoso ver en vivo lo que apenas se intuía a través de la onda corta de las transmisiones radiales, costumbre que perduró hasta los tiempos en que incluso los mas pobres logramos con miles de esfuerzos tener uno, así fuera pequeño y en blanco y negro, como el de mi casa al que le poníamos una pantalla polícroma encima para simular los colores y que vendían por separado, sin embargo la gente prefería arremolinarse alrededor del televisor comunal que algún vecino sacaba a la vereda para compartir la emoción con todos; el fútbol emparejaba al pillo y al sano, al pobre y al no tan pobre, al anciano y al niño a todos por igual nos sonsacaba alegrías y rabias análogas, y cuando llegó la época en que los Pillos se instalaban con su dinero y derroche en las cuadras del barrio, estos tomaron como excusa los partidos para agenciarse el favor de la gente patrocinando comilonas los días de juego y prestando los televisores mas grandes que había visto en mi vida ¡ y a color !; los días de fútbol se volvieron una fiesta que alcanzó su máximo esplendor un miércoles de mayo de 1989 cuando el Atlético Nacional conquistó el triunfo en el certamen internacional más importante del continente: La copa libertadores de América.
Desde esa noche nuestra relación con ese deporte se transformó, se exacerbó en todos los sentidos, los entusiastas del Nacional se hicieron más frenéticos y arrogantes, los que no teníamos interés particular en ningún equipo arribamos nuestra simpatía al campeón porque no hay nada que atraiga mayor favoritismo que las victorias y más en una sociedad obligada a perder como la nuestra, en la que todo y todos nos decepcionan constantemente, los padres a los hijos, los hijos a sus padres, los profesores a sus alumnos, estos a aquellos, la iglesia a su feligresía, los esposos a sus cónyuges, los vecinos a sus iguales y el gobierno a todo el mundo, por lo tanto el fútbol es la manera en la que comunidad expresa sus frustraciones y sus ínfulas más profundas y primarias, nos brinda la válvula de escape que ecualiza la ruidosa inequidad social en que vivimos sumidos de ahí que con ese triunfo todo el mundo se sintiera identificado; fue un desahogo general, un equipo de puros criollos ponía el nombre de una ciudad y hasta de un país en titulares de todo el mundo por algo bueno y noble, hasta los hinchas de equipos contrarios tuvieron muy en el fondo un mínimo de orgullo porque sabían y sentían que una puerta se abría para el deporte nacional y tuvieron que guardar la envidia y el rencor, si los tenían, y reconocer que lo más grande que había conseguido el fútbol autóctono desde su creación, pero lo más importante sin duda que produjo ese histórico partido fue que a nosotros los pelaos nos permitió soñar en serio, con un futuro promisorio, independiente del hampa y la esquina, porque hasta los Pillos admiraban a los futbolistas tanto o más que a sus patrones; ahora había otra forma de sobresalir en el barrio: ser futbolista, por eso desde el siguiente día todos empezamos a practicarlo con denuedo, no solo como el divertimento que había sido siempre, sino buscando emular a los ídolos recién encumbrados al olimpo futbolístico, remedando sus movimientos, tomando sus nombres y remoquetes, de esa cohorte salieron un montón de Chichos, Leoneles y Chonticos, quienes conservaron su apodo hasta mucho después de que pasara la fiebre campeona; las horas se nos iban corriendo detrás de un balón, de día y de noche, improvisábamos canchas en todas partes de la calle, en las aceras, en los solares, y hasta en las salas de las casas con padres alcahuetas, nuestra vida social se volvió de pronto un eterno partido de final, y como si de tal se tratara nos aplicábamos con disciplina y control a triunfar en esos cotejos espontáneos por mas espurios que fueran, empero, como en todos los oficios, hay personas que sin importar cuanto tiempo se dediquen ni el gusto que sientan por lo que hacen, no alcanzan nunca un nivel aceptable en la labor, y van quedando relegados como en nuestro caso, a ser los eternos malos arqueros de todas las contiendas disputadas o los que nadie escoge en la repartición inicial y tienen que aceptar la onerosa condición de entrar al gol, es decir, que solo pueden jugar como refuerzos malos y estorbosos en el equipo que permite la primera anotación; están por otra parte, los que logran con esfuerzo un nivel suficiente y juegan sin hacer el ridículo pero sin aportar demasiado, y están los dotados, los que parece que hubieran heredado la destreza genéticamente pero no de un familiar sino de un epítome genérico de jugador universal, que cada tierra ha tenido desde el origen de los tiempos, la quintaesencia del que sabe directamente que hacer y además inventa nuevas formas para adornar con filigranas mágicas cualquier movimiento con el esférico, el que deja regados a los demás con sus fintas cósmicas sin que nadie pueda explicar cómo lo hizo, el que tiene el tiro perfecto en técnica y exacto en su definición, el que además no parece que hiciera ningún esfuerzo para conseguir lo que al resto de los mortales nos cuesta una eternidad de aplicación tesonera. En nuestro barrio ese egregio jugador era Ñoño, el hijo intermedio de los Piojos. Desde que su tío fue asesinado y él y sus hermanos empezaron a hacer parte del combo de adolescentes que cada día veíamos en el fútbol la actividad más bonita, lucrativa a futuro e importante de nuestras vidas, demostró un talento raro; como los Piojos nunca antes habían jugado, el primer día en que los incluimos en un picado- que es como se nombra al partido de pelaos, de arcos hechos a dos piedras a seis pasos una de la otra, y en el que los dos más calidosos del barrio hacen una pequeña caminata que se llama "pico-monto" que consiste en que el que llegue primero donde el otro, le toca iniciar la escogida del resto de participantes que formarán su equipo, dejando a los más paquetes para el final-, los dos Piojos grandes, que hicieron su debut en el futbol y en la vida social, quedaron relegados al final, primero escogieron a Jairo por ser más grande, y dejaron al ñoño al gol; cuando se marcó el primer tanto el Ñoño entró para el equipo en que yo estaba y no fue sino tocar la bola para que todo el mundo se quedara boquiabierto, sus piernas entecas y sus pies calzados apenas con dos alpargatas desgastadas tenían la magia inaudita de los cracks, hacía ver fácil lo que producía, esquivaba los contrarios con agilidad de gato, dominaba el balón como si lo tuviera pegado al pie y chutaba con una fuerza soberbia que no correspondía con la fisonomía de sus escuálidas extremidades, anotó tres goles y lo ví sonreír por primera vez ese día. El niño acosado por la pobreza y el desprecio general, habitante de la cochambre y el lodo, había encontrado algo en lo que sobresalía, algo que lo hacía resaltar entre los que antes lo miraban por encima del hombro; el fútbol cimbreó su destino, desde ese día siempre fue el primero en ser escogido o él era quien escogía en los picados; hasta los Pillos lo admiraban por su dominio con la pelota al punto que el patrón del barrio le regaló un par de guayos de micro que él usaba hasta para ir a misa, y no volvió a sentirse excluido, antes su bien ganada fama de calidoso arropó a sus hermanos y a toda su familia, quienes una vez alejados del recuerdo de Colombia pasaron a ser unos más del barrio, pero tenían en Ñoño a un portento y con eso bastaba para que fueran alguienes; la Pioja ya no solo era una señora fumadora y fastidiosa sino la mamá del Ñoño, y su papá, igual, y sus hermanos, los familiares del crack; Jairo y el Pillo fueron tenidos en cuenta en sus respectivos grupos de amigos, el primero fue uno de los Sanos y mantuvo esa condición hasta que fue adulto y su vida cambió de golpe cuando se enfrentó a una condena larga y según él, injusta, después de matar a un tipo que quiso violarlo en un club de streaptease en donde trabajaba de desnudista, y el Pillo creció para hacer honor a su apodo y murió en su ley siendo el hombre de confianza de un cacique en la cárcel de Bellavista, adonde fue a parar después de ser detenido en el robo de un carro de valores en el centro, pero esas son otras historias que no caben aquí más de soslayo, pues ninguno de los dos se interesó en el fútbol, al menos no de la manera en la que lo hizo el Ñoño; para Jairo fue un pasatiempo, y lo practicó como todos hasta que al igual que el resto nos dimos cuenta que por más entusiasmo que pusiéramos en su práctica no íbamos a alcanzar nunca un nivel destacado y fuimos abandonándolo, y el Pillo jugaba a veces y tenía alguna destreza, pero le pudo más la esquina y el ajetreo que la pelota; en cambio, el Ñoño era distinto, no veía en el fútbol una aspiración sino un deleite y tal vez por eso llegó adonde nadie más en el barrio pudo.
Un día pasó por nuestra comuna un entrenador de la Liga Antioqueña buscando jugadores para conformar un equipo, la convocatoria fue abierta para todos los muchachos que no pasaran de los dieciséis años; el tipo se llamaba Gustavo o algo así y le decían profe Fazeta. A la cancha grande del Idema fuimos todos los que teníamos la edad y algunos que la sobrepasaban, esperanzados en que, demostrando el talento suficiente, la edad sería negociable, sino para ese equipo, para otro de mayores. El Ñoño, Jaime, Omítar, Gambeta, Kaztro, Julián y yo acudimos a la cita con los tenis menos gastados y la ropita deportiva mejor tenida, había más de doscientos muchachos de todos los barrios aledaños, ilusionados como nosotros por encontrar en el fútbol la solución a todos los problemas de la vida, llevábamos la mirada ansiosa y la energía desbordante, se sabía que de esa citación podía depender el futuro, los elegidos entrarían a las divisiones menores de un club profesional, como supimos en cuanto llegamos y vimos que los petos verdes que le iban prestando a los que jugaban por turnos de once llevaban la insignia del club que había despertado la simpatía de todos por haber quedado campeón, lo que nos incrementó los nervios hasta el punto que algunos decidieron abandonar la cancha antes de ser llamados; él único que no denotaba nada extraño era Ñoño que, mientras hacíamos la fila, iba haciendo veintiunas con una bolita de trapo llena de arroz que mantenía siempre consigo. A todos los del combo nos tocó en el mismo onceno, la disputa era contra otros iguales de nerviosos que nosotros en partidos de quince minutos, que parecían la eternidad y después de los cuales el entrenador y su asistente anotaban en una lista a los que dejarían, y con quienes luego conformaban nuevos encuentros de los que saldrían los veintitrés convocados definitivos; para nosotros la cancha grande fue pasar de las vaquillas flacas a un toro de lidia, para el Ñoño fue cambiar el tamaño de la bola con la que parecía tener un pacto; en el encuentro marcó dos goles y fue de lejos el mejor de todos los que se presentaron, impresionó tanto al profe Fazeta que no tuvo que jugar más partidos, quedó seleccionado inmediatamente, y nosotros que no alcanzamos a estar ni siquiera preseleccionados, en medio del desengaño generalizado, nos alegramos por el Ñoño, quien no solo se lo merecía por su talento sino que además era el único que no había intentado impresionar a los reclutadores excediéndose en la fuerza de los ataques ni adornando sus jugadas, para él fue un partido similar a los que jugábamos a diario en la cuadra, y como tal tomó la noticia de su elección, pues parecía más preocupado por la suerte adversa de nosotros que por la propicia de él, y al llegar de nuevo a la cuadra nos dijo que la verdad era que él no quería ir a ningún equipo si iba a estar solo, que así no tenía gracia, cuando todos reviramos y le dijimos que tenía que aceptar como fuera, él se sinceró y dijo que no solo le daba pereza ir a entrenar a otro sitio alejado y conseguir nuevos amigos sino que además no tenía con que, que de dónde iba a sacar los pasajes para ir bien lejos y que además a él lo único que le interesaba era jugar y lo mismo daba en la cuadra que en un estadio. El consenso fue general cuando a Gambeta se le ocurrió que entre todos íbamos a subsidiar los pasajes del Ñoño sacando de la esmirriada mesada que nos daban en nuestras casas, y los días que no alcanzáramos a juntar con eso, recogeríamos envases de gaseosa en el colegio por los que retornaban cincuenta pesos de depósito, y que los alumnos por lo general dejaban tirados debido a lo escaso del monto, pero que en tiempos flacos, como eran siempre los nuestros, servían: para ir juntando lo de la gaseosa del que no tenía mesada, a partir de ese día irían directamente a las arcas con que solventaríamos los pasajes de nuestro amigo. El Ñoño seguía reacio a aceptar la ayuda, pero fue tal la decisión del combo que no le quedó más remedio que acceder, en parte porque se sentía en deuda al ver el denuedo con que asumimos su logro y en parte porque el fútbol le encantaba y aunque no lo había dicho sabría que en ese equipo podría jugar mas y mejor que en nuestro vecindario, y nosotros asumimos ese compromiso porque nos veíamos representados por el Ñoño; él iba a ser lo que nosotros no podíamos, y así de alguna manera su triunfo era el nuestro y su venturoso futuro, el de todos, a partir de ese día el Ñoño se ausentó de nuestros cotejos los mismos que fueron disminuyendo con el pasar de los días por carecer del picante y la energía que él le ponía, porque nuestro nivel pronto decayó aún más después de la derrota del día de la convocatoria, que se nos quedó pegada al alma como una lapa que poco a poco iba chupando el entusiasmo que sentíamos por el deporte, hasta que se hizo cuerpo entero de desidia y nadie volvió a jugar, eso si, seguíamos siendo hinchas fieles del Verde de la Montaña, y más ahora que el Ñoño estaba en sus inferiores y sabíamos que era cuestión de tiempo para que llegara al profesional, ahora no solo era el equipo de la ciudad sino, y sobre todo, del barrio y de la cuadra, porque un pedazo de Aranjuez estaba incrustado en él, y en poco tiempo nos traería la gloria y el reconocimiento al barrio y a sus amigos. El Ñoño no fue sino empezar a entrenar para descollar entre sus semejantes, sus gambetas fueron la delicia del equipo y sus goles la pesadilla de los contrarios, con cada entrenamiento ganaba confianza y jerarquía al depurar sus jugadas y pulir sus movimientos, sus fintas dejaban regados oponentes como si fueran piezas de Armotodo sacadas de la caja, y sus tiros gozaban de precisión geométrica, también tenía cabeza para elegir las jugadas más expeditas y soportar presiones y reveses esto aunado a una sangre fría exótica en jugadores de su edad, características que lo hicieron excepcional y que allanaron el camino de sombras que trae consigo el ascenso para conducirlo a una brillante carrera que desembocaría sin duda alguna en el advenimiento al fútbol profesional, cosa que consiguió al ser alineado como suplente en un partido amistoso del primer equipo con apenas dieciséis años. Solo jugó los últimos quince minutos pero para nosotros que estábamos en la tribuna fue lo más grande que vimos nunca, en ese corto lapso logró hacer un pase gol y deleitar a la gente con un par de amagues y una gambeta que dejó al estadio con ganas de más, con lo que logró que su nombre se quedara en la mente de los aficionados, por eso salimos del partido dando por sentado que el debut del Ñoño en el fútbol profesional era un hecho, solo era cuestión de esperar que el rentado empezara para que pudiéramos verlo cada ocho días vistiendo la casaca de nuestros amores y llenándonos de orgullo con sus jugadas desorbitantes.
Pero para algunos la vida solo saber morder, nunca lamer, y lo que parece algodón de azúcar termina sabiendo a moneda, porque lo que nadie sabía- o habíamos querido olvidar, que es la forma en que la desdicha disfraza su ponzoña y la reviste de olvido- era que el Ñoño además de un futbolista inverosímil era un piojo y como tal una ancestral suerte adversa teñía su destino: había sido él, y no su madre, quien en los últimos días de encierro de su tío Colombia había encontrado la caleta de baretos que tenía en su cuarto bajo la estera en la que dormía y había escamoteado dos de los tres que halló dejando solo uno con el que se sembró la simiente del amure que desencadenó a la postre la muerte de su tío; el Ñoño había sustraído los baretos con la intención de tener algo que mostrar a los demás muchachos, algo a lo que ellos no tuvieran acceso y con esos poderse granjear el favor de quienes siempre lo despreciaban, es decir, nosotros, mas no con ánimo de consumirlos, al menos no solo, pero apenas llegó a su casa después del sepelio y observó los dos tubitos hurtados sintió una rabia feroz contra ellos y se fue al solar con el firme propósito de destruirlos, empero cuando iba a iniciar la tarea cayó en la cuenta de que si su madre o algún familiar lo veía sería su condena y todo el mundo pensaría, como él, que era el culpable de la muerte de Colombia. Por lo tanto decidió deshacerse de ellos en la guarida en la que su tío se había encerrado y que desde su muerte permanecía abierta; al entrar vio la candela que el muerto utilizaba y sin saber muy bien por qué encendió el primero y lo aspiró, había visto a Colombia y a los Pillos de la cuadra fumar e imitó sus ademanes, consiguiendo un ahogo atroz después de la primera fumada, que se tradujo en una tos insostenible que lo puso al borde del vómito; una vez repuesto lo intentó de nuevo y esta vez la tos fue menor, y así continuó con esporádicos espasmos y carraspeos que fue dominando con cada nueva pitada, se fumó el bareto de un tirón y sintió por primera vez en su vida algo parecido a una liberación, a medida que el humo entraba en su organismo, sus problemas desaparecían y ya no era el Ñoño Piojo, pobre y asustado, sino una versión mejor de él, más alegre, positiva y entusiasta, se quedó encerrado disfrutando de la exacerbación de sí mismo, contento de sentirse bien, y percibiéndose mejorado se durmió, y al despertar olvidó por completo la primera intención de dañar los baretos, guardó en la guarida de su tío el último que le quedó y salió en busca de comida porque lo estaba partiendo el hambre. Desde ese momento cada que podía se encerraba en la cueva a fumar mariguana y a disfrutar de una vida que bajo su influjo se volvió posible, de manera que cuando empezó a jugar fútbol ya era un consumidor sostenido, y si bien sus atributos no tenían nada que ver con su vicio, sí su calma a la hora de enfrentar presiones y apremios, además que la mariguana había transformado sus días iguales e inútiles, días de nadas seguidas de nadas, en días de delicias, de ilusiones donde las bondades se repetían sin cesar y entre ellas la mas amena era el fútbol; con este había encontrado amigos y aceptación, las dos cosas que más había necesitado desde siempre y esto, sumado al sosiego que le brindaban los pitazos obstinados a los baretos, hacía de él lo que había soñado ser; sin embargo, por más que nos esforzamos en ocultar nuestras miserias la vida se da mañas para ponernos frente a frente con ellas y develarlas, eso le ocurrió al Noño el día de su debut en el fútbol profesional, nunca antes había disputado un partido sin estar trabado aunque nadie lo supiera, y siempre se las había arreglado para camuflar su vicio; antes de irse a entrenar se trababa en su casa y luego con un baño y el trayecto lograba disimular su traba y actuar de maravilla en el campo de juego, y los días de exámenes médicos no consumía, pero cuando esto pasaba sentía que su destreza disminuía y que lo atacaba súbitamente el cansancio, solo que como esos días eran los menos sus compañeros y entrenadores lo veían como un mal día cualquiera común en todos los deportistas ; sus problemas reales comenzaron cuando fue seleccionado para la selección Antioquia sub 17 y tuvo que concentrarse durante un mes largo en otra ciudad.
Previendo lo que
se le avecinaba
se hizo a
una cantidad suficiente de mariguana que pudo ocultar envolviéndola
en papel de aluminio y creando una plantilla falsa en
sus guayos, en el aeropuerto se
encomendó a todos los santos, los ángeles y sus muertos para que con su ayuda
no fuera detectado y lo consiguió gracias
a que la
mariguana es una droga suave, casi infantil, comparada con las drogas
duras que son en las que entrenan a
los perros y de las
que los guardianes están más pendientes, además como era un grupo de
muchachos apenas saliendo de la adolescencia y guiado por la vieja gloria del
balompié colombiano, las autoridades fueron laxas en las requisas, y ya en el
torneo cada día se las compuso para ausentarse antes de los encuentros y encaletarse
en un baño
apartado del hotel
o del estadio, en donde de afán
y azorado le daba tres o cuatro
pitazos a una matancera que es como le
dicen en el barrio a una pipa pequeña y
práctica de bambú que casi no deja salir el humo y que mantenía entre los
calzoncillos, después de salir
al campo a
deleitar a los
espectadores con sus
goles y sus
jugadas magistrales; para
sus técnicos y condiscípulos fue un torneo glorioso pues quedaron
campeones, pero para el Ñoño fue
una tarea casi
insuperable, pese a que fue elegido el mejor jugador del torneo;
esos días los recordará por siempre como los más tensos de su vida y cuando
más cerca estuvo de mandar todo al
carajo, porque estaba constantemente
sometido a una brutal dicotomía, por un lado ansiaba con
ardor trabarse, lográndolo apenas a medias
y de afán, y por otro lado cargaba con la
responsabilidad de echarse el
equipo al hombro
y para conseguirlo necesitaba la calma que solo le
brindaba la mariguana, de manera que
entre una cosa y la otra, y las
esporádicas escapadas para
fumar, se le notaba desacertado
e irascible, hasta el
momento en que sonaba el pitazo
inicial y su magia aparecía, al final
todos supieron perdonarle
los días de acritud y mala
leche, atribuyendo su comportamiento
a la presión
del torneo.
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