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martes, 13 de agosto de 2024

Capítulo octavo de la novela Aranjuez, Fútbol

                                                                  8.  Fútbol 


En  mi  barrio,   el   fútbol  siempre  fue  una  actividad  capital con la que todo el mundo tenía algo que ver; algunos  lo  practicábamos, otros  lo  consumían fanáticamente  en  radios  portátiles y, en contados casos, en algún televisor que solo las familias mas acomodadas tenían y que los días de partidos importantes se volvían comunitarios; los ponían en la  acera de las casa  y  toda  la  cuadra concurría  sin   importar quienes se enfrentaran, porque era novedoso ver  en  vivo  lo  que  apenas  se  intuía a  través  de  la onda corta  de  las transmisiones  radiales, costumbre  que  perduró  hasta  los  tiempos en  que   incluso los mas pobres logramos con  miles de  esfuerzos  tener  uno, así   fuera  pequeño  y  en  blanco  y  negro, como el de mi casa al que le poníamos  una  pantalla  polícroma  encima  para  simular  los  colores  y  que  vendían   por  separado, sin embargo la  gente  prefería arremolinarse alrededor del televisor comunal que algún vecino sacaba a la vereda para compartir la emoción con todos; el  fútbol  emparejaba  al  pillo y  al  sano, al  pobre  y  al  no  tan  pobre, al anciano  y  al  niño  a  todos  por  igual  nos  sonsacaba  alegrías  y   rabias análogas, y cuando llegó la época en que los Pillos se  instalaban  con  su  dinero  y  derroche en  las  cuadras del barrio, estos tomaron como excusa los  partidos  para  agenciarse  el  favor de la gente patrocinando comilonas los días de juego y prestando los televisores mas grandes que había  visto  en  mi  vida ¡ y a  color !; los días de fútbol se volvieron una fiesta que  alcanzó su  máximo esplendor un  miércoles de mayo de 1989 cuando el Atlético Nacional conquistó el  triunfo en  el  certamen  internacional  más importante del continente:  La  copa libertadores de América.

Desde  esa  noche  nuestra  relación  con  ese  deporte  se   transformó,   se    exacerbó  en  todos  los sentidos, los entusiastas del Nacional  se  hicieron  más frenéticos  y  arrogantes, los que no teníamos interés particular en  ningún  equipo arribamos  nuestra  simpatía  al  campeón   porque  no  hay  nada que atraiga mayor  favoritismo que  las  victorias y más en una sociedad obligada a perder como la nuestra, en la que todo y todos nos decepcionan constantemente, los padres a los hijos, los hijos a sus padres, los profesores a sus alumnos, estos a  aquellos, la iglesia a  su feligresía, los esposos a sus cónyuges, los vecinos a sus iguales y el gobierno a  todo el  mundo, por   lo  tanto  el  fútbol  es  la  manera  en  la  que  comunidad  expresa sus frustraciones  y   sus  ínfulas más  profundas   y  primarias, nos   brinda  la válvula  de  escape  que ecualiza la ruidosa inequidad  social  en  que vivimos sumidos de ahí que con ese triunfo todo el mundo se sintiera  identificado; fue un desahogo general, un equipo de puros criollos ponía el nombre de una ciudad  y hasta  de  un  país en titulares de todo el mundo por algo bueno y noble, hasta los hinchas de equipos contrarios tuvieron  muy  en  el   fondo  un  mínimo  de orgullo porque  sabían  y  sentían  que  una  puerta  se  abría  para el deporte  nacional  y tuvieron que guardar  la  envidia  y  el  rencor, si  los  tenían,  y reconocer que lo más grande que  había  conseguido el  fútbol  autóctono desde  su  creación, pero lo más importante  sin  duda  que produjo   ese  histórico partido fue que a nosotros  los  pelaos  nos  permitió soñar en  serio, con un futuro promisorio,  independiente  del   hampa  y   la  esquina,   porque  hasta  los  Pillos  admiraban  a  los futbolistas  tanto o más  que  a   sus  patrones; ahora  había  otra  forma de  sobresalir  en  el  barrio: ser futbolista, por  eso desde  el  siguiente  día  todos  empezamos  a  practicarlo   con  denuedo, no  solo  como el divertimento que   había   sido  siempre, sino buscando emular a  los  ídolos recién encumbrados al olimpo futbolístico, remedando sus movimientos, tomando sus nombres  y  remoquetes, de  esa  cohorte salieron un montón de  Chichos, Leoneles  y Chonticos,  quienes conservaron su apodo hasta  mucho después  de que pasara  la  fiebre campeona; las  horas  se  nos  iban corriendo detrás de  un  balón,  de día  y  de  noche, improvisábamos  canchas en todas  partes de  la  calle, en las  aceras, en los solares,  y  hasta  en  las  salas de  las  casas con padres alcahuetas, nuestra vida social se volvió de pronto un eterno partido de  final, y como si de tal se tratara nos aplicábamos con  disciplina  y control a  triunfar en esos cotejos espontáneos por mas espurios que fueran, empero, como en todos los oficios, hay  personas que sin  importar cuanto tiempo se dediquen  ni  el  gusto que  sientan por  lo  que  hacen, no alcanzan nunca un nivel aceptable en  la  labor, y van quedando relegados como en nuestro caso, a ser los eternos malos arqueros de todas las contiendas disputadas o los que nadie escoge en la repartición inicial y tienen que aceptar la onerosa condición de entrar al gol, es decir, que solo pueden jugar como refuerzos malos  y  estorbosos  en  el  equipo que permite la primera anotación; están por otra parte, los que logran con esfuerzo un  nivel  suficiente  y juegan sin hacer el ridículo pero sin aportar demasiado, y están los dotados, los que parece que hubieran heredado la destreza genéticamente pero no de un familiar sino de un epítome genérico de jugador universal, que cada tierra ha tenido desde el origen de los tiempos, la quintaesencia del que sabe  directamente que hacer y  además inventa nuevas formas para adornar con filigranas mágicas cualquier movimiento con  el  esférico, el que deja  regados a los demás con sus fintas cósmicas sin que nadie pueda explicar cómo lo hizo, el que tiene el tiro perfecto en técnica  y exacto en su definición, el que además no parece que hiciera ningún esfuerzo para conseguir lo que al resto de los mortales nos cuesta una eternidad de aplicación tesonera. En nuestro barrio ese egregio jugador era Ñoño, el hijo intermedio de los Piojos. Desde que su tío fue asesinado y él y sus hermanos empezaron a hacer parte del combo de adolescentes que cada día veíamos en el fútbol la actividad más bonita, lucrativa a futuro e importante de nuestras vidas, demostró un talento raro; como los Piojos nunca antes habían jugado, el primer día en que los incluimos en un picado- que es como se nombra al partido de pelaos, de arcos hechos a dos piedras a seis pasos una de la otra, y en el que los dos más calidosos del barrio hacen una pequeña caminata que se llama "pico-monto" que consiste en que el que llegue primero donde el  otro, le toca iniciar la escogida del resto de participantes que formarán su equipo, dejando a los más paquetes para el final-, los dos Piojos grandes, que hicieron su debut en el futbol y en la vida social, quedaron relegados al  final,  primero escogieron a Jairo por ser más grande, y dejaron al ñoño al gol; cuando se marcó el primer tanto el Ñoño entró para el equipo en que yo estaba y no fue sino tocar la bola para que todo el mundo se quedara boquiabierto, sus piernas entecas y sus pies calzados apenas con dos alpargatas desgastadas tenían la magia inaudita de los cracks, hacía ver fácil  lo que producía, esquivaba  los contrarios con agilidad de gato, dominaba el balón como si lo tuviera pegado al  pie y chutaba con una fuerza soberbia que no correspondía con la fisonomía de sus escuálidas extremidades, anotó tres goles y lo ví  sonreír  por primera vez ese día. El niño acosado por la pobreza y el desprecio general, habitante de la cochambre y el lodo, había encontrado algo en lo que sobresalía, algo que lo hacía resaltar entre los que antes lo miraban por encima del hombro; el fútbol cimbreó su destino, desde ese día siempre fue el primero en ser  escogido o él era quien escogía en los picados; hasta los Pillos lo admiraban por su dominio con la pelota al punto que el patrón del barrio le regaló un par de guayos de micro que él usaba hasta para ir a misa, y no volvió a sentirse excluido, antes su bien ganada fama de calidoso arropó a sus hermanos y a toda su familia, quienes una vez alejados del recuerdo de Colombia pasaron a ser unos más del barrio, pero tenían en Ñoño a un portento y con eso bastaba para que fueran alguienes; la Pioja  ya  no solo era una señora fumadora y fastidiosa sino la mamá del  Ñoño, y su  papá,  igual, y sus hermanos, los familiares del crack; Jairo y el Pillo fueron tenidos en cuenta en sus respectivos grupos de amigos, el primero fue uno de los Sanos y mantuvo  esa condición hasta que fue adulto y su vida cambió de golpe cuando  se  enfrentó a  una condena larga y según él, injusta, después de matar a un tipo que quiso violarlo en un club de streaptease en donde trabajaba de desnudista, y el Pillo creció para hacer honor a su apodo y murió en su ley siendo el hombre de confianza de un cacique en la cárcel de Bellavista, adonde fue a parar después de ser detenido en el robo de un carro de valores en el centro, pero esas son otras historias que no caben aquí más de soslayo, pues ninguno de los dos se interesó en el fútbol, al menos no de la manera en la que lo hizo el  Ñoño; para Jairo fue un pasatiempo, y lo practicó como todos hasta que al igual que el resto nos dimos cuenta que por más entusiasmo que pusiéramos en su práctica no íbamos a alcanzar nunca un nivel destacado y fuimos abandonándolo, y el Pillo jugaba a veces y tenía alguna destreza, pero le pudo más la esquina y el ajetreo que la pelota; en cambio, el  Ñoño  era distinto, no veía en el fútbol una aspiración sino un deleite y  tal  vez por eso llegó adonde nadie más en el barrio pudo.

Un día pasó por nuestra comuna un entrenador de la Liga Antioqueña buscando jugadores para conformar un equipo, la convocatoria fue abierta para todos los muchachos que no pasaran de los dieciséis años; el tipo se llamaba Gustavo o algo así y le decían profe Fazeta. A la cancha grande del  Idema  fuimos  todos los que teníamos la edad y algunos que la sobrepasaban, esperanzados en que, demostrando el talento suficiente, la edad sería negociable, sino para ese equipo, para otro de mayores. El Ñoño, Jaime, Omítar, Gambeta, Kaztro, Julián y yo acudimos a la cita con los tenis menos gastados y la ropita deportiva mejor tenida, había más de doscientos muchachos de todos los barrios aledaños, ilusionados como nosotros por encontrar en el fútbol la solución a todos los problemas de la vida, llevábamos la mirada ansiosa y la energía desbordante, se sabía que de esa citación podía depender el futuro, los elegidos entrarían a las divisiones menores de un club profesional,  como supimos en cuanto llegamos y vimos que los petos verdes que le iban prestando a los que jugaban por turnos de once llevaban la insignia del club que había despertado la simpatía de todos por haber quedado campeón, lo que nos incrementó los nervios hasta el punto que algunos decidieron abandonar la cancha antes de ser llamados; él único que no denotaba nada extraño era Ñoño que, mientras hacíamos la fila, iba haciendo veintiunas con una bolita de trapo llena de arroz que mantenía siempre consigo. A todos los del combo nos tocó en el mismo onceno, la disputa era contra otros iguales de nerviosos que nosotros en partidos de quince minutos, que parecían la eternidad y después de los cuales el entrenador y su asistente anotaban en una lista a los que dejarían, y con quienes luego conformaban nuevos encuentros de los que saldrían los veintitrés convocados definitivos; para nosotros la cancha grande fue pasar de las vaquillas flacas a un toro de lidia, para el Ñoño fue cambiar el tamaño de la bola con la que parecía tener un pacto; en el encuentro marcó dos goles y fue de lejos el mejor de todos los que se presentaron, impresionó tanto al  profe Fazeta que no tuvo que jugar más partidos, quedó seleccionado inmediatamente, y nosotros que no alcanzamos a  estar  ni   siquiera preseleccionados, en medio del desengaño generalizado, nos alegramos por  el  Ñoño, quien  no solo se lo merecía por su talento sino que además era el único que no había intentado impresionar a los reclutadores excediéndose en la fuerza de los ataques ni  adornando  sus  jugadas, para él  fue un partido similar a los que jugábamos a diario en la cuadra, y como tal tomó la noticia de su elección, pues parecía más preocupado por la suerte adversa de nosotros que por la propicia de él, y al llegar de nuevo a la cuadra nos dijo que la verdad era que él  no quería ir a ningún equipo si iba a estar solo, que así no tenía gracia, cuando todos reviramos y le dijimos que tenía que aceptar como fuera, él se sinceró y dijo que no solo le daba pereza ir a entrenar a otro sitio alejado y conseguir nuevos amigos sino que además no tenía con que, que de dónde iba a sacar los pasajes para ir bien lejos y que además a él lo único que le interesaba era jugar  y  lo mismo daba  en  la cuadra que  en  un  estadio. El consenso fue general cuando a Gambeta se le ocurrió que entre todos íbamos a subsidiar  los pasajes del  Ñoño sacando de la esmirriada mesada que nos daban en nuestras casas,  y  los  días que no alcanzáramos a  juntar con eso, recogeríamos  envases  de  gaseosa  en  el  colegio por los que retornaban cincuenta pesos de depósito, y que los alumnos por lo general dejaban tirados debido a lo escaso del  monto, pero que en tiempos flacos, como eran siempre los nuestros, servían: para ir juntando lo de la gaseosa del que no tenía mesada, a partir de ese día irían directamente a  las  arcas  con que solventaríamos los pasajes de nuestro amigo. El  Ñoño seguía reacio a aceptar  la ayuda, pero fue  tal  la  decisión del  combo que no le quedó más remedio que acceder, en parte porque se sentía en deuda al ver el denuedo con que asumimos  su  logro y   en parte  porque  el   fútbol  le  encantaba y aunque no lo había dicho sabría que en ese equipo podría jugar mas y mejor que en nuestro vecindario, y nosotros asumimos ese compromiso porque nos veíamos  representados  por  el  Ñoño; él iba a ser lo que nosotros no podíamos, y así de alguna manera su triunfo era  el  nuestro y su venturoso futuro, el  de  todos, a partir de ese día el  Ñoño se ausentó de nuestros cotejos los mismos que fueron disminuyendo con el  pasar de los días  por carecer del picante y la energía que él le ponía, porque nuestro nivel pronto decayó aún más después de la derrota del día de la convocatoria, que se nos quedó pegada al alma como una  lapa que poco a poco iba chupando el entusiasmo que sentíamos por el deporte, hasta que se hizo cuerpo entero de desidia y nadie volvió a jugar, eso si, seguíamos siendo hinchas fieles del  Verde de la  Montaña, y   más  ahora  que el Ñoño estaba en sus inferiores y sabíamos que era cuestión de tiempo para que llegara  al  profesional,  ahora  no  solo  era el equipo de la ciudad sino, y  sobre todo, del  barrio  y  de  la  cuadra,  porque un pedazo de  Aranjuez  estaba incrustado en  él, y en poco tiempo nos traería la  gloria  y  el  reconocimiento al  barrio y  a  sus  amigos. El Ñoño no fue sino empezar a entrenar para descollar entre sus  semejantes, sus gambetas  fueron  la  delicia  del  equipo y  sus  goles  la  pesadilla de los contrarios, con cada entrenamiento ganaba confianza y jerarquía al depurar sus jugadas y pulir sus movimientos, sus fintas dejaban regados oponentes como si  fueran piezas de Armotodo sacadas de la caja, y sus tiros gozaban de precisión geométrica, también tenía  cabeza para elegir las jugadas más expeditas y soportar  presiones  y  reveses esto aunado a una sangre fría exótica en jugadores de su edad, características que lo hicieron excepcional y que allanaron el camino de sombras que trae consigo el ascenso para conducirlo a una brillante carrera que desembocaría sin duda alguna en el advenimiento al   fútbol  profesional, cosa que consiguió al  ser  alineado como suplente en un partido amistoso del primer equipo con apenas dieciséis años. Solo jugó los últimos quince minutos pero para nosotros que estábamos en la tribuna fue lo más grande que vimos nunca, en ese corto lapso logró hacer un  pase  gol y deleitar a  la  gente con  un  par de amagues y una gambeta que dejó al estadio con ganas de más, con lo que logró que su nombre se  quedara  en  la mente de los  aficionados, por eso salimos del partido dando por sentado que el debut del  Ñoño en el fútbol profesional era un hecho, solo era cuestión de esperar que el rentado empezara para que pudiéramos verlo cada ocho días vistiendo la casaca de nuestros amores y llenándonos de orgullo con sus jugadas desorbitantes.

Pero para algunos la vida solo saber morder,  nunca   lamer, y lo que parece algodón de azúcar termina sabiendo a  moneda, porque lo que nadie sabía- o habíamos querido olvidar, que es la forma en que la desdicha disfraza su ponzoña  y  la  reviste de olvido- era que el Ñoño además de  un   futbolista  inverosímil era un  piojo  y  como  tal  una ancestral  suerte adversa  teñía su destino:  había  sido  él,  y  no  su  madre, quien en los últimos días de encierro de  su  tío Colombia había encontrado la caleta de baretos que tenía en su cuarto bajo la estera en la que dormía y había escamoteado dos de los tres que  halló dejando solo uno con el  que  se  sembró  la  simiente del  amure  que desencadenó a  la postre  la  muerte de  su  tío; el Ñoño había sustraído los baretos con la intención de tener algo que mostrar a los demás  muchachos, algo a lo que ellos no tuvieran  acceso  y  con  esos  poderse  granjear el  favor de quienes siempre lo despreciaban, es decir, nosotros, mas  no con  ánimo de  consumirlos,  al  menos  no  solo, pero   apenas    llegó  a  su  casa  después  del  sepelio  y  observó  los  dos  tubitos  hurtados sintió una rabia feroz contra ellos y se fue al solar con el firme  propósito  de  destruirlos, empero cuando iba  a  iniciar  la   tarea  cayó en la cuenta de que  si  su madre o algún  familiar  lo  veía  sería  su  condena  y  todo el  mundo pensaría,  como  él, que  era  el  culpable  de  la  muerte de  Colombia. Por  lo  tanto decidió  deshacerse de  ellos en la  guarida en  la  que  su tío se  había  encerrado  y  que  desde   su   muerte  permanecía  abierta;  al  entrar  vio  la  candela  que  el  muerto  utilizaba  y  sin  saber  muy  bien  por  qué  encendió  el  primero y  lo  aspiró,  había  visto a  Colombia y   a  los  Pillos de  la  cuadra  fumar  e  imitó  sus  ademanes, consiguiendo un ahogo atroz después de la  primera fumada, que  se  tradujo  en   una  tos  insostenible que  lo  puso  al  borde  del  vómito;  una  vez  repuesto lo intentó de  nuevo y esta vez  la  tos  fue  menor,  y  así  continuó con esporádicos espasmos y carraspeos que  fue  dominando con cada nueva pitada, se  fumó  el  bareto de  un  tirón  y  sintió  por  primera   vez   en   su  vida algo parecido  a   una   liberación, a  medida que  el  humo  entraba  en  su  organismo, sus  problemas  desaparecían  y  ya  no  era  el  Ñoño Piojo, pobre  y  asustado, sino una versión mejor de  él, más alegre, positiva  y  entusiasta, se  quedó encerrado  disfrutando de  la  exacerbación  de sí mismo, contento de sentirse  bien, y  percibiéndose  mejorado  se  durmió, y  al  despertar   olvidó  por  completo  la  primera  intención  de  dañar  los  baretos, guardó en la guarida  de  su  tío  el  último que le quedó  y  salió  en  busca de comida porque   lo estaba  partiendo el  hambre. Desde  ese  momento cada   que  podía   se  encerraba  en  la  cueva   a  fumar  mariguana y a   disfrutar  de  una  vida que  bajo  su  influjo se  volvió  posible, de  manera que cuando empezó a  jugar  fútbol  ya  era  un  consumidor  sostenido, y  si   bien sus atributos  no  tenían  nada  que ver con  su  vicio,  sí  su  calma  a  la  hora  de  enfrentar  presiones  y  apremios, además  que  la  mariguana había transformado sus  días  iguales  e  inútiles, días de nadas  seguidas  de  nadas, en días de delicias, de  ilusiones  donde las bondades  se  repetían  sin  cesar  y entre ellas  la  mas  amena  era  el  fútbol; con este había  encontrado amigos  y  aceptación, las  dos  cosas que más  había  necesitado desde  siempre  y  esto, sumado al sosiego que le  brindaban  los   pitazos  obstinados  a   los  baretos, hacía  de  él   lo  que  había  soñado  ser;  sin  embargo, por  más  que  nos  esforzamos  en  ocultar  nuestras   miserias  la  vida  se  da   mañas  para  ponernos frente  a  frente con  ellas y develarlas, eso le ocurrió al  Noño el  día  de  su  debut  en  el   fútbol  profesional, nunca antes había disputado  un  partido sin  estar  trabado aunque  nadie  lo  supiera, y siempre se  las  había  arreglado para  camuflar  su  vicio; antes  de  irse  a   entrenar  se  trababa  en  su   casa  y  luego  con  un   baño  y  el   trayecto lograba  disimular  su   traba  y  actuar  de  maravilla  en  el  campo  de  juego, y  los  días  de  exámenes médicos  no consumía, pero cuando esto  pasaba sentía que  su   destreza  disminuía  y  que  lo  atacaba  súbitamente  el  cansancio, solo que  como  esos  días  eran  los  menos  sus  compañeros y entrenadores lo veían como un  mal  día  cualquiera común en todos los  deportistas ; sus problemas  reales  comenzaron cuando fue seleccionado para la selección Antioquia  sub 17 y tuvo que concentrarse durante un mes largo en otra ciudad.

Previendo lo  que  se  le  avecinaba  se  hizo  a  una  cantidad suficiente de  mariguana que pudo ocultar envolviéndola en  papel de  aluminio y creando una plantilla falsa en sus  guayos, en el aeropuerto se encomendó a todos los santos, los ángeles y sus muertos para que con su ayuda no fuera detectado y lo consiguió gracias  a  que  la  mariguana es una droga suave, casi  infantil, comparada con las  drogas  duras que son en las que entrenan a  los  perros  y de las  que los guardianes están más pendientes, además como era un grupo de muchachos apenas saliendo de la adolescencia y guiado por la vieja gloria del balompié colombiano, las autoridades fueron laxas en las requisas, y ya en el torneo cada día se las compuso para ausentarse antes de los encuentros  y encaletarse  en  un  baño  apartado  del  hotel  o  del  estadio, en donde de  afán  y  azorado le daba tres o cuatro pitazos a  una matancera que es como le dicen en el barrio a  una pipa pequeña y práctica de bambú que casi no deja salir el humo y que mantenía entre  los  calzoncillos, después de salir  al  campo  a   deleitar   a   los   espectadores  con  sus  goles  y  sus  jugadas  magistrales; para sus  técnicos  y    condiscípulos  fue un torneo glorioso pues quedaron campeones, pero para  el  Ñoño fue  una  tarea  casi  insuperable,  pese a  que fue elegido el mejor jugador del torneo; esos días los recordará por siempre como los más tensos de su vida y cuando más  cerca estuvo de mandar todo al carajo, porque estaba   constantemente sometido a  una   brutal dicotomía, por un lado ansiaba con ardor trabarse, lográndolo apenas  a  medias  y   de   afán, y por otro lado cargaba con la responsabilidad de  echarse   el   equipo  al  hombro  y  para  conseguirlo necesitaba la calma que solo le brindaba la  mariguana, de manera que entre una cosa y  la  otra, y las  esporádicas  escapadas  para  fumar, se le notaba desacertado  e  irascible, hasta  el  momento en que sonaba el  pitazo inicial y su magia aparecía, al final  todos  supieron  perdonarle  los días de  acritud y  mala  leche, atribuyendo su comportamiento  a  la   presión  del  torneo.

 

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