Al retornar al barrio se sintió de nuevo él, se encerraba en su cueva a fumar cuando todos dormían y no salía hasta el otro día, y como con ese torneo llegaron los primeros pesos devenidos del fútbol, pusieron luz eléctrica y mercaron por primera vez en la vida y todos fueron felices, menos el Ñoño que intuía que con esos logros vendrían unas responsabilidades mayores que no sabría si podría sortear sin mariguana, porque algo le había quedado claro con ese viaje: el vicio y el fútbol eran incompatibles, de manera que haciendo acopio de todas sus fuerzas y después de haberse metido una traba de toda la noche en la cueva, tomó la resolución de abandonar la mariguana para siempre y dedicarse únicamente a entrenar con saña y con juicio; los primeros días cumplió su promesa a medias, pues aunque logró mantenerse sobrio en el día y durante los entrenamientos, al llegar la noche le era imposible conciliar el sueño y se la pasaba dando vueltas en el colchón, con un frío sepulcral que en cuanto se cobijaba permutaba en un calor del infierno, hasta que hastiado de pelear con el insomnio, apenas escuchaba a los gallos de su casa cantar la aurora, abandonaba su lecho y se iba a trotar a ver si el cansancio extremo lo vencía y le traía el sosiego del sueño, pero, en vez de eso, lo agotaba en exceso y no le permitía desarrollarse a plenitud en los entrenos, hasta que al tercer día, agobiado por el cansancio y torvo de no dormir se fue a su cueva y se fumó medio bareto que le trajo al fin la paz y el descanso necesario, a partir de ahí tomó a la bareta como una tregua entre su disciplina diurna y su tormento nocturno y solo se fumaba medio baretico antes de acostarse; si bien su genio se trastocó y se mostraba cada vez más hosco e intolerante, su calidad en la cancha no disminuyó un ápice, antes bien parecía que su carácter impetuoso y cerrero le hacía bien a su juego, por eso fue tenido en cuenta para la planilla profesional del siguiente año y llevado a la nómina del amistoso al que todos asistimos y en el que con tan solo unos minutos dejó a todo el mundo boquiabierto; para nosotros fue la dicha, el culmen de un sueño colectivo que se hacía realidad en la persona del Ñoño y que de alguna manera nos tocaba a todos con su gloria; insisto, su consagración era la del barrio y en especial la de todo el combo que estuvimos con él en su ascenso, algunos hiperbólicos vaticinaban incluso su convocatoria a la tricolor nacional para las próximas eliminatorias; al terminar el partido lo esperamos a la salida y entre vítores y abrazos le trasmitimos lo mucho de orgullo que nos insuflaba su carrera y el cariño que todos sentíamos por él y por lo que estaba consiguiendo, el apenas nos miró como pidiendo perdón y siguió camino a su casa, lo que muchos interpretaron como un gesto de soberbia o tal vez el inicio de la separación de una amistad que algunos esperaban que se quebrara al final cuando el Ñoño fuera una superestrella y nosotros los mismos esquineros de siempre, sin embargo yo vi en su mirada lo mismo que había visto años atrás, cuando se quedaban agazapados él y sus hermanos en la acera de su casa viéndonos jugar en la cuadra sin poder participar por ser uno de los Piojos y por lo tanto un paria dentro del entorno; algo había en ese gesto que lo devolvía a los tiempos en que parecía rogar misericordia por existir con su mirada lánguida.
La vida siguió sin motivo y sin sentido hasta que nos enteramos por la radio que el Ñoño iba a debutar en primera con el Atlético Nacional, cuando fui a la esquina ya todos sabían la noticia, y Jairo el hermano mayor de los Piojos, nos había llevado las boletas de cortesía para el partido que el Ñoño nos había enviado porque estaba concentrado en el hotel Amarú del centro con el resto del equipo, pero como todo lo importante en la vida, nuestra ilusión se quedó en proyecto, y el júbilo que todos teníamos adentro guardado para el debut murió apenas engendrado, porque el día del partido el Ñoño no salió a la cancha, no lo vimos calentar con sus compañeros, ni en la banca, nuestras caras de asombro se inquirían unas a otras, Jairo trató de bajar a los camerinos y no lo dejaron pasar los de seguridad, se devolvió con la sorpresa vestida encima y nos trasmitió la ansiedad que cargaba; ya estando ahí vimos el partido sin interés y anhelosos por saber qué había pasado y al final nuestro equipo perdió dos a uno en un partido soso y desangelado como todos los de inicio de temporada, con el pitazo final arrancamos todos a esperar la salida del equipo, en tanto Jairo volvía a preguntar a todo el que veía por su hermano y el resto de amigos nos comíamos las uñas y caminábamos pasos repetidos mirando al suelo, finalmente los jugadores salieron en vestido de calle y uno a uno se fueron montando al bus del equipo en medio de los gritos de los hinchas, nosotros registramos atentamente con la mirada repasando a cada uno de los jugadores y no vimos al Ñoño; cuando el bus arrancó nosotros sin saber qué hacer decidimos devolvernos al barrio, fuera lo que fuera, en la casa nos enteraríamos; el regreso fue incómodo, largo y teñido de sospecha, cada uno cavilaba en su mente, en silencio, lo que podría haber pasado, finalmente nos bajamos del bus y al encarar la cuadra vimos al Ñoño en pantaloneta y chanclas sentado solo en la esquina, fumándose sin recato un bareto del tamaño de una mano y con la vista perdida en el espacio, y al acercarnos con gestos de estupefacción en las caras y preguntas atragantadas, el Ñoño nos miró desde muy lejos y muy adentro a pesar de que lo teníamos enfrente y, dándole una calada honda, como la fosa en que estaba su mirada, a su bareto, nos dijo, soltando el humo, La cagué, muchachos, todos nos sentamos a su alrededor y ensolvados en la densa humareda escuchamos su historia: empezó contándonos cómo había cogido el vicio a la muerte de su tío y cómo lo había podido controlar un poco y había esquivado los controles hasta su decisión fallida de abandonarlo, y que todo iba con relativa calma y bien en la concentración, pero a medida que se acercaba la fecha del partido se iba sintiendo más y más ansioso al punto de que no pudo comer ni dormir el día anterior, y cómo a pesar de que los médicos lo revisaron y le mandaron drogas y que estuvo en el jacuzzi toda la mañana para relajarse siguiendo el consejo del preparador físico, él sabía que solo había una forma de desenredar el ovillo de nervios que tenía en la cabeza y por eso sin poder aguantar más recurrió, después del almuerzo que no pudo probar, al utilero de quien sabía por chismes de vestuario que conseguía lo que los jugadores desearan- comidas especiales, mujeres de ocasión, talismanes exclusivos y drogas legales e ilegales-, le encargó un bareto con carácter urgente y el hombrecillo al que todo el mundo conocía como la Rata le dijo que traía encima uno y se lo podía ceder, pero que no le recomendaba que lo usara y menos en el hotel, el Ñoño desoyó el consejo con el apremio del adicto que necesita una dosis para volver a sentirse él mismo, se fue a una terraza apartada y prendió su perdición; no le había dado más de tres plones cuando la algarabía del olor alertó a uno de los preparadores físicos que pasaba por ahí, haciendo un ritual de silencio y concentración previo a los partidos, bastó con que siguiera el rastro del tufo para dar con el fumador, de inmediato fue notificado el entrenador y este decidió retirar al Ñoño de la concentración y del equipo hasta que tuvieran una reunión después del juego en donde decidirían qué hacer con él. Al terminar de contarnos se hizo un silencio oscuro, turbio y malo como debe ser la muerte, todos apenas nos escuchábamos respirar, nadie quería hablar, menos mirar al Ñoño, de quien apenas se percibía el perfil alumbrado con la intermitencia de sus fumadas, después de unos segundos que se hicieron largos y molestos como tragar cucharadas de arena, Jairo, su hermano, se levantó y dijo fingiendo un ánimo que ni el mismo se creía Bueno, pero no todo está perdido, en esa reunión seguro te sancionan, pero vuelven y te llaman, todos intentamos hacer eco del empuje de Jairo y elaboramos frases destempladas que reafirmaban el ímpetu y optimismo del hermano, pero en el fondo sabíamos que era el fin; el Ñoño apenas pudo apagar la pata del bareto y con una sonrisa melancólica en la que se concentraba el desengaño de siglos y siglos de sangre frustrada, de ilusiones que terminaban en fracasos irremediablemente, de heredades, de ruinas y fiascos, dijo por lo bajo Saben qué, muchachos, de todas maneras el fútbol no era para mi, tampoco soy tan bueno, y ninguno tuvo el ánimo de seguir fingiendo esperanzas y exultaciones, y de nuevo reinó un silencio lóbrego que nos cobijó a todos, el tiempo de la desdicha que corre a paso de babosa se estiraba luengo y asfixiaba en la espera, hasta que uno por uno se fueron parando y pretextando alguna urgencia que habían olvidado y se retiraron de la esquina, al final solo quedamos el Ñoño y yo cuando su hermano a punto de llorar, se fue a su casa; antes de irme y después de un minuto denso de ahorcado, por los pliegues de la voz como saliéndole en esquirlas me dijo, aunque más parecía decírselo a sí mismo, al menos ya puedo fumar tranquilo, yo no tenía nada que responderle distinto a un ríspido Ajá, a veces la voz del silencio grita más fuerte que las palabras, y el del nuestro, después de que dijo la frase paliativa, decía que me ahuyentara, que dejara al Ñoño solo, al despedirme me miró desahogado y se quedó consigo mismo, hecho una ausencia, pensando, como me contó algún tiempo después, que su más grande ambición cuando empezó con el fútbol había sido ser aceptado y querido y que ambas cosas las había conseguido a granel, pero siempre a cambio de algo, de ser bueno y obediente, y cuando había fallado en esto había vuelto a ser despreciado y aborrecido porque en el fondo no lo querían a él sino a su juego porque nadie iba a quererlo ni a aceptarlo si él mismo no lo hacía, y eso lo había conseguido desde antes con la mariguana, desde que se había fumado el primer bareto y le había gustado la versión de sí mismo que no dependía de nadie más que de él, a la larga, la mariguana había sido una excusa, solo el puente para transitar el paso obligatorio hacia él mismo, pero sin la cual no conseguía allegarse, se sonrió con la sonrisa triste del que se sabe preso y acepta su condena, se levantó de la acera y se fue a su casa, y desde ese día se desentendió por completo del fútbol; hoy sus entecas piernas extintas de magia, huérfanas del balón, olvidadas de sus gambetas singulares y preciosas, están condenadas para siempre al procaz y simplón oficio de caminar, y eso lo hacen de un lado a otro, buscando un rincón alejado para trabarse y resistir ser el Ñoño en las largas noches en vela como celador de la urbanización donde lo consume su humilde oficio.
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