11. Bucle
A las personas nos determinan más claramente las historias que guardamos que aquellas que revelamos, todos tenemos secretos profundos que solo la nada de la muerte con su imposibilidad de esencia y materia y su arcano silencio llegará a conocer. A mi padre la muerte le develó su hermetismo con antelación, suprimiendo sus culpas recónditas y sus miedos insondables, pero también deshaciendo su historia, el archivo de lo vivido, adelantándole la nulidad perpetua en donde se guardan todos nuestros secretos, como si la Parca hubiera decidido traspasar los dominios de su reino a través de él, haciendo una avanzada temeraria en territorio enemigo, volviéndolo un muerto en vida, un ente congelado en un instante de nada, girando en rizos de nadas, muerte bellaca, dañina y avara que no se contenta con imponer su negación en su momento y viene a arañar los últimos instantes de existencia de un hombre con sus pérfidas garras, pelando la olla de la vida, robándose el pegao, que es lo único que tienen los perros, los pobres y los hambrientos del mundo para alimentarse, muerte hijueputa.
La vida de un hombre es insignificante en realidad, aunque tiene dos o tres ocasiones que la dignifican y le dan sentido, solo que no sabemos qué son cuando ocurren, sino mucho después cuando las contemplamos desde la distancia y con la pátina indulgente de los años, por lo tanto somos melancólicos y anacrónicos y vivimos de un pasado que ni siquiera sabemos si fue real o si nuestra mente profiláctica limpió de bajezas. A veces vuelvo y me miento y digo que es justa su demencia porque vino a salvarlo de un pasado en el que celaba algo atroz, alguna injuria horrenda, un pecado inconfesable que validara su desmemoria y la invasión de la muerte en su vida para decirle al oído Tus secretos están bien guardados, pero sé que me miento por mi incapacidad de aceptar lo inaceptable de su borrón, y me enojo conmigo por mezquino y miserable, y siento que en vez de pensar en sus desaciertos, que de seguro los tuvo, debo dignificar su pasado y, con este, su paso por el mundo, contando lo que sé de él y lo que intuyo para echarle una mano, como lo hizo él tantas veces con nosotros, ahora que está desamparado en ese valle baldío que es su cabeza.
Qué recuerdos quisiera conservar de él, cómo saberlo, quizás la primera cara que le vio a mi madre cuando le salió al encuentro en Ituango, esa mirada que lo conturbó, como me contó un día mientras esperábamos en una infame sala de hospital a que nos dejaran ver a mi mamá después de que le sacaron la matriz y que él, sumido en un nerviosismo inédito, me dijo casi a punto de llorar cuando le inquirí por su estado Es que si su mamá se muere yo me muero, y ahí se soltó a contarme cómo la había conocido y cómo con esa mirada negra profunda que tiene ella lo había hechizado, porque desde ese día no quiso mirar otra mirada que no fuera la suya, y cómo se casaron y se amaron todos los días de su vida, vida que ahora le propone un final adelantado y al que él se resiste con ahínco, puesto que cuando ya casi todo en él es olvido, a mi madre y a mi nos sigue recordando y llamándonos por el nombre; o tal vez debería conservar el recuerdo de cuando conoció a su hijo mayor y la alegría con llanto que le produjo cogerlo entre sus manos y cómo le echó la bendición y le agradeció a Dios porque estaba sano y completo; o las alegrías pares de los nacimientos de sus otros dos hijos; quizás quiera guardar en su mente el día que nos trajo un pollo asado a mi hermano mayor y a mí para que almorzáramos mientras mi madre daba a luz a mi hermano menor y, ante mi protesta constante por el abandono materno, se inventó una historia con la que consiguió aplacar mi reclamo sobre cómo nacen los niños que hasta hoy me parece imaginativa y algo espeluznante: nos dijo que mi madre tenía una cita en Hoyorrico con la virgen María, pues era quien hacía a los niños, los construía y los tenía de niño Jesús durante un tiempo mientras se acostumbraban a tener mamá y después se los pasaba a las señoras para que los criaran a cambio de un tesoro que ellas guardaban en su barriga y que por eso era que les crecía, que aguardáramos y veríamos que la mamá volvía al otro día sin barriga y con un hermanito, como en efecto ocurrió, por eso durante algunos años pensé que mi hermano menor había sido uno de los tantos niños Jesús que veía en los cuadros y las láminas de la casa y, cómo además era un bebé monito y muy lindo, a medida que crecía se confirmaba mi apreciación. Solo ahora que traigo a estas hojas ese recuerdo, pienso en cómo haría mi padre para crear esa historia, me lo imagino acudiendo a lo que tenía a mano para calmar nuestros reproches y me acuerdo del cuadro de la virgen que había en la cabecera de su cama, que era donde estábamos cuando se inventó esa historia, que fomentó sin quererlo mi temprano descreimiento en la infantil divinidad, que era además la que se suponía nos traía los regalos de diciembre, y al sentirme ignorado y burlado cuando, en vez del boogy boogy o la catapila que pedía como recompensa a la vigilancia atenta de mis actos y mis oraciones, me sorprendieron en Navidad primero con un plato idéntico a los que había en casa envuelto en papel de regalo y luego con un corte para una camisa que mi madre debía terminar de hacer, y me dije que ese niño Jesús era malvado y que nunca debió reemplazar a mi hermanito, quien de seguro usando su influencia y el cariño que nos tenía nos hubiera traído lo deseado, me olvidé de él y nunca volví a pedirle nada ni a rezarle, y hoy lo que siento es rabia de ver que la mente que creó esa fantasía para cumplimentar a sus hijos ahora esté deshecha en un barrizal nebuloso sin creatividad ni orientación.
Yo he callado muchas historias a mi manera, o lo que es peor, las he transferido tergiversadas a mis personajes, soterrándome en ellos para que las cuenten a su modo, dejando solo lo que mi corazón y no mi cabeza, retiene y poniendo lo que hubiera querido que pasara para no develar mi vida al pie de la letra, para mejorar mi pasado y para convalidarme conmigo en mis indignidades añejas, A veces creo que vivir no es mas que rectificar amañadamente el pasado para darle sentido al presente y así esquivar un futuro plagado de vergüenzas viejas, futuro que cada vez está mas cerca y es mas corto. Qué acrimonia y que torpeza la mía, tuve que tener a mi padre ad portas de la muerte y volverlo un personaje de uno de mis libros para darle valor a su vida, ¿ será esto muestra de cierta inutilidad del ser humano? Al menos lo es de nosotros, los que fuimos mal educados en el afecto, pues nos lo infundieron a fuego en el alma, pero nos impidieron demostrarlo.
Con mas de cuarenta años a cuestas, la vida adquiere otro sentido, se tiene más pasado que futuro y se empieza a hacer cuentas de todo, una sola proyectada al futuro, ¿ cuántos días me quedan si vivo ochenta o setenta, ¿quizás cincuenta?, el resto tiende a revisar el pasado en cifras y listas: las cosas que no hice, las que quedaron inconclusas, las que definitivamente ya no podré realizar, los amores idos y los que quedaron en punta, los amigos muertos o perdidos, los sueños que se ajaron de estar guardados y desistieron de ser sueños, como otras tantas cosas que antes eran primordiales y ya casi nada vale la pena- qué expresión tan denodadamente precisa para definir la vida, que en nuestra habla coloquial mutó de la punición latina de Poena al significado local de tristeza, esfuerzo y dolor que produce determinado acontecimiento, que, anudado al valor que precede al vocablo en el enunciado, expresa con rigor lo que la vida misma nos plantea: al parecer todo lo importante en la existencia viene de una pena y dependiendo de la potencia del dolor se confirma y se tasa su valía, atando la realización al sufrimiento, proponiendo una realidad victimizante y victimizada, atroz y mendaz a la vez, farsante, tartufa e inexacta, puesto que la vida es y ya, no hay que ponerle un valor doloro distinto al que cada uno consigne en ella con sus acciones, es decir, viviéndola, enunciar que tal cosa en la vida, o la vida misma, vale la pena me suena a otra extrapolación exculpatoria de las muchas con que nos engañamos cotidianamente, como si la vida fuera un ente que reparte dolores y sanaciones según los méritos del esfuerzo, igualándola a la entelequia de Dios-. Vivir es aceptar que a las personas nos pasan unas cosas buenas y otras malas; no es la energía ni el aura ni ninguna de esas puerilidades del crecimiento personal y de la demagogia existencial, que venden el bienestar como un producto y no como un resultado, porque encima cuando la vida te aplasta como lo hace con todos- como lo hizo con otros de mis amigos: los Monos, cuya historia es tan desatinada como absurda y donde el destino realizó todo un trabajo de hijueputez de dimensiones siderales, un tremedal de desilusión, afecto contrito y vanidad, un desencuentro- dicen que es tu culpa por no haber puesto mejor cara o no haber canalizado la energía, o cualquier otra mierda con términos de moda. Nada de eso. La vida tiene su propia dialéctica, es azarosa y contingente con meneos hipercinéticos e ilógicos, y a veces se está en la cresta de la ola y otras debajo del mar. Nos pasa a todos, no a unos sí y a otros no, y lo único que puede hacerse es aprovechar el momento de brillo para brillar y de oscuridad para oscurecerse, con la misma dignidad en el sol como en la sombra, porque la dignidad es lo único que nos permite zurcir los desgarros que nos habitan y que se manifiestan tanto en la buena como en la mala. Esto lo entiendo ahora que pasé la cuarta década de mi vida, una edad difícil, de limbo, en que se está demasiado joven para ser viejo y demasiado viejo para ser joven, y la muerte propia se siente aún lejana pero se tiene una consciencia vívida de ella, y no es que la desconociera en la juventud, es que en esa edad uno es inmortal y la muerte es algo ajeno, incluso teniéndola cerca de la vida y los amores diarios. En cambio ahora, irónicamente la muerte que nos rodea- la inminente de mi padre, que a estas alturas es casi un dictamen, o aquellas que fueron un decreto como como la de Giovany o la muerte de John Wilson, su hermano, e incluso la de la gente lejana pero que uno conoció- nos acerca de manera contundente a la certeza de la muerte propia, hace ver que no solo es posible, probable, sino y sobre todo pronta; por más dilaciones que pongamos en el tránsito vamos a llegar al final y ese fin se vuelve un punto en el horizonte que contemplamos a diario, como un atleta cansado que sabe que por más vueltas que dé su destino es llegar a la meta que paradójicamente fue el mismo punto de donde salió, un bucle extraño.
Ahora que mi padre en su demencia y su vejez se está infantilizando siento que todo adelanto en nuestra vida es a su vez un progreso de nuestra muerte, y que toda prospección es un atraso, puesto que nos acerca de nuevo a la nada de donde venimos, quizás por eso tengo esta imperiosa necesidad de volver atrás en mis recuerdos para avanzar en mi continuidad, que siento estancada, agotándose con cada día en los que mi padre retrocede en lo que es.
Otros Sanos venidos del pasado fueron los Monos.
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