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viernes, 21 de febrero de 2025

Lectura del capítulo 12 Los Monos de la novela Aranjuez de Gilmer Mesa. Viernes 21 de enero de 2025

 

12. Los  Monos

 

Hay  personas  a  quienes  el  destino  trata  bien  de  entrada; vienen ganados desde el vamos, traen algo así como una buena estrella genética, que no responde a la lógica, sino más bien a un azar lustroso que consiguió cruzar en el camino a dos especímenes corrientes y opacos, como la mayoría de la población, pero otorgó al producto de este empalme, a los hijos, lo más potente y sobresaliente de cada uno, convirtiéndolos a estos en  ejemplares notables  e  insólitos dentro de la menesterosa fisionomía general en un país de gente genérica y estándar. En una sociedad donde abunda la asimetría y  la  tosquedad, los Monos destacaban con facciones pulidas y armónicas, sus cabellos y sus dientes eran rubios  y  los ojos claros como agua de borrascas, ponderando el ideal estético europeo que ha  imperado en Occidente como epítome de belleza, solo que los ojos de John Wilson, el mayor, eran azules como el zafiro crudo, y los de Giovany, el menor, verdes como esmeraldas. Se llevaban apenas un año de diferencia y eran altos como dos cariátides en medio de una comunidad de bolardos y para nosotros siempre fueron raros esos muchachos dorados; eran como dos pececillos de oro  en el arrecife brumoso que es un barrio popular, un triunfo de la genética en un mundo de derrotas biológicas. Resaltaban con su belleza limpia, lo que, además de extrañar, molesta a quienes no la tienen; es como un juguete caro con el agravante de que no se puede comprar y además es perenne en  la  juventud. Nosotros los veíamos con  una mezcla de admiración y rencor, por eso nunca los sonsacamos para el combo, porque tácitamente sabíamos que tenerlos cerca era opacarnos, de manera que desde niños se hicieron inseparables como dos islas contiguas que a falta de compañía se van juntando hasta hacerse casi una sola, y así crecieron alejados del resto pero fundidos entre ellos, pese a  sus  diferencias,  que  eran  muchas, y de las que supe cuando, por cuestiones académicas, terminé siendo amigo de Giovany y los conocí en su intimidad. Mientras que John Wilson era vivaz y entrador con todo el mundo y en especial con las mujeres, su hermano era incapaz de modular palabra en su presencia, tenía una timidez rayana en lo patológico que le impedía hacer amigos y sobre todo amigas. Cuando las mujeres lo buscaban o se le insinuaban, él se apocaba y huía; tenía belleza pero carecía de encanto, que es de alguna manera la revancha de los feos y lo único que equilibra un poco el universo seductor de la adolescencia; un feo encantador incrementa las posibilidades y en ocasiones arrasa contra un bonito lerdo, que no era el caso de Giovany, porque  no  era  torpe sino  más  bien miedoso; en tanto su hermano era, además de atractivo, un feroz conquistador, porque tenía encanto  y  buena parla, gracia y simpatía: era lo que en lenguaje popular se dice un bombón con el paquete completo, además sabía usarlo;  desde muy joven supo que su belleza era un instrumento, que con ella podía conseguir muchas cosas y abrir muchas puertas, desde  el  favor de  las  mujeres al  que se hizo adicto, hasta preferencias sociales. En los momentos cruciales sabía utilizar su gracia, ponía la sonrisa perfecta en el  instante  indicado y como por ensalmo se le daba el sí. La belleza trae consigo poder, un poder no pedido ni merecido, que no responde al esfuerzo ni  a  la  maquinación, pero poder al  fin  y  al  cabo, y como tal trae compromisos y, estos, aunque tampoco fueron pedidos, hay que cumplirlos porque el poder es implacable con  el  anarquista  y  el  desobediente, y siempre cobra los dones conferidos.

Apenas siendo un adolescente John Wilson supo de su inusitado magnetismo con el sexo contrario cuando, sin mediar palabra, una vecina amiga de su mamá. Se le abalanzó encima y le arrancó a tarascazos  la ropa  y  con  ella  su   virginidad. El muchacho después del  susto  inicial  se  dejó conducir por  la    voraz  mujer  y  al  cabo de  un  par  minutos quedó exhausto  y  vaciado, mientras su asaltante gemía  en  mitad de  un espasmo inconcluso, pero a pesar de lo furtivo del encuentro, y  de que el  acto le produjo más dudas que satisfacción, logró despertar en él una sed de placer que crecía día con día; a  la  vecina  la  siguieron  las compañeras  del  colegio,  las muchachas del vecindario y una profesora que no pudo resistir la tentación de ese muchacho glorioso, que después de una clase inventó una excusa cualquiera para hacerse invitar a su casa y se volvieron amantes al instante, así empezó un trepidante recorrido por las camas más pretendidas del barrio y sus alrededores y con esto creció la ojeriza que nosotros le teníamos y que por extensión e injustamente cobijaba  a  su  hermano, quien  no  solo  era  tímido  sino  muy   buena  persona, como pude comprobarlo el  día en que por no asistir  a clase  quedé emparejado con  él  en  una  exposición en la que los presentes no quisieron acompañarlo y  por  la  que  tuve  que  ir  a  su  casa  a  prepararla el  fin  de  semana. Ahí  supe  que  su  padre  estaba  en  otro  país  y  que  no  lo  conocían  y que su madre  los  había  criado  sola, que  su  hermano era su mejor amigo y a quien más quería en el mundo e intentaba imitarlo en todo, lográndolo  apenas  parcialmente. Mientras a todos los muchachos del  barrio  nos  interesaba el fútbol, ellos habían optado por el básquetbol, siguiendo la inicua ecuación que dice  que todo aquel que sea alto es por decreto apto para este deporte; gracias a  su  hermano  lo  practicaba  y  les  iba  bien,  además quería estudiar Administración como él. Me confesó también que no era capaz de emularlo en las conquistas porque no se le daba bien vincularse con las mujeres, y como yo padecía  la misma afección, pero en mi caso no por timidez sino por haber sido mirado con rabia por la belleza, nos entendimos de entrada y después de esa primera  reunión  nuestros  caminos  se  juntaron  y  nos  hicimos  amigos. Por él empecé a jugar su deporte y  llegué a tener un nivel aceptable, y desde ese día en el colegio y en la calle empezamos a compartir el tiempo que su hermano le negaba por andar de conquista en conquista, y así en pocos días estaba yo yendo a sus partidos, haciendo barras con él en el parque  en los tiempos libres  que nos  dejaba  el  colegio  y  sus   entrenamientos, y  de  a  poco  lo fui vinculando con los sanos, quienes al principio no podían ocultar su  recelo  y  su  envidia, pues mientras nuestras pieles mostraban los trazos infames del acné, la  de  él  rebosaba  tersura, y hasta las  cicatrices,  que en nosotros eran remiendos mal  cosidos que recordaban al observador la enfermedad o el daño que las produjeron, en él, que solo tenía una que le atravesaba la ceja izquierda, incrementaba su guapura y enmarcaba su mirada verde con un bisel pícaro y artero. Los feos, por ser mayoría, aprendemos a tolerarnos e incluso llegamos a encontrar lindezas en medio de la fealdad o las inventamos para podernos soportar y persistimos tanto en aceptarnos que al final nos gustamos y por eso la belleza gratuita nos incomoda, y nos fastidia su presencia porque delata nuestras miserias. Giovany tuvo que resistir afrentas y desprecios para ser admitido en el combo, pero estaba tan contento de permanecer a algo distinto a los gustos de su hermano que con estoicismo y paciencia se convirtió en uno de los Sanos, con igualdad de derechos y deberes, mientras que John Wilson, cada vez más absorbido por su vida seductiva y mujeriega, fue abandonando a su hermano, y solo se veían en los entrenamientos y en su casa, eso sí, se seguían adorando con  contundencia, solo que estaban atravesando una edad difícil en donde las distancias se abisman por incompatibilidades nimias, las sensibilidades se agudizan y las aficiones vinculan o aleja, y en ellos, salvo el deporte, los gustos eran diferentes y en ocasiones hasta antagónicos. John Wilson había empezado a relajar la disciplina en los entrenamientos mientras Giovany, justo lo contrario, había  encontrado que la dedicación era lo único que  le  permitía desarrollarse  y  sobresalir  en  el  equipo, iban en barcos distintos al acercarse a  la  orilla  final de  la  adolescencia. Pese a esto,  juntos  llegaron a la liga semiprofesional de básquet de la ciudad, pero les tocó disputar el torneo en equipos diferentes, que más temprano que tarde tuvieron  que  enfrentarse. Yo estaba en  la  tribuna  del  coliseo  el  día  en  que  esto  sucedió, pues Giovany era  mi  amigo y  yo  su  fanático  más  consistente, no solo porque disfrutaba verlo  jugar sino porque tenía mucho tiempo libre y los Sanos ya empezaban a trabajar o hacían sus vidas cada cual  por  su  lado, unos con novia, otros en la universidad y otros dejaron de ser Sanos  y se tiraron al otro lado, de manera que, ahí estaba observando un partido que en el segundo cuarto estaba parejo y en el que los Monos estaban haciendo un buen papel, cada uno en su equipo, cuando de pronto un compañero de John Wilson en un salto voleó  los codos con mala intención y le zampó tremendo  golpe  a   Giovany  en  la   cara   dejándolo sin sentido por  unos   segundos.  El  partido se  detuvo hasta  que  él  recuperó  el  conocimiento  y  apenas  abrió los  ojos pudo contemplar cómo en  medio  del  barullo  que  se  había  formado  a   su   alrededor su hermano se levantó al verlo repuesto y, sin  que  el  agresor  lo  sospechara  por  ser  su  compañero, le metió una puñiza histórica que nadie se esperaba y de la que solo pudo zafarse porque todo  el  equipo con el entrenador a bordo se le abalanzaron a John Wilson para quitárselo de encima antes de que lo acabara a golpes. Desde ese día el mayor de los Monos abandonó para siempre el deporte de la cesta.

Ya  desvinculado  de  la  rutina  y  la  práctica  diaria  de  ejercicio y con tiempo y energía de sobra se aplicó con denuedo y bastante éxito a la coquetería y los asaltos amorosos.

Nunca conocí a nadie con tantas mujeres prendadas, y como empecé a pasar tiempo en su casa me tocó ser testigo de las largas horas que pasaba    al  teléfono atendiendo una tras otra las llamadas de sus pretendientes, parecía la secretaría de una empresa en quiebra, su hermano y yo nos burlábamos  y  él  nos  hacía  gestos  con  el  dedo  desde el teléfono para luego decirnos que si conociéramos a las chicas con que se  estaba metiendo se nos acabaría la risa, porque eran según él unas mamacitas. Al caer el día salía de visita donde una distinta y muchas noches mientras él estaba en casa de alguna, en la puerta de la suya se daban cita dos o tres preguntando por él, y los fines de semana se hacía negar al teléfono y en vivo porque no daba abasto con la cantidad de muchachas requiriendo su presencia: era un conquistador nato pero descuidado, porque no sabía mantener el interés mucho tiempo, se cansaba rápido de las atenciones de una chica y sin mediar palabra la abandonaba  y  punto, lo que transformaba a la desatendida en una alma en pena para siempre en su procura, entonces lo llamaban insistentemente, lo buscaban, le mandaban  recados con su hermano o conmigo, e incluso en el máximo del desespero acudían ante su madre, quien con suavidad pero implacable, las despachaba argumentando que en los enredos de sus hijos ella no se metía, que si él no quería nada con ellas,  era  únicamente su  problema. Nosotros dos las veíamos irse cabizbajas y desilusionadas calle abajo, con una pena tan grande que se les arrastraba detrás como  si  llevaran colgada una cola de novia abandonada en el altar.  Lo más increíble es  que a todas las que vimos desfilar eran mujeres despampanantes, hermosas hasta la molestia, jóvenes y amables que  cualquiera de nosotros hubiéramos querido querer o que al menos nos pararan alguito de bolas, pero a John Wilson no lograba conmoverlo ni su belleza ni mucho menos su dolor, porque una vez que había perdido  el   interés no había forma de  que  lo  recuperara. No lo hacía de mala gente ni porque quisiera dañar, sino porque como todo gran conquistador una vez ha tomado posesión de lo deseado y lo siente propio pierde rendimiento, porque en  el  fondo la aventura está en la conquista, no en lo conquistado, el vértigo lo da la búsqueda, es el camino lo que aporta, no su llegada, y por eso creo que cuando alguien es consciente del poder que tiene sobre los demás se vuelve un aspirador impenitente; siempre quiere algo más de lo que tiene, nunca le es suficiente lo poseído y va por más, pero lo extravagante es que ese más es difuso, pues no está definido en cláusulas racionales, ni en fundamentos estáticos y alcanzables, con lo que al  lograr un fin se difumina de nuevo el propósito y tiene que volver a  empezar  la pesquisa de lo ignoto, cada nuevo avance es un bucle de incertidumbre que a la larga solo conduce a una incesante desestabilidad y un irremediable desencanto y vacío. Eso era precisamente lo que empezaba a  manifestar John Wilson, un desaliento gradual por todo lo concerniente a su apostura; creo que en el fondo él sabía que su belleza era solo una cubierta llamativa y empezó a tratar de ensuciarla, se dejó crecer el pelo y la incipiente barba, relajó su vestimenta y comenzó a fumar, pero hay personas que nacieron para bonitas sin enmienda y todos sus esfuerzos por afearse redundaban contrariando su deseo en mayor gracia; su nueva pinta lo dotó de un donaire distinto pero igual de atractivo o más, porque sumó a su físico pulido un rasgo de rudeza que le quedaba muy bien al decir de las observadoras. No había remedio, como John Wilson se quisiera mostrar era  bello en serio, y en esta sociedad se admira lo bello por  escaso, intentando una especie de sinécdoque del deseo, en la que la parte sea el todo y cobije con su belleza lo que toque y a quienes toque, así que sin otra salida aceptó su designio y se repartió entre cuantas mujeres pudo. Su hermano y yo lo envidiábamos mientras lo ayudábamos en lo que podíamos: lo negábamos al teléfono, inventábamos enfermedades, sosteníamos mentiras o íbamos por él donde alguna novia con un   falso  recado de la mamá cuando necesitaba ausentarse para asistir a otro encuentro. Sin embargo, y a pesar de que para nosotros era casi un superhéroe, el cansancio de tanto trajín le iba agriando el humor y se mantenía azorado y malgeniado. Nosotros no podíamos entenderlo, y menos en ese momento porque era como quejarse de llenura, pero una insaciable demanda es la cuota de superficialidad que la vanidad cobra por haberte arropado.

Apenas salió del colegio, ingresó de inmediato a la Universidad de Antioquia a estudiar Administración de Empresas y no fue sino pisar las aulas para extender sus dominios seductores. En el primer semestre conquistó a dos compañeras de carrera y a otras seis de otras facultades, más una secretaria; todas fueron mujeres de ocasión no por deseo expreso de ellas que hubieran querido amarrarse a él, sino porque estaba visto que él no era un hombre de una sola relación y menos después de comprobar el poder de su belleza, también en canchas forasteras. Cuando entendió que su atractivo no estaba delimitado por las fronteras del barrio, sino que en todo lugar  revolcaba con su presencia, se convirtió en un galán obsequioso pero exiguo, no se daba más de una vez y solo a las mujeres que él considerara interesantes porque tuvieran  algo que hubiera tenido antes, un color de ojos extraordinario, una piel más oscura o más clara, una profesión sugestiva, una nacionalidad diferente o un rasgo distintivo, cualquiera que las separara del ordinario redil asequible. Sin decirlo y  sin  ostentarlo se había vuelto un coleccionista de mujeres, y como en cualquier compilación que se precie siempre habrá una pieza que haga falta, que es casi imposible de conseguir y que por su escasez  conseguirla se vuelve el motivo principal de la colección; esta pieza en el repelente muestrario de John Wilson fue Simona, la modelo medio  hippie, como  le  decíamos  Giovany   y  yo.

La había conocido en el gimnasio de la Universidad un día que los dos hacían ejercicio y coincidieron en una máquina que iban a usar, John Wilson, galante como siempre, le cedió el aparato a ella pero aprovechó la oportunidad para escamotearle el nombre y el número telefónico. Era una mujer extraña  para  su  edad  y  su  entorno, pues trabajaba como modelo pero  su  aspiración  profesional era ser socióloga, mientras que sus compañeras de oficio escogían carreras más afines a su ocupación como Publicidad o Comunicación Social para empatar los dos oficios o al menos mantenerse al tanto de las novedades de las industrias de la moda y el espectáculo, pero ella no quería eso, sabía que su carrera era efímera y  como  tal  la  tomaba, como un tránsito que le permitiría agenciarse unos pesos mientras terminaba la carrera y podía dedicarse de lleno a ejercer la  profesión estudiada, la que además tuvo clara desde muy chica y por eso se esforzó por pasar a la universidad pública, sin importarle que tuviera los medios económicos para pagar una privada, pues  había  investigado y sabía que el más alto nivel académico estaba en la universidad de Antioquia. Tal  vez  esto  fue  lo  que  cautivó  a  John  Wilson, que  Simona  era  una  chica  con  una claridad  sorprendente, que parecía saber con certeza todas las cosas que quería y la manera de alcanzarlas, y que se interesó en él  y le dio el teléfono porque le pareció buena onda, como se lo manifestó, y no porque quisiera revolcarse con él, como le había sucedido siempre a este. A veces lo único que desea una persona es que le conmuevan el mundo sin tocarlo, porque cuando se ha ido el conmovedor universal, que el entorno pese más que el epicentro en un cataclismo no deja de ser  fascinante. Con su frescura en la cabeza y  una sonrisa  imborrable llegó a su casa a pensar en la mujer que acababa de conocer y esa misma noche, después de pensarla todo el día, la llamó y hablaron de todo y de nada durante más de dos horas.  Nosotros, que vigilábamos todos sus movimientos, lo veíamos sonreírse con ganas  y de un momento a otro mudar su mueca en una de seriedad que estuviera acorde con lo que estaba escuchando; nunca lo habíamos visto poner atención en una charla telefónica. Antes de colgar, mientras sentía un calor desconocido en el pecho, como un azul nítido que pintaba cosas bonitas en su interior, escuchó a Simona decirle que debían colgar porque  su  novio había llegado a recogerla. La palabra novio le sonó como una cachetada; 

 


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