OCHO
Emilio me había dicho que me iba a presentar a la mujer de su
vida: Rosario. Como siempre decía lo mismo, esa vez tampoco
le creí. A mí un despecho y unos exámenes parciales me habían
alejado por esos días de la rumba que siempre compartía con él.
No me era extraño tenerme que encerrar por esas razones, el
amor y el estudio siempre me dieron duro. Pero cuando lograba
recuperar la materia y el corazón, volvía a la búsqueda
nocturna en las discotecas, descifrando las miradas de las
nuevas y posibles candidatas, envalentonado por la música y el
alcohol. Por lo general, al poco tiempo me volvía a rajar, y me
encerraba de nuevo para sacar a mis estudios de sus notas en
rojo y para reponerme del maldito amor. Siempre fue así, hasta
que llegó Rosario.
-Vos ya la conocés –me dijo Emilio-. Es una de las que se
sientan en la parte de arriba.
-¿Cómo me dijiste que se llamaba? –pregunté.
-Rosario. Vos ya la has visto.
-¿Rosario qué? –volví a preguntar.
-Rosario... No me acuerdo.
Yo estaba buscando en mi cabeza a alguien de nuestro lado,
por eso me extrañaba no recordarla; además, a esos sitios
siempre terminamos yendo los mismos. Al poco tiempo,
cuando por fin la conocí, entendí por qué no la ubicaba. Emilio
me la señaló. Bailaba sola en la parte alta donde siempre se
hacían ellos, porque ahora que tenían más plata que nosotros
les correspondía el mejor sitio de la discoteca, y tal vez, porque
nunca perdieron la costumbre de ver a la ciudad desde arriba.
Del humo y las luces que prendían y apagaban, de los chorros
de neblina artificial, de una maraña de brazos que seguía el
ritmo de la música, emergió Rosario como una Venus futurista,
con botas negras hasta la rodilla y plataformas que la elevaban
más allá de su pedestal de bailarina, con una minifalda plateada
y una ombliguera de manga sisa y verde neón; con su piel
canela, su pelo negro, sus dientes blancos, sus labios gruesos, y
unos ojos que me tocó imaginar porque bailaba con ellos
cerrados para que nadie la sacara de su cuento, para que la
música no se le escapara con alguna distracción, o tal vez para
no ver a la docena de guaches que la creían propia,
encerrándola en un círculo que no sé cómo Emilio pudo
traspasar.
-Eso no es nada –me dijo Emilio-, cada vez que va al baño
hay un tipo que la acompaña.
-Y entonces, ¿cómo la conociste?
-Al principio nos echamos miradas, nos miramos y nos
miramos, cuando yo volteaba a verla ella ya me estaba viendo,
y cuando ella volteaba a verme me pillaba en las mismas,
después nos dio risa, entonces ya nos mirábamos y nos reíamos,
después ella se fue para el baño y yo me fui detrás, pero con el
primero que me topé fue con el atarván que no la desamparaba.
-¿Y entonces?
-Entonces nada –continuó-, no pudimos hacer nada, apenas
mirarnos y sonreírnos, pero yo creo que el tipo se la pilló,
porque vos no te imaginás el mierdero que se armó después,
eso manoteaban y gritaban y había uno que la agarraba por el
brazo pero ella no se dejaba, hasta patadas le dio al tipo, y ella
me miraba de vez en cuando, y el que la acompañaba al baño
me señaló un par de veces y ella seguía alegando y todo el
mundo tuvo que ver con el despelote ese.
-¿Y entonces?
-Entonces nada. Se la llevaron a la fuerza. Pero vos no te
imaginás la mirada que me echó cuando salió. Vos no te la
imaginás.
A mí la historia en lugar de intrigarme me asustaba. Ya
habíamos sabido de algunos de nosotros, que por meterse con
las de ellos se habían ganado un tiro o les había tocado cambiar
de discoteca. Estaba seguro de que Emilio no iba a ser la
excepción. Sin embargo, cuando él me contó esta historia, ella
ya dominaba la situación y era la nueva pareja de Emilio.
-Al otro día volvió sola. Imaginate, viejo, sola, sin el combo,
solamente con una amiga, que te la vamos a presentar y no está
tan mal.
-No me mariquiés la vida, Emilio, más bien seguime
contando.
-Pues que ella llegó sola, pero yo estaba con Silvana.
-¡¿Con Silvana?! –le pregunté-. No jodás. ¿Y entonces?
-Pues que Rosario me quería comer con los ojos y Silvana
estorbando, entonces apliqué el viejo truco de la maluquera,
pedí la cuenta, y cuando estaba saliendo le hice la seña a
Rosario de que ya volvía.
-¿Y por qué estás manejando tan rápido, Emilio? ¿Cuál es el
afán? –le preguntó Silvana.
-Es que estoy muy maluco, mi amor –le contestó-. Muy
maluco.
-Vos sos la cagada, Emilio –le dije.
-¿Cuál cagada? –dijo-. Con ese bizcocho esperándome.
-¿Y sí te esperó?
-Pues claro, güevón, a mí todas me esperan. Y vos no te
imaginás la dulzura. Al principio como tímidos, pero después...
-¿Cómo te llamás? –le preguntó Emilio.
-Rosario –contestó ella-. ¿Y vos?
-¿Yo? Emilio.
Definitivamente Emilio era de buenas, tanto que resultó ser
la excepción. No sabíamos qué tenía Rosario porque aunque sus
amigos siguieron yendo, nunca se acercaron ni molestaron a
Emilio y mucho menos después del incidente con Patico. El
único que cuando iba no les quitaba los ojos de encima, que no
bailaba por estar mirándolos, que no soltaba la mano de la
cacha de la pistola, que cuando ponían una para bailar pegados
se le salían las lágrimas, era Ferney. Se entronizaba en su palco
alto, pedía una botella de whisky, y se acomodaba de manera
que siempre los tuviera al frente, para mirarlos con rabia, y
cuanto más borracho más ira y más dolor se le veía en los ojos;
sin embargo, nunca se levantó de su silla, ni siquiera para
orinar.
Al comienzo, no pude evitar sentir cierta simpatía por él,
cierta solidaridad con alguien que indiscutiblemente era de los
míos. Ferney era del club de los que callamos, los del nudo en la
garganta, los comemierda que no decimos lo que sentimos, los
que guardamos el amor adentro, escondido cobardemente, los
que amamos en silencio y nos arrastramos. Mientras él nos
miraba, yo de reojo también lo miraba, y no entendía por qué
tanta obsesión, hasta que la fui conociendo, hasta que se me
empezó a meter, hasta que me vi perdido con Rosario adentro,
causándome desastres en el corazón. Entonces lo entendí, quise
poner una silla junto a la suya y emborracharme con él, y
mirarla con su mismo dolor y su misma rabia, y llorar por
dentro cuando la besaba, cuando bailaban juntos, cuando le
hacía en secreto las propuestas que consumaban más tarde.
-Ese Ferney sí es bien raro –decía Rosario-. Miralo, ¿vos lo
entendés?
-A lo mejor sigue enamorado –le dije, justificándolo.
-Ahí está la güevonada –dijo ella-. Ponerse a sufrir por amor.
«¿De qué estás hecha, Rosario Tijeras?», me preguntaba
siempre que la oía decir cosas así. «¿De qué estás hecha?», cada
vez que la veía irse para donde los duros de los duros, cada vez
que la veía salir flaca y volver gorda, cada vez que me acordaba
de nuestra noche.
-La tengo aquí –decía Emilio, mostrándome la palma de su
mano-. Creo que esta noche sí como de eso.
No le di importancia a la primera vez que se acostaron, es
más, ni siquiera recuerdo cuándo fue. Rosario todavía no hacía
estragos en mí. Cuando él me lo contó, yo solamente pensaba
que Emilio estaba jugando con candela y que lo iban a matar.
Además, si bien Ferney no se acercaba, por esa época fue que le
dio por mandar razones, y yo temía que cumpliera sus
amenazas. En ese entonces yo quería más a Emilio, y me
preocupaba lo que le pudiera pasar, hasta me atreví a contarle
mis temores a Rosario.
-Tranquilo –me respondió-. Mi hermano ordenó que no nos
tocaran.
No es que el tipo hubiera querido proteger a Emilio, porque
ni siquiera se conocían. Era por ella, porque los deseos de su
hermana eran órdenes. El «terror de las comunas», el subalterno
que empanicó a Medellín, caía rendido, chocheando con los
caprichos de su hermana menor.
-Que la niña decida –decía Johnefe.
Pero cuando lo mataron me volvieron los temores. Al no
estar Johnefe, Ferney quedaba como jefe del combo y la muerte
de su compañero lo había vuelto más violento y también más
posesivo con Rosario. Pretendía reemplazar al hermano y
recuperar su puesto de novio; sin embargo, Rosario no quería
ninguna de las dos cosas.
-Mejor te calmás, Ferney –le dijo ella-, que yo ya me sé cuidar
solita y además no me interesa tener novio.
-¿Y el güevón del Emilio? –le preguntó Ferney.
-Emilio es Emilio –contestó.
-¿Cómo así? ¿Y yo?
-Vos sos Ferney.
No era raro oírla salir con ese tipo de evasivas para resolver
lo que le daba trabajo explicar. A Ferney, que era tan lento para
la bala como para la cabeza, no le quedaba más remedio que
rascársela y echarle un nuevo par de madrazos a Emilio.
-De todas maneras –le dije a Rosario-, a mí ese Arley no me
deja de dar desconfianza.
-Ferney.
-Eso –continué-. El día menos pensado se emberraca y hace
una de las suyas.
-Qué va, él ha cambiado mucho –dijo ella-. Si lo hubieras
conocido antes ahí sí te hubieras asustado. Imaginate que una
vez, cuando éramos novios, nos fuimos para cine a ver una de
Schwarzenegger, no nos las perdíamos, pero atrás se nos sentó
un tipo que desde que llegó no paró de comer papitas y el
ruidito de la bolsa ya tenía loco a Ferney, me decía que no lo
dejaba concentrarse y era verdad porque se la pasó mirando
para el frente y para atrás, hasta que no se aguantó más:
»-Disculpe, jefe, pero nos está perturbando el ruido de la
bolsita.
»El tipo no le paró bolas, ni siquiera lo miró y siguió
comiendo. Es más, cuando terminó, abrió otra bolsa. Y Ferney
insistió:
»-Disculpe, jefe, pero creo que no me escuchaste bien. Nos
está molestando el ruido de la bolsita, ¿podrías dejar las papitas
para después?
»El tipo ni se inmutó –continuó Rosario-, pero el que sí se
emberracó duro fue Ferney. Se volteó del todo hasta que tuvo al
tipo de frente, sacó el fierro, se lo incrustó en la barriga y
disparó. El hombre apenas si se movió, soltó el paquete, se miró
la barriga y ahí quedó, con cara de asustado como si la película
fuera de miedo.
-¿Y la gente qué hizo? –le pregunté.
-Nada. Nadie se dio cuenta porque el balazo de Ferney se
perdió en la balacera tan berraca que había en la pantalla.
-¿Y terminaron de ver la película?
-No, parcero. Ferney me dijo: «Vámonos de aquí que ya me
aburrí».
Ése era el enemigo de Emilio. Y Rosario diciéndome que no
me preocupara. Yo pensaba que si todo eso había sido por un
paquete de papitas, qué no haría dolido por el amor. Si hasta
yo, que no mato ni una mosca...
-Mirá, parcero –decía Rosario-: él sabe que si le hace daño a
Emilio me lo hace a mí y de lo que sí estoy segura es que Ferney
nunca se atrevería a herirme.
Rosario sabía mover sus fichas, conocía a su gente y qué
esperar de ellos. Y si alguien le fallaba, sabía que sería
recompensado con un beso y castigado con un tiro, a
quemarropa, así como le enseñó Ferney.
Siempre hacía lo que le daba la gana, ella misma admitía lo
voluntariosa que fue desde chiquita. Por eso dejó a su mamá y
se fue con su hermano, y tal vez por eso es que nunca
comprometía su corazón. Nada amarraba a Rosario, ni siquiera
los duros de los duros, con quienes siempre se mostraba
complaciente.
-Pero el día en que no me cumplan me largo –me decía.
-Que no te cumplan ¿qué?
-Es un negocio, parcero, un negocio de palabra, y si yo
cumplo, ellos me tienen que cumplir.
Yo le escuchaba esos argumentos por la misma época, más o
menos cada año, cuando les hacía sus nuevas exigencias,
recordándoles las condiciones del contrato. Así lograba que le
cambiaran el apartamento o el carro, o que le engordaran su
cuenta bancaria.
-Si me quieren volver a ver, que me cambien el Mazdita –
decía-. Ya va siendo hora.
Estoy seguro de que en el fondo a Ferney le gustaba que
Rosario siguiera con ellos: lo alegraba ver a Emilio vuelto
mierda, así él mismo la hubiera perdido para siempre. La
diferencia fue que, en cuanto a ella, la relación con Emilio no
cambió para nada. Para Rosario lo de los duros era una especie
de cruce, donde cada cual ponía lo mejor que tuviera para
poner.
-Y Emilio es Emilio –insistía.
Pero Emilio no lo veía con los mismos ojos. Para él era putear
y nada más. Pero lo que más le dolía era que todo el mundo lo
supiera y, sobre todo, porque él fue el último en saberlo. Por la
cercanía que tuvimos con ella, Emilio y yo fuimos los últimos
en saber para dónde era que salía Rosario calladita la boca. Se
oían rumores, pero, como casi siempre venían de lenguas
envidiosas, no les hacíamos mucho caso. Después, sería el
mismo Ferney quien nos llegara con el cuento. También
dudamos, porque sabíamos que Ferney andaba herido y
dispuesto a aprovecharse de cualquier circunstancia con tal de
acabar con la relación. De ahí no nos quedó otra que
preguntárselo a la misma Rosario.
-Preguntale vos –me dijo Emilio-. A vos te tiene más
confianza.
-¿Y por qué yo? –le reproché-. Vos sos el novio.
Nos moríamos del miedo. Pensábamos que en su reacción
nos mandaría para la mierda y que por un chisme nos
quedaríamos sin Rosario. Hasta que un día, después que se
perdió todo un fin de semana, la vimos llegar de buen genio y
decidimos que ése era el momento.
-La gente sí es bien chismosa –empecé-. Ya no saben qué
decir.
-Qué berracos tan chismosos –siguió Emilio-. Vos no te
imaginás lo que andan diciendo.
-Ni tan chismosos –dijo ella.
-¿Cómo así? –preguntamos los dos.
-Como siempre –nos dijo Rosario-. La mitad es verdad y la
mitad es mentira.
-¿Y cuál es la mitad verdad? –preguntó Emilio.
-Seguramente la que te duele –contestó ella.
Era verdad. Estaba involucrada con ellos desde antes de
conocernos. Mientras Emilio se enloqueció tirando sillas,
pateando puertas y quebrando muebles, yo me consumía por
dentro. Cada vez aparecía alguien más para alejármela, Emilio,
la sociedad, Ferney, y ahora ellos. Rosario se quedó callada
mientras Emilio le destruía el apartamento. No dijo una sola
palabra mientras él lloró, manoteó, puteó. Yo también me
quedé en silencio, esperando, al igual que ella, a que Emilio
terminara el show. Pero esperando también a que ella me
mirara, me dijera algo, me involucrara en su confesión. Todavía
no sé si me pasó por alto adrede o no fue capaz de mirarme.
Seguramente es peor la traición de los amigos que la del amor.
Vuelvo a pensar en Emilio y en la perturbación que los
embrollos de Rosario le causaron. De pronto siento que debo
llamarlo otra vez.
-Hace rato que estoy esperando tu llamada, viejo, ¿qué pasó?
-Ya hablé con el médico –le conté-. Dice que está llena de
balas.
-¿Las balas de anoche o las balas de antes?
-Le pegaron varios tiros a quemarropa.
-Mientras le daban un beso –añadió Emilio.
-¿Vos cómo supiste? –le pregunté.
-Le están pagando con su misma moneda.
Recuerdo las veces que vi a Rosario besando a otros hombres
y los recuerdo cayendo muertos después de un balazo seco,
disparado a ras del cuerpo, aferrados a ella, como si quisieran
llevársela en su beso mortal.
Recuerdo las palabras de Emilio cuando la besó por primera
vez. Siempre hacía alarde de los primeros logros en sus
conquistas, la primera cogida de mano, el primer beso, la
primera vez en la cama. Pero esa vez su comentario no había
sido triunfalista sino más bien desconcertante.
-Sus besos saben muy raro.
-¿Cómo a qué? –le pregunté.
-No sé. Es un sabor muy raro –me dijo-. Como a muerto.
Nueve
Emilio y yo habíamos construido desde el colegio una amistad
a prueba de embates. Fue un juramento sin palabras, sin pactos
de sangre ni promesas de borrachera. Fue simplemente una
siembra mutua de cariño de la que cosecharíamos una amistad
para toda la vida. Yo había encontrado en él la parte valiente
que yo no poseía, no había en mí el tipo que no lo pensara dos
veces para zambullirse en la incertidumbre y ése era
precisamente Emilio. Y creo que él encontró en mí al cobarde
que no existía en él, pero que le hacía falta para pensar dos
veces antes el riesgo. Por esos años, yo además de quererlo lo
admiraba. Emilio conseguía las mujeres, la plata, el trago, las
emociones de la vida. Lo veía moverse libremente, sin escollos
morales, sin culpa, saboreándose cada día como un regalo. Yo,
en cambio, trataba angustiosamente de hacerle frente a ese
modo de vida que era imperativo en los jóvenes. Pero a
escondidas, y muy a solas, me embarcaba en lecturas y
pensamientos existencialistas que chocaban con mi mundo de la
calle, con los planes de Emilio, y después, de una manera muy
fuerte, con las normas sociales. Fue entonces cuando encontré
en Emilio, además del amigo, mi fortín para la irreverencia. Y ni
que decir cuando la encontré a ella, nuestro escándalo mayor,
nuestra Rosario Tijeras.
Hoy ya no admiro a Emilio pero todavía lo quiero. Aunque
no ha pasado mucho tiempo desde entonces, las circunstancias
sacaron a relucir de nuestros adentros lo que verdaderamente
éramos, lo que va saliendo con el paso de los años y permite a
unos llegar más lejos que a otros. Sin embargo, creo que mi
cariño por él no hubiera sobrevivido si no fuera por todos los
recuerdos de nuestra inmersión en la vida. Los años por el
colegio, nuestro desquite con los curas, la primera vez en cine
para mayores, la primera revista porno, nuestro sexo con la
mano, las primeras novias, la primera vez, los secretos entre
amigos, la primera borrachera, las tardes de terraza en que no
hacíamos nada, sino hablar de música, fútbol y cosas por el
estilo; la primera traba cagados de la risa y comiendo buñuelos,
la finquita que alquilamos en Santa Elena para fumar y beber
tranquilos, para llevar mujeres y amanecer con ellas, esa misma
casita donde Emilio pasó su primera noche con Rosario y yo
después y también con ella, la única.
Fue ella la que nos desaferró de esa adolescencia que ya
jóvenes nos resistíamos a abandonar. Fue ella la que nos metió
en el mundo, la que nos partió el camino en dos, la que nos
mostró que la vida era diferente al paisaje que nos habían
pintado. Fue Rosario Tijeras la que me hizo sentir lo máximo
que puede latir un corazón y me hizo ver mis despechos
anteriores como simples chistes de señoras, para mostrarme el
lado suicida del amor, la situación extrema donde sólo se ve por
los ojos del otro, donde la comida diaria es la mierda, donde la
razón se pierde y queda uno abandonado a la misericordia de
quien uno se ha enamorado.
Cada vez que me meto en mis recuerdos y en los que tienen
que ver con Rosario, pienso que todo hubiera sido más fácil sin
mi silencio. Emilio nunca supo de mi miedo, cuando ya oscuro
poníamos botellas vacías en las escaleras del colegio para que
los curas las patearan en la penumbra. Nunca supo de mi
miedo cuando íbamos a El Dorado a ver cine porno, no supo de
mi vergüenza cuando me propuso que nos masturbáramos con
la primera Playboy que cayó en nuestras manos, nunca supo a lo
que supo mi primer beso, ni del orgasmo repentino de mi
primera vez. Y ni que decir de mis sentimientos por ella, porque
mi silencio fue del mismo tamaño que el del amor que padecí.
Desperté muchas sospechas, muchas suspicacias, pero mi boca
nunca tuvo el coraje para decir te quiero, me muero, hace
mucho que me estoy muriendo por vos.
-¿Qué te pasa, parcero? –me preguntó Rosario.
-Me estoy muriendo –le contesté.
-¿Estás enfermo?
-Sí.
-¿Y qué te duele?
-Todo.
-¿Y por qué no vas donde un médico?
-Porque no tiene cura.
Nunca me atreví a más. Pretendía que un milagro del cielo
hiciera que Rosario se enamorara de mí, que fuera ella la que
hablara de amor o precisar solamente de un beso para
desenmascarar lo que nuestras lenguas entrelazadas no se
atreverían a decir.
-¿Cómo conociste a Emilio? –Esta vez preguntó ella.
-Desde chiquitos –le dije-. Desde el colegio.
-¿Y siempre han sido tan amigos?
-Siempre.
Noté en las preguntas de Rosario una suspicacia que iba más
allá de la simple curiosidad. Se tomaba mucho tiempo para
hacer preguntas tan sencillas. Después confirmé mis sospechas
al ver por dónde iba su interrogatorio.
-¿Nunca se han peleado? –volvió a preguntar.
-Nunca.
-¿Ni siquiera por una mujer? –insistió Rosario.
-Ni siquiera.
-Te imaginás, parcero –remató- si a Emilio yo le pusiera los
cachos con vos...
Suelo responder a ese tipo de situaciones con una risita
estúpida. Es un gesto más bien cobarde con el que evito tomar
alguna posición, completamente opuesto a la sonrisa con la que
en esa ocasión Rosario dio por terminado su cuestionario. La
suya fue más decidida, producto de alguna maquinación y que
me pareció inconclusa, porque sus labios se cerraron de pronto
como no queriéndose adelantar a lo planeado, para volverse a
abrir, como se abrieron justamente esa noche, cuando jadeante
y sudorosa debajo de mi cuerpo, Rosario volvió a sonreír.
Durante mucho tiempo estuve pensando en las intenciones
de Rosario. Me preguntaba para qué carajo quería serle infiel a
Emilio conmigo, si ya lo era con los duros de los duros,
sabiendo además que la reacción de Emilio no pasaba de una
simple pataleta que se arreglaba con un par de polvos.
Obviamente la infidelidad con el mejor amigo dejaba heridas de
muerte, pero ¿por qué quería hacerle más daño a Emilio?, ¿por
qué quería indisponernos a los dos? Después de tantas
conjeturas llegué a lo peor: al lugar de las falsas ilusiones.
«Rosario se me está insinuando», pensé.
«Rosario quiere algo conmigo», volví a pensar.
«Le gusto a Rosario.» La mentira final.
Sin haber pasado nada ya sentía que había traicionado a mi
mejor amigo. Ya no era capaz de mirarlo como antes, no era
capaz de hablarle de ella como normalmente lo hacía, evitaba
mencionar su nombre, no fuera que un acento enamorado se
colara y me delatara, y si tocaba hablar de ella lo hacía mirando
hacia otro lado, para que no viera chispas en mis ojos.
Ahora estoy seguro de que mi amor quedó bien escondido y
que nadie nunca notó nada. Ya hubiera querido yo que ella
sospechara algo, que algún gesto le hubiera dicho todo lo que
mi cobardía no me dejaba decir, a lo mejor ella hubiera tomado
alguna iniciativa, o me hubiera puesto el tema, no sé. Tal vez
cuando salga de cirugía y se mejore le cuente todo, sobre todo
ahora que ha pasado tanto tiempo, se lo podría contar como
una cosa del pasado y hasta nos reiríamos, y hasta de pronto
ella me reprocharía por no habérselo dicho antes, a lo mejor ella
admitiría que también me quiso pero que también le dio miedo
confesarlo. Tal vez más tarde me dejen entrar a verla, tal vez le
tome la mano y le cuente todo, que sea lo primero que oiga
cuando despierte.
-¿Es su novia o su hermana? –me preguntó el viejo del frente,
que se había despertado.
-Ninguna de las dos –le contesté-. Una amiga.
-Se le nota que la quiere mucho.
«Se me notó tarde» pensé, «como todo lo mío». O tal vez
todo el mundo lo supo y nadie me dijo nada, para que todo
siguiera igual, para no causar daño, para que nadie fuera a
perder a nadie, para que no se rompiera la cadena que nos unía.
Siempre he pensado que en el amor no hay parejas, ni
triángulos amorosos, sino una fila india donde uno quiere al
que tiene delante, y éste a su vez al que tiene delante de sí y así
sucesivamente, y el que está detrás me quiere a mí y a ése lo
quiere el que le sigue en la fila y así sucesivamente, pero
siempre queriendo a quien nos da la espalda. Y al último de la
fila no lo quiere nadie.
-Adentro está mi hijo –volvió a interrumpir el viejo-. Lo traje
casi muerto, casi me lo matan.
Pensé que su hijo podría ser uno de los amigos de Rosario,
podría ser Ferney si ya no tuviera la certeza de que estaba
muerto, podría ser uno de tantos que conocí en sus fiestas y
aunque no estoy seguro de si Rosario lo reconocería, puedo
asegurar que él sí sabría quién era ella.
-Cuando despierte su hijo –le dije al viejo-, dígale que a su
lado está Rosario Tijeras.
-¿Rosario está ahí? –preguntó sorprendido.
-¿La conoce? –pregunté más sorprendido aún.
-¡Pero por Dios! –dijo ante la obviedad-. ¿Qué le pasó? ¿Qué
le hicieron?
-Lo mismo que a su hijo –le dije.
-Lo mismo no, es muy distinto ver las balas en el cuerpo de
una mujer. Duele más –dijo-. Pobrecita. Hace mucho que no la
veíamos, hasta nos dijeron que ya la habían matado.
No sé por qué me estremecí con lo que dijo, si Rosario y
muerte eran dos ideas que no se podían separar. No se sabía
quién encarnaba a quién pero eran una sola. Sabíamos que
Rosario se levantaba por las mañanas pero nunca estábamos
seguros de si volvería por la noche. Cuando se perdía varios
días, esperábamos lo peor, esa llamada en la madrugada hecha
desde algún hospital, desde la morgue, desde una calle,
preguntándonos si conocíamos a alguien así o asá que tenía
nuestro teléfono en su bolso. Afortunadamente las llamadas
siempre las hizo ella, con un saludo expresivo, un «ya llegué» o
un «ya volví», feliz de volver a oírnos. El alma me volvía al
cuerpo, otra vez podía respirar tranquilo, no me importaba la
hora en que me llamara, casi siempre me despertaba, pero no
me importaba, lo primordial era saber que estaba bien, que
había vuelto, así sólo me llamara para tantear el terreno con
Emilio, no me importaba, yo era el único que la recibía bien,
porque sé que Emilio, y probablemente Ferney, no mostraban
su alegría, no podían.
-Todos los hombres deberían ser como vos, parcero –me
decía Rosario-. No te imaginás cómo me joden todos, Emilio,
Johnefe, Ferney, todos, vos sos el único que no me jodés.
Cuando me decía eso era el único momento en que me
alegraba de que yo no fuera correspondido. Me sentía la
persona más importante de su vida. Era una satisfacción que
me duraba sólo un par de minutos, suficientes para sentirme el
hombre de Rosario, el de sus sueños, el que ella tendría si no
existieran los otros, y ahí, con esa idea, terminaban los dos
minutos en el cielo y caía a la tierra de culo, al lado de los otros,
los que de alguna forma sí tenían a Rosario.
-¿Y los duros? –le pregunté-. ¿No te joden?
-¿Cuáles? ¿Los muchachos?
-Hasta donde yo sé no son tan muchachos –le dije.
-Bueno, pero así les decimos nosotras –aclaró Rosario.
No sé a quiénes se refería con «nosotras», pero supuse,
aunque odio suponer, que se refería a otras Rosarios,
compañeras en su aventura, igual de arriesgadas e igual de
hermosas.
-Todos joden, parcero, todos –me dijo-. Y a lo mejor vos
cuando te consigás una novia también la vas a joder.
«¿Novia?» pensé, ni siquiera a ella podía imaginarla como
tal, era extraño, la quería con todas mis ganas pero no sabía
cómo imaginármela conmigo. Nunca tuve la palabra «novia» ni
ninguna por el estilo en mis pensamientos con ella. Más que
una palabra, Rosario era una idea que hice mía, sin títulos, ni
derechos de propiedad, algo tan sencillo pero a la vez tan
complejo como decir «Rosario y yo».
-Lo que yo no entiendo es esa manía que tienen las mujeres
de quejarse y al mismo tiempo dejarse joder –le reproché.
Levantó los hombros y los bajó: la respuesta sin remedio, la
actitud ante lo que no se quiere cambiar. Pero sus palabras me
devastaron, hablaba de una novia que yo me iba a conseguir,
que por supuesto no era ella y además me sentenció que la iba a
joder. No se dio cuenta de que al excluirse el jodido era yo,
sabía que yo era distinto porque así me lo dijo, pero se excluía,
quedando jodidos los dos.
-No es manía, parcero –dijo ella-, sino que si todos joden, no
hay manera de cambiar.
«¡¿Y yo, Rosario?!», gritó mi pensamiento. «¿Y yo? ¡Si acabás
de decir que yo soy distinto!», grité por dentro sin atreverme a
abrir la boca para preguntar, para reclamar por la excepción
que había hecho, por el lugar que me merecía, y apreté los
labios para gritarle más fuerte, para reclamarle «¡¿Y yo qué,
Rosario?!». Entonces no sé si lo que sucedió fue una asquerosa
coincidencia o fue que ella alcanzó a escuchar un eco en mi
silencio, porque sin que yo le preguntara nada me dijo:
-Vos, parcero, vos sos un bacán –y estiró el brazo frente a mí
para que chocáramos las manos.