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viernes, 2 de septiembre de 2022

Lectura de los capítulos cuarto y quinto de Rosario Tijeras 1/09/2022

 

                                Cuatro 

Desde la ventana del hospital, Medellín se ve como un pesebre.

Diminutas luces enquistadas en la montaña titilan como

estrellas. Ya no queda ningún espacio negro en la cordillera,

forrada de luces desde abajo hasta la ceja, la «tacita de plata»

brilla como nunca. Los edificios iluminados le dan una

apariencia de tinglado cosmopolita, un aire de grandeza que

nos hace pensar que ya hemos vencido al subdesarrollo. El

metro la cruza por el medio, y la primera vez que lo vimos

deslizarse creímos que finalmente habíamos salido de pobres.

-Cómo se ve de bonita desde aquí –decíamos todos los que

contemplábamos la ciudad desde arriba.

A cinco minutos en carro y por donde uno quisiera,

encontraba una arrolladora panorámica de la ciudad. Y ver su

esplendor alumbrando la cara de Rosario, perpleja ante el

pesebre, nos hacía sentir agradecidos con los invasores de las

montañas. Rosario me acercó a la otra ciudad, la de las

lucecitas. Fue lenta en enseñármela, pero con el tiempo levantó

su dedo para mostrarme de dónde venía. Fue un aprendizaje

paso a paso, donde la confianza, el cariño y los tragos ayudaron

para que me soltara sus secretos. Lo poco que no me dijo, lo

deduje de sus historias.

-Bajar de la comuna para venir acá es como ir a Miami la

primera vez –decía Rosario-. Como mucho íbamos al centro,

pero el centro es otro mierdero; pero venir acá, donde ustedes,

eso casi nunca, ¿para qué? ¿Para quedar antojados?

-¿Vos has estado en Miami, Rosario? –le pregunté, ignorando

que lo importante era lo otro.

-Dos veces –contestó-. La primera me invitaron de queridos,

y la segunda para esconderme.

-¿Quién te invitó, Rosario?

-Vos sabés, los únicos que me dan todo.


La parte de la ciudad que le tocó a Rosario me impresionó

tanto como a ella la parte mía, con la diferencia de que yo no


pude compararla con ningún Miami, ni con ningún otro sitio

que conociera.

-Por si no sabías, esto también es Medellín –me dijo el día en

que me tocó acompañarla.

La habían despertado muy temprano en su nuevo

apartamento de rica, con la noticia de que a su hermano lo

habían encontrado muerto. Lo habían matado. Me llamó

primero a mí.

-¿Quién te contó? –le pregunté-. ¿Arley?

-Ferney –me corrigió sin ánimos-. Pero él no puede venir por

mí ahora, por eso necesito que me hagás dos favores: primero

que me acompañés...

-Pero Rosario –le dije sin saber qué decir.

-Me vas a acompañar, ¿sí o no?

-Está bien. –No fui capaz de decirle que no-. ¿Y el otro favor?

-Que no le contés nada a Emilio. Prometémelo.


Ese era un favor que me pedía con frecuencia y que me ponía

contra la pared. Sentía que traicionaba a mi mejor amigo, a

quien tenía más razones para querer que a Rosario. Pero como

la que manipulaba los sentimientos era ella, finalmente la

complacía con mis silencios, aunque este secreto no duró

mucho, ella no pudo ocultarlo.

La mujer fuerte que me habló por el teléfono había

sucumbido ante la realidad, y cuando la recogí, tuve que

ayudarla a subir al carro. Estaba descompuesta; poseída por el

dolor y la ira, lloraba y maldecía, amenazaba de muerte hasta

al mismo Dios. Estaba armada. Tuve que parar el carro y decirle

que si no me entregaba la pistola no la llevaba. No me hizo

caso, se bajó y apuntándole a un taxi lo hizo detenerse, yo me

bajé y la agarré, era la primera vez que la veía llorar, bajó su

arma y lloró contra mi cuello. Después en el carro ella volvió a

ganar, ni me entregó la pistola ni fui capaz de dejarla sola.

Luego, como si se hubiera tomado algo, se tranquilizó.

-Me mataron al amor de mi vida, parcero –dijo-. El único que

me ha querido.

Sentí celos. Los que nunca me había despertado Emilio, los


sentí ese día por su hermano muerto. Pensé que debía contarle

todo lo que sentía por ella, sacarla de su ignorancia afectiva y

decirle que había alguien que la quería más que todo el mundo.

-Yo te quiero, Rosario... –comencé decidido-. Todos te

queremos –añadí cobardemente.

Esa vez tampoco fui capaz. Además, y en eso me di la razón,

ése no era el día para una propuesta de amor.

-Gracias, parcero –fue lo único que contestó.

Cuando llegamos a la parte baja de su barrio, comenzó a

guiarme. Ya estábamos en el laberinto, en tierra extraña, sólo

quedaba seguir instrucciones y ponerle primera al carro.

Después, todo fue estupefacción ante el paisaje, desconcierto

ante los ojos que seguían nuestro ascenso, miradas que no

conocía, que me hacían sentir ajeno, gestos que obligaban a

preguntarme qué hacía yo, un extranjero, ahí.

-Dejame aquí –interrumpió Rosario mis cavilaciones-. Yo

sigo a pie.

-Pero ¿por qué? Yo te llevo a tu casa.

-Hasta aquí sube el carro. Toca seguir a pie.

Se bajó temblorosa, pálida, vencida por un miedo que no

pudo esconder. Agarró con fuerza su carterita y se chantó unas

gafas para el sol que comenzaba a salir.

-Yo te acompaño, Rosario –insistí.

-Mejor yo sigo sola. Después te cuento todo.

Se dio vuelta y comenzó a escalar una loma sin pavimento.

Lo hacía con suavidad, como si caminara en plano. Vi sus

piernas templadas, su trasero empinado, su figura erguida a

pesar de estar cargando con su peor dolor. Alguien desde una

puerta la saludó. Rosario había vuelto con los suyos.

-¡Rosario! –le grité desde adentro pero me alcanzó a oír-. ¡No

vas a hacer nada que me pueda entristecer!

Toda su vida me dolía como si fuera la mía. Verla sufrir me

llenaba de tristeza, buscaba dentro de mis posibilidades una

forma para que fuera feliz.

-¡Señorita! Señorita, disculpe. –La enfermera se había

dormido en su puesto de guardia.


-¡¿Ah?!

-Perdóneme, pero quiero averiguar por Rosario, la mujer que

está en cirugía.

-¿Quién? –preguntó mientras hacía lo posible para ubicarse

otra vez en la realidad.

-Rosario Ti... –alcancé a decir, porque al sentirse despierta me

interrumpió.

-Si no se sabe nada es porque todavía no se sabe nada.

Intenté con la hora.

-¿Qué horas serán ya?

No me contestó, cerró los ojos buscando de nuevo el calor de

su silla. Miré el reloj de la pared.

-Las cuatro y media –dije bajito para no despertarla.

¡Cómo pasa el tiempo! Juraría que fue hace un mes apenas

cuando vi por última vez a Rosario, cuando decidimos Emilio y

yo que si no parábamos terminaríamos peor que ella. Rosario

estaba decidida a arrastrar con quien fuera. Se le había metido

en la cabeza conseguir plata por su propia cuenta, volverse más

rica que los que la sostenían, y lo que nos asustó fue que ella

solamente conocía una forma de lograrlo, la manera como ellos

la habían conseguido.

-Es muy fácil, muy fácil –nos decía-. Sólo se necesita tener la

gente y yo la tengo.

No era solamente cuestión de gente, también había que tener

las ganas y las güevas de Rosario, y a nosotros no nos quedaban

ganas después de todos los enredos en que nos metió, tampoco

necesitábamos más plata, y las güevas hace mucho que las

habíamos perdido. Y en lugar de acompañarla en su nueva

aventura, comenzamos a preparar nuestra despedida.

A la semana de la muerte de su hermano, Rosario me llamó a

las tres de la mañana. Yo no había parado de buscarla en esos

días, por eso no me molestó que me hubiera despertado.

-¿Dónde estás? –le pregunté apenas reconocí su voz.

-Hoy enterramos a Johnefe –me dijo.

-¿Cómo así? Si eso fue hace ocho días.

-Estábamos paseando con él.


-¿Estaban qué? –pregunté perplejo.

-Después te cuento, ahora no puedo hablar mucho –dijo

bajando la voz-. Mirá, parcero, es que voy a estar afuera unos

días. Yo te llamo cuando vuelva.

-¿Cómo así, Rosario? ¿Para dónde te vas?

-No te preocupés por mí, yo te llamo después, pero decile a

Emilio que tuve que acompañar a mi mamá a... a Bogotá, donde

una hermana.

-¡Rosario! Esperá, decime qué está pasando.

-Chao, parcero. Después te cuento todo –dijo y colgó.

Por supuesto, Emilio entendió menos que yo. Se

descomponía cuando ella se le perdía, lo sacaba de quicio todo

el misterio que la rodeaba. Siempre que le pasaba algo así, y

fueron muchas veces, me juraba que iba a terminar todo, pero

ella sabía cómo neutralizarlo, lo dejaba soltar toda la perorata y

después en la cama ella se encargaba de volverlo loco.

-¡Lo que me emberraca es que nunca me consulta nada! –dijo

Emilio furioso-. ¡Como si yo no existiera!

-Pero si llamó y me dijo que te contara todo –le dije tratando

de excusarla.

-¡Eso es todavía más raro!

-¿Qué cosa?

-¡Que te llamó a vos y no me llamó a mí!

Emilio tenía razón. Pero él nunca tuvo la paciencia para

sentarse a entender a Rosario. Tal vez porque la tuvo se

acostumbró a lo inmediato, pero yo en cambio tenía que

imaginarla, estudié cada paso para tenerla cerca, la observé con

cuidado para no cometer alguna imprudencia, aprendí que

había que ganársela de a poquito, y después de tanto examen

silencioso logré entenderla, acercarme a ella como nadie lo

había hecho, tenerla a mi manera, pero también entendí que

Rosario había partido su entrega en dos: a mí me había tocado

su alma y a Emilio su cuerpo. Lo que todavía no he podido

saber es a cuál de los dos le fue mejor.

Un mes después de la llamada, apareció Rosario. Estaba

gorda. No era la misma que dejé en las lomas. Había algo en su


gesto que asustaba, que me hacía presentir los malos vientos

que soplaban. Me citó en un mall que quedaba cerca de su

apartamento, en la sección de comidas. La encontré

engulléndose unas papas fritas y una malteada, tenía gafas

oscuras y vestía una sudadera. Me impactó, estaba más

acelerada que nunca.

-¿Qué es lo que pasa, Rosario? –dije después del saludo.

-¿Querés  papitas?

-Quiero que me contés qué es lo que te está pasando.

-Comprame otra malteada, parcero. No traje más plata.

No era fácil sacarle las cosas, a menos que uno le diera cinco

aguardientes. Pero yo no me sentía con la paciencia suficiente

para esperar a que ella se decidiera a contarme.

-Emilio te va a matar –le dije-. Ahora sí está furioso, no te

quiere ni ver.

-¡Pues que se vaya para la mierda! –explotó-. ¡Yo tampoco

quiero verlo!

-No se trata de eso, Rosario, es que estábamos preocupados,

te perdés así, de la noche a la mañana, y después aparecés así.

-¿Cómo que «así»? –preguntó retándome.

-Te voy a ser sincero, Rosario, pero es que estás muy rara.

-¿Qué tengo de raro? ¿Ah? Decime, ¿qué tengo de raro?

Si le hubiera contestado, quién sabe qué hubiera pasado. Mi

comentario fue suficiente para que con su brazo barriera todo lo

que había en la mesa, después se paró furiosa y desafió a todos

los que miraron.

-¡¿Qué?! ¿Se les perdió algo o qué? ¡Cojan oficio, partida de

hijueputas!

Todos le hicieron caso. Hubo un silencio que permitió oír sus

pasos furiosos alejándose. Después me miraron con disimulo.

Yo no supe qué hacer, pero después supe menos, porque

cuando me iba a levantar vi que Rosario venía de regreso. Se

me pegó a la cara y aunque trató de hablar bajito no pudo evitar

gritarme.

-¡¿Para qué son los amigos, maricón?! ¿Para qué?- A través

de sus gafas pude ver que lloraba-. ¡Si no puedo contar con vos,


entonces con quién! No servís para mierda. No te llamé para

que me jodieras ni para que me dijeras que estoy gorda.

-Yo no te dije que estabas gorda –aclaré.

-¡Pero se te veían las ganas de decírmelo! Y me voy a

engordar más, porque ya no me importan ustedes, ni vos, ni

Emilio, ni nadie ¿oís? No me importa nadie, el único que me

importaba me lo mataron, y a vos no te importó.

La rabia y el llanto no la dejaron seguir. Quedó temblando

ahogada en sus propias palabras. Sentí ganas de abrazarla, de

agarrarla a besos, de decirle que todo lo de ella me importaba,

más que lo mío, más que mi vida, quería llorar con ella, por su

rabia, por su tristeza y por mi silencio.

-Vos sí  me  importás, Rosario –fue lo único que le dije. Y

aunque yo lo pensé primero, fue ella la que me abrazó.



CINCO

-Casate conmigo, Rosario –le propuso Emilio.

-¿Vos  sos  güevón o qué? –le respondió ella.

-¿Por qué? ¿Qué tiene de raro? Si nos queremos.

-¿Y qué tiene que ver el amor con el matrimonio?

Descansé cuando supe su negativa. Emilio ya me había

hablado de sus intenciones, pero yo no le dije nada, primero

porque conocía a Rosario, y segundo porque la propuesta era

más un acto de rebeldía de Emilio que un acto de amor. La

familia lo venía presionando fuertemente para que la dejara, le

cortaron entradas y privilegios y comenzaron a tratarlo como a

un sospechoso.

-Imaginate que a mi mamá le dio por cerrar todo con llave –

me contó-. Qué tan raro. Lo único que le falta es que le ponga

candado al teléfono o que me cobre las llamadas.

Pero lo que me llamó la atención de la propuesta de Emilio,

fue la respuesta de Rosario. Ella le vio la discrepancia a esa

asociación que todo el mundo hace entre amor y matrimonio.

Confirmé que detrás de su belleza y su violencia, había un

punto de vista, sensato además. Cada cosa que descubría en ella

me obligaba a seguirla queriendo y cuanto más la quería más

lejos me quedaba.

-Entonces ¿qué? –le pregunté a Emilio-. Te vas a casar, ¿sí o

no?

-¡Qué va! –contestó-. Esa mujer sale con unas cosas más

raras. Además, ¿con qué plata?, no ves que en mi casa ya ni me

saludan.

-¿Y eso?

-Mi mamá, que se anda cocinando en su salsa.

La familia de Emilio pertenece a la monarquía criolla, llena

de taras y abolengos. Son de esos que en ningún lado hacen fila

porque piensan que no se la merecen, tampoco le pagan a nadie

porque creen que el apellido les da crédito, hablan en inglés

porque creen que así tienen más clase, y quieren más a Estados


Unidos que a este país. Emilio trató de rebelarse contra el

esquema. Se hizo echar del colegio bilingüe y se metió a uno

donde iban a parar todos los vagos. Quiso entrar a la

universidad pública, pero ahí no lo frenó su familia sino el

promedio. Y después, para rematar, les llevó a Rosario.

-Se nota que no tiene clase –le dijo a Emilio su mamá el día

en que la conoció-. No sabe ni comer.

-Me sabe comer a mí –les dijo él-. Y eso es lo que importa.

Aunque me molestaba cualquier tipo de rechazo a Rosario,

me alegré al conocer el que le manifestaba la familia de Emilio.

A pesar de su desobediencia, él nunca se atrevió a desafiarlos

con un vínculo diferente al que sostuvo con ella. Y como casi

siempre sucede, ganó el esquema. Después de Rosario, Emilio

volvió a nadar con destreza en sus aguas. Ahora gana bien,

trabaja con su padre, mide sus palabras y tiene una novia a la

que quiere todo el mundo, menos él. Yo también cambié. Sin

embargo, me atrevería a decir que no fueron las presiones de

los nuestros las que forzaron nuestro cambio, sino el que

finalmente explotara la bomba que fabricamos Emilio, Rosario y

yo.

Nunca imaginé que mi capacidad de celos fuera tan alta: los

rechazos que le hacían y me causaban dolor, eran los que la

sumían en esa soledad en la cual yo era su única isla. Ahora

pienso que lo que siempre nos unió fue la adversidad. Lo siento

así en este hospital, con ella adentro buscando un último

milagro, y yo sintiéndome privilegiado como su único

acompañante.

-Tiene balas por todas partes –me dijo uno de los médicos de

turno, cuando le pedí que me tradujera el diagnóstico.

-¿Y entonces?

-Hay que esperar –dijo-. Están haciendo lo que se puede.

Vi la angustia de mi premonición reflejada en los ojos de un

viejo que estaba sentado en el sofá del frente. A esas horas sólo

quedábamos él y yo, y aunque el hombre dormitaba todo el

tiempo, me encontré con su mirada despierta inmediatamente

después del informe del médico.


-Tenga fe, que todo se puede –me dijo el viejo.

Sentí que él también esperaba la resurrección de Rosario, que

él también la querría tanto como yo, que podría ser un pariente,

tal vez su padre desconocido. No me sentí con ánimo para

entablar una conversación, pero después supe que un hijo suyo,

de una edad parecida a la de Rosario, también había llegado

lleno de balas y que también a él, como a mí, le tocaba tener fe y

esperar.

-¿Cómo qué horas serán? –le pregunté.

Miró sobre mí, al reloj de la pared.

-Las cuatro y media –contestó.

Rosario sintió el rechazo de la mamá de Emilio desde el

primer minuto. La señora no había hecho ningún esfuerzo por

disimularlo y a Rosario los nervios le destrozaron sus buenas

intenciones. Fue cuando a Emilio le dio por invitarla al

matrimonio de una prima suya, creo, dizque para que de una

vez su familia la conociera.

-Cuando me vio, la señora arrugó la nariz como si yo oliera

maluco –me contó Rosario.

La saludó con un «¿Cómo está, señorita?», y no volvió a

pronunciar palabra hasta que Rosario se fue. Emilio me contó

después que lo que no dijo durante la fiesta, luego se lo vació a

él sin detenerse para respirar. Que no le quedaron palabras para

despotricar de Rosario.

-¡Vieja hijueputa! –repetía incansablemente Rosario-. ¡Y eso

que no habló! Porque le hubiera arrancado la lengua con el

cuchillo de la carne.

Se le encharcaban los ojos cuando recordaba esa noche.

Apretaba los dientes cuando uno mencionaba a la señora. Se

perdió y no le volvió a hablar a Emilio después de esa noche.

Cuando se subió al carro ya estaba llorando de rabia y no dejó

que él la llevara hasta su casa. En la mitad del camino se le bajó

y se trepó a un taxi. Apenas llegó me llamó.

-Si los hubieras visto, parcero. –Casi ni podía hablar-. Yo que

me había comprado una pinta donde la vieja compra la ropa, y

me cobraron un ojo. Me mandé peinar donde arreglan a la vieja,


y me dejaron lo más de bonita, si me hubieras visto, parcero,

parecía una reina. Me había propuesto hablar poquito para no

ir a cagarla, ensayé en el espejo una risita lo más de chévere y

hasta me tapé los escapularios con unas cadenas lo más de

finas, mejor dicho, no me hubieras reconocido, pero apenas

llegué, me sale esta hijueputa vieja mirándome como si yo fuera

un pedazo de mierda, y ahí quedé yo lista, cuál peinado, cuál

risita, cuáles joyas, empecé a gaguear como una boba, a

derramar el vino, se me caía la comida en el mantel, me ahogué

con un arroz y no pude parar de toser hasta que salí, y todos

preguntando, pero no de queridos sino por joderme, que tú qué

haces, y tu papá y tu mamá, y dónde estudias, y toda esa

mierda, como si no tuvieran más tema que yo.

-¿Y Emilio? –le pregunté.

-A Emilio le tocó contestar por mí, porque yo no había

preparado nada de eso, y con lo ahogada que estaba no pude

volver a abrir la boca. Pero imaginate lo peor, que apenas

terminamos de comer, la primera que se paró fue la vieja, no

dijo nada y se fue de la fiesta, y después todos fueron diciendo

que permiso, que se tenían que ir y a los tres minutos ya no

quedaba nadie, solamente Emilio y yo sentados a la mesa.

A cada palabra le ponía el dolor que sentía. Hacía una pausa

de vez en cuando para madrear a la señora, para hablar mal de

los ricos y de los pobres, para cagarse en Dios y después seguía

con su relato. Me dijo que iba a dejar a Emilio, que ahí no había

nada que hacer, que ellos eran muy distintos, de dos mundos

diferentes, que no sabía en qué momento –y yo creí que me

moría cuando me incluyó- se le había ocurrido meterse con

nosotros.

Pero si por mi Medellín llovía, por el de ella no escampaba.

Parece que el alboroto que le armó doña Rubi fue peor que el de

la mamá de Emilio. Al principio no supimos por qué, ya que la

señora no tenía nada que perder, pero después entendimos que

presintió por las que iba a pasar Rosario.

-Decime qué estás haciendo vos ahí –le dijo doña Rubi.

-Más bien preguntale a él qué está haciendo metiéndose


conmigo –contestó Rosario.

-Seguramente lo único que quiere es comer –replicó la

señora.

-Pues que coma –replicó la hija.

Doña Rubi la previno de todo lo que le podía pasar con «esa

gente», le vaticinó que después que hicieran con ella lo que

estaban pensando hacer, la devolverían a la calle como a un

perro y más pobre y más desprestigiada que una cualquiera.

Rosario dejó de defenderse y escuchó callada el resto de la

cantaleta que le soltaba su mamá. Después, al verla también en

silencio, preguntó:

-¿Ya terminó?

Doña Rubi prendió un cigarrillo sin dejar de mirarla. Rosario

se paró, buscó su cartera y se encaminó hacia la puerta de la

calle.

-Ésa no es gente para usted, mija –le alcanzó a decir su mamá

antes que cerrara.

Rosario decía que lo que su mamá tenía era envidia, que toda

la vida se la había pasado buscando un hombre con plata y

conqueteándole a sus patrones, que la señora no tenía

autoridad moral para juzgarla y menos ahora que no vivía con

ella, y menos todavía ahora, que andaba con una facha muy

sospechosa, con el pelo teñido de amarillo y con vestiditos de la

talla de Rosario.

-Doña Rubi todavía se cree de quince –se burlaba Rosario-.

¿Quién sabe en qué andará?

Finalmente, las dos señoras acertaron en adivinar lo

pronosticado, pese al gran esfuerzo de Emilio y Rosario por

mantener la relación. Pero insisto, no fueron ni la cantaleta ni la

presión, fuimos nosotros, sí, nosotros tres, porque la relación se

sostenía en tres pilares, como siempre ocurre: el del alma, el del

cuerpo y el de la razón. Los tres llegamos a poner un poco de

cada cosa. Los tres nos derrumbamos al tiempo, ya no

podíamos con el peso de lo que habíamos construido. Sin

embargo, ellos no pudieron escaparse de los aborrecibles «te lo

dije».


-Te lo advertí, Emilio.

-Te lo dije, Rosario.

A mí, por el contrario, el sermón me lo dio la vida, y no al

final como a ellos, sino cada vez que miraba a Rosario a los ojos.

Siempre hubo un «te lo dije» después de verla salir con Emilio y

para Emilio, después de oírla decir que lo quería. Siempre hubo

un «te lo advertí» cada vez que los escuchaba juguetear

encerrados, cuando imaginaba en lo que acababan sus juegos

porque así me lo decía el repentino silencio de sus risas, el

chirriar de la cama y uno que otro quejido involuntario.

-¿Qué estabas haciendo? –me preguntó Rosario.

Salía con una camiseta larga, sin nada debajo, con la sonrisa

que se dibuja después de un sexo sabroso.

-Leyendo –le mentía.

Ella salía a fumarse un cigarrillo porque a Emilio no le

gustaba que le fumaran en el cuarto. Yo no entendía cómo se le

podía prohibir algo a Rosario después de hacerle el amor.

-¿Leyendo? –me volvió a preguntar-. ¿Y qué estás leyendo?

Yo dejaba que fumara en mi cuarto. Nunca me pidió permiso

pero yo la dejaba. Por la puerta entreabierta veía a Emilio,

todavía desnudo, echado en la cama, saboreándose los últimos

destemples del sexo. Ella se sentaba en la mía, únicamente con

su camisetica, se recostaba en la pared, subía los pies y los

cruzaba y soltaba muy despacio las bocanadas de humo,

todavía con goticas de sudor sobre los labios. Me hacía

cualquier pregunta tonta que yo a veces ni le contestaba porque

sabía que no me oiría. No siempre hablaba. La mayoría de las

veces se fumaba su cigarrillo en silencio y después se iba para la

ducha. Y yo siempre, después de verla salir, buscaba el sitio de

la sábana donde se había sentado para encontrar el regalo

inmenso que siempre me dejaba: una manchita húmeda que

pegaba  a mi nariz, a mi boca, para saber a qué sabía Rosario por

dentro.

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