Cuatro
Desde la ventana del hospital, Medellín se ve como un pesebre.
Diminutas luces enquistadas en la montaña titilan como
estrellas. Ya no queda ningún espacio negro en la cordillera,
forrada de luces desde abajo hasta la ceja, la «tacita de plata»
brilla como nunca. Los edificios iluminados le dan una
apariencia de tinglado cosmopolita, un aire de grandeza que
nos hace pensar que ya hemos vencido al subdesarrollo. El
metro la cruza por el medio, y la primera vez que lo vimos
deslizarse creímos que finalmente habíamos salido de pobres.
-Cómo se ve de bonita desde aquí –decíamos todos los que
contemplábamos la ciudad desde arriba.
A cinco minutos en carro y por donde uno quisiera,
encontraba una arrolladora panorámica de la ciudad. Y ver su
esplendor alumbrando la cara de Rosario, perpleja ante el
pesebre, nos hacía sentir agradecidos con los invasores de las
montañas. Rosario me acercó a la otra ciudad, la de las
lucecitas. Fue lenta en enseñármela, pero con el tiempo levantó
su dedo para mostrarme de dónde venía. Fue un aprendizaje
paso a paso, donde la confianza, el cariño y los tragos ayudaron
para que me soltara sus secretos. Lo poco que no me dijo, lo
deduje de sus historias.
-Bajar de la comuna para venir acá es como ir a Miami la
primera vez –decía Rosario-. Como mucho íbamos al centro,
pero el centro es otro mierdero; pero venir acá, donde ustedes,
eso casi nunca, ¿para qué? ¿Para quedar antojados?
-¿Vos has estado en Miami, Rosario? –le pregunté, ignorando
que lo importante era lo otro.
-Dos veces –contestó-. La primera me invitaron de queridos,
y la segunda para esconderme.
-¿Quién te invitó, Rosario?
-Vos sabés, los únicos que me dan todo.
La parte de la ciudad que le tocó a Rosario me impresionó
tanto como a ella la parte mía, con la diferencia de que yo no
pude compararla con ningún Miami, ni con ningún otro sitio
que conociera.
-Por si no sabías, esto también es Medellín –me dijo el día en
que me tocó acompañarla.
La habían despertado muy temprano en su nuevo
apartamento de rica, con la noticia de que a su hermano lo
habían encontrado muerto. Lo habían matado. Me llamó
primero a mí.
-¿Quién te contó? –le pregunté-. ¿Arley?
-Ferney –me corrigió sin ánimos-. Pero él no puede venir por
mí ahora, por eso necesito que me hagás dos favores: primero
que me acompañés...
-Pero Rosario –le dije sin saber qué decir.
-Me vas a acompañar, ¿sí o no?
-Está bien. –No fui capaz de decirle que no-. ¿Y el otro favor?
-Que no le contés nada a Emilio. Prometémelo.
Ese era un favor que me pedía con frecuencia y que me ponía
contra la pared. Sentía que traicionaba a mi mejor amigo, a
quien tenía más razones para querer que a Rosario. Pero como
la que manipulaba los sentimientos era ella, finalmente la
complacía con mis silencios, aunque este secreto no duró
mucho, ella no pudo ocultarlo.
La mujer fuerte que me habló por el teléfono había
sucumbido ante la realidad, y cuando la recogí, tuve que
ayudarla a subir al carro. Estaba descompuesta; poseída por el
dolor y la ira, lloraba y maldecía, amenazaba de muerte hasta
al mismo Dios. Estaba armada. Tuve que parar el carro y decirle
que si no me entregaba la pistola no la llevaba. No me hizo
caso, se bajó y apuntándole a un taxi lo hizo detenerse, yo me
bajé y la agarré, era la primera vez que la veía llorar, bajó su
arma y lloró contra mi cuello. Después en el carro ella volvió a
ganar, ni me entregó la pistola ni fui capaz de dejarla sola.
Luego, como si se hubiera tomado algo, se tranquilizó.
-Me mataron al amor de mi vida, parcero –dijo-. El único que
me ha querido.
Sentí celos. Los que nunca me había despertado Emilio, los
sentí ese día por su hermano muerto. Pensé que debía contarle
todo lo que sentía por ella, sacarla de su ignorancia afectiva y
decirle que había alguien que la quería más que todo el mundo.
-Yo te quiero, Rosario... –comencé decidido-. Todos te
queremos –añadí cobardemente.
Esa vez tampoco fui capaz. Además, y en eso me di la razón,
ése no era el día para una propuesta de amor.
-Gracias, parcero –fue lo único que contestó.
Cuando llegamos a la parte baja de su barrio, comenzó a
guiarme. Ya estábamos en el laberinto, en tierra extraña, sólo
quedaba seguir instrucciones y ponerle primera al carro.
Después, todo fue estupefacción ante el paisaje, desconcierto
ante los ojos que seguían nuestro ascenso, miradas que no
conocía, que me hacían sentir ajeno, gestos que obligaban a
preguntarme qué hacía yo, un extranjero, ahí.
-Dejame aquí –interrumpió Rosario mis cavilaciones-. Yo
sigo a pie.
-Pero ¿por qué? Yo te llevo a tu casa.
-Hasta aquí sube el carro. Toca seguir a pie.
Se bajó temblorosa, pálida, vencida por un miedo que no
pudo esconder. Agarró con fuerza su carterita y se chantó unas
gafas para el sol que comenzaba a salir.
-Yo te acompaño, Rosario –insistí.
-Mejor yo sigo sola. Después te cuento todo.
Se dio vuelta y comenzó a escalar una loma sin pavimento.
Lo hacía con suavidad, como si caminara en plano. Vi sus
piernas templadas, su trasero empinado, su figura erguida a
pesar de estar cargando con su peor dolor. Alguien desde una
puerta la saludó. Rosario había vuelto con los suyos.
-¡Rosario! –le grité desde adentro pero me alcanzó a oír-. ¡No
vas a hacer nada que me pueda entristecer!
Toda su vida me dolía como si fuera la mía. Verla sufrir me
llenaba de tristeza, buscaba dentro de mis posibilidades una
forma para que fuera feliz.
-¡Señorita! Señorita, disculpe. –La enfermera se había
dormido en su puesto de guardia.
-¡¿Ah?!
-Perdóneme, pero quiero averiguar por Rosario, la mujer que
está en cirugía.
-¿Quién? –preguntó mientras hacía lo posible para ubicarse
otra vez en la realidad.
-Rosario Ti... –alcancé a decir, porque al sentirse despierta me
interrumpió.
-Si no se sabe nada es porque todavía no se sabe nada.
Intenté con la hora.
-¿Qué horas serán ya?
No me contestó, cerró los ojos buscando de nuevo el calor de
su silla. Miré el reloj de la pared.
-Las cuatro y media –dije bajito para no despertarla.
¡Cómo pasa el tiempo! Juraría que fue hace un mes apenas
cuando vi por última vez a Rosario, cuando decidimos Emilio y
yo que si no parábamos terminaríamos peor que ella. Rosario
estaba decidida a arrastrar con quien fuera. Se le había metido
en la cabeza conseguir plata por su propia cuenta, volverse más
rica que los que la sostenían, y lo que nos asustó fue que ella
solamente conocía una forma de lograrlo, la manera como ellos
la habían conseguido.
-Es muy fácil, muy fácil –nos decía-. Sólo se necesita tener la
gente y yo la tengo.
No era solamente cuestión de gente, también había que tener
las ganas y las güevas de Rosario, y a nosotros no nos quedaban
ganas después de todos los enredos en que nos metió, tampoco
necesitábamos más plata, y las güevas hace mucho que las
habíamos perdido. Y en lugar de acompañarla en su nueva
aventura, comenzamos a preparar nuestra despedida.
A la semana de la muerte de su hermano, Rosario me llamó a
las tres de la mañana. Yo no había parado de buscarla en esos
días, por eso no me molestó que me hubiera despertado.
-¿Dónde estás? –le pregunté apenas reconocí su voz.
-Hoy enterramos a Johnefe –me dijo.
-¿Cómo así? Si eso fue hace ocho días.
-Estábamos paseando con él.
-¿Estaban qué? –pregunté perplejo.
-Después te cuento, ahora no puedo hablar mucho –dijo
bajando la voz-. Mirá, parcero, es que voy a estar afuera unos
días. Yo te llamo cuando vuelva.
-¿Cómo así, Rosario? ¿Para dónde te vas?
-No te preocupés por mí, yo te llamo después, pero decile a
Emilio que tuve que acompañar a mi mamá a... a Bogotá, donde
una hermana.
-¡Rosario! Esperá, decime qué está pasando.
-Chao, parcero. Después te cuento todo –dijo y colgó.
Por supuesto, Emilio entendió menos que yo. Se
descomponía cuando ella se le perdía, lo sacaba de quicio todo
el misterio que la rodeaba. Siempre que le pasaba algo así, y
fueron muchas veces, me juraba que iba a terminar todo, pero
ella sabía cómo neutralizarlo, lo dejaba soltar toda la perorata y
después en la cama ella se encargaba de volverlo loco.
-¡Lo que me emberraca es que nunca me consulta nada! –dijo
Emilio furioso-. ¡Como si yo no existiera!
-Pero si llamó y me dijo que te contara todo –le dije tratando
de excusarla.
-¡Eso es todavía más raro!
-¿Qué cosa?
-¡Que te llamó a vos y no me llamó a mí!
Emilio tenía razón. Pero él nunca tuvo la paciencia para
sentarse a entender a Rosario. Tal vez porque la tuvo se
acostumbró a lo inmediato, pero yo en cambio tenía que
imaginarla, estudié cada paso para tenerla cerca, la observé con
cuidado para no cometer alguna imprudencia, aprendí que
había que ganársela de a poquito, y después de tanto examen
silencioso logré entenderla, acercarme a ella como nadie lo
había hecho, tenerla a mi manera, pero también entendí que
Rosario había partido su entrega en dos: a mí me había tocado
su alma y a Emilio su cuerpo. Lo que todavía no he podido
saber es a cuál de los dos le fue mejor.
Un mes después de la llamada, apareció Rosario. Estaba
gorda. No era la misma que dejé en las lomas. Había algo en su
gesto que asustaba, que me hacía presentir los malos vientos
que soplaban. Me citó en un mall que quedaba cerca de su
apartamento, en la sección de comidas. La encontré
engulléndose unas papas fritas y una malteada, tenía gafas
oscuras y vestía una sudadera. Me impactó, estaba más
acelerada que nunca.
-¿Qué es lo que pasa, Rosario? –dije después del saludo.
-¿Querés papitas?
-Quiero que me contés qué es lo que te está pasando.
-Comprame otra malteada, parcero. No traje más plata.
No era fácil sacarle las cosas, a menos que uno le diera cinco
aguardientes. Pero yo no me sentía con la paciencia suficiente
para esperar a que ella se decidiera a contarme.
-Emilio te va a matar –le dije-. Ahora sí está furioso, no te
quiere ni ver.
-¡Pues que se vaya para la mierda! –explotó-. ¡Yo tampoco
quiero verlo!
-No se trata de eso, Rosario, es que estábamos preocupados,
te perdés así, de la noche a la mañana, y después aparecés así.
-¿Cómo que «así»? –preguntó retándome.
-Te voy a ser sincero, Rosario, pero es que estás muy rara.
-¿Qué tengo de raro? ¿Ah? Decime, ¿qué tengo de raro?
Si le hubiera contestado, quién sabe qué hubiera pasado. Mi
comentario fue suficiente para que con su brazo barriera todo lo
que había en la mesa, después se paró furiosa y desafió a todos
los que miraron.
-¡¿Qué?! ¿Se les perdió algo o qué? ¡Cojan oficio, partida de
hijueputas!
Todos le hicieron caso. Hubo un silencio que permitió oír sus
pasos furiosos alejándose. Después me miraron con disimulo.
Yo no supe qué hacer, pero después supe menos, porque
cuando me iba a levantar vi que Rosario venía de regreso. Se
me pegó a la cara y aunque trató de hablar bajito no pudo evitar
gritarme.
-¡¿Para qué son los amigos, maricón?! ¿Para qué?- A través
de sus gafas pude ver que lloraba-. ¡Si no puedo contar con vos,
entonces con quién! No servís para mierda. No te llamé para
que me jodieras ni para que me dijeras que estoy gorda.
-Yo no te dije que estabas gorda –aclaré.
-¡Pero se te veían las ganas de decírmelo! Y me voy a
engordar más, porque ya no me importan ustedes, ni vos, ni
Emilio, ni nadie ¿oís? No me importa nadie, el único que me
importaba me lo mataron, y a vos no te importó.
La rabia y el llanto no la dejaron seguir. Quedó temblando
ahogada en sus propias palabras. Sentí ganas de abrazarla, de
agarrarla a besos, de decirle que todo lo de ella me importaba,
más que lo mío, más que mi vida, quería llorar con ella, por su
rabia, por su tristeza y por mi silencio.
-Vos sí me importás, Rosario –fue lo único que le dije. Y
aunque yo lo pensé primero, fue ella la que me abrazó.
CINCO
-Casate conmigo, Rosario –le propuso Emilio.
-¿Vos sos güevón o qué? –le respondió ella.
-¿Por qué? ¿Qué tiene de raro? Si nos queremos.
-¿Y qué tiene que ver el amor con el matrimonio?
Descansé cuando supe su negativa. Emilio ya me había
hablado de sus intenciones, pero yo no le dije nada, primero
porque conocía a Rosario, y segundo porque la propuesta era
más un acto de rebeldía de Emilio que un acto de amor. La
familia lo venía presionando fuertemente para que la dejara, le
cortaron entradas y privilegios y comenzaron a tratarlo como a
un sospechoso.
-Imaginate que a mi mamá le dio por cerrar todo con llave –
me contó-. Qué tan raro. Lo único que le falta es que le ponga
candado al teléfono o que me cobre las llamadas.
Pero lo que me llamó la atención de la propuesta de Emilio,
fue la respuesta de Rosario. Ella le vio la discrepancia a esa
asociación que todo el mundo hace entre amor y matrimonio.
Confirmé que detrás de su belleza y su violencia, había un
punto de vista, sensato además. Cada cosa que descubría en ella
me obligaba a seguirla queriendo y cuanto más la quería más
lejos me quedaba.
-Entonces ¿qué? –le pregunté a Emilio-. Te vas a casar, ¿sí o
no?
-¡Qué va! –contestó-. Esa mujer sale con unas cosas más
raras. Además, ¿con qué plata?, no ves que en mi casa ya ni me
saludan.
-¿Y eso?
-Mi mamá, que se anda cocinando en su salsa.
La familia de Emilio pertenece a la monarquía criolla, llena
de taras y abolengos. Son de esos que en ningún lado hacen fila
porque piensan que no se la merecen, tampoco le pagan a nadie
porque creen que el apellido les da crédito, hablan en inglés
porque creen que así tienen más clase, y quieren más a Estados
Unidos que a este país. Emilio trató de rebelarse contra el
esquema. Se hizo echar del colegio bilingüe y se metió a uno
donde iban a parar todos los vagos. Quiso entrar a la
universidad pública, pero ahí no lo frenó su familia sino el
promedio. Y después, para rematar, les llevó a Rosario.
-Se nota que no tiene clase –le dijo a Emilio su mamá el día
en que la conoció-. No sabe ni comer.
-Me sabe comer a mí –les dijo él-. Y eso es lo que importa.
Aunque me molestaba cualquier tipo de rechazo a Rosario,
me alegré al conocer el que le manifestaba la familia de Emilio.
A pesar de su desobediencia, él nunca se atrevió a desafiarlos
con un vínculo diferente al que sostuvo con ella. Y como casi
siempre sucede, ganó el esquema. Después de Rosario, Emilio
volvió a nadar con destreza en sus aguas. Ahora gana bien,
trabaja con su padre, mide sus palabras y tiene una novia a la
que quiere todo el mundo, menos él. Yo también cambié. Sin
embargo, me atrevería a decir que no fueron las presiones de
los nuestros las que forzaron nuestro cambio, sino el que
finalmente explotara la bomba que fabricamos Emilio, Rosario y
yo.
Nunca imaginé que mi capacidad de celos fuera tan alta: los
rechazos que le hacían y me causaban dolor, eran los que la
sumían en esa soledad en la cual yo era su única isla. Ahora
pienso que lo que siempre nos unió fue la adversidad. Lo siento
así en este hospital, con ella adentro buscando un último
milagro, y yo sintiéndome privilegiado como su único
acompañante.
-Tiene balas por todas partes –me dijo uno de los médicos de
turno, cuando le pedí que me tradujera el diagnóstico.
-¿Y entonces?
-Hay que esperar –dijo-. Están haciendo lo que se puede.
Vi la angustia de mi premonición reflejada en los ojos de un
viejo que estaba sentado en el sofá del frente. A esas horas sólo
quedábamos él y yo, y aunque el hombre dormitaba todo el
tiempo, me encontré con su mirada despierta inmediatamente
después del informe del médico.
-Tenga fe, que todo se puede –me dijo el viejo.
Sentí que él también esperaba la resurrección de Rosario, que
él también la querría tanto como yo, que podría ser un pariente,
tal vez su padre desconocido. No me sentí con ánimo para
entablar una conversación, pero después supe que un hijo suyo,
de una edad parecida a la de Rosario, también había llegado
lleno de balas y que también a él, como a mí, le tocaba tener fe y
esperar.
-¿Cómo qué horas serán? –le pregunté.
Miró sobre mí, al reloj de la pared.
-Las cuatro y media –contestó.
Rosario sintió el rechazo de la mamá de Emilio desde el
primer minuto. La señora no había hecho ningún esfuerzo por
disimularlo y a Rosario los nervios le destrozaron sus buenas
intenciones. Fue cuando a Emilio le dio por invitarla al
matrimonio de una prima suya, creo, dizque para que de una
vez su familia la conociera.
-Cuando me vio, la señora arrugó la nariz como si yo oliera
maluco –me contó Rosario.
La saludó con un «¿Cómo está, señorita?», y no volvió a
pronunciar palabra hasta que Rosario se fue. Emilio me contó
después que lo que no dijo durante la fiesta, luego se lo vació a
él sin detenerse para respirar. Que no le quedaron palabras para
despotricar de Rosario.
-¡Vieja hijueputa! –repetía incansablemente Rosario-. ¡Y eso
que no habló! Porque le hubiera arrancado la lengua con el
cuchillo de la carne.
Se le encharcaban los ojos cuando recordaba esa noche.
Apretaba los dientes cuando uno mencionaba a la señora. Se
perdió y no le volvió a hablar a Emilio después de esa noche.
Cuando se subió al carro ya estaba llorando de rabia y no dejó
que él la llevara hasta su casa. En la mitad del camino se le bajó
y se trepó a un taxi. Apenas llegó me llamó.
-Si los hubieras visto, parcero. –Casi ni podía hablar-. Yo que
me había comprado una pinta donde la vieja compra la ropa, y
me cobraron un ojo. Me mandé peinar donde arreglan a la vieja,
y me dejaron lo más de bonita, si me hubieras visto, parcero,
parecía una reina. Me había propuesto hablar poquito para no
ir a cagarla, ensayé en el espejo una risita lo más de chévere y
hasta me tapé los escapularios con unas cadenas lo más de
finas, mejor dicho, no me hubieras reconocido, pero apenas
llegué, me sale esta hijueputa vieja mirándome como si yo fuera
un pedazo de mierda, y ahí quedé yo lista, cuál peinado, cuál
risita, cuáles joyas, empecé a gaguear como una boba, a
derramar el vino, se me caía la comida en el mantel, me ahogué
con un arroz y no pude parar de toser hasta que salí, y todos
preguntando, pero no de queridos sino por joderme, que tú qué
haces, y tu papá y tu mamá, y dónde estudias, y toda esa
mierda, como si no tuvieran más tema que yo.
-¿Y Emilio? –le pregunté.
-A Emilio le tocó contestar por mí, porque yo no había
preparado nada de eso, y con lo ahogada que estaba no pude
volver a abrir la boca. Pero imaginate lo peor, que apenas
terminamos de comer, la primera que se paró fue la vieja, no
dijo nada y se fue de la fiesta, y después todos fueron diciendo
que permiso, que se tenían que ir y a los tres minutos ya no
quedaba nadie, solamente Emilio y yo sentados a la mesa.
A cada palabra le ponía el dolor que sentía. Hacía una pausa
de vez en cuando para madrear a la señora, para hablar mal de
los ricos y de los pobres, para cagarse en Dios y después seguía
con su relato. Me dijo que iba a dejar a Emilio, que ahí no había
nada que hacer, que ellos eran muy distintos, de dos mundos
diferentes, que no sabía en qué momento –y yo creí que me
moría cuando me incluyó- se le había ocurrido meterse con
nosotros.
Pero si por mi Medellín llovía, por el de ella no escampaba.
Parece que el alboroto que le armó doña Rubi fue peor que el de
la mamá de Emilio. Al principio no supimos por qué, ya que la
señora no tenía nada que perder, pero después entendimos que
presintió por las que iba a pasar Rosario.
-Decime qué estás haciendo vos ahí –le dijo doña Rubi.
-Más bien preguntale a él qué está haciendo metiéndose
conmigo –contestó Rosario.
-Seguramente lo único que quiere es comer –replicó la
señora.
-Pues que coma –replicó la hija.
Doña Rubi la previno de todo lo que le podía pasar con «esa
gente», le vaticinó que después que hicieran con ella lo que
estaban pensando hacer, la devolverían a la calle como a un
perro y más pobre y más desprestigiada que una cualquiera.
Rosario dejó de defenderse y escuchó callada el resto de la
cantaleta que le soltaba su mamá. Después, al verla también en
silencio, preguntó:
-¿Ya terminó?
Doña Rubi prendió un cigarrillo sin dejar de mirarla. Rosario
se paró, buscó su cartera y se encaminó hacia la puerta de la
calle.
-Ésa no es gente para usted, mija –le alcanzó a decir su mamá
antes que cerrara.
Rosario decía que lo que su mamá tenía era envidia, que toda
la vida se la había pasado buscando un hombre con plata y
conqueteándole a sus patrones, que la señora no tenía
autoridad moral para juzgarla y menos ahora que no vivía con
ella, y menos todavía ahora, que andaba con una facha muy
sospechosa, con el pelo teñido de amarillo y con vestiditos de la
talla de Rosario.
-Doña Rubi todavía se cree de quince –se burlaba Rosario-.
¿Quién sabe en qué andará?
Finalmente, las dos señoras acertaron en adivinar lo
pronosticado, pese al gran esfuerzo de Emilio y Rosario por
mantener la relación. Pero insisto, no fueron ni la cantaleta ni la
presión, fuimos nosotros, sí, nosotros tres, porque la relación se
sostenía en tres pilares, como siempre ocurre: el del alma, el del
cuerpo y el de la razón. Los tres llegamos a poner un poco de
cada cosa. Los tres nos derrumbamos al tiempo, ya no
podíamos con el peso de lo que habíamos construido. Sin
embargo, ellos no pudieron escaparse de los aborrecibles «te lo
dije».
-Te lo advertí, Emilio.
-Te lo dije, Rosario.
A mí, por el contrario, el sermón me lo dio la vida, y no al
final como a ellos, sino cada vez que miraba a Rosario a los ojos.
Siempre hubo un «te lo dije» después de verla salir con Emilio y
para Emilio, después de oírla decir que lo quería. Siempre hubo
un «te lo advertí» cada vez que los escuchaba juguetear
encerrados, cuando imaginaba en lo que acababan sus juegos
porque así me lo decía el repentino silencio de sus risas, el
chirriar de la cama y uno que otro quejido involuntario.
-¿Qué estabas haciendo? –me preguntó Rosario.
Salía con una camiseta larga, sin nada debajo, con la sonrisa
que se dibuja después de un sexo sabroso.
-Leyendo –le mentía.
Ella salía a fumarse un cigarrillo porque a Emilio no le
gustaba que le fumaran en el cuarto. Yo no entendía cómo se le
podía prohibir algo a Rosario después de hacerle el amor.
-¿Leyendo? –me volvió a preguntar-. ¿Y qué estás leyendo?
Yo dejaba que fumara en mi cuarto. Nunca me pidió permiso
pero yo la dejaba. Por la puerta entreabierta veía a Emilio,
todavía desnudo, echado en la cama, saboreándose los últimos
destemples del sexo. Ella se sentaba en la mía, únicamente con
su camisetica, se recostaba en la pared, subía los pies y los
cruzaba y soltaba muy despacio las bocanadas de humo,
todavía con goticas de sudor sobre los labios. Me hacía
cualquier pregunta tonta que yo a veces ni le contestaba porque
sabía que no me oiría. No siempre hablaba. La mayoría de las
veces se fumaba su cigarrillo en silencio y después se iba para la
ducha. Y yo siempre, después de verla salir, buscaba el sitio de
la sábana donde se había sentado para encontrar el regalo
inmenso que siempre me dejaba: una manchita húmeda que
pegaba a mi nariz, a mi boca, para saber a qué sabía Rosario por
dentro.
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