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jueves, 8 de septiembre de 2022

Lectura de los capítulos 6 y 7 de Rosario Tijeras. 8/09/2022

 SEIS


-¿Si te has fijado que muerte rima con suerte? –observó Rosario.

Por esos días yo andaba encarretado con la poesía y, como

ella era curiosa, la puse un poco al tanto de mis lecturas. Ella

todo lo relacionaba con la muerte, hasta la explicación de mis

versos.

-Esas cosas deben ser buenas para leerlas uno bien trabado –

dijo y nos sonó la propuesta.

Hubo un tiempo en que nos encerrábamos los tres todo un

domingo a fumar marihuana y a leer poesía. Encontrábamos

frases que nos hacían creer que ya entendíamos el mundo, otras

que nos cabeceaban y nos dejaban mudos, otras que nos hacían

desternillar de la risa y otras que nos daban un hambre

horrible. Ésas fueron las épocas tranquilas, las de música y

lectura, y una que otra droga para cambiar de estado. Pero

hubo otros días domingos y otros encierros de los que todavía

no entiendo cómo salíamos completos. Entonces ya no éramos

los tres, sino un gentío extraño.

-Son amigos de Rosario –me explicó Emilio.

No se necesitaba un espejo para ver que eran diferentes a

nosotros, aunque con el tiempo termináramos iguales a ellos.

Tenían el pelo rapado pero arriba de la nuca les salían unas

colas disparejas y largas, usaban unas camisetas tres tallas más

grandes que les llegaban un poco más arriba de la rodilla, los

bluyines eran pegados al cuerpo, «botatubo», y abajo uno se

encontraba con un par de tenis de dos pisos, con luces

fluorescentes y rayas de neón. Siempre los había visto de lejos y

nunca entré a detallarlos, pero ya metidos en el apartamento de

Rosario, comencé a observarlos minuciosamente y, con mucha

cautela, a imitarlos. Primero fue el pelo, nos lo dejamos bien

cortico y con unas colas más discretas, después nos enrollamos

maricaditas en las muñecas y nos forramos en bluyines viejos,

en las rumbas intercambiábamos camisetas, y así fue como a mi

armario fue a parar la ropa de Fierrotibio, Charli, Pipicito, Mani



y otros. Johnefe, en un ataque de afecto, me regaló uno de sus

escapularios, el que tenía colgado en el pecho, y que según

Rosario, por eso fue que lo mataron, que por ahí le había

entrado la bala.

-Rosario me habla mucho de vos, loco –me dijo Johnefe esa

noche-. Dice que vos sos un bacán, loco. –Y se abrió la camisa y

apretó la medallita-. A mí la gente que quiere a Rosario me

parece una chimba, loco. –Se sacó el escapulario con mucho

cuidado, como si tuviera cadenita de oro-. Tenga, bacán,

póngaselo, y me la cuida, que no me le vaya a pasar nada a mi

Rosario, usted tiene cara de responsable, loco, tenga que éste es

del Divino Boy, y los cuida a los dos. –Me cogió la cara con las

dos manos, me apretó los cachetes y me dio un beso en la boca-.

Nos echamos otro soplo, ¿o qué?

Después que lo mataron le di el escapulario a Rosario. Creí

que me iba a echar la culpa, pero no me dijo nada, lo besó, se lo

puso y se santiguó. Eso fue cuando se perdió después del

entierro, cuando volvió gorda, pero luego atando cabos entendí

que los kilos y su bondad conmigo provenían de haber saldado

ya el rencor.

-Si me lo hubieras entregado antes, lo hubiéramos enterrado

con él –fue lo único que me refutó.

El único que no iba a las fiestas donde Rosario era Ferney, no

si estaba Emilio. O Emilio no iba si estaba Ferney. El que llegara

primero era el que se quedaba, al otro le tocaba mandar

razones.

-Decile a ese hijueputa que ya está oliendo a formol –

mandaba decir Ferney.

-Decile a ese hijueputa que ya quisiera oler a lo que yo huelo

–mandaba decir Emilio.

Al comienzo se armaban trifulcas entre los defensores de

Ferney y los simpatizantes de Rosario, porque Emilio no tenía a

nadie que intercediera por él, excepto yo, que no me iba a meter

con ellos. Mientras vivió, Johnefe fue quien neutralizó la

situación.

-Aquí nadie se mete, locos –decía-. Que la niña decida.


Y como la niña nunca se decidió, cuando se hacían fiestas –si

es que se pueden llamar así- unas veces asistía Emilio, y otras

veces, tal vez menos, Ferney.

-Pero si yo soy tu novio –le reclamaba Emilio.

-Sí –contestaba ella-. Pero Ferney es Ferney.

Pero hubo muchas veces en que ninguno de los dos la

acompañaba. No les estaba permitido. Eran las cientos de veces

que Rosario se fue con los duros de los duros, los que le dieron

todo, los que ponían la plata y por eso se podían dar el lujo de

tenerla sin condiciones. Ella se iba sin avisarnos. Si se pasaba

dos días sin dar señales de vida era porque estaba con ellos.

También se podían deducir las andanzas de Rosario por la cara

de Emilio.

-Ahora sí se acabó esto –decía cada vez que Rosario se le

perdía-. Ahora sí.

-Siempre decís...

-Ahora sí vas a ver –me interrumpía-. Ahora sí voy a mandar

todo a la mierda.

Nunca pudo cumplir su palabra. Rosario siempre regresaba a

buscarlo, dulce como la miel, llena de plata y muriéndose de las

ganas por su niño bonito. Primero me llamaba para tantear el

terreno.

-Me dijo que ahora sí –le contaba yo a Rosario.

-¿Otra vez? –decía ella.

-No. Dijo que esta vez sí.

Rosario se le aparecía con un regalo, vestida como para una

fiesta, más hermosa que todos los días, dispuesta a encerrarse

con él todo el tiempo que fuera necesario hasta contentarlo.

«Para qué más regalos, Rosario –pensaba yo cuando la veía-.

El regalo sos vos misma».

Ella me contaba que volver donde Emilio era como tomarse

un vaso de agua helada en medio del calor.

-No te imaginás la marranera de donde vengo –decía.

Con ellos extrañaba lo que más le gustaba de Emilio, que su

abdomen plano, que sus nalgas duras, el cosquilleo de su barba

de domingo, sus dientes grandes y limpios, todo lo que ellos,



por más plata que tuvieran, no podían ofrecerle.

-Pero hay otras cosas que Emilio no me puede dar, parcero.

¿Y yo? Yo también tenía la barriga plana, las nalgas duras,

los dientes grandes y el corazón limpio para quererla solamente

a ella.

-Nadie –decía-, nadie me puede dar lo que me dan ellos.

Era cierto. No había forma de quitárselas. Terminábamos

siempre por conformarnos, Emilio, Ferney y yo. Nos

contentábamos con que regresara, con el cariño que tuviera

disponible y la forma como quisiera repartirlo.

-¿Quiénes son ellos, Rosario? –le pregunté una vez.

-Vos los conocés. Salen todo el día en los noticieros.

Apenas vieron a Rosario les pasó lo que a todos: la querían

para ellos. Y como el que tiene más plata es el que escoge, se

quedaron con ella.

-Johnefe y Ferney se pudieron colocar en La Oficina –me

contó-. Eso es lo que todo muchacho quiere. Ahí deja uno de ser

chichipato y se puede volver duro. En esa época había mucha

demanda porque había un descontrol tenaz, y estaban

buscando a las cabezas de los combos para armar la selección.

-Traducción, por favor –le dije.

-La guerra, parcero, la guerra. Tocaba defenderse. Estaban

pagando un billete grande al que se bajara un tombo. A Ferney

y a Johnefe los contrataron. Ferney no tenía buena puntería

pero manejaba bien la moto, pero en cambio Johnefe era un

águila, donde ponía el ojo ponía el pepazo. Después de que

probaron finura los ascendieron, les empezó a ir muy bien,

cambiaron de moto, de fierros y le echamos un segundo piso a

la casa. Así daban ganas de trabajar, todos queríamos que nos

contrataran. A mí después también me reclutaron.

-No me digás que vos también... –No sabía cómo decirlo-.

Vos sabés... los policías.

-¡Nooo, parcero! Yo no servía para eso, yo no sé disparar de

lejos, no ves que a mí me enseñó Ferney. Ese Ferney falla hasta

a quemarropa. Para que lo respeten a uno hay que tener

puntería o si no es mejor dedicarse a otra cosa.


-Y entonces –le pregunté-, ¿por qué todo el mundo respeta a

Ferley?

-Ferney –corrigió-. Pues porque es un duro para las motos;

además una vez nos salvó de una que de no haber sido por él,

ya estuviéramos chupando gladiolo hace rato. Claro que todo

fue por la mala puntería, porque nos estábamos dando candela

con el combo de Papeleto y nosotros, aunque andábamos muy

mal de fierros, ya los teníamos dominados, cuando uno de ellos

que estaba muerto resucitó y comenzó a disparar y Johnefe ya

no tenía balas, solamente Ferney, entonces Johnefe le gritó:

«¡Pilas con ése!», y Ferney le empezó a contestar, pero en vez de

darle a él, se bajó a otro que estaba detrás de un matorral y no


lo habíamos visto, apenas fue que lo vimos rodar con una Mini-

Uzi en la mano, ¡imaginate!, con eso nos hubiera barrido a


todos.

-¿Y el otro? El que había resucitado –pregunté intrigado.

-¿Ese? Ése se volvió a morir.

Toda esta historia me interesaba porque así fue como conoció

a los de la cúpula, acompañando a su hermano y a su novio de

entonces, en los trabajos que les encomendaba La Oficina.

-Entonces, ¿cómo fue que llegaste hasta arriba? –volví a

preguntar.

-La historia es larga, parcero –dijo-. Mejor tomémonos otro.

Cuando se decidía a hablar, Rosario era como un gotero.

Colocaba en la lengua del sediento las gotas necesarias para

hacerle imaginar el chorro entero. Sus palabras tasadas eran

una droga deliciosa y adictiva que antojaban de saber más. Lo

curioso fue que al comienzo llegué a dudar que Rosario

hablara, incluso en las primeras salidas su saludo se limitó a

una sonrisa. Nunca sabíamos si estaba contenta o aburrida, si le

había gustado el sitio adonde íbamos o si quería comer algo,

había que preguntarle todo si se quería saber.

-Cómo es que no te aburrís con esa mujer, Emilio –le

decíamos-. ¿No ves que no habla nada? Parece muda.

-¡Y qué! –contestaba Emilio-. Uno para qué quiere una mujer

que hable. Mejor así.



Con el tiempo soltó sus primeras goticas, sólo después de

hacer reconocido el terreno y de haberse afianzado un poco más

a él. Buscó entre los nuevos la mirada confiable, el alma que

guardara todos sus secretos, y me encontró a mí. Aunque no le

debió costar mucho trabajo, porque yo hacía tiempo quería

saber qué había detrás de ese silencio.

-¿En qué pensás, Rosario?

-¿Cuándo?

-Cuando te quedás callada.

-No sé. ¿En qué pensás vos?

Si le hubiera dicho que siempre pensaba en ella... Desde la

mañana en que amanecí queriéndola, me dediqué a construir

mil mundos para Rosario. Mundos que nacían de mis deseos,

que duraban lo que dura un sueño y que se derrumbaban con el

golpe seco de la puerta de su cuarto, con su gemido

atravesando las paredes, con sus intempestivas fugas para

donde los duros.

-No me has contado cómo fue que los conociste –le dije.

-Ya te conté.

-No, no me has contado –insistí.

A Ferney y a Johnefe les habían asignado en La Oficina una

misión complicada. Les pagaron un billete que no se hubieran

ganado en un año de trabajo. El objetivo era un político que le

estaba complicando la vida a sus patrones.

-Vos sabés –dijo Rosario-, un hijueputa de ésos.

-Cómo se llama –le pregunté.

-Se llamaba –dijo-, porque la misión fue todo un éxito.

Junto con su hermano y Ferney viajaron otros cinco más, y

aunque nunca me contó los pormenores del operativo, tal vez

porque no los conocía, sí me dijo que todos habían viajado

acompañados.

-Es que los muchachos se ponen muy nerviosos –me explicó-,

y nosotras somos las únicas que podemos tranquilizarlos. Esa

vez también nos pagaron tiquete a Deisy y a mí, y a otras

plásticas que yo no conocía. Todos viajamos separados y

llegamos en distintas fechas, pero Johnefe y Deisy y Ferney  y  yo


nos encontramos en el mismo hotel. Nos hicimos pasar por

parejitas en luna de miel, y vos sabés cómo me chocan a mí esas

güevonadas. A mí no me gusta que me hablen contemplado, si

los hombres supieran lo maricas que se ven cuando se ponen de

romanticones, por eso es que me gusta Emilio, porque es seco

como un carbón. ¿En qué iba?

Yo también perdí el hilo. En cuestión de segundos no supe

qué hacer con todas las palabras que imaginaba para ella.

Palabras de amor que encadenaba mientras me dormía, y que

preparaba para decírselas algún día bajo una luna, frente a una

playa, en el tono marica y romanticón que a ella tanto la

molestaba. ¿De qué otra forma se puede hablar de amor?

-Estabas en lo del hotel –le recordé.

-El hotel, el hotel... –dijo buscándole la punta a la historia-.

Imaginate que no nos dejaban salir a la calle ni para comer. Los

muchachos salían temprano y volvían tarde. Yo me pasaba para

el cuarto de Deisy o ella para el mío. El desocupe era tenaz. Lo

único que hacíamos era ver películas en el cable, fumar

marihuana y parcharnos en la ventana para ver a Bogotá. Los

muchachos llegaban por la noche muy acelerados, tragueaditos,

no contaban nada de lo que hacían, cada uno cogía para su

cuarto para que los mimáramos. Ferney llegaba como un loco,

como si nunca hubiera estado conmigo, pero era tal el embale

que no le funcionaba, bueno, el día en que terminaron el trabajo

sí se le paró.

Muchas veces fui víctima de mi propio invento, porque al

buscar que Rosario me contara sus historias, me encontraba con

detalles que hubiera preferido ignorar. Prefería imaginarla en

sus intimidades.

-Deisy me contó que a Johnefe le pasaba lo mismo –

prosiguió-, y que también durante toda la noche le cogía la

caminadera y la fumadera de bazuco, que no dormía y se

mantenía berraco. Una noche nos dijeron que alistáramos todo

porque a la mañana siguiente nos iban a recoger y nos iban a

llevar a una finca y que allá nos encontrábamos con ellos.

-¿Y quién nos va a recoger? –se le ocurrió preguntar a Deisy.



-A vos qué te importa –le contestó Johnefe-. Limitate a hacer

lo que te digo, ¿sí?

-Yo de metida y de güevona me puse a defender a Deisy y

vos no te imaginás la que se armó. Johnefe sacó la mano y me

pegó, me dijo: «Gonorrea hijueputa, yo no sé para qué las

trajimos si lo único que hacen es estorbar», y claro, a Ferney no

le gustó que me hubieran puesto la mano y sacó un fierro y se

lo puso a Johnefe en la boca y le dijo: «¡A tu hermana la

respetás, malparido, lo que es con ella es conmigo, a tu

hermana la respetás!». Se armó la gritería más berraca, hasta

que tocaron la puerta y ahí sí quedamos paralizados, nadie

hablaba ni se movía. Johnefe reaccionó y nos hizo señas de que

nos metiéramos al baño, Ferney se metió en el armario, y

después tocó abrir porque dijeron que si no abríamos llamaban

a la policía.

-¿Qué es lo que está pasando? –preguntó el del hotel.

-¿Pasando? Aquí no está pasando nada, señor gerente –

contestó Johnefe.

-¿Y la gritería? –volvió a preguntar el del hotel.

-¿La gritería? Debió haber sido la televisión, señor gerente.

-Oímos a unas mujeres llorando.

-Es que las mujeres lloran por todo, señor gerente –aclaró

Johnefe.

Casi siempre que Rosario me contaba algo de este calibre,

interrumpía para prender un cigarrillo. Las primeras fumadas

las hacía en silencio, con la mirada puesta en un punto que no

existía, detenida en ese recuerdo que la obligaba a fumar.

-Fue tal el susto –dijo después de una pausa-, que toda la

noche nos la pasamos hablando por señas. Nosotras no

volvimos a preguntar nada y nos fuimos a dormir. Los

muchachos se quedaron juntos tomando trago. Al otro día

salieron muy temprano, ni Deisy ni yo los sentimos salir, pero

de lo que sí nos dimos cuenta es de que no habían dormido.

Como a las diez de la mañana apareció un tipo en una chimba

de camioneta y nos llevó a una finca por Melgar, vos no te

imaginás la finca, parcero, una mansión del putas, con varias



piscinas, canchas de tenis, caballos, cascadas, meseros, eso más

bien parecía un club. Deisy y yo nos pusimos la tanguita y nos

echamos a asolearnos. Por la noche, como a las doce,

aparecieron los muchachos, estaban borrachos, pero se veían

contentos, se reían duro, se abrazaban, nos piqueaban a

nosotras, pidieron más trago, sacaron perico y armaron una

rumba que duró tres días. Deisy y yo habíamos decidido no

volver a preguntar nada, pero yo me pillé, parcero, que ya

habían coronado su trabajo.

Rosario prendió un cigarrillo con otro. Esa vez el silencio fue

más largo, las fumadas más lentas, los ojos más perdidos. A

veces incluso, como esa vez, cambiaba súbitamente de tema, y

de una bala pasaba a una canción, de una muerte a un

comentario sobre los calores que últimamente estaban haciendo

en Medellín. Era mejor no insistir, tocaba esperar el próximo

capítulo con paciencia, hasta que la protagonista decidiera

volver a escena.

-Qué calores los que están haciendo en Medellín –dijo

después del silencio.

-Esto se está volviendo tierra caliente –dije lo que toda la

gente decía.

Era cierto que la ciudad se había «calentado». La zozobra nos

sofocaba. Ya estábamos hasta el cuello de muertos. Todos los

días nos despertaba una bomba de cientos de kilos que dejaba

igual número de chamuscados y a los edificios en sus

esqueletos. Tratábamos de acostumbrarnos, pero el ruido de

cada explosión cumplía su propósito de no dejarnos salir del

miedo. Muchos se fueron, tanto de acá como de allá, unos

huyéndole al terror y otros a las retaliaciones de sus hechos.

Para Rosario la guerra era el éxtasis, la realización de un sueño,

la detonación de los instintos.

-Así sí vale la pena vivir aquí –decía.

Eran ellos contra nosotros, cobrándonos ojo por ojo todos los

años en que fuimos nosotros contra ellos. Con Rosario metida

en nuestro bando o nosotros en el de ella, no sabíamos qué

posición tomar, sobre todo Emilio, porque yo ya no podía



decidir, tenía que aceptar el bando, el único posible, que

siempre escoge el corazón. Sin embargo, nunca tomamos parte

de ningún lado, nos limitamos a seguir a Rosario en su caída

libre, tan ignorantes como ella del porqué de las balas y los

muertos, gozando como ella de la adrenalina y de los vicios

inherentes a su vida, cada uno queriéndola a su manera, éramos

muchos buscando algo diferente detrás de una misma mujer,

Ferney, Emilio, los duros de los duros, y yo, el que más y el que

menos podía tenerla.

-No he podido saber por qué –me dijo una vez-, pero vos sos

distinto a todo el mundo.

Aunque no me sirvió de nada, Rosario también aprendió a

conocerme, no con la minuciosidad que yo la conocí, sino con

sus conclusiones espontáneas. De todos hablaba y los definía,

pero yo tuve el privilegio de ser el único al que le descubrió

nuevas facetas, el único al que le hizo preguntas de adentro, el

único en que esculcó para encontrar lo que nunca le dieron,

pero se asustó con el hallazgo, los dos nos llenamos de miedo

esa noche, la única noche, cuando volvimos a cerrar lo que

abrimos como si nunca lo hubiéramos visto.

-No enredemos más las cosas, parcero –me dijo esa noche.

Yo cerré los ojos, lo único que se me permitió tener abierto

desde entonces y pensé en lo tonto que había sido y en que ya

era muy tarde, porque las cosas no podían estar más enredadas.



SIETE


Hasta la sala de espera ha entrado el violeta maluco que

anuncia el amanecer. El pesebre sigue alumbrando pero las

montañas ya no se pierden en la noche. El viejo que me

acompaña duerme con la boca abierta y un hilo de babas le

chorrea por la camisa. He tenido la impresión de que yo

también me he quedado dormido por un momento, tal vez

solamente unos segundos, pero fueron suficientes para secarme

la boca y dejarme la cabeza pesada. Nadie caminaba por los

pasillos. Al fondo, la enfermera de turno sigue profunda detrás

del mostrador. Un frío se me ha metido de pronto al cuerpo, me

he arropado con mis brazos, pensando que no venía de afuera,

sino que se me había escapado de adentro, justo en el instante

en que me di cuenta de la quietud anormal que reinaba en el

hospital.

«Se murieron todos», pensé.

Pero cuando veo que ese «todos» también incluye a Rosario,

hago ruidos con los pies, he tosido, he mecido mi butaca para

cortar ese silencio. El viejo abrió los ojos, se limpió las babas, me

mira, pero le puede más el peso de los ojos que no le permite

salir de su sueño. La silla de la enfermera también chirrió.

Seguimos vivos y seguramente Rosario también. Me dieron

ganas de llamar a Emilio pero ya se me quitaron.

-¿No le tenés miedo a la muerte, Rosario? –le había

preguntado.

-A la mía, no –contestó-, pero sí a la de los otros. ¿Y vos?

-Yo le tengo miedo a todo, Rosario.

No supe si se refería a las muertes que ella había causado o a


las de sus seres queridos. Porque pienso que su gordura post-

crimen está más relacionada con el miedo que con la tristeza

por la pérdida. Cuando salí del «shock» después de saber que

Rosario mataba a sangre fría, sentí una confianza y una

seguridad inexplicables. Mi miedo a la muerte disminuyó,

seguramente por andar con la muerte misma.-Yo me la imagino como una puta –así me la describió-, de

minifalda, tacones rojos y manga sisa.

-Y con ojos negros –le dije yo.

-Como parecida a mí, ¿no cierto?

No le molestaba parecérsele, ni encarnarla. Hubo una época

en que se maquillaba la cara con una base blanca y se pintaba

los labios y los ojos de negro y en sus párpados se ponía polvo

morado, como si tuviera ojeras. Se vestía de negro, con guantes

hasta los codos y del cuello se colgaba una cruz invertida. Fue

por los días en que andaba encarretada con el satanismo.

-El diablo es un bacán –decía.

Yo le pregunté qué había pasado con María Auxiliadora, el

Divino Niño y San Judas Tadeo. Me dijo que Johnefe le había

dicho que la ayuda había que buscarla por todos lados, con los

buenos y con los malos, que para todos había cupo.

-Pero Johnefe dice que el diablo es el más generoso –aclaró.

Me dijo que eso no era nada nuevo, y que nos iba a llevar

para que viéramos cómo era la cosa, que era un solle

bacanísimo, mejor que cualquier droga.

-¡¿Qué?! ¿Nos vas a llevar donde el diablo? –le dije sin

ocultar el miedo.

-¡Las güevas! –dijo Emilio-. Conmigo no cuenten.

-Conmigo tampoco –dije yo.

-Par de maricas –nos dijo Rosario-. Definitivamente estoy

hecha con este par de güevones.

Nunca fuimos. Yo con la sola historia de que uno tenía que

tomarse un vaso con sangre de gato, descarté cualquier

posibilidad. Además, uno oía otros cuentos muy raros.

-También sacrifican niños –me dijo Emilio en secreto-. Se los

roban y los ponen en un altar y les cortan el cuello y se les

toman la sangre. Por eso es que últimamente se ha perdido

tanto chiquito.

-Y lo de las vírgenes –añadí-, ¿sí será verdad?

-Pues que las matan, yo creo que sí, pero lo de vírgenes sí lo

dudo.

A Rosario le molestó nuestra risita.


-Ríanse, güevones, ríanse, pero cuando estén bien jodidos no

empiecen a pedir ayuda.

El encarrete satánico no le duró mucho. Sin decirle nada y

casi sin darnos cuenta, Rosario fue dejando la palidez, las ojeras

y la boca oscura, para volver a los colores de siempre.

Abandonó el aire de misterio y volvió al desparpajo de sus

apuntes. Yo no me aguanté la gana de preguntarle qué había

pasado con el diablo.

-Es que no me gustó la música –dijo-. Eso es un ruido todo

cagado. A mí lo que me gusta es otra cosa. Las canciones

bonitas, las de amor, que uno pueda entender lo que dicen y

que digan cosas bacanas.

Eso es algo que nunca entendí de Rosario, la contradicción

entre las canciones románticas que le gustaban y su

temperamento violento y su sequedad para amar.

-¿Qué es lo que te gusta, Rosario?

-Vos sabés. María Conchita, Juan Gabriel, Paloma, Perales,

gente bacana, que canta con la mano en el pecho y los ojos

cerrados.

Lo que no nos contó Rosario fue la otra razón por la que se

aburrió de los satánicos, pero la supimos porque en una rumba

Gallineto, todo embalado, nos la contó.

-La niña se tumbó a un man de la secta. ¿No sabían? Yo

pensé que a todo el mundo le había llegado el fax. Estábamos

jugando a que nos empelotábamos y que todos con todos. Ya

nos habíamos soplado como cinco tamaleras y estábamos muy

sensibles, y a la niña no le gustó que el tipo la retacara a la

fuerza, y es que la tenía arrinconada, apretándola con la rodilla

y haciéndole duro, y entonces qué pasó, yo me pillé todo el

rollo, la niña de pronto como que se dejó hacer, se puso dócil,

¿sí me entienden?, como si le hubiera empezado a gustar, le

comenzó a dar besitos al man y dejó que la apretara bastante,

cuando de pronto, ¡tan!, oímos un pepazo en seco, muy raro,

sonó muy raro, y claro, el man empezó a desbaratarse, untado

de sangre por todas partes, y a la niña también se le ensució la

ropita interior, ¿sí me entienden?, ella lo terminó de empujar

con el pie y le dijo una cosa ahí que no me acuerdo, y oigan, a

todos los que estábamos empelota se nos bajó, pero ella fresca,

guardó el fierro en la cartera, se vistió y se fue sin despedirse, y

todos nos quedamos intrigados sin saber de dónde había

sacado la pistola, y yo miré a Johnefe y le dije: «La niña ya se

sabe defender».

-¿Y este hijueputa qué le hizo a la niña? –dijo Johnefe-, para

volverlo a matar.

-Fresco man –le dijo Gallineto-. La niña ya arregló todo, por

qué más bien no aprovechamos la sangre de éste, que tengo

sed.

-A mí la sangre de los hijueputas me sienta como mal –dijo

Johnefe.

Rosario nos dijo después que todo eran mentiras de

Gallineto. Que lo único que la motivó a salirse fue la música, y

que si no le creíamos que le preguntáramos a su hermano, pero

cuando supimos la historia Johnefe ya estaba muerto. Entonces

esgrimió su segunda prueba de inocencia:

-O es que acaso me vieron gorda después, ¿o qué?

Cada vez estábamos más confundidos con Rosario. Se

comenzaron a crear historias sobre ella y era imposible saber

cuáles eran las verdaderas. Las que se inventaban no eran muy

distintas de las reales, y el misterio y las desapariciones de

Rosario obligaban a creer que todas eran posibles. En las

comunas de Medellín, Rosario Tijeras se volvió un ídolo. Se

podía ver en las paredes de los barrios: «Rosario Tijeras,

mamacita», «Capame a besos, Rosario T.», «Rosario Tijeras,

presidente, Pablo Escobar, vicepresidente». Las niñas querían

ser como ella, y hasta supimos de varias que fueron bautizadas

María del Rosario, Claudia Rosario, Leidy Rosario, y un día

nuestra Rosario nos habló de una Amparo Tijeras. Su historia

adquirió la misma proporción de realidad y ficción que la de

sus jefes. Y hasta yo, que conocí los recovecos de su vida, me

confundía con las versiones que venían de afuera.

-Emilio, ¿sí has oído todo lo que andan diciendo?

-No me digás nada, viejo –decía-, que  me  estoy  volviendo


loco.

Entre los nuestros también se colaron las historias

incorroborables de Rosario, historias que tomaban un pedazo

de realidad y el resto se iba añadiendo de boca en boca,

acomodándose a las necesidades del interlocutor. Algunas de

ellas nos incluían. Pero alcancé a escuchar tantas cosas que

nunca pude recopilarlas para contárselas a ella, que gozaba

hasta más no poder con lo que decían.

-Contame, parcero, ¿pero qué más dicen de mí?

-Que has matado a doscientos, que tenés muelas de oro, que

cobrás un millón de pesos por polvo, que también te gustan las

mujeres, que orinás parada, que te operaste las tetas y te pusiste

culo, que sos la moza del que sabemos, que sos un hombre, que

tuviste un hijo con el diablo, que sos la jefe de todos los sicarios

de Medellín, que estás tapada de plata, que la que no te gusta la

mandás a tusar, que te acostás al tiempo con Emilio y

conmigo... en fin, ¿te parece poquito?. Qué tal que todo fuera

verdad.

-Todo no –me dijo-. Pero sí la mitad.

Ya hubiera querido ella que todo fuera cierto, y yo también.

Porque mi sitio estaba en la mitad excluyente, con las historias

que nunca tuvieron lugar, junto con el hijo del demonio,

mentiras, porque Rosario nunca pudo tenerlos, junto a las tetas

y el culo artificiales, mentiras, porque yo se los toqué, una sola

vez, una sola noche, y nunca antes ni después tocaría algo más

real, más de carne, más hermoso; junto a la Rosario que era

hombre, mentiras, porque no existía nadie tan mujer.

-Qué más dicen, parcero, contame más.

-Puras güevonadas. Imaginate. Dizque yo ando enamorado

de vos.

-¡Eh! Ya no saben qué inventar –dijo ella y me mató.

-Imaginate –dije yo agonizante.

¡El amor aniquila, el amor acobarda, disminuye, arrastra,

embrutece! Una vez, después de una parecida a la que acabo de

recordar, me encerré en un baño de una discoteca y me di

cachetadas hasta que se me puso roja la cara. ¡Zas! por güevón,

¡zas! por marica y ¡tenga! por gallina. Cuanto más me golpeaba

más rabia sentía conmigo mismo, y más imbécil me sentí

cuando tuve que esperar a que se me bajara el rojo de los

cachetes para poder salir. También duré como dos semanas con

la boca a medio abrir por la mandíbula resentida. Juré que

sacaría valor y le diría lo que sentía por ella, y después me

encerré muchas veces en el mismo baño donde me cacheteé a

ensayar las palabras con las que le confesaría mi amor:

-Rosario, estoy enamorado de vos.

-Rosario, hace mucho que tengo una cosa para decirte.

-Rosario, adiviná quién está enamorado de vos.

Nunca le dije éstas ni las otras miles que preparé. Volvía

frustrado a darme una tunda frente al espejo, el único que me

las escuchó.

-¿Estás metiendo perico? –me preguntó Emilio.

-No, ¿por qué?

-Esa paraderita tan rara que tenés al baño.

-Tengo meadera –le dije.

-Y los cachetes colorados –añadió.

Nunca entendí cómo ella ni nadie se dio cuenta. Las

sospechas de Emilio no pasaban de dos preguntas tontas, y si

ella hubiera sabido algo no hubiera mantenido la cercanía y la

confianza que siempre me tuvo. Yo estaba seguro de que todos

lo sabían, porque el amor se nota. Por eso siempre guardé una

esperanza, porque nunca vi a Rosario mirar a Emilio, a Ferney,

a ninguno, como la miraba yo, nunca la vi volver de donde los

duros de los duros con los ojos delatando un amor.

Y cuando me atacaba alguna duda, le volvía a preguntar,

buscando en su pasado algún rescoldo de su capacidad de

amar.

-¿Alguna vez te has enamorado, Rosario?

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