SEIS
-¿Si te has fijado que muerte rima con suerte? –observó Rosario.
Por esos días yo andaba encarretado con la poesía y, como
ella era curiosa, la puse un poco al tanto de mis lecturas. Ella
todo lo relacionaba con la muerte, hasta la explicación de mis
versos.
-Esas cosas deben ser buenas para leerlas uno bien trabado –
dijo y nos sonó la propuesta.
Hubo un tiempo en que nos encerrábamos los tres todo un
domingo a fumar marihuana y a leer poesía. Encontrábamos
frases que nos hacían creer que ya entendíamos el mundo, otras
que nos cabeceaban y nos dejaban mudos, otras que nos hacían
desternillar de la risa y otras que nos daban un hambre
horrible. Ésas fueron las épocas tranquilas, las de música y
lectura, y una que otra droga para cambiar de estado. Pero
hubo otros días domingos y otros encierros de los que todavía
no entiendo cómo salíamos completos. Entonces ya no éramos
los tres, sino un gentío extraño.
-Son amigos de Rosario –me explicó Emilio.
No se necesitaba un espejo para ver que eran diferentes a
nosotros, aunque con el tiempo termináramos iguales a ellos.
Tenían el pelo rapado pero arriba de la nuca les salían unas
colas disparejas y largas, usaban unas camisetas tres tallas más
grandes que les llegaban un poco más arriba de la rodilla, los
bluyines eran pegados al cuerpo, «botatubo», y abajo uno se
encontraba con un par de tenis de dos pisos, con luces
fluorescentes y rayas de neón. Siempre los había visto de lejos y
nunca entré a detallarlos, pero ya metidos en el apartamento de
Rosario, comencé a observarlos minuciosamente y, con mucha
cautela, a imitarlos. Primero fue el pelo, nos lo dejamos bien
cortico y con unas colas más discretas, después nos enrollamos
maricaditas en las muñecas y nos forramos en bluyines viejos,
en las rumbas intercambiábamos camisetas, y así fue como a mi
armario fue a parar la ropa de Fierrotibio, Charli, Pipicito, Mani
y otros. Johnefe, en un ataque de afecto, me regaló uno de sus
escapularios, el que tenía colgado en el pecho, y que según
Rosario, por eso fue que lo mataron, que por ahí le había
entrado la bala.
-Rosario me habla mucho de vos, loco –me dijo Johnefe esa
noche-. Dice que vos sos un bacán, loco. –Y se abrió la camisa y
apretó la medallita-. A mí la gente que quiere a Rosario me
parece una chimba, loco. –Se sacó el escapulario con mucho
cuidado, como si tuviera cadenita de oro-. Tenga, bacán,
póngaselo, y me la cuida, que no me le vaya a pasar nada a mi
Rosario, usted tiene cara de responsable, loco, tenga que éste es
del Divino Boy, y los cuida a los dos. –Me cogió la cara con las
dos manos, me apretó los cachetes y me dio un beso en la boca-.
Nos echamos otro soplo, ¿o qué?
Después que lo mataron le di el escapulario a Rosario. Creí
que me iba a echar la culpa, pero no me dijo nada, lo besó, se lo
puso y se santiguó. Eso fue cuando se perdió después del
entierro, cuando volvió gorda, pero luego atando cabos entendí
que los kilos y su bondad conmigo provenían de haber saldado
ya el rencor.
-Si me lo hubieras entregado antes, lo hubiéramos enterrado
con él –fue lo único que me refutó.
El único que no iba a las fiestas donde Rosario era Ferney, no
si estaba Emilio. O Emilio no iba si estaba Ferney. El que llegara
primero era el que se quedaba, al otro le tocaba mandar
razones.
-Decile a ese hijueputa que ya está oliendo a formol –
mandaba decir Ferney.
-Decile a ese hijueputa que ya quisiera oler a lo que yo huelo
–mandaba decir Emilio.
Al comienzo se armaban trifulcas entre los defensores de
Ferney y los simpatizantes de Rosario, porque Emilio no tenía a
nadie que intercediera por él, excepto yo, que no me iba a meter
con ellos. Mientras vivió, Johnefe fue quien neutralizó la
situación.
-Aquí nadie se mete, locos –decía-. Que la niña decida.
Y como la niña nunca se decidió, cuando se hacían fiestas –si
es que se pueden llamar así- unas veces asistía Emilio, y otras
veces, tal vez menos, Ferney.
-Pero si yo soy tu novio –le reclamaba Emilio.
-Sí –contestaba ella-. Pero Ferney es Ferney.
Pero hubo muchas veces en que ninguno de los dos la
acompañaba. No les estaba permitido. Eran las cientos de veces
que Rosario se fue con los duros de los duros, los que le dieron
todo, los que ponían la plata y por eso se podían dar el lujo de
tenerla sin condiciones. Ella se iba sin avisarnos. Si se pasaba
dos días sin dar señales de vida era porque estaba con ellos.
También se podían deducir las andanzas de Rosario por la cara
de Emilio.
-Ahora sí se acabó esto –decía cada vez que Rosario se le
perdía-. Ahora sí.
-Siempre decís...
-Ahora sí vas a ver –me interrumpía-. Ahora sí voy a mandar
todo a la mierda.
Nunca pudo cumplir su palabra. Rosario siempre regresaba a
buscarlo, dulce como la miel, llena de plata y muriéndose de las
ganas por su niño bonito. Primero me llamaba para tantear el
terreno.
-Me dijo que ahora sí –le contaba yo a Rosario.
-¿Otra vez? –decía ella.
-No. Dijo que esta vez sí.
Rosario se le aparecía con un regalo, vestida como para una
fiesta, más hermosa que todos los días, dispuesta a encerrarse
con él todo el tiempo que fuera necesario hasta contentarlo.
«Para qué más regalos, Rosario –pensaba yo cuando la veía-.
El regalo sos vos misma».
Ella me contaba que volver donde Emilio era como tomarse
un vaso de agua helada en medio del calor.
-No te imaginás la marranera de donde vengo –decía.
Con ellos extrañaba lo que más le gustaba de Emilio, que su
abdomen plano, que sus nalgas duras, el cosquilleo de su barba
de domingo, sus dientes grandes y limpios, todo lo que ellos,
por más plata que tuvieran, no podían ofrecerle.
-Pero hay otras cosas que Emilio no me puede dar, parcero.
¿Y yo? Yo también tenía la barriga plana, las nalgas duras,
los dientes grandes y el corazón limpio para quererla solamente
a ella.
-Nadie –decía-, nadie me puede dar lo que me dan ellos.
Era cierto. No había forma de quitárselas. Terminábamos
siempre por conformarnos, Emilio, Ferney y yo. Nos
contentábamos con que regresara, con el cariño que tuviera
disponible y la forma como quisiera repartirlo.
-¿Quiénes son ellos, Rosario? –le pregunté una vez.
-Vos los conocés. Salen todo el día en los noticieros.
Apenas vieron a Rosario les pasó lo que a todos: la querían
para ellos. Y como el que tiene más plata es el que escoge, se
quedaron con ella.
-Johnefe y Ferney se pudieron colocar en La Oficina –me
contó-. Eso es lo que todo muchacho quiere. Ahí deja uno de ser
chichipato y se puede volver duro. En esa época había mucha
demanda porque había un descontrol tenaz, y estaban
buscando a las cabezas de los combos para armar la selección.
-Traducción, por favor –le dije.
-La guerra, parcero, la guerra. Tocaba defenderse. Estaban
pagando un billete grande al que se bajara un tombo. A Ferney
y a Johnefe los contrataron. Ferney no tenía buena puntería
pero manejaba bien la moto, pero en cambio Johnefe era un
águila, donde ponía el ojo ponía el pepazo. Después de que
probaron finura los ascendieron, les empezó a ir muy bien,
cambiaron de moto, de fierros y le echamos un segundo piso a
la casa. Así daban ganas de trabajar, todos queríamos que nos
contrataran. A mí después también me reclutaron.
-No me digás que vos también... –No sabía cómo decirlo-.
Vos sabés... los policías.
-¡Nooo, parcero! Yo no servía para eso, yo no sé disparar de
lejos, no ves que a mí me enseñó Ferney. Ese Ferney falla hasta
a quemarropa. Para que lo respeten a uno hay que tener
puntería o si no es mejor dedicarse a otra cosa.
-Y entonces –le pregunté-, ¿por qué todo el mundo respeta a
Ferley?
-Ferney –corrigió-. Pues porque es un duro para las motos;
además una vez nos salvó de una que de no haber sido por él,
ya estuviéramos chupando gladiolo hace rato. Claro que todo
fue por la mala puntería, porque nos estábamos dando candela
con el combo de Papeleto y nosotros, aunque andábamos muy
mal de fierros, ya los teníamos dominados, cuando uno de ellos
que estaba muerto resucitó y comenzó a disparar y Johnefe ya
no tenía balas, solamente Ferney, entonces Johnefe le gritó:
«¡Pilas con ése!», y Ferney le empezó a contestar, pero en vez de
darle a él, se bajó a otro que estaba detrás de un matorral y no
lo habíamos visto, apenas fue que lo vimos rodar con una Mini-
Uzi en la mano, ¡imaginate!, con eso nos hubiera barrido a
todos.
-¿Y el otro? El que había resucitado –pregunté intrigado.
-¿Ese? Ése se volvió a morir.
Toda esta historia me interesaba porque así fue como conoció
a los de la cúpula, acompañando a su hermano y a su novio de
entonces, en los trabajos que les encomendaba La Oficina.
-Entonces, ¿cómo fue que llegaste hasta arriba? –volví a
preguntar.
-La historia es larga, parcero –dijo-. Mejor tomémonos otro.
Cuando se decidía a hablar, Rosario era como un gotero.
Colocaba en la lengua del sediento las gotas necesarias para
hacerle imaginar el chorro entero. Sus palabras tasadas eran
una droga deliciosa y adictiva que antojaban de saber más. Lo
curioso fue que al comienzo llegué a dudar que Rosario
hablara, incluso en las primeras salidas su saludo se limitó a
una sonrisa. Nunca sabíamos si estaba contenta o aburrida, si le
había gustado el sitio adonde íbamos o si quería comer algo,
había que preguntarle todo si se quería saber.
-Cómo es que no te aburrís con esa mujer, Emilio –le
decíamos-. ¿No ves que no habla nada? Parece muda.
-¡Y qué! –contestaba Emilio-. Uno para qué quiere una mujer
que hable. Mejor así.
Con el tiempo soltó sus primeras goticas, sólo después de
hacer reconocido el terreno y de haberse afianzado un poco más
a él. Buscó entre los nuevos la mirada confiable, el alma que
guardara todos sus secretos, y me encontró a mí. Aunque no le
debió costar mucho trabajo, porque yo hacía tiempo quería
saber qué había detrás de ese silencio.
-¿En qué pensás, Rosario?
-¿Cuándo?
-Cuando te quedás callada.
-No sé. ¿En qué pensás vos?
Si le hubiera dicho que siempre pensaba en ella... Desde la
mañana en que amanecí queriéndola, me dediqué a construir
mil mundos para Rosario. Mundos que nacían de mis deseos,
que duraban lo que dura un sueño y que se derrumbaban con el
golpe seco de la puerta de su cuarto, con su gemido
atravesando las paredes, con sus intempestivas fugas para
donde los duros.
-No me has contado cómo fue que los conociste –le dije.
-Ya te conté.
-No, no me has contado –insistí.
A Ferney y a Johnefe les habían asignado en La Oficina una
misión complicada. Les pagaron un billete que no se hubieran
ganado en un año de trabajo. El objetivo era un político que le
estaba complicando la vida a sus patrones.
-Vos sabés –dijo Rosario-, un hijueputa de ésos.
-Cómo se llama –le pregunté.
-Se llamaba –dijo-, porque la misión fue todo un éxito.
Junto con su hermano y Ferney viajaron otros cinco más, y
aunque nunca me contó los pormenores del operativo, tal vez
porque no los conocía, sí me dijo que todos habían viajado
acompañados.
-Es que los muchachos se ponen muy nerviosos –me explicó-,
y nosotras somos las únicas que podemos tranquilizarlos. Esa
vez también nos pagaron tiquete a Deisy y a mí, y a otras
plásticas que yo no conocía. Todos viajamos separados y
llegamos en distintas fechas, pero Johnefe y Deisy y Ferney y yo
nos encontramos en el mismo hotel. Nos hicimos pasar por
parejitas en luna de miel, y vos sabés cómo me chocan a mí esas
güevonadas. A mí no me gusta que me hablen contemplado, si
los hombres supieran lo maricas que se ven cuando se ponen de
romanticones, por eso es que me gusta Emilio, porque es seco
como un carbón. ¿En qué iba?
Yo también perdí el hilo. En cuestión de segundos no supe
qué hacer con todas las palabras que imaginaba para ella.
Palabras de amor que encadenaba mientras me dormía, y que
preparaba para decírselas algún día bajo una luna, frente a una
playa, en el tono marica y romanticón que a ella tanto la
molestaba. ¿De qué otra forma se puede hablar de amor?
-Estabas en lo del hotel –le recordé.
-El hotel, el hotel... –dijo buscándole la punta a la historia-.
Imaginate que no nos dejaban salir a la calle ni para comer. Los
muchachos salían temprano y volvían tarde. Yo me pasaba para
el cuarto de Deisy o ella para el mío. El desocupe era tenaz. Lo
único que hacíamos era ver películas en el cable, fumar
marihuana y parcharnos en la ventana para ver a Bogotá. Los
muchachos llegaban por la noche muy acelerados, tragueaditos,
no contaban nada de lo que hacían, cada uno cogía para su
cuarto para que los mimáramos. Ferney llegaba como un loco,
como si nunca hubiera estado conmigo, pero era tal el embale
que no le funcionaba, bueno, el día en que terminaron el trabajo
sí se le paró.
Muchas veces fui víctima de mi propio invento, porque al
buscar que Rosario me contara sus historias, me encontraba con
detalles que hubiera preferido ignorar. Prefería imaginarla en
sus intimidades.
-Deisy me contó que a Johnefe le pasaba lo mismo –
prosiguió-, y que también durante toda la noche le cogía la
caminadera y la fumadera de bazuco, que no dormía y se
mantenía berraco. Una noche nos dijeron que alistáramos todo
porque a la mañana siguiente nos iban a recoger y nos iban a
llevar a una finca y que allá nos encontrábamos con ellos.
-¿Y quién nos va a recoger? –se le ocurrió preguntar a Deisy.
-A vos qué te importa –le contestó Johnefe-. Limitate a hacer
lo que te digo, ¿sí?
-Yo de metida y de güevona me puse a defender a Deisy y
vos no te imaginás la que se armó. Johnefe sacó la mano y me
pegó, me dijo: «Gonorrea hijueputa, yo no sé para qué las
trajimos si lo único que hacen es estorbar», y claro, a Ferney no
le gustó que me hubieran puesto la mano y sacó un fierro y se
lo puso a Johnefe en la boca y le dijo: «¡A tu hermana la
respetás, malparido, lo que es con ella es conmigo, a tu
hermana la respetás!». Se armó la gritería más berraca, hasta
que tocaron la puerta y ahí sí quedamos paralizados, nadie
hablaba ni se movía. Johnefe reaccionó y nos hizo señas de que
nos metiéramos al baño, Ferney se metió en el armario, y
después tocó abrir porque dijeron que si no abríamos llamaban
a la policía.
-¿Qué es lo que está pasando? –preguntó el del hotel.
-¿Pasando? Aquí no está pasando nada, señor gerente –
contestó Johnefe.
-¿Y la gritería? –volvió a preguntar el del hotel.
-¿La gritería? Debió haber sido la televisión, señor gerente.
-Oímos a unas mujeres llorando.
-Es que las mujeres lloran por todo, señor gerente –aclaró
Johnefe.
Casi siempre que Rosario me contaba algo de este calibre,
interrumpía para prender un cigarrillo. Las primeras fumadas
las hacía en silencio, con la mirada puesta en un punto que no
existía, detenida en ese recuerdo que la obligaba a fumar.
-Fue tal el susto –dijo después de una pausa-, que toda la
noche nos la pasamos hablando por señas. Nosotras no
volvimos a preguntar nada y nos fuimos a dormir. Los
muchachos se quedaron juntos tomando trago. Al otro día
salieron muy temprano, ni Deisy ni yo los sentimos salir, pero
de lo que sí nos dimos cuenta es de que no habían dormido.
Como a las diez de la mañana apareció un tipo en una chimba
de camioneta y nos llevó a una finca por Melgar, vos no te
imaginás la finca, parcero, una mansión del putas, con varias
piscinas, canchas de tenis, caballos, cascadas, meseros, eso más
bien parecía un club. Deisy y yo nos pusimos la tanguita y nos
echamos a asolearnos. Por la noche, como a las doce,
aparecieron los muchachos, estaban borrachos, pero se veían
contentos, se reían duro, se abrazaban, nos piqueaban a
nosotras, pidieron más trago, sacaron perico y armaron una
rumba que duró tres días. Deisy y yo habíamos decidido no
volver a preguntar nada, pero yo me pillé, parcero, que ya
habían coronado su trabajo.
Rosario prendió un cigarrillo con otro. Esa vez el silencio fue
más largo, las fumadas más lentas, los ojos más perdidos. A
veces incluso, como esa vez, cambiaba súbitamente de tema, y
de una bala pasaba a una canción, de una muerte a un
comentario sobre los calores que últimamente estaban haciendo
en Medellín. Era mejor no insistir, tocaba esperar el próximo
capítulo con paciencia, hasta que la protagonista decidiera
volver a escena.
-Qué calores los que están haciendo en Medellín –dijo
después del silencio.
-Esto se está volviendo tierra caliente –dije lo que toda la
gente decía.
Era cierto que la ciudad se había «calentado». La zozobra nos
sofocaba. Ya estábamos hasta el cuello de muertos. Todos los
días nos despertaba una bomba de cientos de kilos que dejaba
igual número de chamuscados y a los edificios en sus
esqueletos. Tratábamos de acostumbrarnos, pero el ruido de
cada explosión cumplía su propósito de no dejarnos salir del
miedo. Muchos se fueron, tanto de acá como de allá, unos
huyéndole al terror y otros a las retaliaciones de sus hechos.
Para Rosario la guerra era el éxtasis, la realización de un sueño,
la detonación de los instintos.
-Así sí vale la pena vivir aquí –decía.
Eran ellos contra nosotros, cobrándonos ojo por ojo todos los
años en que fuimos nosotros contra ellos. Con Rosario metida
en nuestro bando o nosotros en el de ella, no sabíamos qué
posición tomar, sobre todo Emilio, porque yo ya no podía
decidir, tenía que aceptar el bando, el único posible, que
siempre escoge el corazón. Sin embargo, nunca tomamos parte
de ningún lado, nos limitamos a seguir a Rosario en su caída
libre, tan ignorantes como ella del porqué de las balas y los
muertos, gozando como ella de la adrenalina y de los vicios
inherentes a su vida, cada uno queriéndola a su manera, éramos
muchos buscando algo diferente detrás de una misma mujer,
Ferney, Emilio, los duros de los duros, y yo, el que más y el que
menos podía tenerla.
-No he podido saber por qué –me dijo una vez-, pero vos sos
distinto a todo el mundo.
Aunque no me sirvió de nada, Rosario también aprendió a
conocerme, no con la minuciosidad que yo la conocí, sino con
sus conclusiones espontáneas. De todos hablaba y los definía,
pero yo tuve el privilegio de ser el único al que le descubrió
nuevas facetas, el único al que le hizo preguntas de adentro, el
único en que esculcó para encontrar lo que nunca le dieron,
pero se asustó con el hallazgo, los dos nos llenamos de miedo
esa noche, la única noche, cuando volvimos a cerrar lo que
abrimos como si nunca lo hubiéramos visto.
-No enredemos más las cosas, parcero –me dijo esa noche.
Yo cerré los ojos, lo único que se me permitió tener abierto
desde entonces y pensé en lo tonto que había sido y en que ya
era muy tarde, porque las cosas no podían estar más enredadas.
SIETE
Hasta la sala de espera ha entrado el violeta maluco que
anuncia el amanecer. El pesebre sigue alumbrando pero las
montañas ya no se pierden en la noche. El viejo que me
acompaña duerme con la boca abierta y un hilo de babas le
chorrea por la camisa. He tenido la impresión de que yo
también me he quedado dormido por un momento, tal vez
solamente unos segundos, pero fueron suficientes para secarme
la boca y dejarme la cabeza pesada. Nadie caminaba por los
pasillos. Al fondo, la enfermera de turno sigue profunda detrás
del mostrador. Un frío se me ha metido de pronto al cuerpo, me
he arropado con mis brazos, pensando que no venía de afuera,
sino que se me había escapado de adentro, justo en el instante
en que me di cuenta de la quietud anormal que reinaba en el
hospital.
«Se murieron todos», pensé.
Pero cuando veo que ese «todos» también incluye a Rosario,
hago ruidos con los pies, he tosido, he mecido mi butaca para
cortar ese silencio. El viejo abrió los ojos, se limpió las babas, me
mira, pero le puede más el peso de los ojos que no le permite
salir de su sueño. La silla de la enfermera también chirrió.
Seguimos vivos y seguramente Rosario también. Me dieron
ganas de llamar a Emilio pero ya se me quitaron.
-¿No le tenés miedo a la muerte, Rosario? –le había
preguntado.
-A la mía, no –contestó-, pero sí a la de los otros. ¿Y vos?
-Yo le tengo miedo a todo, Rosario.
No supe si se refería a las muertes que ella había causado o a
las de sus seres queridos. Porque pienso que su gordura post-
crimen está más relacionada con el miedo que con la tristeza
por la pérdida. Cuando salí del «shock» después de saber que
Rosario mataba a sangre fría, sentí una confianza y una
seguridad inexplicables. Mi miedo a la muerte disminuyó,
seguramente por andar con la muerte misma.-Yo me la imagino como una puta –así me la describió-, de
minifalda, tacones rojos y manga sisa.
-Y con ojos negros –le dije yo.
-Como parecida a mí, ¿no cierto?
No le molestaba parecérsele, ni encarnarla. Hubo una época
en que se maquillaba la cara con una base blanca y se pintaba
los labios y los ojos de negro y en sus párpados se ponía polvo
morado, como si tuviera ojeras. Se vestía de negro, con guantes
hasta los codos y del cuello se colgaba una cruz invertida. Fue
por los días en que andaba encarretada con el satanismo.
-El diablo es un bacán –decía.
Yo le pregunté qué había pasado con María Auxiliadora, el
Divino Niño y San Judas Tadeo. Me dijo que Johnefe le había
dicho que la ayuda había que buscarla por todos lados, con los
buenos y con los malos, que para todos había cupo.
-Pero Johnefe dice que el diablo es el más generoso –aclaró.
Me dijo que eso no era nada nuevo, y que nos iba a llevar
para que viéramos cómo era la cosa, que era un solle
bacanísimo, mejor que cualquier droga.
-¡¿Qué?! ¿Nos vas a llevar donde el diablo? –le dije sin
ocultar el miedo.
-¡Las güevas! –dijo Emilio-. Conmigo no cuenten.
-Conmigo tampoco –dije yo.
-Par de maricas –nos dijo Rosario-. Definitivamente estoy
hecha con este par de güevones.
Nunca fuimos. Yo con la sola historia de que uno tenía que
tomarse un vaso con sangre de gato, descarté cualquier
posibilidad. Además, uno oía otros cuentos muy raros.
-También sacrifican niños –me dijo Emilio en secreto-. Se los
roban y los ponen en un altar y les cortan el cuello y se les
toman la sangre. Por eso es que últimamente se ha perdido
tanto chiquito.
-Y lo de las vírgenes –añadí-, ¿sí será verdad?
-Pues que las matan, yo creo que sí, pero lo de vírgenes sí lo
dudo.
A Rosario le molestó nuestra risita.
-Ríanse, güevones, ríanse, pero cuando estén bien jodidos no
empiecen a pedir ayuda.
El encarrete satánico no le duró mucho. Sin decirle nada y
casi sin darnos cuenta, Rosario fue dejando la palidez, las ojeras
y la boca oscura, para volver a los colores de siempre.
Abandonó el aire de misterio y volvió al desparpajo de sus
apuntes. Yo no me aguanté la gana de preguntarle qué había
pasado con el diablo.
-Es que no me gustó la música –dijo-. Eso es un ruido todo
cagado. A mí lo que me gusta es otra cosa. Las canciones
bonitas, las de amor, que uno pueda entender lo que dicen y
que digan cosas bacanas.
Eso es algo que nunca entendí de Rosario, la contradicción
entre las canciones románticas que le gustaban y su
temperamento violento y su sequedad para amar.
-¿Qué es lo que te gusta, Rosario?
-Vos sabés. María Conchita, Juan Gabriel, Paloma, Perales,
gente bacana, que canta con la mano en el pecho y los ojos
cerrados.
Lo que no nos contó Rosario fue la otra razón por la que se
aburrió de los satánicos, pero la supimos porque en una rumba
Gallineto, todo embalado, nos la contó.
-La niña se tumbó a un man de la secta. ¿No sabían? Yo
pensé que a todo el mundo le había llegado el fax. Estábamos
jugando a que nos empelotábamos y que todos con todos. Ya
nos habíamos soplado como cinco tamaleras y estábamos muy
sensibles, y a la niña no le gustó que el tipo la retacara a la
fuerza, y es que la tenía arrinconada, apretándola con la rodilla
y haciéndole duro, y entonces qué pasó, yo me pillé todo el
rollo, la niña de pronto como que se dejó hacer, se puso dócil,
¿sí me entienden?, como si le hubiera empezado a gustar, le
comenzó a dar besitos al man y dejó que la apretara bastante,
cuando de pronto, ¡tan!, oímos un pepazo en seco, muy raro,
sonó muy raro, y claro, el man empezó a desbaratarse, untado
de sangre por todas partes, y a la niña también se le ensució la
ropita interior, ¿sí me entienden?, ella lo terminó de empujar
con el pie y le dijo una cosa ahí que no me acuerdo, y oigan, a
todos los que estábamos empelota se nos bajó, pero ella fresca,
guardó el fierro en la cartera, se vistió y se fue sin despedirse, y
todos nos quedamos intrigados sin saber de dónde había
sacado la pistola, y yo miré a Johnefe y le dije: «La niña ya se
sabe defender».
-¿Y este hijueputa qué le hizo a la niña? –dijo Johnefe-, para
volverlo a matar.
-Fresco man –le dijo Gallineto-. La niña ya arregló todo, por
qué más bien no aprovechamos la sangre de éste, que tengo
sed.
-A mí la sangre de los hijueputas me sienta como mal –dijo
Johnefe.
Rosario nos dijo después que todo eran mentiras de
Gallineto. Que lo único que la motivó a salirse fue la música, y
que si no le creíamos que le preguntáramos a su hermano, pero
cuando supimos la historia Johnefe ya estaba muerto. Entonces
esgrimió su segunda prueba de inocencia:
-O es que acaso me vieron gorda después, ¿o qué?
Cada vez estábamos más confundidos con Rosario. Se
comenzaron a crear historias sobre ella y era imposible saber
cuáles eran las verdaderas. Las que se inventaban no eran muy
distintas de las reales, y el misterio y las desapariciones de
Rosario obligaban a creer que todas eran posibles. En las
comunas de Medellín, Rosario Tijeras se volvió un ídolo. Se
podía ver en las paredes de los barrios: «Rosario Tijeras,
mamacita», «Capame a besos, Rosario T.», «Rosario Tijeras,
presidente, Pablo Escobar, vicepresidente». Las niñas querían
ser como ella, y hasta supimos de varias que fueron bautizadas
María del Rosario, Claudia Rosario, Leidy Rosario, y un día
nuestra Rosario nos habló de una Amparo Tijeras. Su historia
adquirió la misma proporción de realidad y ficción que la de
sus jefes. Y hasta yo, que conocí los recovecos de su vida, me
confundía con las versiones que venían de afuera.
-Emilio, ¿sí has oído todo lo que andan diciendo?
-No me digás nada, viejo –decía-, que me estoy volviendo
loco.
Entre los nuestros también se colaron las historias
incorroborables de Rosario, historias que tomaban un pedazo
de realidad y el resto se iba añadiendo de boca en boca,
acomodándose a las necesidades del interlocutor. Algunas de
ellas nos incluían. Pero alcancé a escuchar tantas cosas que
nunca pude recopilarlas para contárselas a ella, que gozaba
hasta más no poder con lo que decían.
-Contame, parcero, ¿pero qué más dicen de mí?
-Que has matado a doscientos, que tenés muelas de oro, que
cobrás un millón de pesos por polvo, que también te gustan las
mujeres, que orinás parada, que te operaste las tetas y te pusiste
culo, que sos la moza del que sabemos, que sos un hombre, que
tuviste un hijo con el diablo, que sos la jefe de todos los sicarios
de Medellín, que estás tapada de plata, que la que no te gusta la
mandás a tusar, que te acostás al tiempo con Emilio y
conmigo... en fin, ¿te parece poquito?. Qué tal que todo fuera
verdad.
-Todo no –me dijo-. Pero sí la mitad.
Ya hubiera querido ella que todo fuera cierto, y yo también.
Porque mi sitio estaba en la mitad excluyente, con las historias
que nunca tuvieron lugar, junto con el hijo del demonio,
mentiras, porque Rosario nunca pudo tenerlos, junto a las tetas
y el culo artificiales, mentiras, porque yo se los toqué, una sola
vez, una sola noche, y nunca antes ni después tocaría algo más
real, más de carne, más hermoso; junto a la Rosario que era
hombre, mentiras, porque no existía nadie tan mujer.
-Qué más dicen, parcero, contame más.
-Puras güevonadas. Imaginate. Dizque yo ando enamorado
de vos.
-¡Eh! Ya no saben qué inventar –dijo ella y me mató.
-Imaginate –dije yo agonizante.
¡El amor aniquila, el amor acobarda, disminuye, arrastra,
embrutece! Una vez, después de una parecida a la que acabo de
recordar, me encerré en un baño de una discoteca y me di
cachetadas hasta que se me puso roja la cara. ¡Zas! por güevón,
¡zas! por marica y ¡tenga! por gallina. Cuanto más me golpeaba
más rabia sentía conmigo mismo, y más imbécil me sentí
cuando tuve que esperar a que se me bajara el rojo de los
cachetes para poder salir. También duré como dos semanas con
la boca a medio abrir por la mandíbula resentida. Juré que
sacaría valor y le diría lo que sentía por ella, y después me
encerré muchas veces en el mismo baño donde me cacheteé a
ensayar las palabras con las que le confesaría mi amor:
-Rosario, estoy enamorado de vos.
-Rosario, hace mucho que tengo una cosa para decirte.
-Rosario, adiviná quién está enamorado de vos.
Nunca le dije éstas ni las otras miles que preparé. Volvía
frustrado a darme una tunda frente al espejo, el único que me
las escuchó.
-¿Estás metiendo perico? –me preguntó Emilio.
-No, ¿por qué?
-Esa paraderita tan rara que tenés al baño.
-Tengo meadera –le dije.
-Y los cachetes colorados –añadió.
Nunca entendí cómo ella ni nadie se dio cuenta. Las
sospechas de Emilio no pasaban de dos preguntas tontas, y si
ella hubiera sabido algo no hubiera mantenido la cercanía y la
confianza que siempre me tuvo. Yo estaba seguro de que todos
lo sabían, porque el amor se nota. Por eso siempre guardé una
esperanza, porque nunca vi a Rosario mirar a Emilio, a Ferney,
a ninguno, como la miraba yo, nunca la vi volver de donde los
duros de los duros con los ojos delatando un amor.
Y cuando me atacaba alguna duda, le volvía a preguntar,
buscando en su pasado algún rescoldo de su capacidad de
amar.
-¿Alguna vez te has enamorado, Rosario?
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