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jueves, 22 de septiembre de 2022

Lectura de los capítulos octavo y noveno de Rosario Tijeras 22/09/2022

 OCHO


Emilio me había dicho que me iba a presentar a la mujer de su

vida: Rosario. Como siempre decía lo mismo, esa vez tampoco

le creí. A mí un despecho y unos exámenes parciales me habían

alejado por esos días de la rumba que siempre compartía con él.

No me era extraño tenerme que encerrar por esas razones, el

amor y el estudio siempre me dieron duro. Pero cuando lograba

recuperar la materia y el corazón, volvía a la búsqueda

nocturna en las discotecas, descifrando las miradas de las

nuevas y posibles candidatas, envalentonado por la música y el

alcohol. Por lo general, al poco tiempo me volvía a rajar, y me

encerraba de nuevo para sacar a mis estudios de sus notas en

rojo y para reponerme del maldito amor. Siempre fue así, hasta

que llegó Rosario.


-Vos ya la conocés –me dijo Emilio-. Es una de las que se

sientan en la parte de arriba.

-¿Cómo me dijiste que se llamaba? –pregunté.

-Rosario. Vos ya la has visto.

-¿Rosario qué? –volví a preguntar.

-Rosario... No me acuerdo.

Yo estaba buscando en mi cabeza a alguien de nuestro lado,

por eso me extrañaba no recordarla; además, a esos sitios

siempre terminamos yendo los mismos. Al poco tiempo,

cuando por fin la conocí, entendí por qué no la ubicaba. Emilio

me la señaló. Bailaba sola en la parte alta donde siempre se

hacían ellos, porque ahora que tenían más plata que nosotros

les correspondía el mejor sitio de la discoteca, y tal vez, porque

nunca perdieron la costumbre de ver a la ciudad desde arriba.


Del humo y las luces que prendían y apagaban, de los chorros

de neblina artificial, de una maraña de brazos que seguía el

ritmo de la música, emergió Rosario como una Venus futurista,

con botas negras hasta la rodilla y plataformas que la elevaban

más allá de su pedestal de bailarina, con una minifalda plateada

y una ombliguera de manga sisa y verde neón; con su piel

canela, su pelo negro, sus dientes blancos, sus labios gruesos, y

unos ojos que me tocó imaginar porque bailaba con ellos

cerrados para que nadie la sacara de su cuento, para que la

música no se le escapara con alguna distracción, o tal vez para

no ver a la docena de guaches que la creían propia,

encerrándola en un círculo que no sé cómo Emilio pudo

traspasar.

-Eso no es nada –me dijo Emilio-, cada vez que va al baño

hay un tipo que la acompaña.

-Y entonces, ¿cómo la conociste?

-Al principio nos echamos miradas, nos miramos y nos

miramos, cuando yo volteaba a verla ella ya me estaba viendo,

y cuando ella volteaba a verme me pillaba en las mismas,

después nos dio risa, entonces ya nos mirábamos y nos reíamos,

después ella se fue para el baño y yo me fui detrás, pero con el

primero que me topé fue con el atarván que no la desamparaba.

-¿Y entonces?

-Entonces nada –continuó-, no pudimos hacer nada, apenas

mirarnos y sonreírnos, pero yo creo que el tipo se la pilló,

porque vos no te imaginás el mierdero que se armó después,

eso manoteaban y gritaban y había uno que la agarraba por el

brazo pero ella no se dejaba, hasta patadas le dio al tipo, y ella

me miraba de vez en cuando, y el que la acompañaba al baño

me señaló un par de veces y ella seguía alegando y todo el

mundo tuvo que ver con el despelote ese.

-¿Y entonces?

-Entonces nada. Se la llevaron a la fuerza. Pero vos no te

imaginás la mirada que me echó cuando salió. Vos no te la

imaginás.

A mí la historia en lugar de intrigarme me asustaba. Ya

habíamos sabido de algunos de nosotros, que por meterse con

las de ellos se habían ganado un tiro o les había tocado cambiar

de discoteca. Estaba seguro de que Emilio no iba a ser la

excepción. Sin embargo, cuando él me contó esta historia, ella

ya dominaba la situación y era la nueva pareja de Emilio.

-Al otro día volvió sola. Imaginate, viejo, sola, sin el combo,

solamente con una amiga, que te la vamos a presentar y no está

tan mal.

-No me mariquiés la vida, Emilio, más bien seguime

contando.

-Pues que ella llegó sola, pero yo estaba con Silvana.

-¡¿Con Silvana?! –le pregunté-. No jodás. ¿Y entonces?

-Pues que Rosario me quería comer con los ojos y Silvana

estorbando, entonces apliqué el viejo truco de la maluquera,

pedí la cuenta, y cuando estaba saliendo le hice la seña a

Rosario de que ya volvía.

-¿Y por qué estás manejando tan rápido, Emilio? ¿Cuál es el

afán? –le preguntó Silvana.

-Es que estoy muy maluco, mi amor –le contestó-. Muy

maluco.

-Vos sos la cagada, Emilio –le dije.

-¿Cuál cagada? –dijo-. Con ese bizcocho esperándome.

-¿Y sí te esperó?

-Pues claro, güevón, a mí todas me esperan. Y vos no te

imaginás la dulzura. Al principio como tímidos, pero después...

-¿Cómo te llamás? –le preguntó Emilio.

-Rosario –contestó ella-. ¿Y vos?

-¿Yo? Emilio.

Definitivamente Emilio era de buenas, tanto que resultó ser

la excepción. No sabíamos qué tenía Rosario porque aunque sus

amigos siguieron yendo, nunca se acercaron ni molestaron a

Emilio y mucho menos después del incidente con Patico. El

único que cuando iba no les quitaba los ojos de encima, que no

bailaba por estar mirándolos, que no soltaba la mano de la

cacha de la pistola, que cuando ponían una para bailar pegados

se le salían las lágrimas, era Ferney. Se entronizaba en su palco

alto, pedía una botella de whisky, y se acomodaba de manera

que siempre los tuviera al frente, para mirarlos con rabia, y

cuanto más borracho más ira y más dolor se le veía en los ojos;

sin embargo, nunca se levantó de su silla, ni siquiera para

orinar.


Al comienzo, no pude evitar sentir cierta simpatía por él,

cierta solidaridad con alguien que indiscutiblemente era de los

míos. Ferney era del club de los que callamos, los del nudo en la

garganta, los comemierda que no decimos lo que sentimos, los

que guardamos el amor adentro, escondido cobardemente, los

que amamos en silencio y nos arrastramos. Mientras él nos

miraba, yo de reojo también lo miraba, y no entendía por qué

tanta obsesión, hasta que la fui conociendo, hasta que se me

empezó a meter, hasta que me vi perdido con Rosario adentro,

causándome desastres en el corazón. Entonces lo entendí, quise

poner una silla junto a la suya y emborracharme con él, y

mirarla con su mismo dolor y su misma rabia, y llorar por

dentro cuando la besaba, cuando bailaban juntos, cuando le

hacía en secreto las propuestas que consumaban más tarde.

-Ese Ferney sí es bien raro –decía Rosario-. Miralo, ¿vos lo

entendés?

-A lo mejor sigue enamorado –le dije, justificándolo.

-Ahí está la güevonada –dijo ella-. Ponerse a sufrir por amor.

«¿De qué estás hecha, Rosario Tijeras?», me preguntaba

siempre que la oía decir cosas así. «¿De qué estás hecha?», cada

vez que la veía irse para donde los duros de los duros, cada vez

que la veía salir flaca y volver gorda, cada vez que me acordaba

de nuestra noche.

-La tengo aquí –decía Emilio, mostrándome la palma de su

mano-. Creo que esta noche sí como de eso.

No le di importancia a la primera vez que se acostaron, es

más, ni siquiera recuerdo cuándo fue. Rosario todavía no hacía

estragos en mí. Cuando él me lo contó, yo solamente pensaba

que Emilio estaba jugando con candela y que lo iban a matar.

Además, si bien Ferney no se acercaba, por esa época fue que le

dio por mandar razones, y yo temía que cumpliera sus

amenazas. En ese entonces yo quería más a Emilio, y me

preocupaba lo que le pudiera pasar, hasta me atreví a contarle

mis temores a Rosario.

-Tranquilo –me respondió-. Mi hermano ordenó que no nos

tocaran.

No es que el tipo hubiera querido proteger a Emilio, porque

ni siquiera se conocían. Era por ella, porque los deseos de su

hermana eran órdenes. El «terror de las comunas», el subalterno

que empanicó a Medellín, caía rendido, chocheando con los

caprichos de su hermana menor.

-Que la niña decida –decía Johnefe.

Pero cuando lo mataron me volvieron los temores. Al no

estar Johnefe, Ferney quedaba como jefe del combo y la muerte

de su compañero lo había vuelto más violento y también más

posesivo con Rosario. Pretendía reemplazar al hermano y

recuperar su puesto de novio; sin embargo, Rosario no quería

ninguna de las dos cosas.

-Mejor te calmás, Ferney –le dijo ella-, que yo ya me sé cuidar

solita y además no me interesa tener novio.

-¿Y el güevón del Emilio? –le preguntó Ferney.

-Emilio es Emilio –contestó.

-¿Cómo así? ¿Y yo?

-Vos sos Ferney.

No era raro oírla salir con ese tipo de evasivas para resolver

lo que le daba trabajo explicar. A Ferney, que era tan lento para

la bala como para la cabeza, no le quedaba más remedio que

rascársela y echarle un nuevo par de madrazos a Emilio.

-De todas maneras –le dije a Rosario-, a mí ese Arley no me

deja de dar desconfianza.

-Ferney.

-Eso –continué-. El día menos pensado se emberraca y hace

una de las suyas.

-Qué va, él ha cambiado mucho –dijo ella-. Si lo hubieras

conocido antes ahí sí te hubieras asustado. Imaginate que una

vez, cuando éramos novios, nos fuimos para cine a ver una de

Schwarzenegger, no nos las perdíamos, pero atrás se nos sentó

un tipo que desde que llegó no paró de comer papitas y el

ruidito de la bolsa ya tenía loco a Ferney, me decía que no lo

dejaba concentrarse y era verdad porque se la pasó mirando

para el frente y para atrás, hasta que no se aguantó más:

»-Disculpe, jefe, pero nos está perturbando el ruido de la

bolsita.

»El tipo no le paró bolas, ni siquiera lo miró y siguió

comiendo. Es más, cuando terminó, abrió otra bolsa. Y Ferney

insistió:

»-Disculpe, jefe, pero creo que no me escuchaste bien. Nos

está molestando el ruido de la bolsita, ¿podrías dejar las papitas

para después?

»El tipo ni se inmutó –continuó Rosario-, pero el que sí se

emberracó duro fue Ferney. Se volteó del todo hasta que tuvo al

tipo de frente, sacó el fierro, se lo incrustó en la barriga y

disparó. El hombre apenas si se movió, soltó el paquete, se miró

la barriga y ahí quedó, con cara de asustado como si la película

fuera de miedo.

-¿Y la gente qué hizo? –le pregunté.

-Nada. Nadie se dio cuenta porque el balazo de Ferney se

perdió en la balacera tan berraca que había en la pantalla.

-¿Y terminaron de ver la película?

-No, parcero. Ferney me dijo: «Vámonos de aquí que ya me

aburrí».

Ése era el enemigo de Emilio. Y Rosario diciéndome que no

me preocupara. Yo pensaba que si todo eso había sido por un

paquete de papitas, qué no haría dolido por el amor. Si hasta

yo, que no mato ni una mosca...

-Mirá, parcero –decía Rosario-: él sabe que si le hace daño a

Emilio me lo hace a mí y de lo que sí estoy segura es que Ferney

nunca se atrevería a herirme.

Rosario sabía mover sus fichas, conocía a su gente y qué

esperar de ellos. Y si alguien le fallaba, sabía que sería

recompensado con un beso y castigado con un tiro, a

quemarropa, así como le enseñó Ferney.

Siempre hacía lo que le daba la gana, ella misma admitía lo

voluntariosa que fue desde chiquita. Por eso dejó a su mamá y

se fue con su hermano, y tal vez por eso es que nunca

comprometía su corazón. Nada amarraba a Rosario, ni siquiera

los duros de los duros, con quienes siempre se mostraba

complaciente.

-Pero el día en que no me cumplan me largo –me decía.

-Que no te cumplan ¿qué?

-Es un negocio, parcero, un negocio de palabra, y si yo

cumplo, ellos me tienen que cumplir.

Yo le escuchaba esos argumentos por la misma época, más o

menos cada año, cuando les hacía sus nuevas exigencias,

recordándoles las condiciones del contrato. Así lograba que le

cambiaran el apartamento o el carro, o que le engordaran su

cuenta bancaria.

-Si me quieren volver a ver, que me cambien el Mazdita –

decía-. Ya va siendo hora.

Estoy seguro de que en el fondo a Ferney le gustaba que

Rosario siguiera con ellos: lo alegraba ver a Emilio vuelto

mierda, así él mismo la hubiera perdido para siempre. La

diferencia fue que, en cuanto a ella, la relación con Emilio no

cambió para nada. Para Rosario lo de los duros era una especie

de cruce, donde cada cual ponía lo mejor que tuviera para

poner.

-Y Emilio es Emilio –insistía.

Pero Emilio no lo veía con los mismos ojos. Para él era putear

y nada más. Pero lo que más le dolía era que todo el mundo lo

supiera y, sobre todo, porque él fue el último en saberlo. Por la

cercanía que tuvimos con ella, Emilio y yo fuimos los últimos

en saber para dónde era que salía Rosario calladita la boca. Se

oían rumores, pero, como casi siempre venían de lenguas

envidiosas, no les hacíamos mucho caso. Después, sería el

mismo Ferney quien nos llegara con el cuento. También

dudamos, porque sabíamos que Ferney andaba herido y

dispuesto a aprovecharse de cualquier circunstancia con tal de

acabar con la relación. De ahí no nos quedó otra que

preguntárselo a la misma Rosario.

-Preguntale vos –me dijo Emilio-. A vos te tiene más

confianza.

-¿Y por qué yo? –le reproché-. Vos sos el novio.

Nos moríamos del miedo. Pensábamos que en su reacción

nos mandaría para la mierda y que por un chisme nos

quedaríamos sin Rosario. Hasta que un día, después que se

perdió todo un fin de semana, la vimos llegar de buen genio y

decidimos que ése era el momento.

-La gente sí es bien chismosa –empecé-. Ya no saben qué

decir.

-Qué berracos tan chismosos –siguió Emilio-. Vos no te

imaginás lo que andan diciendo.

-Ni tan chismosos –dijo ella.

-¿Cómo así? –preguntamos los dos.

-Como siempre –nos dijo Rosario-. La mitad es verdad y la

mitad es mentira.

-¿Y cuál es la mitad verdad? –preguntó Emilio.

-Seguramente la que te duele –contestó ella.

Era verdad. Estaba involucrada con ellos desde antes de

conocernos. Mientras Emilio se enloqueció tirando sillas,

pateando puertas y quebrando muebles, yo me consumía por

dentro. Cada vez aparecía alguien más para alejármela, Emilio,

la sociedad, Ferney, y ahora ellos. Rosario se quedó callada

mientras Emilio le destruía el apartamento. No dijo una sola

palabra mientras él lloró, manoteó, puteó. Yo también me

quedé en silencio, esperando, al igual que ella, a que Emilio

terminara el show. Pero esperando también a que ella me

mirara, me dijera algo, me involucrara en su confesión. Todavía

no sé si me pasó por alto adrede o no fue capaz de mirarme.

Seguramente es peor la traición de los amigos que la del amor.

Vuelvo a pensar en Emilio y en la perturbación que los

embrollos de Rosario le causaron. De pronto siento que debo

llamarlo otra vez.

-Hace rato que estoy esperando tu llamada, viejo, ¿qué pasó?

-Ya hablé con el médico –le conté-. Dice que está llena de

balas.

-¿Las balas de anoche o las balas de antes?

-Le pegaron varios tiros a quemarropa.

-Mientras le daban un beso –añadió Emilio.

-¿Vos cómo supiste? –le pregunté.

-Le están pagando con su misma moneda.

Recuerdo las veces que vi a Rosario besando a otros hombres

y los recuerdo cayendo muertos después de un balazo seco,

disparado a ras del cuerpo, aferrados a ella, como si quisieran

llevársela en su beso mortal.

Recuerdo las palabras de Emilio cuando la besó por primera

vez. Siempre hacía alarde de los primeros logros en sus

conquistas, la primera cogida de mano, el primer beso, la

primera vez en la cama. Pero esa vez su comentario no había

sido triunfalista sino más bien desconcertante.

-Sus besos saben muy raro.

-¿Cómo a qué? –le pregunté.

-No sé. Es un sabor muy raro –me dijo-. Como a muerto.



                                              Nueve


Emilio y yo habíamos construido desde el colegio una amistad

a prueba de embates. Fue un juramento sin palabras, sin pactos

de sangre ni promesas de borrachera. Fue simplemente una

siembra mutua de cariño de la que cosecharíamos una amistad

para toda la vida. Yo había encontrado en él la parte valiente

que yo no poseía, no había en mí el tipo que no lo pensara dos

veces para zambullirse en la incertidumbre y ése era

precisamente Emilio. Y creo que él encontró en mí al cobarde

que no existía en él, pero que le hacía falta para pensar dos

veces antes el riesgo. Por esos años, yo además de quererlo lo

admiraba. Emilio conseguía las mujeres, la plata, el trago, las

emociones de la vida. Lo veía moverse libremente, sin escollos

morales, sin culpa, saboreándose cada día como un regalo. Yo,

en cambio, trataba angustiosamente de hacerle frente a ese

modo de vida que era imperativo en los jóvenes. Pero a

escondidas, y muy a solas, me embarcaba en lecturas y

pensamientos existencialistas que chocaban con mi mundo de la

calle, con los planes de Emilio, y después, de una manera muy

fuerte, con las normas sociales. Fue entonces cuando encontré

en Emilio, además del amigo, mi fortín para la irreverencia. Y ni

que decir cuando la encontré a ella, nuestro escándalo mayor,

nuestra Rosario Tijeras.


Hoy ya no admiro a Emilio pero todavía lo quiero. Aunque

no ha pasado mucho tiempo desde entonces, las circunstancias

sacaron a relucir de nuestros adentros lo que verdaderamente

éramos, lo que va saliendo con el paso de los años y permite a

unos llegar más lejos que a otros. Sin embargo, creo que mi

cariño por él no hubiera sobrevivido si no fuera por todos los

recuerdos de nuestra inmersión en la vida. Los años por el

colegio, nuestro desquite con los curas, la primera vez en cine

para mayores, la primera revista porno, nuestro sexo con la

mano, las primeras novias, la primera vez, los secretos entre

amigos, la primera borrachera, las tardes de terraza en que no

hacíamos nada, sino hablar de música, fútbol y cosas por el

estilo; la primera traba cagados de la risa y comiendo buñuelos,

la finquita que alquilamos en Santa Elena para fumar y beber

tranquilos, para llevar mujeres y amanecer con ellas, esa misma

casita donde Emilio pasó su primera noche con Rosario y yo

después y también con ella, la única.


Fue ella la que nos desaferró de esa adolescencia que ya

jóvenes nos resistíamos a abandonar. Fue ella la que nos metió

en el mundo, la que nos partió el camino en dos, la que nos

mostró que la vida era diferente al paisaje que nos habían

pintado. Fue Rosario Tijeras la que me hizo sentir lo máximo

que puede latir un corazón y me hizo ver mis despechos

anteriores como simples chistes de señoras, para mostrarme el

lado suicida del amor, la situación extrema donde sólo se ve por

los ojos del otro, donde la comida diaria es la mierda, donde la

razón se pierde y queda uno abandonado a la misericordia de

quien uno se ha enamorado.


Cada vez que me meto en mis recuerdos y en los que tienen

que ver con Rosario, pienso que todo hubiera sido más fácil sin

mi silencio. Emilio nunca supo de mi miedo, cuando ya oscuro

poníamos botellas vacías en las escaleras del colegio para que

los curas las patearan en la penumbra. Nunca supo de mi

miedo cuando íbamos a El Dorado a ver cine porno, no supo de

mi vergüenza cuando me propuso que nos masturbáramos con

la primera Playboy que cayó en nuestras manos, nunca supo a lo

que supo mi primer beso, ni del orgasmo repentino de mi

primera vez. Y ni que decir de mis sentimientos por ella, porque

mi silencio fue del mismo tamaño que el del amor que padecí.

Desperté muchas sospechas, muchas suspicacias, pero mi boca

nunca tuvo el coraje para decir te quiero, me muero, hace

mucho que me estoy muriendo por vos.

-¿Qué te pasa, parcero? –me preguntó Rosario.

-Me estoy muriendo –le contesté.

-¿Estás enfermo?

-Sí.

-¿Y qué te duele?

-Todo.

-¿Y por qué no vas donde un médico?

-Porque no tiene cura.

Nunca me atreví a más. Pretendía que un milagro del cielo

hiciera que Rosario se enamorara de mí, que fuera ella la que

hablara de amor o precisar solamente de un beso para

desenmascarar lo que nuestras lenguas entrelazadas no se

atreverían a decir.

-¿Cómo conociste a Emilio? –Esta vez preguntó ella.

-Desde chiquitos –le dije-. Desde el colegio.

-¿Y siempre han sido tan amigos?

-Siempre.

Noté en las preguntas de Rosario una suspicacia que iba más

allá de la simple curiosidad. Se tomaba mucho tiempo para

hacer preguntas tan sencillas. Después confirmé mis sospechas

al ver por dónde iba su interrogatorio.

-¿Nunca se han peleado? –volvió a preguntar.

-Nunca.

-¿Ni siquiera por una mujer? –insistió Rosario.

-Ni siquiera.

-Te imaginás, parcero –remató- si a Emilio yo le pusiera los

cachos con vos...

Suelo responder a ese tipo de situaciones con una risita

estúpida. Es un gesto más bien cobarde con el que evito tomar

alguna posición, completamente opuesto a la sonrisa con la que

en esa ocasión Rosario dio por terminado su cuestionario. La

suya fue más decidida, producto de alguna maquinación y que

me pareció inconclusa, porque sus labios se cerraron de pronto

como no queriéndose adelantar a lo planeado, para volverse a

abrir, como se abrieron justamente esa noche, cuando jadeante

y sudorosa debajo de mi cuerpo, Rosario volvió a sonreír.


Durante mucho tiempo estuve pensando en las intenciones

de Rosario. Me preguntaba para qué carajo quería serle infiel a

Emilio conmigo, si ya lo era con los duros de los duros,

sabiendo además que la reacción de Emilio no pasaba de una

simple pataleta que se arreglaba con un par de polvos.

Obviamente la infidelidad con el mejor amigo dejaba heridas de

muerte, pero ¿por qué quería hacerle más daño a Emilio?, ¿por

qué quería indisponernos a los dos? Después de tantas

conjeturas llegué a lo peor: al lugar de las falsas ilusiones.

«Rosario se me está insinuando», pensé.

«Rosario quiere algo conmigo», volví a pensar.


«Le gusto a Rosario.» La mentira final.

Sin haber pasado nada ya sentía que había traicionado a mi

mejor amigo. Ya no era capaz de mirarlo como antes, no era

capaz de hablarle de ella como normalmente lo hacía, evitaba

mencionar su nombre, no fuera que un acento enamorado se

colara y me delatara, y si tocaba hablar de ella lo hacía mirando

hacia otro lado, para que no viera chispas en mis ojos.

Ahora estoy seguro de que mi amor quedó bien escondido y

que nadie nunca notó nada. Ya hubiera querido yo que ella

sospechara algo, que algún gesto le hubiera dicho todo lo que

mi cobardía no me dejaba decir, a lo mejor ella hubiera tomado

alguna iniciativa, o me hubiera puesto el tema, no sé. Tal vez

cuando salga de cirugía y se mejore le cuente todo, sobre todo

ahora que ha pasado tanto tiempo, se lo podría contar como

una cosa del pasado y hasta nos reiríamos, y hasta de pronto

ella me reprocharía por no habérselo dicho antes, a lo mejor ella

admitiría que también me quiso pero que también le dio miedo

confesarlo. Tal vez más tarde me dejen entrar a verla, tal vez le

tome la mano y le cuente todo, que sea lo primero que oiga

cuando despierte.


-¿Es su novia o su hermana? –me preguntó el viejo del frente,

que se había despertado.

-Ninguna de las dos –le contesté-. Una amiga.

-Se le nota que la quiere mucho.

«Se me notó tarde» pensé, «como todo lo mío». O tal vez

todo el mundo lo supo y nadie me dijo nada, para que todo

siguiera igual, para no causar daño, para que nadie fuera a

perder a nadie, para que no se rompiera la cadena que nos unía.

Siempre he pensado que en el amor no hay parejas, ni

triángulos amorosos, sino una fila india donde uno quiere al

que tiene delante, y éste a su vez al que tiene delante de sí y así

sucesivamente, y el que está detrás me quiere a mí y a ése lo

quiere el que le sigue en la fila y así sucesivamente, pero

siempre queriendo a quien nos da la espalda. Y al último de la

fila no lo quiere nadie.

-Adentro está mi hijo –volvió a interrumpir el viejo-. Lo traje

casi muerto, casi me lo matan.

Pensé que su hijo podría ser uno de los amigos de Rosario,

podría ser Ferney si ya no tuviera la certeza de que estaba

muerto, podría ser uno de tantos que conocí en sus fiestas y

aunque no estoy seguro de si Rosario lo reconocería, puedo

asegurar que él sí sabría quién era ella.

-Cuando despierte su hijo –le dije al viejo-, dígale que a su

lado está Rosario Tijeras.

-¿Rosario está ahí? –preguntó sorprendido.

-¿La conoce? –pregunté más sorprendido aún.

-¡Pero por Dios! –dijo ante la obviedad-. ¿Qué le pasó? ¿Qué

le hicieron?

-Lo mismo que a su hijo –le dije.

-Lo mismo no, es muy distinto ver las balas en el cuerpo de

una mujer. Duele más –dijo-. Pobrecita. Hace mucho que no la

veíamos, hasta nos dijeron que ya la habían matado.

No sé por qué me estremecí con lo que dijo, si Rosario y

muerte eran dos ideas que no se podían separar. No se sabía

quién encarnaba a quién pero eran una sola. Sabíamos que

Rosario se levantaba por las mañanas pero nunca estábamos

seguros de si volvería por la noche. Cuando se perdía varios

días, esperábamos lo peor, esa llamada en la madrugada hecha

desde algún hospital, desde la morgue, desde una calle,

preguntándonos si conocíamos a alguien así o asá que tenía

nuestro teléfono en su bolso. Afortunadamente las llamadas

siempre las hizo ella, con un saludo expresivo, un «ya llegué» o

un «ya volví», feliz de volver a oírnos. El alma me volvía al

cuerpo, otra vez podía respirar tranquilo, no me importaba la

hora en que me llamara, casi siempre me despertaba, pero no

me importaba, lo primordial era saber que estaba bien, que

había vuelto, así sólo me llamara para tantear el terreno con

Emilio, no me importaba, yo era el único que la recibía bien,

porque sé que Emilio, y probablemente Ferney, no mostraban

su alegría, no podían.

-Todos los hombres deberían ser como vos, parcero –me

decía Rosario-. No te imaginás cómo me joden todos, Emilio,

Johnefe, Ferney, todos, vos sos el único que no me jodés.

Cuando me decía eso era el único momento en que me

alegraba de que yo no fuera correspondido. Me sentía la

persona más importante de su vida. Era una satisfacción que

me duraba sólo un par de minutos, suficientes para sentirme el

hombre de Rosario, el de sus sueños, el que ella tendría si no

existieran los otros, y ahí, con esa idea, terminaban los dos

minutos en el cielo y caía a la tierra de culo, al lado de los otros,

los que de alguna forma sí tenían a Rosario.

-¿Y los duros? –le pregunté-. ¿No te joden?

-¿Cuáles? ¿Los muchachos?

-Hasta donde yo sé no son tan muchachos –le dije.

-Bueno, pero así les decimos nosotras –aclaró Rosario.

No sé a quiénes se refería con «nosotras», pero supuse,

aunque odio suponer, que se refería a otras Rosarios,

compañeras en su aventura, igual de arriesgadas e igual de

hermosas.

-Todos joden, parcero, todos –me dijo-. Y a lo mejor vos

cuando te consigás una novia también la vas a joder.

«¿Novia?» pensé, ni siquiera a ella podía imaginarla como

tal, era extraño, la quería con todas mis ganas pero no sabía

cómo imaginármela conmigo. Nunca tuve la palabra «novia» ni

ninguna por el estilo en mis pensamientos con ella. Más que

una palabra, Rosario era una idea que hice mía, sin títulos, ni

derechos de propiedad, algo tan sencillo pero a la vez tan

complejo como decir «Rosario y yo».

-Lo que yo no entiendo es esa manía que tienen las mujeres

de quejarse y al mismo tiempo dejarse joder –le reproché.

Levantó los hombros y los bajó: la respuesta sin remedio, la

actitud ante lo que no se quiere cambiar. Pero sus palabras me

devastaron, hablaba de una novia que yo me iba a conseguir,

que por supuesto no era ella y además me sentenció que la iba a

joder. No se dio cuenta de que al excluirse el jodido era yo,

sabía que yo era distinto porque así me lo dijo, pero se excluía,

quedando jodidos los dos.

-No es manía, parcero –dijo ella-, sino que si todos joden, no

hay manera de cambiar.

«¡¿Y yo, Rosario?!», gritó mi pensamiento. «¿Y yo? ¡Si acabás

de decir que yo soy distinto!», grité por dentro sin atreverme a

abrir la boca para preguntar, para reclamar por la excepción

que había hecho, por el lugar que me merecía, y apreté los

labios para gritarle más fuerte, para reclamarle «¡¿Y yo qué,

Rosario?!». Entonces no sé si lo que sucedió fue una asquerosa

coincidencia o fue que ella alcanzó a escuchar un eco en mi

silencio, porque sin que yo le preguntara nada me dijo:

-Vos, parcero, vos sos un bacán –y estiró el brazo frente a mí

para que chocáramos las manos.

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