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jueves, 16 de marzo de 2023

Lectura del capítulo segundo de la novela La Carne, de Rosa Montero



Aunque había que reconocer que algunas personas sí se mataban por amor, o al menos eso era lo que ellas mismas sostuvieron en sus cartas de despedida, se dijo Soledad mientras escuchaba sin escuchar a la arquitecta que le había tocado para la exposición, Marita  Kemp, a la que acababa de conocer y por quien sintió una inmediata antipatía. Marita peroraba pomposamente diciendo lugares comunes y Soledad dibujaba nerviosos y repetitivos triángulos en su cuaderno de notas para combatir el tedio y el cansancio. Apenas había dormido un par de horas y había llegado a la Biblioteca Nacional con más de veinte minutos de retraso: era la primerísima reunión para dar el pistoletazo de salida de la muestra y la comisaria llegaba la última. Cuando una agitada secretaria la introdujo en la sala ya estaban todos: la arquitecta, el director de cultura, el director de exposiciones, la coordinadora ejecutiva, el encargado de comunicación, la directora de la Nacional, que era la única persona a la que Soledad conocía, y, por supuesto, el Eminente Personaje, el abogado Antonio  Álvarez Arias, administrador del cuantioso Fondo Duque de Ruzafa, la donación que un aristócrata letraherido y fallecido sin hijos había hecho a la Biblioteca Nacional con el mandato de organizar una gran exposición de tema libre cada dos años. Todos sorbían café muy circunspectos y recibieron a Soledad con evidentes miradas de censura. Incluso la directora, Ana Santos  Aramburo, que normalmente era un encanto y además su valedora, puesto que fue ella quien le ofreció el trabajo, exclamó al verla entrar: «¡Ya pensábamos que te había pasado algo!». 

Y sí. Le había pasado algo. Le habían cortado la cabeza de un hachazo. Pero eso no se podía contar.

 Marga Roësset, por ejemplo. Marga Roësset, poeta y excelente pintora y escultora, se pegó un tiro a los veinticuatro años porque estaba enamorada sin esperanzas de Juan Ramón Jiménez. O eso dijo en la carta que le dejó a Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón. Eso fue en 1932. El futuro Nobel tenía cincuenta y un años. Pero esa obsesión mortal ¿era de verdad amor? ¿Todos los amores eran obsesivos? ¿O quizá las obsesiones se disfrazaban con la apariencia del amor para parecer algo más bello que un simple desequilibrio mental? 

—Aunque, si te soy sincera, no termino de entender muy bien cuál es la idea referencial en la que estamos trabajando. 

—¿Cómo dices? Soledad salió de su letargo aguijoneada por el énfasis de Marita Kemp. No había prestado verdadera atención a sus palabras, pero el tono resonó en sus oídos como una campanilla: arrogante y enojoso. Advirtió que se había inclinado un poco sobre la mesa hacia la arquitecta y se enderezó enseguida. Esa inclinación podía ser tomada por un signo de inseguridad. 

—Digo que lo de la exposición de Escritores malditos suena muy bien, pero puede ser cualquier cosa. ¿A qué llamas tú escritor maldito? ¿Piensas utilizar un approach existencial, social, comercial, transversal? —insistió Kemp con pedantería. ¡Approach! ¡Había dicho approach! 

—¿Has leído mi propuesta, Marita? Creí que os la habían pasado a todos — contestó Soledad, sintiéndose torpe y cansada.

 —Sí, sí, todos la tienen, por supuesto —dijo el director de cultura

. —Pues ahí defino mi idea, me parece. 

—Claro que la he leído, varias veces, pero sigo sin enterarme. Además, como no das nombres…

 Soledad contuvo con dificultad su irritación: —Estamos hablando de una exposición internacional…

 Contaremos con préstamos de otras bibliotecas. Mientras no sepamos qué materiales podemos conseguir, no habrá una lista definitiva de autores. De eso nos vamos a ocupar prioritariamente  Bettina y yo —dijo, echando una ojeada cómplice a la coordinadora, que cabeceó con afabilidad.

 —En efecto, Marita, esto es sólo una primera toma de contacto —contemporizó Santos Aramburo, la directora de la Biblioteca—. Estamos todavía en la fase de elaboración del proyecto. Quizá el error haya sido mío por convocar una reunión en una etapa tan temprana. Pero estoy tan entusiasmada con la idea que quería dar un empujón a esta pequeñísima bola de nieve para terminar provocando un alud, quería poner en marcha la sinergia. En realidad me encanta que estés tan llena de inquietudes, Marita. Ya veo que vas a ser como el Pepito Grillo del grupo, ahí vigilando para que no lleguemos tarde en nuestros compromisos, ¿verdad? —rió mirando con malicia a Soledad—. Pero todavía nos quedan veinte meses hasta la inauguración y mucho, muchísimo por definir. 
   

—Sin embargo, yo comparto las inquietudes de Marita —dijo Álvarez Arias. Menos la arquitecta, todo el mundo le miró consternado. Cuando el Eminente Personaje decía algo, los demás contenían el aliento. —Ésta será la primera exposición organizada con el Fondo Duque de Ruzafa y tiene que ser perfecta. Tiene que ser un acontecimiento inolvidable —remachó el abogado. 


Seguro que a Triple A le gustaba la arquitecta. Unos cuarenta años, melena larga castaña con mechas, minifalda, botas altas, nariz operada. Evidentemente niña bien, como casi todos en el mundo del arte. A los triunfadores de clase media como  Álvarez Arias siempre les encantaban las niñas ricas.


 —Por supuesto, Antonio. No te preocupes. Tengo muy clara la responsabilidad y también tengo muy clara la exposición —contestó Soledad—. Será memorable si es distinta, si es emocionante, si tiene sentido, si es auténtica. No sé si visteis la muestra Arte y locura que organicé en el Reina Sofía hace dos años…


 —¡Maravillosa! Maravillosa. ¿La visteis? —interrumpió Santos Aramburo con su entusiasmo habitual—. Justo por ese comisariado hemos recurrido a Soledad Alegre para nuestra primera exposición Duque de Ruzafa. Arte y locura era, era… Me encantó ese concepto multidisciplinar, las piezas de arte con los informes médicos, con los textos literarios, con las imágenes filmadas, con la música, con los testimonios personales, con… ¡Era como un caleidoscopio! Y luego, ¡era tan narrativa! La narración unificaba todo y le daba sentido. Por eso pensamos en Soledad para hacer una muestra sobre el mundo de los libros, Antonio, porque su trabajo es muy literario. 


—Muchas gracias, Ana —dijo Soledad con genuina gratitud—: Sí, creo que has señalado lo más importante, al menos para mí: el sentido, la narración… Lo que pretendo es ofrecer un mapa en mitad del caos. 


—¿Entonces no va a ser una muestra polisémica? —insistió Marita, picoteando como una gallina fastidiosa. 


Soledad la miró exasperada. Qué mujer más imbécil.


 —¿Por qué dices eso? —Bueno, vas a escoger y resaltar un significado en concreto, ¿no? La directora de la Biblioteca cortó por lo sano: 


—Bueno, amigos, yo tengo muchísimo que hacer y estoy segura de que vosotros también. Esta reunión era sólo una primera toma de contacto, el objetivo era conocernos todos y compartir la emoción de este proyecto ilusionante, y creo que ese fin está cumplido. Esta exposición es en muchos sentidos un reto para la Biblioteca. Va a ser la muestra más grande, más internacional y con mayor presupuesto de la historia de esta institución, y por ello estamos haciendo las cosas de manera distinta a como siempre se han hecho. Por ejemplo, solemos recurrir a una empresa para que nos haga el diseño de las salas, pero dada la envergadura de este trabajo hemos decidido contratar a  Marita  Kemp como arquitecta de la exposición. Será nuestra primera colaboración y estoy encantada. Y también tenemos veinte meses, que es un plazo más generoso que  lo  habitual.


 —Arte y locura me llevó tres años. Entre la elaboración del proyecto y la ejecución. Veinte meses no es tanto  tiempo.


 —Pero te saldrá fenomenal, Soledad, estoy segura —zanjó Ana con una sonrisa deslumbrante pero tan implacable como una tuneladora—. En fin, gracias a todos, y especialmente a ti, Antonio, de nuevo muchísimas gracias. Sin el generoso legado del Duque de Ruzafa nada de esto sería posible.   


 Todo el mundo se levantó en medio de una cacofonía de chirridos de sillas. De  modo que Marita era nueva. Por eso se comportaba así. Por inseguridad. Además de por su estupidez intrínseca, desde luego.


 —Ser maldito es saber que tu discurso no puede tener eco, porque no hay oídos que lleguen a entenderte. En esto se parece a la locura —soltó de repente Soledad—.


 Ser maldito es no coincidir con tu tiempo, con tu clase, con tu entorno, con tu lengua, con la cultura a la que se supone que perteneces. Ser maldito es desear ser como los demás pero no poder. Y querer que te quieran pero sólo producir miedo o quizá risa. Ser maldito es no soportar la vida y sobre todo no soportarte a ti mismo. 


Todo el mundo estaba de pie, en silencio, mirándola. Seguramente estaban pensando: a qué viene ahora todo esto. Eso también era propio de los malditos. Provocar incomodidad con su mera presencia. 


 

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