Aunque Soledad se había pasado la mitad de su insomne noche decidiendo con maniática exactitud qué traje, qué zapatos, qué abrigo y qué bolso iba a llevar a la ópera, cuando llegó el momento de la verdad se vistió con ellos y se encontró feísima. Así que ahora llevaba más de una hora probándose modelos y empezaba a hacérsele tarde: menos mal que vivía al lado del Teatro Real. Rebuscó en los armarios; no tenía demasiada ropa, pero casi toda era buena, de corte más bien clásico aunque tendente al minimalismo y la vanguardia. Le gustaban los diseños geométricos porque casaban bien con su cuerpo anguloso y musculado; le encantaban los japoneses Miyake y Yamamoto, los alemanes Boss y Sander. Se consideraba una mujer con estilo y estaba especialmente orgullosa del hecho de que no se le notara su ascendencia humilde. Era una cuestión de elegancia natural, se ufanó; Mario también la tenía. Pero en los últimos meses algo estaba pasando entre ella y su ropa, entre ella y su manera de vestir, entre ella y… ella. Como si los trajes dentro de los que antes se había sentido perfecta no acabaran de encajar. Como si algo chirriara levemente.
Era la edad, por supuesto. Antes, esos trajes sobrios de líneas puras la hacían más sexy, pero ahora endurecían y secaban su aspecto. Ahora empezaba a parecer una monja seglar.
Rugió y se arrancó el Miyake blanco y gris con tal furia que perdió un botón. Quería estar guapísima. Quería estar arrebatadora. Quería estar perfecta. Que Mario la mirara y la añorara, siquiera por un momento.
Sonó, estridente, el timbre de la puerta. Lo que faltaba. Se puso el albornoz y fue a abrir.
—Ah. Hola. Perdón. M… me parece que vengo en un mal momento… — tartamudeó la recién llegada.
Era Ana, la joven periodista que vivía en la pequeña buhardilla del piso de arriba. De su mano colgaba su hijo, un crío ceñudo de cuatro o cinco años. Con qué cara he debido de abrir la puerta para que Ana se haya dado cuenta de que incordia, pensó; e hizo un esfuerzo por suavizar su humor. Pero no sirvió de mucho.
—No importa. ¿Qué quieres? —ladró.
—Perdona, no te molestaría si no fuera absolutamente necesario, ¿sabes? Es por Curro… Verás, es que… Es que me han cortado la luz y no puedo calentarle la cena al Curro y… me he preguntado si podría usar tu cocina un momento… —dijo mostrando la tartera de plástico que llevaba en la mano.
—¿Te han cortado la luz? La chica se ruborizó.
—Sí, es que… Bueno, desde que cerraron Noticias…, la revista en la que yo colaboraba… Pues ando sin trabajo, la cosa está fatal, y además como no era fija tampoco cobro el paro, así que… Había que escoger entre pagar la hipoteca o la luz y pagué la hipoteca, claro, ja, ja, ja.
La risa sonó un poco demasiado aguda, demasiado histérica.
—¿Y qué vas a hacer? Y con este frío. ¿Cuánto debes de luz?
—Doscientos treinta euros. Creo que me los van a mandar mis padres. Además, ¡he escrito una novela y la he presentado a un premio de autores primerizos! Se falla dentro de unos meses y pagan cinco mil euros… ¡Y como soy una loca pienso que me lo van a dar, ja, ja, ja!
¡Una novela! Hasta el más imbécil escribía.
—Sí, claro. Pero pasad. Me estoy arreglando y tengo prisa. Te dejo sola. Tú haz lo que tengas que hacer.
Condujo a Ana y al crío hasta la cocina, incómodamente consciente de su buena, cálida y bonita casa, y volvió corriendo a su habitación a seguir probándose ropa. Con la misma desesperación que antes pero con cinco minutos menos y con un desagradable sentimiento de culpabilidad. Ella se iba a gastar seiscientos euros en una niñería, en una venganza inútil propia de una descerebrada adolescente, y a su vecina le cortaban la luz porque no tenía para pagar doscientos treinta euros. Sí, lo sabía, ¡lo sabía! Había mucha gente en España pasándolo muy mal. La crisis había dejado heridas muy hondas y por todas partes corría la sangre. Ella, en cambio, había estado muchos años cobrando un gran sueldo como directora de Triángulo, hasta que cerraron el centro cultural. Y ahora seguía ganando suficiente con sus críticas, las conferencias, los cursos y las exposiciones. Además le gustaba lo que hacía y, sorprendentemente, había conseguido labrarse un moderado prestigio como especialista en lo marginal, lo heterodoxo, lo raro y lo confuso. Cualquiera pensaría que ella tenía muchas cosas en su vida y que no había motivos para quejarse, y sí, en efecto, poseía muchas cosas pero no le servían de nada, porque sus carencias pesaban mucho más. Como una vez le dijo Miguel Mateu, el fundador de Triángulo, lo que importa no es lo que se tiene, sino lo que se añora. Por ejemplo, ella añoraba o incluso envidiaba muchas de las circunstancias de la vida de Ana. Para empezar, su edad. ¡Pero si debía de andar por los veintiocho o veintinueve años! Todo ese futuro lleno de promesas por delante. Y su hijo. ¡Y sus padres, incluso tenía padres! Y luego esa maldita novela. A Soledad le gustaba lo que hacía, pero hubiera dado un brazo por ser capaz de escribir ficción. Por haberse atrevido a hacerlo. Pero ya era tarde para eso, como para tantas otras cosas. Al día siguiente le dejaría un cheque por doscientos treinta euros a su vecina en el buzón. Y quizá también le dejara una tarjeta que dijera: «Sé consciente de lo que posees, no pierdas el tiempo, no te quejes, eres rica, eres tan rica en juventud y en futuro. Aprovecha porque un día te despertarás y serás vieja».
Y ser viejo era tener un pasado irremediable y carecer de tiempo para enmendarlo. Si Soledad no había vivido nunca con nadie era en realidad porque nunca nadie la había querido lo suficiente. Es decir, no la habían querido de la manera en que ella necesitaba ser querida. De la forma en que merecía ser amada. Y, a su edad, cada día era más improbable que eso sucediera. Toda la sociedad estaba emparejada; la gente normal no se daba cuenta de ello, pero en los espectáculos, en los restaurantes, en los lugares de vacaciones y en cada día festivo, el mundo se llenaba de parejas. Todos eran dos, más guapos o más feos, más viejos o más jóvenes, heterosexuales u homosexuales, con niños o sin niños, asquerosamente juntos por todas partes. Mientras que Soledad, haciendo honor a su nombre, siempre estaba sola. Claro que se apellidaba Alegre: qué disparate.
Y sin embargo, ¡tengo tanto para dar!, chilló Soledad; y a continuación fingió que cantaba, temerosa de que Ana hubiera oído su grito desde la cocina. Sí, tenía tanto para dar, el caudal de su cariño remansado, y los delicados pliegues de su sensibilidad, y su enorme necesidad de afecto, que era una bola de fuego que ardía en su pecho, consumiendo todo el oxígeno de su vida y amenazando con asfixiarla.
Moriría sin haber conocido el amor. Eso sí que era ser pobre, y no el hecho de no poder pagar un maldito recibo.
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