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viernes, 24 de marzo de 2023

Lectura del capítulo tercero de la novela La Carne de Rosa Montero

 

Ya sólo tenía puestos el sujetador y las bragas. Hacían juego, color verde mar, de encaje, preciosos. Soledad suspiró y, sin dejar de mirarse, desabrochó el  brasier  y se lo quitó. Lo tiró al suelo. Luego, lentamente, sacó una pierna de las bragas, las dejó caer hasta el otro tobillo y se desembarazó de ellas de una patada. Se irguió. Pechos redondos, pequeños, un poco caídos, como era lógico, pero aún bonitos. Cuerpo trabajado en el gimnasio. Todo natural. Sesenta años. Para tener sesenta años no estaba nada mal. Pero, claro, a partir de ese día era una maldita sexagenaria. Estiró un brazo y encendió la luz. El foco del vestidor se prendió sobre ella y todas sus carnes, antes aceptablemente tersas con la iluminación indirecta, parecieron desplomarse de repente como sometidas a una fuerza de gravedad 3G, mostrando ondas, hoyos, arrugas, desfallecimientos musculares. Se escrutó despacio en el espejo, sin compasión. El cuerpo es una cosa tremenda, dijo en voz alta, es decir, soliloquiando, que es una manera de loquear. 


El cuerpo era una cosa tremenda, en efecto. La vejez y el deterioro se agazapaban de manera insidiosa y a menudo el interesado era el último en enterarse, como los cornudos del teatro clásico. Por ejemplo, a veces podías ver correr delante de ti en el Retiro a una treintañera con pantalones muy cortos, evidentemente satisfecha de sus muslos, que ignoraba que en realidad ya se le estaban llenando de celulitis, y que bajo la luz de ese sol feroz mostraban un aspecto bastante penoso.


 Soledad corría con mallas, por supuesto.

 Carne traidora, enemiga íntima que te hacía prisionera de su derrota. O prisionero, porque también los hombres se descubrían de repente, en el escorzo de un espejo, un cuello pellejudo de galápago, por ejemplo. Por no hablar de la próstata, o del pavor a no dar la talla en la lidia amorosa. La carne tirana esclavizaba a todos.

 Apagó el foco. Tampoco era cosa de ser masoquista, sobre todo en el día en que cumplía los sesenta. Todavía estaba bien. Todavía estaba muy bien. Todo el mundo le echaba diez años menos. Trigueña natural, lo que era una bendición para disimular las canas. Ojos grises. 1,74. Complexión delgada. Sonrió, recordando las fichas de los gigolós. Adam. Faltaban menos de veinticuatro horas para conocerlo. Qué loca. De pronto le pareció que se estaba metiendo en un lío absurdo. Tristán e Isolda. Mario. Un sabor amargo le llenó la boca, el sabor de la pena y de la rabia.

 De lo que no cabía la menor duda era de que el amor te envenenaba, te  embrutecía, te hacía cometer todo tipo de tonterías y desmesuras. Ahí estaba William Burroughs, por ejemplo. En 1939, a los veinticinco años, ese icono de la generación beat se cortó una falange del meñique izquierdo con unas tijeras domésticas de deshuesar pollos. Estaba enamorado de un estafador adolescente y muy celoso que le pidió una prueba de su cariño. Y  Will le entregó un pedazo de su carne. En las fotos últimas de Burroughs, ya convertido en un anciano sarmentoso, en un viejo insecto palo, se veía la ausencia clamorosa de esa falange. Soledad se preguntaba cuánto tiempo seguiría queriendo al niñato después de la mutilación. Cuánto tiempo hasta descubrir que no le interesaba en absoluto. Burroughs podía ser uno de los malditos, por supuesto. De hecho, había conseguido convertirse en un maldito tan obvio gracias al tiro con que, años después, reventó la cabeza de su mujer al jugar a Guillermo Tell con una pistola, que su celebridad la retraía de incluirlo en la exposición. Pero el de la falange era mucho menos conocido, y tal vez consiguiera que le prestaran el manuscrito de The Finger, el cuento que Burroughs escribió sobre la amputación.

 Tenía que decirle a Bettina que preguntara en la Biblioteca Pública de Nueva York, en la Universidad de Columbia y en la Biblioteca Green de Stanford, que era donde se conservaban los manuscritos de Burroughs, si no recordaba mal. Si lograban tener The Finger, Soledad podría construir una escena significativa centrada en el momento en que se arrancaba el dedo… Una escena que atrapara un pellizco del corazón de Burroughs. Soledad tenía la idea, aún en construcción, de articular la muestra en torno a escenas fundacionales de las vidas de los escritores. Buscar esos momentos que son el cráter de una existencia, el agujero mismo en el que hierve la lava, el instante en el que tus días se definen, porque, hagas lo que hagas, siempre vas a llevar eso contigo. Como la chillona ausencia de la falange de Burroughs y todo lo que eso significaba. Ese tajo bestial (¿cómo sonaría el hueso al descuajaringarse bajo los filos de las tijeras de cocina?) ya anunciaba el pistoletazo de Guillermo Tell. 


Pero Soledad tenía otro mutilador de dedos meñiques que le gustaba mucho más: Ulrico von Liechtenstein, uno de los trovadores más importantes de su época, el siglo XIII, en pleno tiempo del amor cortés. Sin embargo los historiadores casi nunca hablaban de él, porque le consideraban un imbécil. ¿Hay maldición mayor que la de aspirar a la gloria y ser ridículo? Von Liechtenstein, enamorado perdidamente de su dama, a la que mantuvo en el anonimato durante toda su obra pero que al parecer era la bella Teodora Angelina, esposa del duque Leopoldo de Austria, se rebanó primero el labio superior, porque la duquesa había comentado que su forma no le gustaba, y más tarde se cortó el meñique izquierdo, lo hizo recubrir de oro por un orfebre y se lo mandó de regalo a la dama junto con un poema, para que le sirviera de puntero. Este pobre demente era por otra parte un buen guerrero y también intentó conquistar a la duquesa ganando fama en los combates singulares de las justas, de modo que recorrió Centroeuropa retando a cuanto caballero se le pusiera a tiro. Llamó a su periplo «el viaje de Venus» porque iba disfrazado de esta diosa del amor y de la belleza, con dos trenzas postizas enredadas de perlas colgando bajo el yelmo y una túnica de gasa con  florecitas bordadas cubriendo la cota de malla. Todas estas estrafalarias peripecias se contaban en la obra más importante de Ulrico, Frauendienst, «Al servicio de la dama», que estaba en la Biblioteca Estatal de Baviera. Tenían que ser capaces de conseguirla. Vestido de mujer, combatió contra 577 caballeros; venció a 307 y fue derrotado por 270. Pese a todo este desenfreno motivado por la pasión, lo único que logró fue que la esquiva Teodora Angelina se burlara de él una y otra vez.

 El amor te convertía en un ser patético. 

Soledad nunca había vivido con nadie. Cuando quiso no pudo y luego no quiso. Había tenido, eso sí, muchos amantes. Mejor lejos. Mejor controlados. Que la pasión ardiera con un cortafuegos alrededor. Ella era de enamoramiento fácil. Más bien instantáneo. Incluso fulminante. Necesitaba estar enamorada. Amaba el amor, como decía San Agustín. Era una adicta a la pasión y, como buena adicta, sin eso no le interesaba vivir. Sesenta años. Se echó un último vistazo en el espejo y comenzó a ponerse el pijama. No era guapa: su nariz era larga y fina, su barbilla, picuda; de hecho, en su adolescencia y durante buena parte de su juventud se sintió rara y fea, demasiado alta, demasiado atlética, poco femenina. Con el tiempo, sin embargo, había llegado a comprender que su cuerpo era un buen cuerpo, que las otras mujeres se lo envidiaban, que su pequeño pecho resultaba sexy. Y además tenía unos bonitos ojos, tenía personalidad y estilo, y su atractivo había crecido con los años… hasta hacía muy poco. Porque Soledad intuía que ese atractivo había empezado a menguar recientemente, no sabía bien cuándo: ya está dicho que el propio interesado es el último en enterarse de los estragos. Sí, todavía estaba bien, todavía era capaz de incendiar la carne de alguien joven y hermoso como Mario, pero ¿cuánto duraría eso? Mario y ella habían roto cuatro meses atrás. A su edad, cada día era un desperdicio. A su edad estaba entrando ya en el tiempo de los perros: siete años por cada año humano. ¡¡Sííííí!!, chilló Soledad en el silencio de la noche: cada doce meses del calendario que pasaban, para ella era como si se multiplicaran por siete, así de definitivos y de vertiginosos eran los cambios y las pérdidas.

 Miedo.

 La última vez que hizo el amor. ¿Y si no volvía a tener un amante? La gente casi nunca sabía cuándo era la última vez que hacía algo que le importaba. La última vez que subes a un monte. La última vez que esquías. La última vez que tienes un encuentro sexual. Porque a ese cuerpo mutante que de pronto se plisaba, se ablandaba, se cuarteaba, se desplomaba y se deformaba, a ese cuerpo traidor, en fin, no le bastaba con humillarte: además cometía la grosería suprema de matarte. Y así, cuando llegabas ya a esa edad, la edad de los perros, las posibilidades de malignidad de la carne se multiplicaban. Y un día te descubrías una llaga en la boca, un bultito en el cuello, una ceja más baja que la otra, un hematoma de nada en una pierna, y no te dabas cuenta de que esas nimiedades eran la tarjeta de visita del asesino, del silencioso criminal que te iba a ejecutar. Sí. Oh, sí. Quizá ya se hubiera acabado todo. 

Quizá moriría sin haber conocido de verdad el amor. ebookelo.com - Decidió tomarse un Orfidal entero para dormir porque estaba segura de que en la cama le esperaba un tumulto de fantasmas: los malos pensamientos se le retorcían en la cabeza como un nido de víboras. Al día siguiente tendría que pasar por la difícil prueba de Tristán e Isolda. Más la santa trinidad de Mario, su mujer y el nasciturus. Y ese primer hombre de la Tierra que era Adam, el prostituto. Tal vez también ella estuviera a punto de hacer el  ridículo.

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